—¡Qué flaca estás, Inés! —y meneó la cabeza varias veces—. Si no supiera que eres tú, no te habría reconocido, ¿sabes? Ayer estuve mirando fotos tuyas, y… pareces otra.

—Ya, es lo que tiene la cárcel —sonreí de nuevo, pero ella no se animó a imitarme—. ¿Dónde está Ricardo? ¿Por qué no ha venido él?

—Él… Bueno, ya sabes, está muy ocupado, tiene mucho trabajo. Sigue en Obras Públicas y se tira las semanas viajando de un lado para otro. Pero me ha dado… —volvió a abrir el bolso y tuve la sensación de que le aliviaba entretenerse en revolver su contenido—. Aquí está. Es una carta para ti.

—¿Una carta?

Hasta aquel momento, no me había parado a pensar qué iba a ser de mí. Tres días antes, cuando me avisaron de que me trasladaban, me había parecido raro, pero no grave, porque ya me habían juzgado. Los traslados individuales no eran frecuentes y tanta precipitación tampoco, pero la arbitrariedad de las autoridades era una clave esencial de nuestras condiciones de vida, y aquella mañana, al despedirme de las demás, esperaba que alguna funcionaría me metiera en una furgoneta, sola o con otras presas, después de darme, o no, noticias de mi nuevo destino.

Sin embargo, cuando conocí a mi cuñada, no pude evitar hacerme ilusiones.

Después de la desafortunada visita de aquel abogado que me ofreció la libertad a cambio de la vida de Virtudes, mis relaciones con mi familia habían sido casi inexistentes. Nadie había venido nunca a verme a la cárcel, aunque mi madre me escribía regularmente, tres o cuatro párrafos cargados de amor e incomprensión, que traducían un dolor tan profundo como el que sentía yo al leerlos. A ella le contesté siempre, en cartas más largas que las suyas, que no intentaban explicarle lo que no entendía, pero sí devolverle el mismo amor, hasta que, a principios de 1941, dejó de escribir. Llegué a enviarle cuatro cartas seguidas sin obtener respuesta hasta que, en abril, mi hermana Matilde me escribió por primera y última vez, para informarme de que había muerto y de que todos me consideraban la única culpable. Tú la has matado, Inés…

Rompí en pedazos aquella carta que seguiría intacta para siempre en mi memoria, y nadie volvió a acordarse de mí hasta que Adela vino a sacarme de la cárcel, pese a que su marido ya estaba furioso conmigo antes de ofrecerme una salida que yo no quise aceptar. Eso era lo único que había sacado en claro de los lamentos de mamá, mientras me pedía que no perdiera la esperanza, porque ella no desesperaba de convencer a Ricardo para que intercediera a mi favor, más tarde o más temprano. Yo sabía que, sobre el agravio general de lo que todos consideraban mi traición, mi hermano acumulaba contra mí un rencor específico, la memoria de aquella fortuna que yo me había gastado, hasta el último céntimo, en botas y en capotes, medicamentos y comida para los soldados del Ejército Popular que luchaban contra los sublevados a quienes él había pretendido financiar con ese dinero, pero cuando Adela me tendió aquel sobre, yo estaba libre, en la calle, fumándome un pitillo con ella, que era mi cuñada y, en los pocos minutos que llevábamos juntas, me había tratado con más cariño que cualquiera de mis hermanos desde el final de la guerra. Si hubiera tenido tiempo para pararme a pensar en lo que iba a suceder a continuación, habría supuesto que estaba a punto de parar un taxi, que me invitaría a montar en él, que se sentaría a mi lado y nos iríamos juntas a su casa. A cambio, en aquel momento me di cuenta de que ni siquiera íbamos andando simplemente por la calle. Ella me había cogido del brazo al salir de la cárcel para guiarme hasta un coche negro que tenía el motor en marcha. El conductor estaba sentado en su puesto, pero en la acera había dos policías mirándonos, y uno de ellos tenía la mano derecha apoyada en la culata de su pistola.

Abrí el sobre y saqué el papel que contenía para intentar comprender lo que me estaba pasando. Yo no he ganado una guerra para que tú me amargues la vida, Inés, leí, y cerré los ojos.

—¿Adónde vamos? —le pregunté a mi cuñada.

—No, yo… —levanté los párpados para comprobar que se estaba poniendo nerviosa—. Yo no puedo ir contigo. Tengo un hijo pequeño, bueno, eso no te lo he dicho, hemos tenido tan poco tiempo para hablar… Es un niño, se llama Ricardo, tiene quince meses, no puedo dejarlo solo, pero tú… —se acercó a mí y me abrazó, para seguir hablando con la cabeza pegada a la mía—. Vas a estar muy bien allí, ya lo verás. Las madres son muy buenas, y…

Su última frase resonó en mis oídos como un latigazo, y ninguno me habría hecho tanto daño. Por eso la aparté de mí, la mantuve a la distancia de mis brazos estirados, y me habría tirado al suelo, para arrodillarme a sus pies, si uno de los policías no me hubiera inmovilizado inmediatamente, uniendo mis brazos detrás de mi espalda como si fuera a ponerme unas esposas.

—No quiero ir a un convento, Adela, por favor, por favor —me miraba con un gesto de espanto que no impidió que sus ojos se humedecieran, pero yo empecé a llorar antes que ella—. Prefiero volver a la cárcel, llévame a la cárcel, por favor, Adela, a la cárcel, a un convento no, por favor te lo pido, no me hagas esto, por lo que más quieras, a un convento no, a un convento no…

—Pero si allí vas a estar muy bien —se acercó a mí, alargó una mano con cautela, me acarició la cara—, ya lo verás, Inés, Inés…

—No, Adela, no quiero, de verdad que no quiero, no quiero ir a un convento, por favor te lo pido, prefiero la cárcel, por favor…

—¡Bueno, ya está bien!

El policía tiró de mí y me obligó a entrar en el coche antes de que nos convirtiéramos en un problema de orden público, pero Adela vino detrás de mí, y golpeó en la ventanilla con los nudillos hasta que la abrí.

—Lo siento. Fue idea mía, yo creía que era lo mejor, porque…

—Tenemos que irnos, señora —le advirtió el policía.

—Sí —asintió con la cabeza, pero metió una mano por la ventana abierta para coger la mía, puso dentro su paquete de tabaco y la apretó—. Ánimo, Inés.

Eso fue lo que Adela me dijo, ánimo, no adiós, cuando nos despedimos por primera vez. Por eso, el 20 de octubre de 1944 sentí la necesidad de desearle algo parecido cuando la dejé atada y amordazada en el dormitorio de su propia casa, pero no supe cómo hacerlo. Al final, me limité a entornar la puerta, y fue entonces cuando me puse más nerviosa.

En lugar de sentirme armada y libre, fuerte y segura, en aquel instante respiré una repentina turbiedad en el aire de la casa que iba a abandonar, y presentí un peligro inexistente en las paredes, en las alfombras, en las ventanas, en cada hueco del pasillo por el que avanzaba. El edificio estaba vacío, pero la experiencia de mi cautiverio se fundía con lo que ya no era un proyecto, sino la irremediable necesidad de huir, para acelerar todos mis movimientos. Quizás no fuera más que el silencio, o la certeza de que allí ya había terminado todo para mí, pero me moví con la misma rapidez con la que habría actuado si una jauría de perros feroces estuviera cruzando el jardín. Así, sin pararme a tomar aliento, me cambié de ropa, me eché a la espalda el morral en el que había reunido un equipaje imprescindible, bajé a la cocina, arramblé con toda la comida sólida y fácil de transportar a caballo que encontré en la despensa, y apenas me detuve a colocar con mimo las rosquillas, formando capas regulares, concéntricas, en la sombrerera. Luego lo llevé todo a la fachada principal, lo apilé junto a la puerta, me llené los pulmones con el aire del jardín y, sólo un poco más tranquila, me fui a buscar a Lauro.

Cuando Ricardo me llevó a vivir a Pont de Suert, lo último que me habría atrevido a imaginar era que volvería a montar a caballo. Las fotos y los trofeos que habían acompañado a las puntillas blancas en la habitación de mi infancia, dormían en un maletero desde que mi madre decidió que ya me había convertido en una jovencita y que tendría que dejar de competir, porque los concursos de saltos, tan graciosos y saludables en una niña, resultaban demasiado masculinos y arriesgados para una señorita. ¿Qué quieres, que te vea todo el mundo tirada en el suelo, levantándote para volverte a caer, pringada de barro de arriba abajo? Pues sí, estaría bonito, ¡buen novio te iba a salir! Intenté oponerme con todas mis fuerzas a aquella idea tan absurda, pero no logré reclutar otro aliado que mi padre, y él tampoco quiso imponer su opinión sobre los criterios de su mujer, porque el 30 de julio de 1931, cuando cumplí quince años, todavía no se le había pasado a ninguno el soponcio del 14 de abril. De esta extraña manera, lo siento, Inés, pero ya hemos tenido bastantes disgustos este año como para que me pelee yo ahora con tu madre por la tontería de tus caballitos, la República me apartó de la equitación. De una manera aún más extraña, acabaría devolviéndome a ella.

A Adela no le gustaba leer, y tampoco que yo leyera. Esa fue una de las primeras cosas que aprendí de ella, porque cuando volví a verla, unos días antes de la Navidad de 1941, me preguntó si me hacía falta algo, le pedí que me mandara libros, y no lo entendió.

—¿En serio? ¿Y para qué quieres libros?

El tercer día que desperté en el convento, llegó a mis manos su primer paquete, dos cartones de tabaco, tres tabletas de chocolate, varios pares de calcetines gordos de lana, dos camisetas de manga larga, un jersey y, para mi sorpresa, dos tarros de una crema blanca y espesa, uno para la cara, y otro para el cuerpo, porque cuando te vi en Madrid, me asusté de lo sequísima que tienes la piel, así que ponte las dos, todos los días, por la mañana y por la noche, y extiéndelas bien para asegurarte de que penetran como es debido… Después de leer la carta en la que su marido había especificado las condiciones de mi vida en el futuro —he prometido dos cosas a cambio de tu libertad, Inés. Que nunca más vas a poner un pie en Madrid y que voy a quitarte para siempre de la circulación, así que ya puedes ir haciéndote a la idea—, aquellas instrucciones me hicieron sonreír. Quizás por eso, había gastado ya esos tarros, y dos más, cuando Adela me visitó en diciembre. ¡Qué bien! Tienes la piel muchísimo mejor, exclamó nada más verme, antes de escuchar una petición que le haría fruncir el ceño.

—¿Para qué voy a querer libros, Adela? Pues para leerlos. Aquí sólo he podido conseguir una Biblia, y la verdad es que el Antiguo Testamento me gusta mucho, pero tampoco es cosa de aprendérmelo de memoria.

—Ya, pero… —y sin haber estirado las cejas del todo, las arrugó otra vez— ¿y qué te mando?

—Las obras completas de Galdós —porque, si podía elegir, quería volver a casa, a mi país, a una España que pudiera entender, que me perteneciera, aunque no llegué a formular ese anhelo en voz alta, porque la expresión de Adela volvió a desconcertarme—. Benito Pérez Galdós, sabes, ¿no?

—Sí, si me suena mucho, pero es que… ¿Las quieres todas?

—Pues… Están reunidas en seis o siete tomos, y hay ediciones baratas.

—¡Ah! Bueno —y sonrió—. Haber empezado por ahí.

Los libros la aburrían tanto que le daba pena verme con uno entre las manos, y se negaba a creer que me estuviera divirtiendo por mucha energía que yo invirtiera en asegurárselo. Ricardo, sin embargo, seguía siendo muy buen lector, y en marzo de 1943, al llegar a su casa, aprecié antes la compañía de su biblioteca que la de su mujer. Después de haberme repartido durante cuatro años entre una cárcel y un convento, me pareció maravilloso volver a vivir en un lugar donde hubiera libros, y durante algunos meses, fui infiel a Galdós, el único compañero que me quedaba, hasta con el enemigo. Entonces, antes o después, Adela me descubría, llegaba hasta mí andando muy despacio, se sentaba a mi lado.

—¿Qué haces aquí, Inés? —y ella misma fabricaba una respuesta imprevisible para una pregunta tan simple—. Hay que ver, con lo joven que eres, teniendo toda la vida por delante, que la malgastes de esta manera.

—Si no estoy malgastando nada, Adela. Estoy leyendo.

—Pues eso, leyendo, aquí sola, ya ves… —y descubría en sus ojos una compasión tan sincera que me desarmaba—. Anda, vamos a dar una vuelta.

—Pero si no me apetece dar una vuelta, si estoy aquí muy bien.

—¡Que no estás bien! —se ponía de pie, me quitaba el libro de las manos, lo tiraba sobre la mesa y me obligaba a levantarme—. ¡Qué vas a estar bien! Vamos a salir a que te dé un poco el aire, que pareces una muerta en vida…

Después, nos montábamos en el coche, el chófer nos llevaba al centro del pueblo, e íbamos a la mercería, a comprar botones, o al quiosco, a escoger revistas, o a pasear por la calle Mayor, simplemente. Y no es que me aburriera, porque el paisaje era tan hermoso que el trayecto se me hacía corto, y era agradable volver a cruzarse con gente desconocida por las aceras, pero casi siempre echaba de menos mi butaca, mi libro, el punto en el que lo había interrumpido y al que Adela sólo me dejaba volver cuando daba por concluidas aquellas obras suyas de caridad ambulante.

En aquella época, Lauro, un hermoso potro árabe español de tres años, con unas proporciones tan perfectas como las de Sultán, el caballo con el que había ganado varias copas cuando era una niña, ya estaba en los establos. Ricardo lo había comprado para Adela unos meses antes, pero ella, acostumbrada a su yegua, mansa y pacífica como una vaca lechera, no se atrevía a montarlo. Y una de aquellas mañanas en las que se empeñaba en imponerme sus particulares criterios sobre la diversión, al pasar cerca de los establos, lo vi en el picadero, dando vueltas con una elegancia tan asombrosa que me acerqué a las vallas y me quedé mirándolo, como atraída por un imán.

—¡Qué caballo tan bonito! —exclamé, y el mozo que sujetaba las riendas tiró de ellas—. ¿Puedo acercarme?

—Claro —al sonreír, me dejó ver unos dientes tan blancos como la camisa que llevaba desabrochada, cuatro dedos por debajo del nivel que señalaba el decoro de los nuevos tiempos—. Es un buen caballo.

Hacía muchos años que no apretaba la cabeza contra un cuello como aquel, muchos años que no acariciaba una piel parecida ni sentía un pulso semejante en las venas que latían bajo mis dedos, pero Lauro me lo puso muy fácil, porque desde el primer momento se dejó hacer con tanta complacencia, que tuve que dominar el impulso de pedir una silla.

—¿Quiere montarlo, señorita? —el mozo me tendía las riendas sin dejar de sonreír, como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Le vendría estupendamente, ¿sabe? Es muy joven y aquí sólo lo monto yo…

En ese momento, el animal percibió algo que le molestaba, un insecto o algún ruido remoto, y levantó las patas traseras mientras movía la cabeza, inclinando el cuello hacia mí. No me hizo daño pero sentí su aliento, le acaricié para tranquilizarle, y el mozo hizo lo mismo, se acercó un poco más mientras le pasaba la mano por el lado opuesto, y llevaba la camisa abierta, el picadero estaba en un claro sin sombra, el sol de junio calentaba, él sudaba, yo sudaba, el caballo nos daba calor, su aliento, su piel, la sangre tensando sus venas, me estoy mareando, pensé, pero no era un mareo, y al comprenderlo, me eché para atrás como si acabara de recibir una descarga eléctrica.

—¿Lo ve? Está muy nervioso —el mozo no podía haberse dado cuenta de nada, pero yo me había puesto más nerviosa que el caballo y ni siquiera me atreví a mirarle a los ojos—. ¿Quiere montarlo?

—No, gracias. Otro día, mejor —le di la espalda, me colgué del brazo de Adela y tomé la iniciativa por primera vez en los paseos que compartíamos—. Vámonos a casa, anda. No me encuentro nada bien.

—¿No? —ella se paró en seco, me cogió por los hombros, me miró con atención—. Es verdad, estás muy colorada.

—¿Sí? —claro que estaba colorada—. No sé lo que me ha pasado.

—Igual te ha bajado la tensión. O a lo mejor es que estás anémica, que no me extrañaría nada, porque no comes, aunque entonces estarías más bien pálida, ¿no? Así que… ¿Te pasa con frecuencia?

—Alguna vez —mentí—. Pero se me pasa enseguida —volví a mentir—. No te preocupes.

—¿En serio? ¿No quieres que llame al médico y le pregunte…? —y me puso la mano en la frente con la solicitud de una madre—. A ver, ¿qué síntomas has tenido? ¿A qué se parece?

—He tenido… —miré a mi cuñada, intenté calcular qué cara pondría si le dijera la verdad, he tenido un calentón, Adela, y volví a cogerla del brazo para obligarla a andar, más despacio—. Yo creo que es que no he desayunado.

—¡No me digas más! Pero a quién se le ocurre, Inés, salir al campo en ayunas, con el sol que hace…

Al llegar a casa, tuve que volver a desayunar bajo la estrecha vigilancia de mi cuñada, pero la última vez que me acosté con un hombre tenía veintidós años, aquella mañana me faltaba poco para cumplir veintisiete, mi cuerpo no necesitaba mi opinión para echarlo de menos, y eso no se iba a arreglar con una tortilla francesa y dos tostadas.

La verdad que nunca me atrevería a contarle a Adela era que me pasaba continuamente, dormida y despierta, con motivos o sin ellos, y yo no lo controlaba, no podía negarme, esquivar las imágenes que se agolpaban en mi cabeza de repente, hombres sin rostro o con caras conocidas, sensaciones familiares o fabulosas, recuerdos verdaderos o inventados, el ritmo regular de dos cuerpos que chocaban crujiendo en mis oídos y un escalofrío fulgurante, que al principio me daba calor y al final me dejaba helada. En la cárcel no me había pasado. Tenía demasiado miedo y demasiadas cosas que hacer, cosas en las que pensar. Además, en aquella época, mi memoria aún conservaba la frescura de una experiencia que el paso del tiempo iría acartonando, fosilizando, haciendo cada vez más extraña, más dudosa, la experiencia del placer, del vértigo, de la arrolladora supremacía de la vida sobre la muerte en la sangre, en la carne, en la piel, en la lengua, en los dientes, en la risa, en el sudor de mi cuerpo poderoso, triunfador sobre el hambre y el desaliento, vencedor de las bombas y de los escombros.

En otoño de 1936, Virtudes y yo aprendimos lo que era la guerra, una línea frágil, sutilísima, que separaba la vida de la muerte. Una mañana de octubre, una bomba alcanzó a la hija de la portera, una chica más joven que yo, en la calle Luchana, a dos pasos de la boca del metro. Yo la había visto por la mañana, habíamos hablado un momento en el portal, nos habíamos reído del vecino del segundo, que no la dejaba en paz, y me había contado que su novio estaba en la sierra, que le habían ascendido a cabo. Todo eso, a las diez y media de la mañana, y a las dos de la tarde estaba muerta. Otro día, Virtudes llegó llorando de la calle. Uno de sus primos había muerto en el bombardeo de un colegio, en Aluche, con cinco años. El entierro fue por la tarde, y después, ninguna de las dos tenía ganas de volver a casa, así que entramos juntas, solas, en un café, después en otro, y nadie nos miró mal, nadie pensó que fuéramos unas busconas, y a ella ya le habría dado igual que lo pensaran. Así era la guerra, y por eso, desde aquel día, salimos juntas casi todas las noches, hasta que una tarde de marzo de 1937, en el vestíbulo del Monumental Cinema, Pedro Palacios me vio bajar por las escaleras, esperó a que llegara a su lado, me abrazó, y me besó en la boca sin mediar palabra.

Habíamos ido andando hasta Antón Martín para celebrar la victoria de Guadalajara, y aunque llegamos con mucho tiempo, sólo encontramos sitio para quedarnos de pie, en el anfiteatro. Estaba segura de que él también habría ido hasta allí, y aunque sabía que era una tarea imposible, no dejé de buscarle entre los centenares de cabezas que estaban al alcance de mis ojos, durante las dos horas que duró el mitin. Hacía seis meses que le buscaba disimuladamente por todo Madrid, en los sitios donde era previsible que coincidiéramos y en los que no. Él seguía viniendo a casa cuando había reuniones, y siempre me miraba, me sonreía, me cogía por el cuello para apretar durante un instante su mano sobre mi piel y comprobar cómo se erizaba, antes de despedirse. Pareces tonta, Inés, está jugando contigo, ¿es que no te das cuenta?, me decía Virtudes, y yo ni siquiera le llevaba la contraria. Era verdad que estaba jugando conmigo, pero me gustaba tanto que no me importaba parecer tonta, y cuando tenía la menor posibilidad de volver a verle, aunque fuera fugazmente, dejaba plantado sin más explicaciones a un capitán de artillería que me cortejaba como un caballero, para mayor desesperación de Virtudes. Aquella tarde, sin embargo, ella estaba tan concentrada en el escenario, que ni siquiera me regañó.

—Es guapo, ¿verdad? —y no entendí tanta atención hasta que los oradores se adelantaron para entonar juntos la Internacional.

Tuve ganas de contestarle que no, que era del montón, recurriendo a la misma fórmula que ella misma había escogido para desdeñar a Pedro el día que le conocí, pero asentí con la cabeza, porque sólo podía referirse a uno de los hombres que cantaban al borde del escenario, un comisario moreno y joven que se llamaba Francisco Antón y era guapo de verdad.

—Pues a mí me gustaba un rato, ¿sabes? Bueno, a mí y a medio Carabanchel, qué quieres que te diga —cuando se encendieron las luces y empezamos a bajar por la escalera, se explicó mejor—. Él se daba cuenta, es uno de esos guapos que lo saben, y los domingos, cuando iba a casa…

Nunca escuché el final de aquella frase. Otro guapo que lo sabía me estaba sonriendo, plantado en el vestíbulo del teatro, aguantando los empujones, los codazos de la gente que salía, sin moverse un centímetro del sitio. Aquella noche nos encerramos en el dormitorio de mis padres y no salimos de allí hasta que nos venció el hambre, a las cinco de la tarde del día siguiente. Después, y por más que supiera que él estaba dispuesto a engañarme con cualquiera, siempre le fui fiel.

Cuando empecé a recordarle contra mi voluntad, entre los muros de un convento de la provincia de Zaragoza, ya no podía creer que esa hubiera sido de verdad mi vida, ni aquel cuerpo el que seguía teniendo. Entonces, mientras todas las luces se apagaban sin llegar a fundirse para languidecer en una penumbra más triste que la oscuridad, mientras las noches se convertían en un infinito corredor excavado en una roca sin fin, y mi piel, bien hidratada por fuera gracias a los paquetes de Adela, se secaba por dentro para que su aspereza blancuzca, imaginaria, presagiara la sequedad irreparable de mis huesos, de mi carne, casi me arrepentí de haber vivido tanto en tan poco tiempo.

En el convento me lavaba con jabón de fregar, el mismo que usaba para lavar el suelo, los mármoles de la cocina, los platos, los cacharros. Todo olía igual, las habitaciones, los pasillos, la ropa, el aire, mi cuerpo, el de las monjas, todo desprendía el mismo olor musgoso, un aroma frío, húmedo, como el de las piedras recubiertas de verdín. Yo odiaba ese olor con todas mis fuerzas pero no podía escapar de él, echarlo de mi nariz, dejar de olerlo. Pensaba que habría sido mejor no tener nada con que compararlo, hasta que de repente, una noche, a despecho del cerrojo de mi puerta, que la madre superiora echaba por fuera después del último rezo, Pedro volvió a meterse en mi cama, y mientras estuvo conmigo, me lo pasé tan bien que, al despertar, no supe si alegrarme o lamentarlo. Él, que me lo había dado todo sólo para quitármelo después, se apoderó también de mis sueños, y el olor a verdín se hizo más mohoso, más húmedo y espeso en cada despertar. El hombre con el que yo soñaba no existía, la mujer que se retorcía bajo su cuerpo tampoco, porque ya no era yo. Yo no era más que un hueco que olía a jabón de fregar, y no me convenía olvidarlo, pero sólo tenía veinticuatro, luego veinticinco, después veintiséis años, y mi piel guardaba la memoria de mi edad, por más que yo intentara confundirla. Así, lo que empezó pareciendo un juego terminó siendo una trampa, porque el placer que hallaba en el sueño no compensaba la terca desesperación de la vigilia, y hacía frío. En mi cuerpo, en mi vida, en el mundo hacía frío. También pensé en eso al robar un cuchillo de la cocina.

El 22 de diciembre de 1942, ya sabía que Adela no iba a venir a verme. Sus visitas, que rompían la abrumadora rutina de mi encierro cada tres o cuatro meses, habían sido la única cosa agradable que me había ocurrido en el último año, y no sólo porque mi cuñada hubiera convencido a la superiora de que me dejara vestirme de persona normal para salir a comer con ella en algún mesón de los alrededores. Adela era mi única garantía de que el mundo seguía existiendo más allá de los muros de aquel recinto aislado, infranqueable como una fortaleza, y en esas condiciones, arrancarme el hábito que me obligaban a vestir todos los días, significaba para mí mucho más que cambiar de ropa.

En el convento tenía una celda individual y dormía en una cama, pero esas dos comodidades no me compensaban por todo lo que había perdido al salir de la cárcel. Adela no lo entendía, porque nunca había estado encerrada en un convento, aunque esa no era la única diferencia entre las dos. Yo había perdido una guerra y ella la había ganado, yo había sido feliz antes y ella nunca del todo, yo estaba sola y ella también, pero no en el mismo grado, de la misma manera. Adela tenía a sus hijos, yo, a nadie a quien mimar, a quien cuidar, de quien preocuparme. Ni siquiera tenía a alguien cerca para hablar, para compartir mi sufrimiento, para planear una fuga imposible o reírme de mi propia desgracia. Eso, que parecía tan poco, era lo que echaba de menos de la cárcel, aquel infierno donde, sin embargo, yo era una persona, tenía un nombre y una historia, ideas, amigas, opiniones sobre lo que nos estaba ocurriendo y curiosidad, oídos para escuchar lo que opinaban las otras. En Ventas, yo hacía cosas por mí y cosas por las demás, pero en el convento no era nada, no era nadie. No me interesaba nada. No le interesaba a nadie.

Al principio lo intenté. Al principio fui rebelde, hasta insoportable, la pesadilla particular de la madre superiora. Me negaba a todo, y cada negación era una conquista, cada castigo, una condecoración, a pesar de los días de encierro a pan y agua, de los golpes, de las amenazas.

—Vamos a negociar, madre —le ofrecía cada vez que me abría la puerta.

—Yo no negocio, hija mía —me contestaba ella—. Aquí no hacemos las cosas así. Yo doy órdenes por el bien de la comunidad, las hermanas me obedecen sin rechistar, y eso mismo tendrás que hacer tú antes o después.

Aunque escuché muchas veces la misma advertencia, nunca di mi brazo a torcer, y seguí escuchando casi a diario el ruido de la llave que había vuelto a encerrarme en mi celda. Pero como no tenía nada que ganar estando fuera, calculé que ella acabaría cansándose antes que yo, y así fue. Al final, no le quedó más remedio que negociar, hacerme algunas concesiones a cambio de la promesa de portarme bien, un trato que le convenía tanto como a mí, porque mis peticiones eran muy modestas. Que me dejara cambiar el hábito de hermana por el de novicia, que no me obligara a llevar toca ni a cantar en misa, que me asignara un puesto fijo en la cocina en lugar de mandarme a bordar o a cavar el huerto, que me permitiera fumar y leer novelas cuando estaba sola en mi celda, para no dar mal ejemplo a las niñas. Hasta que me di cuenta de que no sólo había dejado de ser una mujer, porque ya ni me acordaba de cómo olían los hombres. También había dejado de ser una persona, porque ya no tenía nombre, ni historia, ni amigas, ni posibilidad de opinar, ni de escuchar otras opiniones. Era como una planta a la que había que regar para que no se muriera, no fuera a enfadarse don Ricardo, nada más.

Cuando Adela venía a verme, yo intentaba explicarle todo esto sin ofenderla, y ella, que no entendía nada, me cogía de las manos y asentía con la cabeza hasta que lograba que me sintiera mejor. Luego me contaba tonterías, las gracias que hacían los niños, los pocos cotilleos que lograba recopilar en sus raras escapadas a Lérida, los vestidos que le estaba haciendo la modista, y sus dudas sobre si cambiar o no los muebles del salón.

—¿Y ese pelo? —uno de esos días, por fin me animé a dibujar con las manos un rulo igual que el suyo sobre mi cabeza—. ¿Cómo lo haces?

—No lo hago yo, me lo hacen en la peluquería. Ponen dentro un relleno de algodón en rama, y luego mucha laca por encima, no tiene más misterio.

Así, durante algunas horas, volvía a interesarme por el mundo, a sonreír, a reírme, a beber vino, a tocar con mis dedos, a abrazar con mis brazos, a verme las piernas mientras andaba, y recibía todos esos pequeños, inmensos regalos, con la mansedumbre de una mendiga que no se pregunta por qué una señora la ha escogido para hacer caridad, por qué le da limosna a ella, y no a ninguna de las otras con las que se apiña en las mismas escaleras todas las mañanas. Sabía que, para venir al convento, mi cuñada tenía que levantarse al amanecer, coger un autobús, un tren, otro autobús, y hacer el recorrido inverso, después de comer, para llegar a su casa de noche. Sabía que se sentía en deuda conmigo, culpable de haber convencido a Ricardo de que me encerrara en aquel lugar que a ella le seguía encantando, pero no comprendí a tiempo que nuestros encuentros eran tan importantes para ella como para mí. No comprendí que, para Adela, venir a verme era también una manera de romper la monotonía de su vida, que sus visitas eran mucho más que una obra de misericordia, que tras su solicitud no alentaba la compasión, ni penitencia alguna, y que tampoco obraba por ningún difuso impulso de decoro familiar. Sólo cuando empezamos a vivir en la misma casa, comprendí que Adela se ocupaba de mí porque le sobraba amor para dar y le faltaban objetos sobre los que derramarlo en aquella casa enorme, lejos de todo, con dos niños pequeños y la tristeza de saber que nunca sería una esposa inglesa. Mientras creía que ella no me entendía, era yo la que no entendía nada, hasta que un día, en otoño de 1942, mi hermano apareció sin previo aviso por Pont de Suert, y encontró a sus hijos con la niñera, su mujer ausente. Y todo se acabó.

Mi cuñada no quiso contarme que Ricardo le había prohibido volver al convento. No sé cuándo podré ir a verte otra vez, hasta después de Navidad seguro que no, estoy muy atareada porque vamos a tener invitados en casa estas vacaciones, y tengo que prepararlo todo… No era verdad, pero yo no lo sabía, y tampoco sabía en qué clase de hombre se había convertido mi hermano. No sabía nada excepto que Adela había desertado, que me había abandonado. Y dos semanas antes de Navidad, cuando recibí un paquete enorme, con el doble o el triple de los suministros habituales pero ninguna carta dentro y un nombre desconocido en el remite, aprendí que mi vida valía tan poco como si ya hubiera empezado a morirme.

El 22 de diciembre de 1942, amaneció negro, feo desde el principio, desde que me levanté, muerta de frío, y vi que el suelo del claustro estaba helado, pero no como el espejo de inmaculada blancura que me había deslumbrado otras veces. Aquella mañana, el hielo también era feo, sucio, y apenas formaba una película fina y quebradiza sobre el agua embarrada de los charcos, mientras la ambigua naturaleza del aguanieve que caía sin cesar impedía al mismo tiempo que se consolidara y que se deshiciera. Durante el otoño que acababa de terminar, en toda España había llovido demasiado poco, menos aún que en la primavera anterior, pero un cielo justiciero, rácano, nos daba lo que nos merecíamos, la espesa tristeza de una pobre llovizna en lugar de la alegría de una buena nevada, limpia y copiosa.

El 22 de diciembre de 1942, cuando ya sabía que Adela no iba a venir a verme, se cumplía, además, un año desde el fusilamiento de Virtudes. Su prima me había escrito que la pobre estaba segura de que la iban a dejar vivir hasta después de Reyes, pero la fusilaron el día de la lotería, de madrugada. En septiembre de 1941, tres meses después de que Ricardo me sacara de la cárcel, el tribunal que ya nos había juzgado una vez reabrió el caso y la juzgó de nuevo, en solitario, para justificar las irregularidades de mi excarcelación. Y su pena de muerte no fue conmutada. Por eso, en el primer aniversario de su ejecución, yo estaba sentada, sola, en la cocina del convento, escuchando el ronroneo del sorteo de Navidad en una penumbra más negra que la oscuridad, mientras pensaba que no había cumplido mi última promesa, que nunca había podido enviar a la cárcel vendas nuevas ni pomadas para la sarna. Todas las monjas estaban ocupadas, despidiendo a las niñas, que volvían a sus casas en vacaciones. Nadie me vio coger un cuchillo, esconderlo en una manga, cruzar el claustro, entrar en mi celda, mover la mesilla con la silla encima para apoyarla contra una puerta sin cerrojo, tumbarme en la cama, cortarme las venas.

Lo hice mal. Perdí mucha sangre, pero no la suficiente, porque los cortes longitudinales matan, los horizontales se secan, y yo había visto demasiadas veces, en un libro de mujeres célebres que me regalaron de pequeña, a Carlota Corday agonizando en la bañera, con dos cortes horizontales, como pulseras de sangre, muy bien dibujados en la cara interior de las muñecas. Aquel libro me salvó la vida, pero no se lo agradecí al despertarme en un hospital. Aún me sentía más muerta que viva, y sin embargo, ese fracaso cambió mi destino.

—Inés… —aquella mañana, una enfermera me había anunciado que mi hermano vendría a recogerme a mediodía, pero apenas pude identificar al hombre que abrió la puerta de mi habitación para mirarme desde el umbral, con el mismo gesto de extrañeza que estaba recibiendo de mí.

Hacía siete años que no le veía. Antes de descubrir hasta qué punto había cambiado por dentro, tuve que esforzarme por recordar que acababa de cumplir treinta y cinco, y ni así logré reconocerle por fuera. Seguía siendo un hombre joven, pero nadie lo diría del señor que había conseguido borrar de su rostro, de su gesto, la sonrisa de mi cómplice, aquel hermano mayor al que yo había querido tanto. Ya no era el mismo, y tampoco parecía tan divertido, aunque sí más elegante, el traje gris, inglés, espléndido, el sombrero impecable, una corbata exquisita, y en lugar de la improvisación de antaño, el pelo engominado, peinado con raya al lado, y un bigote fino y recto, como trazado con regla, sobre el labio superior. Todo en él, y su manera de mirar, de actuar, de moverse, pretendía subrayar la dignidad de una edad que aún no tenía, o marcar las diferencias entre el muchacho a quien yo recordaba y el extraño que me estaba estudiando como si nunca me hubiera visto antes.

—Ricardo… —pero seguía siendo mi hermano, y aunque yo tampoco supe decir nada más que su nombre, me levanté y fui hacia él.

Al alargar mi mano derecha para tocar la manga de su americana, las suyas me atrajeron hacia su cuerpo y nos abrazamos como antes, como siempre, como si no hubiera pasado nada, ni la guerra, ni la vida, ni la muerte, por nosotros, desde las cinco y media de la mañana del 19 de julio de 1936. Voy a llorar, pensé un instante antes de colgarme de su cuello, voy a llorar, cuando pegué mi mejilla a la suya, voy a llorar.

—Inés, Inés, ¿qué voy a hacer contigo? —pero no lloré, él tampoco—. ¿Por qué has tenido que ponérmelo todo tan difícil?

No contesté a ninguna de sus preguntas porque recordé a tiempo el comienzo de su última carta, yo no he ganado una guerra para que tú me amargues la vida, y comprendí que no había sido fruto de un estallido de cólera, de soberbia o de desesperación, sino toda una declaración de principios, la regla que gobernaría nuestra relación en lo sucesivo.

—Vamos a intentar llevar esto lo mejor posible, ¿de acuerdo? —se separó de mí, me miró, y volví a tener la sensación de que no le conocía—. Al fin y al cabo, siempre seremos hermanos. Siéntate, anda.

Señaló la cama, cogió una silla, la colocó frente a mí, se sentó, cruzó las piernas.

—Cuando me despedí de mamá, ella me pidió que no te abandonara, ¿sabes? Fue lo último que me dijo antes de morir, cuida de Inés.

Entonces, como si supiera hasta qué punto me habían estremecido esas palabras, o como si él también necesitara tiempo para procesarlas, sacó un paquete de tabaco del bolsillo, me ofreció un cigarrillo, cogió otro, y encendió los dos con el mechero de papá, un Dupont de oro blanco, reluciente.

—No te voy a engañar. He pensado muchas veces que ojalá no me hubiera dicho nada, ojalá no se hubiera acordado de ti, pero lo hizo. Cuando murió, estaba pensando en ti —y las lágrimas que apenas había podido llorar en la cárcel, al conocer su muerte, las que tampoco habían brotado de mi reencuentro con Ricardo, inundaron mis ojos como un torrente caudaloso y manso—. Ella siempre se sintió culpable de haberte dejado sola aquel verano. Todo lo que pasó fue por mi culpa, decía, todo por mi culpa, pobre Inés, tan joven y tan sola, tan desamparada en aquel Madrid, pobre hija mía… Por eso se empeñó en que le prometiera que cuidaría de ti, no me soltó hasta que se lo prometí, y después me miró y me dijo, que no se te olvide nunca lo que me has prometido. Ojalá no lo hubiera hecho, pero no puedo traicionar esa promesa. Ayúdame tú a seguir cumpliéndola. Mientras encuentre otro convento donde te acepten, vas a vivir en mi casa de campo, en un sitio muy bonito, con mi mujer, con mis hijos, y con una sola condición —apagó la colilla en el suelo, aplastándola con un zapato tan brillante como si acabara de levantarlo de la silla de un limpiabotas, cerró los ojos—. No me jodas, Inés —y volvió a abrirlos—. ¿Está claro? No me jodas, porque he llegado al límite de esa promesa. Y al límite de mi paciencia.

—Déjame salir de España, Ricardo.

—No puedo. Si fuera por mí, te mandaría lo más lejos posible, eso sería lo mejor para los dos. Pero tú eres muy conocida, Franco no da pasaportes a los rojos, y no puedo arriesgarme a organizar una fuga ilegal, no me compensa. Así que vamos a hacer lo que yo diga, y agradéceselo a Adela, porque ya estaba pensando en ingresarte en un psiquiátrico.

¿Dónde está mi hermano?, me pregunté mientras me levantaba y cogía una maleta con todas mis posesiones, un camisón, unos calcetines, una camiseta y dos tarros de crema hidratante medio vacíos. Pero yo tampoco era yo, recordé mientras le seguía por el pasillo, cuando salimos a la calle, y al comprobar que prefería sentarse al lado del chófer para dejarme sola en el asiento trasero. ¿Dónde estoy yo, dónde está mi hermano? Nunca pude contestar a esa pregunta, porque él había cambiado tanto como España y yo no era más que un hueco que olía a jabón de fregar. Así nos comportamos, aunque yo no era un objeto, ni él un territorio. Los dos deberíamos haber seguido siendo otra cosa, él, un hombre, yo, una mujer con ojos y con oídos, con piel y con memoria, un hermano mayor y su hermana pequeña, como cuando vivíamos solos con mamá en aquel piso de la calle Montesquinza, siempre, para siempre. Pero nunca logramos volver a ser nosotros mismos, y cuando lo parecía, aún resultaba peor.

Yo seguía queriendo a Ricardo, quería al Ricardo con el que había vivido en Madrid, y a veces descubría destellos, notas fugaces de aquel muchacho, en el señor malhumorado que alternaba los silencios hoscos con órdenes tajantes, como si la autoridad que aspiraba a ejercer a toda costa no pudiera sustentarse sobre una base amable, pacífica. Y sin embargo, seguía teniendo amigos, diversiones que llenaban la casa de voces y de risas, chasquidos de mecheros y tintineo de copas todos los sábados, a veces también los viernes, invitados que me miraban con mucha atención al principio, que eran amables conmigo por pura curiosidad, y se me acercaban como se habrían acercado a un papagayo multicolor o a una planta carnívora, un ser incomprensible, atractivo de puro exótico. Durante los primeros meses, fui la hermana roja del delegado de Falange, una atracción turística, la imberbe mujer barbuda de la temporada. Eso no me molestaba, pero la frialdad de Ricardo me dolía, porque me costaba creer que fuera auténtica, que hubiera logrado de verdad borrarme de su vida como si yo fuera un fantasma, un dibujo incorpóreo, plano, que se pudiera eliminar frotándolo con una goma. A veces, quizás inconscientemente, mi hermano se acordaba de que habíamos vuelto a vivir juntos, y cuando me animaba a imitar a Carmencita, y yo fruncía los labios, y movía la cabeza de arriba abajo mientras murmuraba, sí, sí, sí, sí, sí, mis sobrinos se partían de risa, y él se reía con ellos, y yo me reía también, pero aquella risa me hacía daño. Con el tiempo me acostumbré, pero me siguió doliendo, me dolían sus besos superficiales, mudos, sus labios rozando mi frente algunas veces, otras no, según un criterio liviano, caprichoso. Me acostumbré a que no me mirara, a que no me sonriera, a que no me dirigiera la palabra, a ser un estorbo, la cruz que llevaba a cuestas, pero me costó mucho más trabajo resignarme a que su mujer sufriera por mí.

En los mejores momentos de su vida, cuando Ricardo estaba en casa y ella, impecable en los vestidos que nunca se ponía cuando nos quedábamos solas, iba dejando a su paso el rastro espléndido de su perfume, Adela sufría por mí y yo me daba cuenta. Nunca sabía qué hacer conmigo, si animarme a salir o pedirme que me encerrara en mi habitación, presentarme a los pocos solteros que nos visitaban, o esconderme como al fruto de un pecado infame. Yo intentaba ayudarla y quitarme de en medio cuanto antes, pero mis desapariciones la entristecían tanto como le preocupaba mi presencia. Hasta que un día, mientras la escuchaba quejarse de la cocinera, que estaba bien para las comidas de todos los días, pero fracasaba invariablemente ante cualquier receta sofisticada, de las que le gustaba servir cuando tenía invitados, se me ocurrió una manera de ser útil e invisible al mismo tiempo.

—Déjame intentarlo a mí. Yo cocino muy bien, aprendí en el convento.

—Pero, mujer —ella negó con la cabeza y una expresión escandalizada—, ¿cómo vas a encerrarte tú en…?

—Que sí, Adela —y sonreí a su perplejidad—. A mí me encanta, y puedo hacerlo. Me sé de memoria los recetarios que tienes en la despensa, ya verás.

Estuvimos forcejeando varios días, pero un viernes por la tarde, mientras ellos iban a dar un paseo a caballo, me encerré en la cocina para hacer un soufflé, y me salió tan bien que Ricardo la felicitó al día siguiente. Se puso tan contenta que me dio las gracias como si hubiera hecho algo muy grande por ella, y yo me sentí feliz por haber podido devolverle una parte muy pequeña de todo lo que le debía. A partir de entonces, pasé mucho tiempo en la cocina de mi cuñada, ensayando, perfeccionando, probando las recetas con las que agasajaría a la cúpula del régimen en la provincia de Lérida mientras procuraba no pensar en eso. Y las dos estuvimos más contentas.

En Pont de Suert, volví a estar viva. Allí tenía una cocina para mí sola, el recetario de la Sección Femenina, mucho mejor de lo que me habría gustado reconocer, el de la Marquesa de Parabere, tan mundano y chispeante, y un cuaderno en el que fui reinventando a mano las recetas de la hermana Anunciación hasta que me las aprendí de memoria. Allí estaban los niños, y Adela, la radio de la biblioteca, sus libros, el jardín. Me faltaban muchas cosas, pero en Pont de Suert habría podido llegar a ser feliz. No lo conseguí.

—¿Y cómo estás, Inés, cómo te adaptas a todo esto?

—Bien, gracias.

—¿Seguro? —y Alfonso Garrido, tan amable, tan galante, tan caballeroso hasta aquel momento, sonrió de una manera que no me gustó—. Yo te encuentro muy nerviosa, ¿no?

En otras circunstancias, seguramente no me habría fijado en el comandante Garrido. Si hubiera conservado la libertad de vivir en un mundo completo, poblado por hombres de todas clases, tal vez ni siquiera lo habría mirado dos veces. Sin embargo, Garrido no era un tipo corriente, y tenía una forma personal, especial, de ser atractivo. Con casi dos metros de estatura, las manos enormes, las piernas larguísimas, una cabeza importante, como de busto romano, y unos hombros inmensos, habría podido parecer un fenómeno de feria si todo en él no hubiera estado tan bien proporcionado que su corpulencia, aun prestándole cierto aire de coloso, le alejaba de la gordura para revelar la fuerza, la elasticidad de un deportista. Su rostro, de rasgos grandes, la mandíbula cuadrada, la nariz ancha, ligeramente aguileña, era acorde con su cuerpo excepto por el reglamentario bigotito que sombreaba su labio superior. A cambio, sus ojos, marrón claro con matices verdosos, eran serenos, a veces hasta dulces, muy favorecidos siempre por el bronceado que los iluminaba durante todo el año.

Antes de la guerra, Alfonso Garrido había sido campeón de esquí, un deporte exclusivo, caro, hasta aristocrático en un país meridional, tan seco como el nuestro. Cuando nos conocimos, estaba al mando de un batallón de Infantería destinado en la capital, pero en invierno se trasladaba a las pistas del Pirineo para trabajar como instructor de una compañía de esquiadores. Tras el deshielo, volvía a ser un invitado habitual en la casa de mi hermano, del que se había hecho íntimo en Salamanca, durante la guerra, poco antes de quedarse viudo, con dos hijas pequeñas a las que había dejado allí, con sus padres. No tenía ninguna obligación en la ciudad, y por eso, cuando hacía buen tiempo, solía venir con Ricardo muchos sábados, a la hora de comer, para marcharse con él los lunes por la mañana. Entretanto, no me perdía de vista.

Yo llevaba ya tanto tiempo fuera del mundo, que tardé algunos meses en sospechar que no era una casualidad. No podía salir de casa, ni llevar a mis sobrinos de paseo, ni sentarme con ellos en el jardín, sin que el comandante tardara más de unos minutos en reunirse conmigo. Y no entendía qué podía encontrar un hombre como él en una mujer devastada, convaleciente y flaca, pero tampoco podía evitar sentirme halagada por su incomprensible atención. Garrido me miraba con un interés tan constante que Adela no fue la única en confundirse. Durante el primer verano que pasé en Pont de Suert, también logró confundirme a mí.

—¿Quieres que vayamos a dar una vuelta? —aunque, por desgracia, él mismo disipó todas mis dudas antes de que empezara el otoño.

Aquella tarde creía que estaba sola en casa, y había salido al porche con un libro en la mano, cuando le encontré a mi lado.

—¿No ha ido usted a montar, con los demás?

—No —me sonrió—. Las maniobras de la semana pasada me dejaron baldado. Ya he hecho bastante ejercicio últimamente, pero tampoco puedo alargar la siesta hasta la hora de cenar. Voy a andar un poco por los pinos, y he pensado que igual te apetecía acompañarme.

—Bueno —al levantarme, sentí en las piernas un hormigueo tan antiguo que me costó trabajo reconocerlo, y al verme tan pequeña a su lado, cuando estaba acostumbrada a que un hombre, en el mejor de los casos, me sacara unos pocos centímetros, se me escapó una sonrisa que después, durante mucho tiempo, me perforaría la memoria como la punta de un clavo oxidado.

En el Pirineo, la temperatura del mes de septiembre era fresca y agradable, muy distinta del plomo hirviendo que seguiría cayendo sobre mi ciudad y no castigaría mucho menos la suya. De eso fuimos hablando durante un trecho, hasta que traspasamos el límite del jardín para penetrar en el espeso pinar que rodeaba la casa. Entonces fue cuando me dijo que me encontraba muy nerviosa, y aunque percibí algo nuevo, raro, en su voz y en su mirada, contesté con naturalidad, porque no fui capaz de identificar su origen.

—Hombre, mi situación, pues… No es la mejor en la que he vivido, desde luego, pero estoy mucho mejor aquí que en el convento.

—Sí, me lo imagino —y volvió a sonreír—. En ese sentido, puedes estar tranquila, porque no creo que tu hermano te lleve a otro. En el fondo, está muy satisfecho de tenerte aquí, porque le haces mucha compañía a Adela. Ella está más contenta, y no le da la lata tanto como antes.

—Adela es muy buena conmigo —contesté con prudencia—. La quiero mucho.

—Claro, si es muy buena chica, lo que pasa es que tu hermano… —giró la cabeza para mirar al horizonte y siguió hablando como si yo ya no estuviera a su lado—. El asunto de las mujeres es muy complicado. A Ricardo ya no le gusta la suya. Nunca le gustó demasiado, la verdad, y sin embargo se pasa la vida intentando seducir a mujeres parecidas, buenas chicas bien casadas, decentes y hogareñas, de las que van a misa los domingos y nunca han engañado a sus maridos. Esas son las que le ponen cachondo, porque, además, es un experto. Lo hace tan bien que, aunque jamás lo hubieran creído de sí mismas, la mayoría acaba cayendo. Es curioso, ¿verdad?

Me miró, se paró antes de dar media vuelta para mirarme, y yo sentí que en alguna parte empezaban a sonar las sirenas de alarma, podía oírlas, pero no supe responderle.

—¿No te parece curioso? —insistió.

—No lo sé —dije, mirando al suelo.

Él volvió a ponerse en marcha, muy despacio, y yo pensé en huir, en volver a casa corriendo, pero me sentí ridícula sólo de pensarlo, porque en realidad no había pasado nada, y seguí andando a su lado.

—A mí me gustan otro tipo de mujeres. Las mujeres malas. No las putas, porque ellas suelen ser buenas chicas con mala suerte, y terminan aburriéndome. No, me refiero a otro tipo de putas, las que no son profesionales… En la guerra, por ejemplo, pensaba mucho en las chicas como tú —entonces me cogió del brazo, pero no lo apretó, ni me hizo daño, sólo enganchó su brazo en el mío, como si pretendiera asegurarse de que no escaparía antes de escuchar lo que me iba a decir—. Pensaba, yo estoy aquí jodido, en esta trinchera, pero los de enfrente las tienen a ellas, mujeres libres, ¿no?, sin novios, sin maridos, que sólo se deben a la revolución, a su partido. Yo luchaba contra eso, claro, pero al pensar en vosotras, me ponía… ¡Uf! Por eso, cada vez que te veo me imagino lo bien que te lo pasarías cuando ibas desnuda debajo del mono… —al escuchar aquellas famosas palabras, violentas como bofetadas, intenté zafarme de su brazo pero no me lo consintió—. Estate quieta —y siguió hablando ya sin andar, sin moverse, disfrutando de mi desconcierto, de mi confusión, mirándome, supongo, mientras yo miraba sólo el suelo alfombrado de púas—. Y te imagino bajándote la cremallera con unos y con otros, jodiendo sin mirar con quién, porque eso no os importaba, ¿verdad? En nuestra zona, las chicas iban a misa, rezaban el rosario, tejían jerséis y escribían cartitas ñoñas a los soldados, pero vosotras no, vosotras no perdíais el tiempo en esas tonterías… Vosotras erais de todos, de la causa, para eso habíais superado la superstición del matrimonio, el prejuicio de la decencia, y estabais todo el día calientes, porque había que recompensar a los héroes del pueblo, tenerlos contentos, ¿no?, aunque a los jefazos los trataríais mejor, seguro. Dime una cosa, Inés, cuando se la chupabas a tu responsable político, ¿te ponías de rodillas?

—¡Déjame! —intenté desasirme con todas mis fuerzas, apartarme de él, pero era mucho más fuerte que yo, y apenas tuvo que esforzarse para inmovilizarme, apresando mis muñecas con sus manos.

—¿Por qué? —su voz era suave, y le miré, y le vi sonreír, reírse de mí, sin más violencia que la imprescindible para mantenerme a su lado—. Sólo estoy preguntando. Quiero saber, y eso no es malo, ¿verdad? Deberías portarte mejor conmigo, Inés, porque yo he ganado la guerra, no sé si te acuerdas. Pero si no quieres contestarme, da igual. Sé que te acostabas con tu responsable político porque fue él quien te entregó, he leído tu expediente. Un obrero ferroviario, tirándose a una señorita como tú… ¡Joder! Va a ser difícil competir con él, la tendría como una piedra, el hijo de puta… ¿Y con cuántos te compartía, dime? ¿Cuántas veces te mandó al Gaylord a chupársela a los rusos, que para eso eran los amos?

—¡Es mentira! —en ese momento, muerta de miedo como estaba, decidí que no ganaba nada estando callada—. Todo eso que dices es mentira, y lo sabes, lo sabes, no eres más que un cabrón mentiroso…

—¡Eh, eh, eh! —se acercó tanto a mí que sentí su erección, el bulto de su sexo contra mi cadera, mientras reunía mis dos muñecas para sujetarlas con su mano derecha y me tocaba los pechos con la izquierda, siempre sin hacerme daño, en su voz, en sus manos, una desconcertante suavidad—. Cuidadito con lo que dices, no vayamos a tener un disgusto. Sobre todo porque… —pegó su cara a la mía, para hablarme muy cerca, al borde del oído—. Tú tienes un problema conmigo, Inés, un problema muy gordo. Estás salida como una perra, y parece que los demás no se dan cuenta, pero yo sí, yo te estoy viendo venir desde que llegaste. Te mueres de ganas de echar un polvo, y lo peor es que se te nota, pero un montón, ¿sabes? No puedes más, ¿a que no puedes más? —en ese momento se me saltaron las lágrimas, y él se rio—. No llores, imbécil, si no te voy a hacer nada. ¿Qué te crees? Podría tumbarte ahora mismo en el suelo y metértela hasta la garganta, y te gustaría, encima, estoy seguro de que te gustaría, pero ¿qué ganaría yo con eso, aparte de un disgusto con Adela, en comparación con lo que puedo ganar? No. Prefiero que vengas arrastrándote, suplicándome que te deje arrodillarte delante de mí, y si tú me complaces, yo te complaceré, no lo dudes. La vida es muy larga, Inés, yo, muy paciente y Lérida, una provincia muy aburrida. Tenemos mucho tiempo por delante. Si no es ahora, será dentro de poco, pero tú y yo acabaremos pasándolo muy bien aquí, ya lo verás.

Entonces sentí su lengua, que me lamió el cuello muy despacio, desde el hombro hasta el lóbulo de la oreja, que mordió después, sin hacerme daño. Luego, con una sonrisa triunfal, me soltó, se dio la vuelta y siguió andando despacio, sin volverse a mirarme. Yo salí corriendo en dirección contraria, y mientras corría, esperaba que pasara algo, cualquier cosa, que me agarrara de las piernas para tirarme al suelo, que saliera otro hombre a cortarme el paso, pero no ocurrió nada, y crucé la verja, recorrí el jardín, entré en casa, me metí en mi cuarto, cerré la puerta sin que nada ni nadie me lo impidieran. Aquella noche no salí de mi habitación, y al día siguiente, cuando Adela me reclamó para que fuéramos juntas a misa, el comandante ya se había marchado. Pasaron más de veinte días antes de que volviera a verle, sólo de lejos, y a aquellas alturas ya no sabía qué pensar, cómo definir o clasificar lo que había ocurrido en el pinar. Todo había sido tan repentino, tan extraño, que me convencí a mí misma de que no se repetiría.

En la cárcel había oído contar historias parecidas, relatos de mujeres acosadas por una fantasía, una obsesión febril que bullía en la imaginación de ciertos hombres que no sabían en realidad lo que buscaban, porque al perseguirlas, perseguían algo que nunca se permitirían poseer, lo que les faltaba, lo que deseaban pero jamás consentirían que sus novias, sus esposas representaran para ellos. Aquellos relatos siempre comenzaban con las mismas palabras, «desnuda debajo del mono», esa era la contraseña, una idea fija, constante, la piedra angular de la secreta, minúscula derrota que había sobrevivido a su grandiosa y pública victoria, un delirio sucio y caliente, el pecaminoso entretenimiento de los buenos chicos que besaban las manos de los obispos y afirmaban a gritos la vida de Cristo Rey.

Garrido no podía ser como ellos. Había sucumbido una vez, sí, quizás había bebido, quizás estaba aburrido y sólo pretendía asustarme, divertirse un rato o echar un polvo fácil. A medida que pasaban los días y no pasaba nada, empecé a apostar conmigo misma por esta última opción. No tenía más remedio que reconocer que su diagnóstico sobre mi estado era certero, tanto que hacía sólo unos meses, en los primeros días de calor, un mozo de cuadra con la camisa abierta y un caballo encabritado habían bastado para hacerme perder el control. Era verdad que no podía más, y si él hubiera escogido otro camino, una aproximación más amable o ni siquiera eso, si me hubiera ofrecido sexo a secas, sin insultos, sin desprecio, sin esa odiosa arrogancia de los fascistas españoles, tal vez habría aceptado allí mismo. El comandante Garrido se había equivocado conmigo, y en el fondo, era una lástima, pero yo no dejaba de ser la hermana pequeña de Ricardo Ruiz Maldonado, y él era demasiado maduro, demasiado atractivo, demasiado poderoso como para perseverar en aquel pasatiempo de adolescentes pajilleros. Eso pensé, y así recobré la calma, hasta que un sábado de noviembre, cuando ni siquiera sabía que estaba en casa, me di cuenta de que la equivocada era yo.

—Inés, Inés… —aquella vez me asaltó por la espalda, y cuando reconocí su voz, ya me había rodeado con los brazos en medio del pasillo para pegar su cuerpo completamente al mío—. Parece mentira, una mujer como tú, y que no te des cuenta de que estoy de tu parte… —empezó a mover la mano izquierda dentro de mi blusa, me la metió en el sostén, me sacó un pecho fuera, me subió la falda con la otra mano, y durante unos segundos ni siquiera intenté impedírselo, tan aturdida estaba—. En fin, cuando empieces a trepar por las paredes, acuérdate de mí.

Y se marchó otra vez, me dejó en el pasillo con la blusa abierta, la falda por la cintura, y un desconcierto mucho más profundo, fronterizo con la incomprensión, porque aquella escena había sido más brusca pero menos desagradable que la anterior. No sabía qué pensar, y sin embargo, al día siguiente, mientras oía misa conmigo y con Adela, me dedicó toda una serie de gestos galantes que a ella la entusiasmaron y a mí empezaron a darme miedo. Todavía necesité algún tiempo para comprender su juego, aquella imprevisible sucesión de carantoñas y amenazas, atenciones e indiferencia, que supo hacer compatible hasta con las vacaciones de Navidad, en las que se trajo a sus hijas desde Salamanca y vino a visitarnos con ellas varias veces, para comportarse como el más cariñoso y tierno de los padres. Incluso una de aquellas tardes de turrón y villancicos, logró encerrarse conmigo en el cuarto de baño, y aquella vez me hizo daño.

—O sea, que con aquel desgraciado sí, pero conmigo no —el tono de su voz, suave, sereno, no se alteró mientras me estrellaba contra la pared—. Me compraría un mono azul, pero no iba a sentarme bien, así que… La verdad es que estoy perdiendo la paciencia contigo, Inés —tiró de las solapas de mi blusa hasta que saltaron todos los botones, y aunque me aferré a sus muñecas, no logré liberarme de los dedos que retorcían mis pezones—. Deberías ser más simpática conmigo, mujer, ya te lo dije este verano. ¿Por qué eres tan esquiva? Vas a lograr que me enfade, ¿sabes? Y no te conviene, te lo digo en serio.

Entonces me soltó, empujó mis hombros hasta que me quedé sentada en el suelo, se inclinó hacia mí, cogió mi cabeza, tiró de ella hasta situarla a la altura de su bragueta y la aplastó contra sus pantalones.

—Esto es para que te acuerdes de mí —le escuché reír mientras me mantenía pegada a él—. Yo también pensaré mucho en ti cuando esté esquiando ahí arriba, no lo dudes.

Después se fue como si no hubiera ocurrido nada. Al rato, cuando pasé de puntillas por la puerta del salón, le vi con sus hijas en brazos, cantando a coro a la sed de los peces que bebían en el río, y sin descomponer aquella entrañable estampa, me vio, y me sonrió.

El gato jugaba con el ratón. Lo acorralaba, lo arañaba, le daba zarpazos violentos, luego más suaves, y amagaba siempre con malherirlo, con destriparlo, pero no tenía intención de hacerlo, o al menos, no todavía. De momento, su juego era otro, verle bailar, sufrir, correr a esconderse, eso era lo que le divertía. No se lo comía porque no tenía hambre, ni ganas de liquidar a su víctima antes de poseerla completamente. Por eso, y porque el calendario le imponía una tregua forzosa, no había querido llegar hasta el final, comerse el postre antes de servirse el plato fuerte.

Cuando comprendí a lo que estaba jugando, el miedo que le tenía se complicó con factores oscuros, más temibles que el terror. Garrido me daba asco, pero no tanto como el que podría llegar a darme yo misma si entraba en su juego, si aceptaba las miguitas envenenadas que sabía deslizar entre sus amenazas, la ofrenda de aquella voz, aquellas manos, aquella lengua que sabía ponerme la piel de gallina sin tener en cuenta mi voluntad. Garrido era inteligente, poderoso y mortífero, porque si conseguía hacerme sucumbir, me arrasaría por completo, por dentro y por fuera, acabaría conmigo, con todo aquello en lo que yo había creído, por lo que yo había luchado, y lograría la victoria suprema de envilecer lo que había sido noble, de ensuciar lo que había sido limpio, de pervertir la inocencia que aún seguía viva en mi memoria. No pretendía conquistarme, sino rendirme, hacerme capitular, claudicar, entregarme a él sin condiciones, y por eso renunciaba a vencer en las batallas que él mismo planteaba. No quería violarme, abusar de mi debilidad, disfrutar de mi cuerpo, no, aspiraba a mucho más. Lo que quería era volver a ganar la guerra, y ganarla en mí, tomar posesión de una mujer vencida, humillada, sin dignidad, sin esperanza, sin respeto por sí misma.

No se lo consentiría. A solas en mi habitación, era muy fácil pensarlo, muy fácil decirlo, por eso lo hice una y otra vez. Alfonso Garrido jamás me poseería, antes me mataría, a solas en mi habitación era muy fácil pensarlo, muy fácil decirlo, muy fácil imaginar mi cuerpo cayendo desde un balcón para estrellarse en el suelo, y sin embargo, aquel hombre tan grande, tan listo, tan peligroso, seguía dándome miedo. Así, en los primeros meses de 1944, mi vida en aquella casa donde había llegado a estar bien, a disfrutar del campo, de los libros, de mis sobrinos, bajo la protección de mi cuñada, se convirtió en el tormento de una cobaya encerrada en una jaula sin salida, un laberinto de alambre donde no existía ningún lugar seguro. La sombra de Garrido se cernía sobre mí de día y de noche, y era tan poderosa en su presencia como en su ausencia, porque apenas me dejaba espacio para pensar en otras cosas.

—¿Qué te pasa, Inés? —sin contar a Garrido, Adela era la única que se fijaba en mí, y no tardó mucho tiempo en descubrirlo—. Tienes muy mala cara y te estás quedando en los huesos, no pareces la misma que llegó del convento. Deberías tomar vitaminas, o algo así.

Yo le decía que no me pasaba nada, que no se preocupara, pero ella tenía razón, estaba mal, y si seguía viviendo en su casa, estaría cada vez peor. Sólo existía una vitamina capaz de curarme, y era casi tan peligrosa como mi enfermedad, porque no lograría nada contándole la verdad a Adela. Ella no me creería, y si lo hiciera, tampoco podría ayudarme, ampararme. Su poder no llegaba tan lejos, y tampoco me atreví a invocar el de mi hermano. Lo pensé muchas veces, pero siempre llegué a la misma conclusión. Él me había pedido que no le jodiera, y aunque yo fuera inocente, aunque él se viera obligado a reconocer mi inocencia, su intervención se limitaría a encerrarme en otro convento, y yo no quería volver a un convento. La única solución era escapar, intentarlo siquiera, aunque me costara una nueva cárcel o un tiro por la espalda, cualquier cosa antes que seguir haciendo equilibrios sobre una cuerda floja que se rompería antes o después, porque mi capacidad de resistencia era más limitada que la astucia de Garrido, y él ya había logrado que empezara a agradecerle las visitas en las que no me atacaba, y más que nada, aquellas largas vacaciones, como si en el fondo hubiera empezado a asumir que mi destino no era otro que acatar su voluntad.

El terror es un recurso sumamente eficaz. Yo lo sabía porque era española, porque vivía en España y no era más fuerte que los demás. En las largas noches del invierno, mientras el hielo y la nieve me mantenían aislada de Garrido y hasta de Ricardo, que solía subir los sábados a esquiar con él, pensaba en el deshielo, en la turbia primavera que vendría después, y a veces cedía a la tentación de imaginarme mansa, sumisa, porque no sería tan difícil, sonreírle, halagarle, ponerme de rodillas, no era más que un hombre y a mí me gustaban los hombres, no era más que sexo y a mí me gustaba el sexo, y tal vez se cansaría, bastaría con unas pocas veces para que se quedara satisfecho, quizás incluso harto, cansado de mí, y yo descansaría. A veces, lograba incluso convencerme de que no arriesgaría nada importante, porque nada en mi interior se rompería, sería sólo una representación, una farsa, una pura técnica de supervivencia que no comprometería ninguna cosa de valor, pero cuando pensaba así, llegaba a verme, tan pálida y tan flaca como estaba, con un vestidito negro, escotado, y los labios pintados de un rojo intenso, sentada al lado de Garrido en un café, callada, mientras él hablaba de sus asuntos con unos señores, pero pendiente de sonreír, de acercarle el tabaco, de darle lumbre, y de mantener las piernas abiertas por lo que se le pudiera ofrecer. En Madrid, durante la guerra, había visto escenas como esa, mujeres aniquiladas, vacías, tan huecas que ya no les quedaba ni siquiera espacio para el miedo, sentadas junto a hombres uniformados que las trataban como si fueran ganado, animales de compañía que acabaran de recoger por la calle y que agradecían los palos que se llevaban a cambio de tener algo que comer, un rincón bajo techo donde echarse a dormir por las noches. Era repugnante, daba asco y vergüenza, sobre todo vergüenza, porque aquellos cabrones eran de los nuestros, y eso me dolía más que la luz tenebrosa que convertía los ojos de aquellas mujeres en charcos negros, perpetuos.

Ellas eran el enemigo, las señoritas que habían esparcido alpiste a los pies de los oficiales en los bailes del Casino después de la victoria del Frente Popular, las instigadoras de la traición de unos generales que se levantaron contra el pueblo al que habían jurado defender y al que estaban masacrando sin piedad, las cómplices de lo que estaba pasando en España. Su envilecimiento era asunto suyo, pero ellos nos envilecían a todos, nos hacían despreciables, malvados, nos devolvían a los días terribles en los que las calles amanecían sembradas de cadáveres, y nos quitaban la razón, que era lo más precioso que teníamos. Eso era lo que recordaba cuando me veía a mí misma con un vestidito negro y los labios muy pintados, como una muñeca estropeada en manos del comandante Garrido, y entonces comprendía que tenía que escapar, que no me quedaba más remedio que intentarlo, costara lo que costara, al precio que fuera, la cárcel, la muerte, mejor morir que convertirme en una cascara de la mujer que había sido, que seguía siendo, una cosa con mi cara y con mi cuerpo, la ofensa viva de todo lo que había amado, de todo lo que había creído, de lo que me había hecho ser como era.

Cuando volví a ver a Garrido, en abril, ya había empezado a recobrar el color y las fuerzas. Sólo pensaba en escapar, y me bastaba con recordarlo para sentirme mejor, más viva, tan fuerte que ni siquiera entendía cómo no se me había ocurrido antes. Y sin embargo, al principio no fue fácil.

—Pues el caso es que… —mi cuñada me dedicó una mirada culpable, cargada de lástima, y yo procuré disimular que me estaba viniendo abajo—. No va a poder ser, Inés. Yo lo siento en el alma, de verdad, pero Ricardo lo dejó muy claro desde el principio, me lo prohibió expresamente, y no sé…

—No te preocupes, Adela —y me reproché la ingenuidad de haberla puesto en aquel aprieto, porque ninguna otra respuesta habría sido lógica—. No pasa nada. Se me había ocurrido que volver a montar me sentaría bien, por hacer ejercicio y tomar el aire, ahora que me siento tan débil, pero…

—Ya, si tienes razón. Yo también lo he pensado muchas veces, desde que llegaste, y se lo dije a tu hermano, que teniendo caballos en casa, era una pena que no los aprovecharas. Pero él no quiere porque dice que… —y negó con la cabeza un par de veces antes de esconder los ojos en su falda—. Bueno, porque no quiere que te escapes.

—Tampoco es que fuera a llegar muy lejos en un caballo —mentí.

—Ya, pero él… Bueno, qué te voy a contar.

No consentí que la negativa de Adela me desanimara durante mucho tiempo, porque no tenía margen para el desánimo. Los caballos seguían estando allí, y aunque no era lo mismo escapar en uno conocido que en el primero que se dejara montar, siempre podría cruzar los dedos y encomendarme al espíritu del Oeste americano, donde todos los potros parecen igual de dóciles y bondadosos. De todas formas, a principios de marzo, aproveché las ausencias de mi cuñada para acercarme a las caballerizas a ver a Lauro, a cepillarle, a darle azúcar para intentar que se familiarizara conmigo. Jaime, el mozo, ya debía de haberse enterado de quién era yo, porque no volvió a ofrecerme que lo montara hasta que Adela decidió darme una sorpresa.

—¿A que no sabes qué día es hoy? —aún no había terminado de vestirme cuando entró en mi cuarto como una tromba, dejando sobre la cama un gran paquete envuelto en papel de regalo.

—Sí —contesté, mientras me abrochaba la chaqueta—. Es miércoles.

—Miércoles, 22 de marzo —y me miró levantando las cejas—. O sea… —entonces yo levanté las mías—. ¿Pero no te acuerdas? ¡Hoy hace un año que viniste a vivir aquí! Por eso te he traído un regalo de aniversario. Ten, ábrelo —se sentó en la cama y me tendió el paquete—. Me parece que te va a gustar.

Era ropa. Noté enseguida el tacto blando de la tela y debajo un material más duro, como el cartón de una caja de zapatos, y pensé en Garrido, que ya no tendría mucha nieve donde esquiar y seguramente, a cambio, las ganas suficientes para propiciar la encerrona a la que me estaba empujando mi cuñada. Estaba segura de que el comandante estaba, de una u otra forma, detrás de aquello, pero dentro del paquete no encontré un vestido de noche, ni de cóctel, ni un chal, ni unos zapatos de tacón alto, sino un traje de amazona, unos pantalones, unas botas, una chaqueta y un chubasquero.

—¡Adela! —hacía mucho tiempo que no estaba tan contenta—. Muchas gracias. Me gusta mucho, pero… No sé, yo creía…

—Ya —mi cuñada asintió con la cabeza y una sonrisa ambigua, preocupada—. Ya sé lo que te dije. Y es verdad, no creas, todo es verdad, pero lo he estado pensando y… Te encuentro tan mal, Inés, tan triste, que me voy a atrever a desobedecer a mi marido. Espero no tener que arrepentirme.

Me miró y yo miré las botas, las acaricié y las levanté en el aire antes de responder con una pregunta en la que cualquier persona más sagaz, o menos inocente, habría detectado mi inseguridad.

—¿Y de qué te ibas a arrepentir?

Ella negó con la cabeza, como si quisiera apartar esa idea de su pensamiento, y siguió hablando, más animada.

—Mira, he pensado que podemos montar las dos juntas, los días laborables, por la mañana. Ricardo no tiene por qué enterarse, o mejor dicho, no puede enterarse —me miró, asentí con la cabeza, y siguió hablando, más tranquila—. Le he contado a Jaime que vas a montar a Lauro y que mi marido se enfadaría mucho si lo supiera. El sabe que a mí me da miedo montarlo, que Ricardo no lo entiende, y me ha prometido que no dirá nada. Le he dado una buena propina, pero de todas formas me fío de Jaime, porque el caballo necesita que lo monten y él solo no da abasto con todo. Lo único que falta ahora es que tú me prometas una cosa a mí.

—Dime —aunque ya sabía lo que me iba a pedir.

—Prométeme que no te vas a escapar —hizo una pausa para mirarme y ni siquiera pestañeé—. Prométeme que no vas a aprovechar para salir a galope tendido una mañana de estas. Tienes que prometérmelo, Inés, porque si pasara algo así… Me hundirías. Tu hermano sería capaz de abandonarme, de quitarme a los niños… No quiero ni pensarlo.

—Te lo prometo, Adela. Saldremos juntas a montar por las mañanas y volveremos juntas todos los días. Y si alguna vez intento escaparme —añadí, para ser tan sincera como podía—, te prometo que tú no tendrás nada que ver, que ni Ricardo ni nadie podrá echarte la culpa de lo que pase jamás en la vida.

—Bueno, pero mejor no te escapes nunca, anda. Con lo bien que estamos aquí, las dos juntas, sobre todo ahora, que llega el buen tiempo…

Siete meses después, cuando fui a buscar a Lauro vestida con la ropa que ella me había regalado y su propia pistola en un bolsillo, recordé aquella promesa, como la estaría recordando mi cuñada atada y amordazada en su habitación. Sin embargo, yo había cumplido mi palabra. Durante siete meses, había ido con Adela hasta las caballerizas y había vuelto con ella a casa, sin apartarme ni un centímetro de lo prometido. El 20 de octubre de 1944, las cosas eran muy distintas pero, pasara lo que pasara desde entonces, siempre estaría en deuda con ella y no sólo por su bondad. La pobre Adela me había hecho prometer que no me escaparía, y la verdad es que nunca lo habría logrado si no hubiéramos llegado antes a aquel acuerdo.

La primera vez que monté a Lauro no tuve en cuenta que hacía casi trece años que no me subía encima de un caballo, y lo que sentí apenas se parecía a lo que recordaba. La adolescente fuerte y bien alimentada, elástica y flexible, que saltaba obstáculos de tres en tres sin rozarlos siquiera, había desembocado en una mujer exhausta, un cuerpo entumecido por la falta de ejercicio, dos piernas tan frágiles que temblaban cuando el caballo galopaba, dos brazos tan débiles que apenas lograban gobernar las riendas. Cuando desmontamos, le confesé a Adela que estaba muy cansada, pero no presentía tanto las agujetas que me atormentarían al día siguiente como el inevitable fracaso que coronaría cualquier intento de pasar la frontera. Porque, aunque Lauro lograra llevarme lealmente hasta la falda de los Pirineos, después tendría que subir a pie, y en mi estado, nunca lograría coronar la cordillera.

Mi cuerpo había perdido la memoria de los buenos tiempos, pero yo aún recordaba lo que tenía que hacer. Antes que nada, comer, renunciar a los caldos, los huevos duros y las restantes languideces nutritivas que mejor entonaban con mi maltrecho ánimo de cautiva, para recuperar la dieta generosa, contundente, de mis días de amazona. Después, tendría que empezar a hacer ejercicio también en el suelo, para intentar recuperar la forma lo antes posible. Lo logré muy deprisa, porque mi cuerpo trabajaba como una máquina que sólo sirviera para hacer una cosa, fugarse, fugarse, fugarse.

La perspectiva de escapar me daba más energía que la comida, más resistencia que el ejercicio, y me ayudaba a conciliar el sueño, a dormir de un tirón, y a despertarme con fuerzas por la mañana. Así, en muy poco tiempo, mi aspecto mejoró tanto que cuando el comandante Garrido volvió a verme, a mediados de abril, el asombro le paralizó hasta tal punto que se quedó mirándome con la boca abierta mientras yo subía las escaleras a toda prisa para esconderme en el cuarto de mis sobrinos. Sin embargo, en poco tiempo sus visitas se hicieron tan frecuentes que no tardé en tenerle encima otra vez.

—Pero, bueno, Inés, qué guapa estás, y qué morena… —escuché el taconeo de Adela y pensé que había vuelto a librarme, pero él no se apartó de mí, ni levantó su mano de mi brazo—. Has engordado, ¿verdad?

—¿A que está guapísima? —mi cuñada se acercó a nosotros con una botella de oporto entre las manos y una sonrisa maternal en los labios.

—Sí, eso mismo le estaba diciendo —Garrido le devolvió la sonrisa—. Que nunca la he visto tan bien. A ver si venís un día a Lérida y podemos ir a comer, o a cenar por ahí, ¿no?

—Claro que sí. Tenemos que hacerlo, ¿verdad, Inés? —yo no hice ningún gesto, pero mi cuñada siguió sonriendo como si le hubieran dado cuerda—. Bueno, voy a llevarle esto al general Ayuso, que no os podéis imaginar a qué velocidad trasiega el oporto. Ahora os veo…

Y se fue con la botella, tan contenta, mientras Garrido me levantaba la falda por detrás y se inclinaba sobre mí para hablarme al oído, como de costumbre.

—No me estarás poniendo los cuernos, ¿verdad, puta? Igual has encontrado a un obrero con el que revolearte. Eso me sentaría fatal, ¿sabes? Pero no te preocupes, porque un día de estos, cuando tu hermano tenga que ir a Madrid, te voy a mandar detener… —Adela se volvió a mirarnos desde la puerta, y él sacó un momento la mano de debajo de mi ropa interior y la movió en el aire para saludarla—. Una detención extraoficial, por supuesto, para acabar de una vez con tanta tontería. Lo tengo todo pensado. No te puedes imaginar lo guapa que vas a estar en un calabozo, desnuda y cargada de cadenas. Y será culpa tuya, desde luego, porque no dirás que no te he dado oportunidades…

Me voy a escapar, me voy a escapar, me voy a escapar. Cuando Adela volvió a entrar en casa, él salió al porche, y yo lo repetí una vez más, me voy a escapar, y advertí el endurecimiento de unas amenazas que por primera vez tenían una fecha, unas características concretas, pero al mismo tiempo me parecieron demasiado teatrales como para ser verdaderamente temibles. Adela deshizo para mí ese malentendido cuando nos quedamos solas.

—Hay que ver, el comandante, qué decepción —me dijo, como hablando para sí misma, cuando íbamos por el sendero de las caballerizas—. Después de decirte esas cosas, en el pasillo, que estuvo simpatiquísimo, la verdad, pues al final, va y me pregunta si no me importa que traiga a una amiga la próxima vez.

—Y le habrás dicho que no te importa, ¿verdad?

—Pues claro, a ver qué remedio, pero ya me había hecho ilusiones contigo, qué quieres que te diga…

Me voy a escapar, me voy a escapar, me voy a escapar. Garrido nunca me mandó detener, pero su acompañante, como la llamaba Adela para marcar bien las distancias y darme ánimos, tampoco me ahorró un par de encontronazos más.

—No sufras, Inés —la última vez, me pilló cocinando, y me levantó la falda, me bajó las bragas, hundió sus dedos sin violencia dentro de mí, y hasta me besó en la mejilla mientras yo le daba vueltas a la bechamel—. Ella no significa nada para mí, tú serás siempre mi favorita, lo sabes, ¿no? —y lo hizo todo tan deprisa que cuando dejé que la masa se llenara de grumos, ya se había ido.

Sin embargo, lo que no evitó aquella mujer perpetuamente incómoda, con toda la pinta de una puta recién retirada, lo lograron los aliados desembarcando en Normandía. El 6 de junio de 1944, el mundo cambió, y la onda expansiva llegó hasta mi hermano, que dejó de tener el cuerpo para fiestas. El mío, a cambio, estaba preparado. Después de dos meses y medio de entrega mutua, Lauro y yo rozábamos ya ese estado de compenetración absoluta que convierte a algunos caballos, a algunos jinetes, en un solo centauro. Ya podríamos llegar juntos a cualquier sitio, pero yo decidí esperar porque, aunque a mí misma me pareciera extraño, había dejado de tener prisa.

Cuando los acontecimientos se precipitaban a tal velocidad que parecían a punto de prometerme una fuga con todas las garantías, y hasta un final tan feliz que hiciera mi fuga innecesaria, no tenía sentido correr riesgos inútiles. No podía arriesgarme a caer con un tiro en la espalda precisamente entonces, en aquel verano silencioso, tranquilo, en el que mi hermano se conformó con presidir la celebración oficial y renunció a dar la fiesta en la que Adela echaba el resto cada 18 de julio. El comandante Garrido, al que no veía desde hacía más de un mes, se fue de vacaciones a Salamanca, y mi vida volvió a ser un lugar agradable, de jornadas tensas y serenas en las que no tenía que esconderme de nadie, sólo esperar, montar, escuchar la Pirenaica, mirar los mapas para reconocer las rutas por las que se retiraba, centímetro a centímetro, el ejército alemán, y hasta leer los periódicos por la pura satisfacción de estar al tanto de las mentiras de la prensa franquista sobre el curso de la guerra, disfrutando del creciente pánico que afloraba entre las líneas de los editoriales. Creí que podía permitírmelo, porque los aliados avanzaban todos los días, los nazis retrocedían sin cesar y el final parecía cerca, pero las cosas no habían cambiado tanto como parecía. En agosto, cuando Garrido volvió de vacaciones, la casa estaba siempre llena de militares, sin mujeres, sin música, sin baile, sin cócteles, coñac a palo seco y un único tema de conversación. Ni Ricardo ni sus amigos tenían ganas de juerga, pero tampoco se cansaban de hablar de la guerra.

Yo conocía bien el fenómeno que les mantenía encerrados en la biblioteca durante tardes enteras, la obsesión por saber, por anticiparse al curso de los acontecimientos, por actualizar la situación de los frentes palmo a palmo, pueblo a pueblo, minuto a minuto, y la tentación de interpretar al revés todos los datos, de confundir las derrotas con retiradas planificadas, de ver triunfos parciales donde no los había, reagrupamientos en las desbandadas, lecciones de astucia en las pequeñas traiciones de todos los días. Yo sabía muy bien por lo que estaban pasando porque había perdido una guerra antes que ellos, pero no calculé los efectos de la desesperanza, la cruel cosecha del miedo, la necesidad de resarcirse que provoca la impotencia, y esa indiferencia total por las consecuencias de sus actos que se apodera de los jugadores que ya han perdido la partida. Habría debido pensar en eso, porque sabía lo que significa perder una guerra, pero seguí en mi cuarto, tan contenta, riéndome a solas, hasta que una tarde la puerta se abrió, y vi entrar a Garrido, de uniforme. Mi dormitorio no tenía pestillo, y él me dedicó una sonrisa torcida al comprobarlo.

—Muy bien, Inés —me advirtió con la misma suavidad con la que se había dirigido siempre a mí, la mano apoyada en la culata de su pistola—. Tú lo has querido. Ya te he dicho demasiadas veces que no te convenía cabrearme, que deberías ser complaciente conmigo, pero…

Yo me había levantado de la butaca donde estaba sentada, pero todavía tenía un libro entre las manos. Cuando empezó a acercarse, lo dejé caer, y cedí al ingenuo impulso de correr, como si tuviera alguna posibilidad de esquivarle, de alcanzar la puerta, pero él me cortó el paso sin esforzarse, y le bastó con estirar un brazo para hacerme caer al suelo.

—Mira que eres tonta, hija mía. Te lo digo en serio, porque siendo tan puta como eres, y estando tan salida como estás, la verdad es que no lo entiendo —me ofreció la misma mano que me había derribado, pero preferí levantarme por mis propios medios y sólo logré hacerle sonreír—. Podríamos habernos divertido tanto, Inés, podríamos haber pasado tan buenos ratos juntos… Yo estaba dispuesto, ya lo sabes, pero tú, con esa estúpida dignidad, has sido tan desagradable, tan antipática conmigo… Y ahora qué, ¿eh? Ya ves lo que has conseguido. Claro, que la violencia también tiene su encanto, sobre todo para el que manda, que aquí, evidentemente, soy yo.

Escuché el ruido de un motor, y giré la cabeza hacia la ventana para ver cómo se alejaba el coche de mi hermano, el pelo rubio platino de Adela reconocible a través de la luna trasera, y Garrido volvió a sonreír. Luego, me hizo retroceder hasta que mi espalda se encontró con la pared, y cuando consiguió acorralarme en una esquina, cogió la butaca en la que yo había estado sentada y la colocó tras él, pero siguió de pie.

—De rodillas —me ordenó, y al escucharlo, sentí una especie de quemadura venenosa en el estómago, una repentina intoxicación de rabia ácida, solidísima, semejante a la locura, porque fue como si acabara de quedarme ciega, como si acabara de quedarme sorda, como si hubiera perdido la facultad de comprender la escena que estaba viviendo, las imágenes que veía, los sonidos que escuchaba.

—No me da la gana.

Eso dije, y estuve a punto de añadir algo más, y ahora, mátame si tienes cojones, pero sólo un segundo más tarde le vi sacar la pistola de la funda, colocarla a la altura de mi cabeza.

—¿Qué? —y escuché, aún mejor que su voz, un chasquido revelador de que acababa de quitarle el seguro.

No se atreverá, quise tranquilizarme todavía, no se atreverá, yo soy la hermana pequeña de Ricardo Ruiz Maldonado, estoy en su casa, en mi casa, no puede matarme, no sabría cómo explicarlo, como justificar mi cadáver tirado en la alfombra… Eso pensé durante un segundo, quizás menos tiempo aún, hasta que le miré a los ojos y él sonrió, me acarició el cráneo con el cañón de la pistola, y se dio cuenta antes que yo de que me estaba haciendo pis encima.

—Nada —porque soy una mierda—. No he dicho nada —eso pensé, mientras me arrodillaba a toda prisa—. Perdón, perdón… Ya estoy de rodillas.

—¿Qué pasa, que disfrutas con el peligro? —se echó a reír, pero no volvió a ponerle el seguro a la pistola mientras se sentaba—. Muy bien, como quieras, pero a partir de ahora será mejor que te portes bien, ¿sabes? A ver, demuéstrame lo que sabes hacer tú sólita, pero con cariño, ¿eh?, entregándote, como se lo hacías a los rusos, porque estarás notando algo redondo y duro en la coronilla, ¿verdad? Es mi otra pistola, así que mucho cuidado con los dientes…

Soy una mierda. Eso pensé antes de enterrar mi cabeza entre sus muslos, y luego nada, porque el sabor del pánico, más intenso aún que el de su sexo, me embotó al mismo tiempo el paladar y el pensamiento, y me porté bien, muy bien, mejor incluso de lo que él esperaba, tanto que creí que nunca podría perdonármelo, mientras permanecía al acecho de la menor de sus distracciones, cualquier relajamiento de la mano que mantenía la pistola firme contra mi cabeza, el más mínimo cambio de posición del dedo que descansaba sobre el gatillo. Pero Garrido era un experto, capaz de insultarme y elogiarme, de darme instrucciones para excitarse hablando, sin perder nunca el control, y sólo cuando notó que se acercaba el final, me quitó la pistola de la cabeza para aferraría con las dos manos, y tanta fuerza que apenas pude volver a respirar hasta que él me lo consintió.

—¡Muy bien, Inés! Si sigues esmerándote así una temporada, a lo mejor, un día de estos, te la meto por el coño y todo… Y ahora tengo que dejarte, ¿sabes?, porque tu hermano debe de estar a punto de volver. Es una pena que no te haya visto hace un momento. Estoy seguro de que estaría muy orgulloso de ti.

Sólo después aseguró la pistola, la devolvió a su funda, se estiró la guerrera y salió sin decir nada ni volverse a mirarme, mientras yo seguía sentada en el suelo, contra la pared, sin fuerzas ni para explicarme una vez más la mierda de mujer que era. Cuando por fin logré levantarme, y fui al baño, y me lavé la cara, y bebí agua, me miré en el espejo y dije algo distinto.

—No pasa nada —el espejo me devolvió un rostro tan pálido como si toda la sangre se hubiera acumulado alrededor de los ojos, dos cercos blandos, inflamados, rojizos—. Me voy a escapar y eso es lo único que importa. Esto no. No ha pasado nada, porque me voy a escapar, y cuando esté lejos, esto dará lo mismo —hablaba en voz alta con mi propia imagen, me veía mover los labios, escuchaba mi voz, y sentía cómo la mujer que hablaba conseguía serenar poco a poco a la mujer que me miraba, y que también era yo—. No estoy llorando. Mira, ¿ves? Ya no lloro. Porque te juro que me voy a escapar. Nos vamos a escapar y eso es lo único que importa.

Aquel día fue sábado, 19 de agosto de 1944. El jueves 24, a las nueve horas y veintidós minutos de la noche, el primer tanque aliado entró en la plaza del Ayuntamiento de París. Tenía un nombre escrito sobre la carrocería, una palabra de cinco sílabas que muy pocos parisinos entenderían. Se llamaba Guadalajara, aunque todos los hombres que viajaban en él eran extremeños. Tras él, llegaron otros, Madrid, Jarama, Ebro, Teruel, Belchite, Don Quijote, y así, hasta uno que se llamaba España cañí. Y aquel fin de semana, ni siquiera Ricardo vino a casa.

—¿Te has enterado de lo de París? —asentí con la cabeza y Adela meneó la suya, con un gesto sombrío—. Qué horror, tu hermano está preocupadísimo, y sus amigos militares, no digamos… También es mala suerte estar aquí, ya nos podían haber mandado a Andalucía, vamos, digo yo…

Yo no decía nada. Esperaba, montaba, escuchaba la radio, y me juraba a mí misma que me largaría el primer día que viera a Garrido bajarse de un coche. Pero nunca le volví a ver.

—Ya, ni el comandante puede venir a verte —ella me lo confirmó con un gesto de contrariedad destinado a complacerme—. Es que en el sur de Francia la cosa está muy mal, por lo visto. Como los alemanes se han retirado…

—No se han retirado, Adela —me atreví a intervenir—. Los han echado.

—Sí, bueno, pues eso… Total, que parece que los rojos de allí están armando mucho follón, ocupando los consulados de España… Y Garrido, pues, claro, cuando no está reconociendo la frontera, está en Lérida, acuartelado con su regimiento, como si dijéramos, porque le han prohibido dormir fuera de la ciudad. Es lógico, claro, como Francia nos queda tan cerca… Y sin embargo, en Madrid parece que no se dan cuenta, Ricardo se queja todos los días, en vez de mandar refuerzos, les dicen que no se pongan nerviosos, ya ves…

Agazapada en el pasillo, dos días antes de la invasión, me enteré de que el gobierno no había reaccionado todavía. Y a las diez y media de la mañana del 20 de octubre de 1944, cuando llegué hasta los establos sin haberme cruzado con nadie por el camino, el norte del valle de Arán era otra vez republicano. Al verme, Lauro me miró como si ya lo supiera. Jaime, en cambio, se sobresaltó al encontrarme en la puerta de la cabaña donde vivía, con el caballo ensillado, listo para partir.

—Pero ¿qué hace usted…? —me miró, miró a su alrededor, se resignó a no entender qué estaba pasando—. ¿Ha venido a despedirse?

—No. He venido a preguntarte una cosa. ¿Tú sabes por dónde se va a Bosost?

—Sí —entonces me miró de otra manera, como si acabara de recordar quién era yo—. Pero ahora no se puede ir por allí, porque aquello está lleno de…

—De rojos, ¿verdad? —sonreí, pero él no me imitó—. Precisamente por eso quiero ir a Bosost. Pero no me sé el camino, así que vas a tener que guiarme.

—¿Yo? —y negó con la cabeza, muy deprisa—. No, señorita, yo no me atrevo…

—Sí, ya verás como sí que te atreves, porque… —le enseñé el contenido de mis bolsillos—. Mira, tengo cinco duros y una pistola. ¿Qué prefieres?

Se quedó callado, y miró primero al suelo, luego al arma, después al billete y por fin a mis ojos, que le convencieron de que no tenía ninguna posibilidad de oponerse a mi voluntad.

—Prefiero los cinco duros.

Volví tras él a los establos y no le perdí de vista mientras ensillaba el caballo de mi hermano, ni después, cuando le pedí que cargara a Lauro con mi morral, la sombrerera, y un jamón empezado, otro entero, un par de quesos y las chacinas que rebosaron las alforjas. Luego le pedí que montara, y aunque estaba muy asustado, no le ahorré una última advertencia.

—Te estoy apuntando, que no se te olvide. Si quieres vivir para llegar a cobrar los cinco duros, más te vale escoger bien la ruta y llevarme campo a través, lejos de las carreteras y de los puestos de la Guardia Civil. ¿Está claro?

—Sí… Intentaré acortar el camino todo lo que pueda.

—Como si lo alargas —volví a sonreír—. No me importa, ¿sabes? No pienso volver nunca.

Asintió con la cabeza y puso su potro al trote, para no correr ningún riesgo. Cabalgamos juntos y en silencio durante muchas horas, desmontando de vez en cuando para dar de comer, de beber a los caballos, y no protestó, no se quejó ni hizo ningún movimiento sospechoso mientras avanzábamos por parajes despoblados, sin más compañía que la lejana silueta de algún pastor o un campanario remoto, al otro lado de los montes. A media tarde, pasamos junto a un río donde los caballos volvieron a abrevar, y poco después, detuvo el suyo para señalarme una dirección con el índice.

—Al otro lado de esos cerros está Bosost —me miró, se llevó dos dedos cruzados a la boca y los besó—. Se lo juro por mi madre. No tiene más que seguir en línea recta, no hay ni cinco kilómetros. Yo, si no le importa, prefiero dar la vuelta aquí.

Miré a mi alrededor, luego a Jaime, después a la pistola que tenía en la mano. No tenía ninguna referencia del lugar donde me encontraba, pero parecía demasiado asustado como para atreverse a engañarme en una zona que a la fuerza tenía que estar repleta ya de hombres armados, y esta última idea me ayudó a decidirme.

—Muy bien —le tendí los cinco duros y alargó la mano para cogerlos con tanta precaución como si quemaran—. Adiós para siempre, y gracias.

Puse el caballo al trote y subí por la ladera del cerro sin apresurarme. Al otro lado, una voz me detuvo antes de que terminara de bajar la pendiente.

—¡Alto! —y nunca en mi vida una sola palabra me había hecho tan feliz—. ¿Quién vive?

—¡La República! —grité, y tiré de las riendas suavemente.

—¿Qué?

Cuando escuché esa pregunta, temí haberme equivocado, pero los soldados que salieron de detrás de una peña vestían un uniforme desconocido para mí excepto por los colores del parche, rojo, amarillo y morado, que llevaban cosido encima del pecho.

—Pero ¿esto qué es? —el que parecía estar al mando no había perdido en Francia ni una pizca de su acento andaluz—. ¿Una broma?

Me acerqué a ellos muy despacio, con las manos en alto, las riendas enganchadas en el pulgar, en los labios una sonrisa que terminó de desconcertarles.

—¿Vosotros sois rojos? —les pregunté cuando llegué a su altura.

—¿Qué? —volvió a preguntar el mismo de antes, como si no supiera decir otra cosa.

—Que si sois rojos —insistí con suavidad.

—Sí, somos rojos —me contestó un tercero, con la misma entonación que habría usado yo.

—¿Y habéis venido a invadir España?

—Sí —aunque a lo mejor era toledano—. ¿Qué pasa?

—¡Ay, qué alegría más grande! —y sin dejar de sonreír, sentí que se me caían dos lágrimas de los ojos, tan gordas, tan redondas, tan saladas como si fueran las últimas que me quedaban—. ¡Qué alegría! No os podéis imaginar… Voy a desmontar, para daros un abrazo.

Y abracé, uno por uno, a cinco hombres estupefactos, que no sabían qué hacer con el fusil mientras yo les rodeaba con mis brazos, ni supieron después qué hacer conmigo, mientras me miraban con tanta extrañeza como si nunca hubieran visto una mujer montada en un caballo.

—Llevadme a ver a vuestro jefe —pero yo sí sabía lo que tenía que hacer—. Tengo que hablar con él.

Después de un segundo de indecisión, el andaluz reaccionó, y dejó a tres hombres en el puesto para acompañarme al pueblo con el que enseguida me aclaró que no era toledano, sino de Albacete.

—¿Y tú? —preguntó a cambio—. ¿De dónde sales?

Empecé a contarles mi historia mientras caminaba entre ellos, llevando a Lauro de las riendas, hasta que llegamos a Bosost, un pueblo muy pequeño, muy hermoso, de calles empinadas y casas de piedra con tejados de pizarra, a orillas de un Garona joven e impetuoso como un cadete. Pero lo que me hizo enmudecer no fue su belleza. Lo que me dejó sin palabras, casi sin aliento, fue comprender que lo que me estaba pasando era verdad.

Eso fue lo que me estremeció al llegar a Bosost, encontrarme exactamente con lo que esperaba, comprobar que lo que había oído por la radio, lo que aterrorizaba a mi hermano Ricardo, mi libertad, el presente y sobre todo el futuro, eran verdad, una verdad nueva y avasalladora, tan poderosa que los episodios de mi sufrimiento, aquel espantoso sucedáneo de la vida por el que me había arrastrado sólo para poder llegar hasta aquel lugar, hasta aquel momento, se volvían a cada paso más dudosos, más pálidos y marchitos, tan incoloros como la incertidumbre.

Ya había empezado a anochecer, pero el halo de luz que el sol había suspendido en el cielo al esconderse, me bastó para ver la bandera tricolor que alguien había atado alrededor del yugo y las flechas que flanqueaban el nombre de Bosost en la placa que delimitaba el término municipal. Y en la ribera del río vi, antes que las casas, un enorme campamento militar, tiendas y más tiendas, hombres y más hombres entrando y saliendo, moviéndose, descansando, fumando y hablando, solos o en pequeños grupos, y después, más soldados andando por las calles, sentados en los quicios de las puertas, abarrotando las tabernas, apoyados en las fachadas, todo un ejército de ocupación desplegado según el plan previsto. Entonces, mis custodios, que me miraban con curiosidad, incapaces de comprender la tormenta que se había desatado en mi interior, se detuvieron ante una casa de piedra, grande y sólida, que ocupaba una de las esquinas de la plaza principal. Ante la puerta, había un hombre haciendo guardia, y a su lado, una inmensa bandera republicana colgaba de un mástil sujeto al balcón.

—Ya hemos llegado —dijo el andaluz, después de saludar al centinela—. Ahí detrás hay un establo. Si quieres…

—No, mejor lo llevo yo —descargué a Lauro de sus alforjas y les di también la sombrerera—. Llevad dentro todo esto, yo vuelvo ahora mismo.

Mientras rodeaba la casa, escuché sus voces, solapándose mientras intentaban explicar lo que aún les parecía inexplicable, tenemos una invitada, una prisionera, mi coronel, y una réplica risueña, vamos a ver, ¿qué es lo que tenemos, una invitada o una prisionera?, a la que el manchego no supo responder, pues es que… Todavía no lo sabemos, mi coronel.

Cuando dejé a Lauro descansando y volví sobre mis pasos, en la puerta no había nadie, porque el centinela había ido a buscarme rodeando la casa por el otro lado. Tenía muchas ganas de entrar, de hablar, de resolver definitivamente mi destino, y sin embargo, al quedarme a solas con aquella bandera, descubrí que no había agotado aún todas mis lágrimas. Otras crecían, se empujaban, peleaban por salir de mis ojos, y eran nuevas, pero eran antiguas, eran mías y no lo eran, porque Alejandro Casona volvió a mirarme desde la fachada de aquella casa de piedra como me había mirado una vez desde un estrado, para sembrar en mis ojos las lágrimas que no había querido derramar con los suyos. En el misterio que encerraba la eterna promesa de aquel llanto, empezaba y terminaba mi viaje. Eso sentí durante un instante, y fue sólo un instante, un segundo ácido y salado, amargo y dulce, helado y caliente, pero bastó para que volviera a llorar todas las lágrimas que había llorado antes, y sin pensar en lo que estaba haciendo, cogí el pico de la bandera y me tapé la cara con él.

—Buenas tardes.

Al escuchar aquellas palabras, solté la bandera, me di la vuelta, giré sobre mis talones y me llevé el puño cerrado a la sien con tanta fuerza que me hice daño.

—¡Salud!

El hombre que tenía delante me miró con atención antes de devolverme un saludo idéntico, pero mucho más sereno.

—Salud —parecía algo mayor que yo y era más alto que bajo, más robusto que flaco, más castaño que rubio y ni guapo ni feo, porque tenía la nariz rota pero, a cambio, le brillaban los ojos cuando sonreía—. Soy el capitán Galán. ¿Quién eres tú? —y me estaba sonriendo—. ¿Qué quieres?

—Yo… —avancé unos pasos hacia él para entrar en la zona que alumbraba la bombilla encendida sobre la puerta—. Yo me llamo Inés Ruiz Maldonado… —él vio las huellas del llanto sobre mis ojos e inclinó un poco la cabeza, como si ese detalle le hubiera conmovido—. Soy la hermana del delegado de Falange Española en Lérida… —y a mí me conmovió tanto su mirada que no pude seguir—. Perdóname, pero… no puedo hablar. Estoy muy emocionada.

Nunca sabré cuál de los dos dio el paso que salvó la distancia que nos separaba. Ni siquiera entonces supe quién abrió antes los brazos, pero nos abrazamos, yo le abracé, él me abrazó, y antes que la presión de sus manos y más intensamente, percibí su olor, un aroma a madera, a tabaco, a clavo y a jabón, que tenía un fondo ácido y dulce al mismo tiempo, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, y una punta que picaba en la nariz como el rastro de la pimienta recién molida. Nunca había conocido a un hombre que oliera tan bien, pensé, antes de recordar que se me había olvidado cómo olían los hombres.

Aquel prodigio me desordenó hasta tal punto, que cuando levanté la cabeza para apartarla de la suya, no me di cuenta de que él estaba haciendo el mismo movimiento en sentido contrario, y nos dimos un cabezazo sin querer.

—Lo siento —porque tuve la impresión de que había sido culpa mía.

—No importa, tengo la cabeza muy dura —y volvió a sonreír—. Por eso estoy aquí.