—Hace casi dos meses que no bajo, ¿comprendes? —y por la forma en que lo dijo, me di cuenta de lo preocupado que estaba—. No es un capricho, no tengo un calentón, no me ha dado una ventolera, te lo juro. No es eso. Es que me está llamando. Lleva diez días seguidos llamándome y eso es que le ha pasado algo. Ella está sola ahí abajo, ¿comprendes? Tengo que verla.

—Escúchame un momento, Sebas…

—No —y lo subrayó con la cabeza—. Si quieres avisar al Lobo, ya estás tardando, ¿comprendes? Y si no, más vale que te calles, porque esta noche voy a bajar.

A las cinco y media de la mañana, él llevaba casi cuatro horas fuera y yo ya no tenía estómago. No tenía huesos en las piernas, ni las tripas en su sitio, sólo un hueco debajo del ombligo, los pulmones atascados de humo y la peor clase de miedo que puede tener un soldado, que no es el miedo a morir, sino a la responsabilidad de haberla cagado, de ir a morir con una masacre sobre la conciencia. Cuando llegó, ya le había visto muchas veces muerto, derribado en una cuesta con un tiro en la espalda, torturado hasta la muerte y agonizando en una calle, tumbado en el suelo de un calabozo con un agujero de bala en la cabeza, antes o después de haber confesado la situación de nuestra base, y guiando a un destacamento de alemanés, muerto o vivo, hasta nosotros. Cuando llegó, ya estaba a punto de despertar al Lobo, de contarle lo que había pasado, de pedirle que me fusilara aquella misma noche, si quería, pero sólo después de despertar a los demás y de levantar el campamento. Cuando llegó, ya había pensado en todo y le había visto de todas las maneras, de todas excepto con la angustia pintada en los ojos, tal y como le vi cuando tuve tiempo de mirarle.

—¡Tú eres un cabrón! —porque lo primero que hice fue ir hacia él y soltarle un puñetazo en el hombro—. Menos mal que no te ibas a entretener.

—Y es verdad que no pensaba —sólo después le miré, y eché de menos la euforia, el eco pastoso que el placer solía dejar en su voz, el brillo que no relucía en sus ojos—. Pero como eso ya no importa, ¿comprendes?, como ya no puede volver a pasar, y ella está tan mal, tan asustada…

—¡No me jodas! —le cogí por un hombro, le miré, y le vi asentir con la cabeza—. No me jodas, Comprendes…

Amparo Gómez Ripollés, que se había casado con Ramón Ametller en 1932, un año después de posar como una República con volúmenes de odalisca, apetitosa pero poco convencional, para el cartel del congreso de la FETE donde se conocieron, se había librado de los campos gracias a las gestiones de unos camaradas franceses que se apiadaron del asma alérgico de su hijo menor. Desde entonces vivía en Toulouse, con él y con su otra hija, en una habitación que ya era pequeña antes de que una cortina la convirtiera en dos. El propietario de la taberna donde trabajaba le descontaba el alquiler del sueldo, pero no la trataba demasiado mal, sobre todo desde que empezó a sospechar, por fortuna después de Stalingrado, que en sus ratos libres servía de enlace entre el PCE y el PCF. Amparo veía casi a diario a su contacto con los comunistas franceses, el dueño de la pescadería donde compraba para su casa y para la taberna. Claude Renaud era un buen hombre, aunque tan tacaño que tenía el puesto abierto durante más de diez horas sin otro empleado que su hija Solange, que a los veinte años estaba tan politizada, o más, que su padre. Ella fue quien resolvió en realidad aquella crisis.

Cuando el Lobo se cansó de anunciar que iba a expulsar a Comprendes y a Angelita, y Zafarraya de pedirle por favor que no dijera más gilipolleces, Amparo ya le había contado a Renaud, con los tintes más trágicos que pudo improvisar, el drama del callejón sin salida donde había desembocado aquel amor clandestino y admirablemente antifascista. Hay que sacarla de allí, Claude, te das cuenta, ¿no?, tiene que marcharse antes de que se le note el embarazo. Ella ha trabajado mucho, se ha expuesto mucho, es muy valiosa. Si sigue adelante, a lo mejor no le pasa nada, pero a lo peor… En la granja no hay ningún hombre joven. Si los alemanes la detienen y le hacen preguntas, el aserradero está ahí al lado y los del monte dando guerra, así que…

Mientras Amparo hablaba, el pescadero se limitaba a asentir con gesto preocupado, pero su hija, a quien la militancia, lejos de vaciarle la cabeza de pájaros, la estaba volviendo un poco más romántica cada noche, suspiraba con la cara entre las manos y los ojos cerrados, imaginando un claro del bosque, un guerrillero arriesgando la vida por amor, dos cuerpos desnudos a la luz de la luna… Pues ya está, le dijo a su padre, tú la reclamas y que se venga aquí, a vivir con Amparo y a trabajar con nosotros. Es que eso es lo que no está claro, se defendió él, porque a mí no me importa reclamarla, al contrario, yo, encantado, pero luego hay que justificar el permiso de trabajo, y aquí ya estamos tú y yo, así que… Bueno, yo le cedo la mitad de mi jornada, y la de mi sueldo, claro está. ¡Pero si a ti no te pago nada, Solange! Pues por eso, y su hija se levantó, dando la conversación por concluida, ya llevas demasiados años explotándome, ¿no te parece? Si viene esa chica, sigo trabajando como hasta ahora. Y si no, quiero cobrar…

Cuando Angelita estuvo a salvo, en Toulouse, nuestra vida había vuelto a cambiar de una forma tan radical, que hasta Comprendes había dejado de pensar en ella a todas horas. El desembarco aliado en Normandía obligó a los alemanes a concentrar tropas en el norte, y este movimiento, que dejó relativamente desguarnecido el sur, nos permitió bajar al llano, a luchar en campo abierto. Aquello ya no era la guerrilla, sino la guerra auténtica, y una guerra distinta a la que habíamos conocido antes. No sé cuándo se darían cuenta los demás, pero el 2 de julio de 1944 yo empecé a estar seguro de que aquella vez íbamos a vencer.

—¡Comprendes! —grité, cuando me pareció que ya llevaba demasiado tiempo hablando con aquel alemán—. Ven aquí.

Aquel día gané la batalla más importante de mi vida. Porque la había ganado yo solo, porque el enemigo era superior en número, y porque los alemanes no sabían, pero yo sí, que lo que tenían enfrente no era un ejército, sino una partida de desarrapados, mal armados, mal alimentados, mal uniformados, que luchaban en un país extranjero donde vivían contra su voluntad. Eso era lo que habíamos sido hasta entonces y lo que nunca volveríamos a ser desde aquel día en el que liberamos, sin la ayuda de nadie, un pueblo pequeño, mucho más cerca aún de Bagnéres que de Toulouse, y que ni siquiera aparecía en la mitad de los mapas.

—¿Qué pasa? —le había mandado a parlamentar en mi lugar después de que el jefe alemán, que llevaba insignias de comandante, destacara a un teniente en vez de dirigirse a mí en persona.

—Tenemos problemas, ¿comprendes? —y meneó la cabeza con desánimo—. No se quieren rendir.

—¿Qué? —y lo pregunté en voz tan alta que al oficial que hablaba español no le quedó más remedio que mirarme—. ¿Pero cómo no van a querer rendirse, si les hemos desarmado y todo?

—Ya, a la tropa, pero el comandante no quiere entregarse a nosotros, ¿comprendes? Dice que sólo está dispuesto a rendirse a los franceses.

—¿Y por qué, si puede saberse?

—Es que… —Comprendes miró a nuestro alrededor, comprobó que estábamos rodeados de hombres que nos miraban con extrañeza, y bajó la voz—. El comandante estuvo en nuestra guerra, ¿comprendes? Era el asistente de uno de los asesores de Burgos, y dice que… —el Bocas y el Tarugo, un chico riojano de su edad, que apenas hablaba y por eso se había convertido en su compañero inseparable, estaban tan cerca que su voz descendió al nivel de un murmullo—. Dice que a nosotros ya nos ha vencido.

—¡Me voy a cagar en Dios!

Me aparté unos pasos y me mordí la lengua doblada entre los dientes, mientras sentía la sangre latiendo en las venas del cuello, en las sienes y en las cuencas de los ojos, mi corazón bombeándola a tal velocidad que mi cabeza parecía a punto de estallar de un momento a otro. Decidí correr ese riesgo, y me volví para mirar a los ojos de aquel comandante de la Wehrmacht. Él me sostuvo la mirada con una arrogancia que no le correspondía, porque yo no había estudiado en ninguna academia militar, nunca me había condecorado ningún ministro de la Guerra, no tenía sable, ni estado mayor, ni un caballo blanco sobre el que entrar cabalgando en ninguna ciudad, pero le había vencido. Él, con todos sus galones, sus condecoraciones y sus águilas de metal reluciente, había sucumbido a un simple parche tricolor, cosido de cualquier manera en una guerrera prestada, que ni siquiera se parecía a la que llevaban otros de mis hombres. Y sin embargo, a mi derecha, el Bocas, que no había luchado en ninguna otra guerra, que no sabía lo que era una desbandada, una retirada, una derrota, que no tenía por qué saberlo, me miraba con una inquietud que me dolía, porque era un soldado victorioso y todavía no se había dado cuenta. Los soldados victoriosos no tienen otra obligación que alardear, abrazarse, y elegir entre beber hasta caerse o intentar acostarse con la primera que se deje. Los soldados victoriosos son más chulos que un ocho, y no miran a sus jefes como me estaba mirando él a mí, sin atreverse a preguntar qué era lo que habíamos hecho mal aquella vez.

—¡Comprendes! —pero aquella vez no habíamos hecho nada mal, y todos, los alemanes y mis hombres, se iban a enterar al mismo tiempo.

—Los de la VI deben estar a unos veinte kilómetros, ¿comprendes? Podemos avisar a Ben, o…

—A nadie —y mi cuerpo entero se aflojó en aquel instante—. No vas a avisar a nadie. Lo que vas a hacer es llevarte a los alemanes, a punta de pistola, a cualquier casa, y dejarlos encerrados allí. Luego, metes cuatro o cinco ametralladoras, las que quepan, en la escuela, debajo de la pizarra, las cubres con una lona, te vas a buscar al comandante, a sus oficiales, y a punta de pistola otra vez, nada de cortesías, me los sientas a todos en las sillitas de los niños, enfrente de las ametralladoras. Y vamos a ver si se rinden o no. ¿Está claro? —asintió con una sonrisa, porque había empezado a entenderme—. Que el Bocas, el Tarugo, y quince o veinte más, los que tú quieras, entren contigo y rodeen la clase. Cuando esté todo preparado, me avisas.

En el instante en que vio a Comprendes dirigirse a él con la pistola por delante, el comandante alemán cerró los ojos. Volvió a abrirlos para mirarme, mientras mi lugarteniente movía su arma en el aire para ordenarle que se levantara. En aquel gesto aprendí que él también había adivinado a su manera lo que iba a pasar, pero no cambié de planes porque para mí, en aquel momento, él ya era lo de menos.

—Buenas tardes, comandante —le saludé en español cuando todo estuvo listo, las ametralladoras montadas, los alemanes, tan altos, encajados en aquellas sillas tan pequeñas, mis hombres, más bajos, de pie, tiesos como postes, cada uno en su sitio—. Me parece que tenemos un problema y necesitamos resolverlo, ¿no?

El teniente que había hablado antes con Comprendes se inclinó hacia delante, en un ángulo muy difícil, para poder traducir mis palabras a su jefe, que estaba impertérrito en su pupitre, la barbilla altiva, los labios fruncidos en un gesto de desprecio tan ridículo, tan desproporcionado con el ángulo de sus piernas encogidas, que le sonreí antes de seguir.

—La solución está en su mano, comandante. Tiene usted dos opciones —las marqué con dos dedos de la mano derecha—. La primera es rendirse. A mí —y posé el dedo índice sobre mi pecho—. No a los franceses —aparté el dedo para señalar hacia la ventana—, sino a mí, porque quien manda aquí —y de nuevo golpeé mi pecho con el dedo— soy yo. Y la segunda…

Retrocedí unos pasos sin dejar de mirarle, cogí por una esquina la lona azul con la que mis hombres habían cubierto las ametralladoras, y la aparté de un tirón, con un movimiento un tanto exagerado, incluso teatral, pero eficaz, porque dejó todas las armas a la vista.

—La segunda opción ya la está usted viendo —hice una pausa para mirarle—. Así que usted dirá…

Cuando el teniente alemán intentó traducir mi última frase, el comandante negó con la cabeza. No necesitaba más traducción, y se limitó a sacar su pistola con una mano, ponerla encima de la palma de la otra, y extenderla hacia mí.

Merci beaucoup, commandant —fui a recogerla con una sonrisa—. Nous vous laisserons entre les mains de l’armée française.

Mientras los demás dejaban caer sus pistolas al suelo, empecé a andar hacia la puerta, pero el teniente que había hecho de intérprete me llamó antes de que la alcanzara.

—¡Capitán! —al darme la vuelta, vi que mis hombres, tan diligentes como de costumbre, habían recogido ya todas sus armas—. Habla usted muy bien francés. ¿Por qué no ha querido dirigirse a nosotros en un idioma que todos entendemos?

Antes de responder, comprobé que todos los pares de ojos, claros y oscuros, que había en aquella aula me estaban mirando a la vez. Por eso avancé unos pasos, llegué hasta el centro de la habitación, liberé mi lengua de mis dientes, y le contesté en un tono sereno, amable incluso.

—Porque no me ha salido de los cojones.

Giré sobre mis talones y salí de la escuela andando despacio, con la serenidad suficiente para darme cuenta de que Comprendes venía detrás de mí. Cuando ya nos habíamos alejado un trecho, escuché un sonido que al principio no logré identificar, clap, clap, clap.

—¿Qué? —y al darme cuenta de que estaba aplaudiendo, me eché a reír y me volví a mirarle—. ¿Te ha gustado?

—¡Joder! —él me dio un abrazo antes de contestar—. Más que los títeres de mi pueblo, ¿comprendes?

—Bueno, pues vamos a ver si podemos sacarle partido a esto —porque ya estaba decidido a llegar hasta el final—. ¿El camión está cargado?

—Sí, todo está dentro. Ahora mismo voy…

—No, tú no.

Él me miró con extrañeza, porque lo primero que hacíamos siempre era quitar de en medio las armas de los alemanes. Cuando sólo cogíamos dos o tres, en alguna escaramuza sin importancia, las íbamos enviando al fondo del cajón de las patatas, hasta que una cosecha mayor, como la que acabábamos de obtener, justificara un viaje hasta la granja de Fermín, un camarada de Palencia que había emigrado antes de nuestra guerra y tenía un arsenal escondido en el granero. El armamento seguía siendo nuestro problema principal, pero mientras estuviéramos luchando en Francia, nos armaban los aliados, que tenían de sobra. Los camaradas franceses lo sabían todo, y nos preguntaban de vez en cuando, por pura fórmula, dónde estaban las armas de los alemanes que habíamos capturado. Y cuando contestábamos que no lo sabíamos, que las habrían enterrado en alguna parte o las habrían tirado a un río, pero el caso era que las habíamos perdido, se reían más que nosotros.

—Hoy no —Comprendes era quien se ocupaba de eso, e inventariaba minuciosamente hasta la última bala en una libreta de tapas de hule que siempre llevaba encima, pero aquel día le necesitaba a mi lado—. Ya lo has apuntado todo, ¿verdad? Pues manda a otro, uno que no vaya a pararse en todos los bares, que conduzca bien y que se sepa el camino.

—¿Por qué? —no le contesté, y él se quedó pensando un momento—. ¿El Novillero?

—Sí, muy bien. Que escoja a otros dos y que se vayan ya. A todos los demás, quiero verlos formados en la plaza dentro de diez minutos.

—¿Ahora? —me miraba como si los ojos fueran a salírsele de las órbitas.

—Sí —y lo afirmé también con la cabeza—. Ahora.

—Pero están agotados, ¿comprendes?, esto acaba de terminar, es mejor…

—No. Hazme caso. Tiene que ser ahora, antes de que se enfríen.

Era cierto que la lucha acababa de terminar. Era cierto que mis hombres estaban cansados, que necesitaban descansar, pero no creo que aquellos diez minutos resultaran tan largos para ninguno como para mí. La decisión que acababa de tomar me había devuelto al día más amargo de mi vida, y mientras escuchaba a lo lejos los gritos de Comprendes, volví a vivirlo, a verlo todo, montones de maletas abandonadas flanqueando la carretera y aquellas mujeres moribundas de cansancio, cargadas de bultos y de niños, algún hijo más grande de la mano, que avanzaban despacio por la calzada entre soldados sucios, encogidos. Ellos también entraban en Francia solos, en parejas o en pequeños grupos, a veces junto a algún animal suelto, atado a un cordel que nadie sostenía por el otro extremo. Yo estaba allí, viéndolo todo, escuchando el sonido de la derrota, ecos de voces que repetían un nombre a gritos, quejas, juramentos, los gimoteos de una niña que se había perdido. También el silencio de una mujer exangüe, que llevaba toda la desesperación del mundo prendida en los ojos y el pañuelo de las campesinas sobre la cabeza. Aquella mujer que se sentó en una cuneta y se sacó un pecho flaco, vacío, para intentar aplacar al bebé que llevaba entre los brazos, no para que un fotógrafo norteamericano la encuadrara con su cámara.

Al final, aquella foto dio la vuelta al mundo desde la portada del París Match, porque cuando estaba a punto de ir a partirle la cara a aquel cabrón, mi teniente coronel me llamó a gritos, ¡González! Aquel día de febrero de 1939, yo aún no era el Gaitero, y él, José del Barrio, todavía el jefe del XVIII Cuerpo del Ejército Popular de la República Española, mi jefe. Cuando llegué a su lado, vi que él también estaba mirando a aquella mujer, la miraba de un modo que me obligó a preguntarme de dónde iba a sacar la leche que iba a pedirme de un momento a otro, pero lo que dijo fue distinto. Mis hombres no van a pasar la frontera como vagabundos, como maleantes, mis hombres no, eso fue lo que me dijo. Avisa al mando de que cedo mi turno. Pasaremos mañana.

Somos unos cabrones. Antes de obedecer aquella orden, me fui a por el fotógrafo, le aparté de la mujer, y cuando ya estaba a punto de meterle una hostia, empezó a apaciguarme en español, con los brazos extendidos hacia delante, las manos abiertas, está bien, está bien. Luego se marchó corriendo, y fui tan tonto que ni siquiera le quité el carrete. Después de eso, creí que ya nada podría impresionarme, pero en el puesto de mando había un general mayor, con la guerrera alicatada de medallas, que lloraba como un niño de sesenta años y sólo sabía repetir esa frase, somos unos cabrones, unos cabrones, somos unos cabrones. Y ni siquiera eso me conmovió tanto como el discurso que pronunció el teniente coronel a mi regreso, ante una masa de hombres desaliñados, rendidos por fuera y por dentro, formados a regañadientes.

Yo los vi, vi su cansancio, su desesperación, tan semejante a la mía, y cómo se esfumaban todas juntas, cómo íbamos irguiéndonos uno por uno, cómo levantábamos el ánimo, y la cabeza, mientras escuchábamos aquellas palabras, hemos perdido la guerra, pero no el honor, hemos perdido la guerra, pero no la razón, hemos combatido durante tres años por la legalidad constitucional de nuestro país, como el único ejército español legítimo… Al día siguiente, todos los hombres del XVIII pasamos la frontera afeitados, limpios, repeinados y desfilando, cantando el Himno de Riego en perfecta formación, para ir a parar a los mismos campos que los demás, como si fuéramos vagabundos, como si fuéramos maleantes. En apariencia, aquel gesto no sirvió de nada, y sin embargo, el 2 de julio de 1944, cuando entré en la plaza de aquel pueblo de Haute Garonne cuya liberación nunca aparecerá en ningún tratado sobre la Segunda Guerra Mundial, miré al cielo, como miran los toreros cuando quieren brindar un toro a alguien que ya no está a su lado, antes de empezar como empezaba mi teniente coronel cuando hacíamos las cosas bien.

—¡Enhorabuena, camaradas! Enhorabuena y gracias a todos. Hemos ocupado esta posición sin bajas mortales ante un enemigo numéricamente superior, y esto es sólo el principio, pero nuestro camino no termina en París —aquella frase les desconcertó tanto que sólo al escucharla empezaron a prestarme atención de verdad—. Eso es lo primero que quiero advertiros. Nosotros no luchamos para llegar a París, y tampoco somos soldados de fortuna. No somos mercenarios, no somos forajidos, no somos bandoleros ni salteadores de caminos —hice una pausa y levanté la voz—. ¡Nosotros seguimos siendo el Ejército de la República Española! —ellos rugieron, pero yo rugí más que ellos—. Eso es lo que han aprendido los alemanes hace un rato, y eso es lo que no voy a consentir que se le olvide a nadie, ¿está claro? ¡A nadie! Porque hace cinco años perdimos una guerra, pero durante tres años luchamos con las armas contra el fascismo, por la legalidad constitucional de nuestro país, por los derechos y por las libertades de los españoles. Y no sé por qué lucháis vosotros, pero yo sigo luchando por la misma causa…

Mientras hablaba, les iba mirando a la cara, ganando confianza y perdiéndola a la vez, porque no estaba muy seguro de cómo iban a reaccionar. Yo no tenía ningún sable, no había estudiado en ninguna academia, no había recibido galones ni medallas de ningún ministro de la Guerra, y nunca había desfilado sobre un caballo blanco. Yo era como ellos, lo mismo que ellos, un minero asturiano, un soldado del XVIII, un rojo español de Argelés-sur-Mer, un leñador forzoso, luego un guerrillero, ni más ni menos que los hombres que tenía delante. Por eso no me habría extrañado que me hubieran mandado a la mierda, que hubieran protestado o que hubieran seguido riéndose de mí, después de tumbarse a la sombra de un árbol. Lo que hicieron fue mucho mejor, mucho peor que eso. Mientras hablaba, iba estudiando sus caras, sus gestos, todos muy serios, concentrados en lo que escuchaban, algunos mirando al cielo, otros al suelo, la mayoría a mí, aunque Machuca, uno de los más veteranos, al que no debía faltarle mucho para cumplir cuarenta años, tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió, le brillaban más de la cuenta, y entonces empecé a pasarlo mal. No llores, Machuca, por tu madre. No me llores, coño, que si lloras tú, voy a llorar yo, y ya me contarás, el papelón… Por dejar de mirarle, me fijé en el Pollito, que habría podido ser su hijo, me di cuenta de que tenía la cara llena de churretones, y ya no pude seguir mirándoles.

—Mañana, vamos a salir de este pueblo desfilando como lo que somos, el Ejército Popular de la República Española —por fortuna, ellos volvieron a rugir en el instante en que se me quebró la voz, y lo demás fue fácil—. A partir de este momento, no quiero ver a un solo soldado sucio, despeinado o sin afeitar. No quiero ver un solo botón descosido, ni un tirante suelto, ni una bota con los cordones al aire. Al que no tenga un aspecto digno de sí mismo y de sus compañeros, lo arresto quince días. Podéis romper filas.

Tardaron un segundo en empezar a aplaudir. Durante un segundo, ellos no pudieron hacer ni eso y yo tampoco pude tragarme las lágrimas, aunque Comprendes me abrazó tan a tiempo que pude frotar la cara contra una esquina de su camisa para limpiármelas. Después, lo que hicimos todos, yo el primero, fue lavarnos, afeitamos, cosernos los botones, cortamos el pelo. Sentir que la costra de la derrota se disolvía en el agua sucia, que la navaja desprendía de nuestras mejillas el cansancio humillado de las playas inhóspitas, que la aguja y el hilo volvían a coser nuestro honor, el honor de España, al parche tricolor de nuestros uniformes. En los cabellos muertos que el peluquero nos quitaba del cuello con una brocha, caía al suelo una desgracia vieja, una injusticia vieja, el viejo dolor de los desterrados que acaban de encontrar un camino para volver a casa.

El 2 de julio de 1944 me convertí en el capitán Galán. El hombre que salió de aquel pueblo era distinto del que había entrado en él, y necesitaba un nombre nuevo. Mis hombres sólo lo encontraron después de que el Lobo, al bajar del camión en el que había venido a felicitarnos con los franceses de la VI, se preguntara en voz alta si estaba viendo soldados o galanes de cine.

—Y hablando de galanes, Comprendes… —añadió, mientras Ben Laffon seguía riéndose del desparpajo con el que acabábamos de confesarle que habíamos vuelto a perder las armas de los alemanes—. Angelita ya está en Toulouse, en casa de mi mujer.

El 2 de julio de 1944 había sido un día de emociones fuertes, pero a Comprendes todavía le quedaban nervios para conmoverse una vez más. Luego, como si le diera un poco de vergüenza haber ejecutado una serie completa de gestos muy poco marciales, cerrar los ojos, taparse la cara con las manos y mantenerla oculta durante unos segundos, se fue a por el Lobo, le dio un abrazo tan fuerte que por un momento creí que iba a levantarle en vilo, bajó la cabeza para darle un beso en la frente.

—Gracias, Lobo —y se echó a reír—. Si es niño, le vamos a poner Ramón.

—¡Vete a tomar por culo, Comprendes, hostia!

Yo me reí tanto como él mientras el Lobo se limpiaba la frente, muy sulfurado, y Laffon nos miraba con curiosidad, peguntándonos sin palabras qué era lo que se estaba perdiendo.

Aquel día empezó para nosotros la campaña ideal, corta y arrolladora como los relámpagos alemanes de antaño. Y el 20 de agosto, cuando ya nos habíamos acostumbrado a dar en vez de recibir, a avanzar y a no retroceder, a ganar batallas en lugar de perderlas, entramos en Toulouse.

—¡Sebas!

Nos habíamos ido reagrupando a las puertas de la ciudad en los tres últimos días, para avanzar despacio, de encuentro en encuentro, de abrazo en abrazo, de juerga en juerga, sin ningún plan preconcebido.

—¡Sebas!

Al entrar en Toulouse, tampoco sabíamos adonde ir. Vamos al centro, ¿no?, propuso el Pasiego, que no tenía demasiadas ganas de encontrarse con su mujer. Allí habrá una plaza grande, o algo…

—¡Sebas!

Eso fue exactamente lo que Angelita había calculado que haríamos. ¿Adónde iba a ir, si no, un grupo de paletos españoles que pisa por primera vez una ciudad?, nos contó después. Pues al centro, a ver si hay una plaza grande… Por eso fue a esperarnos a la Place du Capitole con Amparo y con Solange, la hija del pescadero, y acertó.

—¡Por fin! —murmuró Comprendes, un instante antes de abrazarla.

Yo compartí a distancia su emoción, como en los tiempos del monte, mientras me asombraba de la misteriosa elasticidad del tiempo, que para Angelita había transcurrido tan despacio que apenas tenía el vientre abultado. En aquel plazo, noventa días escasos, nosotros habíamos pasado de la clandestinidad a la victoria final, y ella, sólo del segundo al quinto mes de embarazo. Tuve que contarlos para convencerme, y entonces me fijé en una chica que miraba a los enamorados con la misma atención que yo y un gesto mucho más fervoroso. Tenía el pelo muy claro, casi blanco, los ojos menos azules que acuáticos, y una piel transparente, pálida y sonrosada como la de un bebé que aún no ha tomado el sol. Me pregunté si el Cabrero la habría visto ya, y al mirarle, me di cuenta de que la había descubierto antes que yo.

—¿Qué, Manolito? —me acerqué a él y, por si acaso, bajé la voz—. ¿Te animas a ocupar la posición?

Mientras tanto, iba repasando mi intervención habitual, mi amigo no habla bien francés, pero le gustaría poder decirte lo guapa que eres. Él es de un pueblo de Murcia, en el sur de España, ¿sabes?, y allí no hay mujeres como tú…

—No sé —me contestó, sin embargo.

—¿No? —su respuesta me sorprendió mucho—. Pues es tu tipo.

—Ya, por eso mismo…

Hasta aquel día, cada vez que el Cabrero se tropezaba con una chica como aquella, demasiado cruda para mi gusto, venía corriendo y me daba un codazo. Él, que tenía un par de años menos que yo y apenas había ido a la escuela, había nacido con el don del cálculo mental y, para compensarlo, un oído tan pésimo que hubiera dado lo mismo que no tuviera ninguno.

Yo hablaba francés mejor que los demás, porque aquel no era mi primer exilio en Francia. Durante los dos años que transcurrieron desde el fin de la revolución de Asturias hasta la victoria del Frente Popular, viví en París y me dediqué a estudiar francés. Había salido del seminario con la intención de convertirme en maestro, pero la muerte de mi padre me obligó a bajar a la mina antes de que se convocara mi oposición. El ambiente que se respiraba en la cuenca minera en aquellos meses prerrevolucionarios era incompatible con el estudio, pero en París conseguí un trabajo nocturno en un garaje, que me permitió mandar dinero a casa y prepararme para un examen que nunca se convocaría, con la ventaja de dominar una lengua extranjera. Por eso intenté enseñarle al Cabrero, al menos, un par de frases, je ne parle pas français, mais j’aimerais bien te diré que tu es tellement jolie… Fue inútil. Pronunciaba tan mal que no le entendía ni yo, pero al conocer a Solange decidió prescindir de mis servicios. Seis días más tarde, cuando le obligué a acompañarme a la recepción del ayuntamiento para que me amenazara con desaparecer, igual que la Cenicienta, mientras el reloj daba las nueve de la noche, me di cuenta de que él solo no lo había hecho nada mal.

—Bueno —lo reconoció mientras su cara de campesino, ancha y redonda como un pan tostado, se sonrojaba ligeramente—, aquella noche sí, porque… —en ese momento, madame Mercier, a la que había perdido de vista un rato antes, reapareció por la izquierda, muy sonriente—. Ya sabes cómo se ponen al ver un uniforme…

—Como locas —yo le devolví la sonrisa, sin dejar de atender al Cabrero.

—Exacto —y él sonrió a su vez—, es como si perdieran la cabeza, pero al día siguiente, ya fue distinto. No te creerás que yo soy de esas que se van con un soldado cada vez que hay un desfile, ¿no?, me preguntó. No, mujer, le contesté, si ya sé que no, mientras le metía la mano en el escote, y… Joder, tendrías que haberla visto. ¡Me pegó una hostia que me avió!

—¿En serio? —y hasta me olvidé de madame Mercier mientras el Cabrero asentía con la cabeza, sonriéndome como si nunca en la vida le hubiera pasado nada mejor—. Y a ti te encantó, por lo que veo…

—¿La hostia? —se echó a reír—. No, hombre, la hostia no, pero ella sí que me encanta, y… —no quiso terminar la frase pero yo lo hice por él, prefiero que me dé una hostia a que se vaya con el primero que encuentre—. ¿Por qué no te vienes? Me ha dicho que va a traer a unas amigas, Jean-Paul se ha apuntado.

—Yo no —y le hice un gesto con la cabeza para señalar a madame Mercier—. Prefiero quedarme aquí, a ver si me dan algo mejor que una hostia.

Las victorias militares trastornan a las mujeres, solía decir el Pasiego. Las excitan, las emocionan, las empujan a lanzarse entre los brazos del primer soldado joven que encuentran por la calle… La primera vez que le escuché estábamos juntos, de guardia, liando un pitillo para matar el tiempo. Las derrotas también las trastornan, no creas, prosiguió con su voz grave, reflexiva, de profesor de instituto, también las excitan, pero de otra manera. Entonces, ceden a la tentación de crear algo, de tener algo que recordar, de triunfar sobre el enemigo siendo felices unos minutos, entre los brazos de un desconocido. Ahora que, lo mejor de todo, es la clandestinidad. Eso sí que las vuelve locas. Entrar en una casa sudando, con el miedo pintado en la cara, la cabeza vuelta hacia la calle, los pasos de los policías perdiéndose a lo lejos… Eso no falla. No se resisten ni cinco minutos. Y es que no hay vida como la clandestinidad, mira lo que te digo. Ni tan mala ni, sobre todo, tan buena.

La teoría del Pasiego se fue cumpliendo escrupulosamente a lo largo de 1944, aunque con resultados dispares. Era lógico, porque todos nosotros, excepto el Lobo, Zafarraya y él mismo, que no eran mucho mayores pero habían tenido tiempo de casarse, Juanito hasta de divorciarse, teníamos veinte años, o poco más, en el verano de 1936, y habíamos empalmado dos guerras con un largo cautiverio de por medio. Nuestros amores eternos habían sido muy fugaces, dos noches, cinco, una semana, y a veces ni eso. Cuando ganamos una guerra en la que habríamos preferido no tener que luchar, todos, menos el Pasiego, estábamos hartos de esos idilios instantáneos que tanto nos habían estimulado al principio. A él le sobraba la suya, pero los demás necesitábamos una mujer como se necesita una casa, para vivir en ella. Yo no la encontré en Francia, aquel verano.

La victoria le regaló al Cabrero el amor de su vida, igual que Comprendes lo había encontrado antes en la clandestinidad. Lo mío se quedó en un castillo de fuegos artificiales, bonitos, eso sí, aparatosos y hasta espectaculares, pero un puro humo de colores. Sandrine Mercier sólo sabía decir cuatro cosas en español, ¡ole!, matador, amor mío y ¡fiesta!, que me hicieron mucha gracia el primer día que me acosté con ella, y empezaron a tocarme los cojones la tercera o la cuarta vez que me llevó a Vieille Toulouse. La dama sofisticada que dejó a mis camaradas con la boca abierta cuando vino a buscarme al hotel Les Arcades, a la mañana siguiente de la recepción donde nos conocimos, no era más que una buena chica malcasada, que se aburría en su casa y buscaba fuera algo más que sexo, si no amor, al menos un sucedáneo que tal vez no fuera mucho, pero era más de lo que yo podía darle.

Mais tu n’es pas romantique, mon cher —me reprochaba con una insistencia que hasta lograba hacerme olvidar lo buenísima que estaba—. Je croyait que les espagnols étaient très romantiques

De recién casada, su marido la había llevado a ver un Tenorio, y no se le había olvidado. Cuando me lo contó, le expliqué que don Juan era sevillano, y yo asturiano. Et il n’est pas la même chose? Pues no, no era lo mismo, pero no encontré la manera de que lo entendiera. Tampoco habría encontrado la de dejarla si el 9 de septiembre no me hubiera pedido que la acompañara a la Pátisserie du Capitole, a recoger los emparedados y los pasteles que comeríamos aquel día, un menú cuya monotonía empezaba a aburrirme tanto como la rutina de aquel amour fou que se había convertido en una obligación.

Bonjour, madame —Nicole tardó algunos segundos en descubrir que el hombre que acompañaba a Sandrine no era su marido—. Mon capitaine! —y abrió mucho los ojos al verme—. Bon jour… Quelle surprise, n’est-ce pas?

La pastelería de Nicole, la única que apreciaban por igual Amparo y Angelita, se había convertido en una parada obligatoria desde que las comidas privadas y españolas sustituyeron a los banquetes públicos y franceses en nuestra ociosidad de vencedores sin oficio. Una semana después de la Liberación, y aunque el dueño de la taberna le había traspasado el local para irse a vivir a París, Amparo había convencido a su marido para que se mudaran a un piso más grande. La vivienda que estaba encima del negocio era perfecta para Angelita y Comprendes, porque ella había decidido asociarse con la mujer del Lobo para sacar la taberna adelante y él estaba encantado de poder decir que vivía en la calle de San Bernardo, como llamó desde el primer momento a la Rué Saint-Bernard, que estaba cerca de Saint Sernin, en un barrio plagado de refugiados españoles. Las dos habían celebrado sendas comidas de inauguración, y, en ambos casos, yo le había comprado a Nicole medio kilo de rusos, los pasteles favoritos de Comprendes, sólo para oírle decir, esto no son rusos, ¿comprendes?, esto es una mierda, hay una pastelería en Madrid, en la calle Orellana, ¿comprendes?, Niza, se llama, que hace unos rusos, ¡joder!, esos sí que son rusos y no estos, ¿comprendes? Mientras tanto, se los iba comiendo igual, y todos nos reíamos mucho al escucharle.

El día que aparecí con madame Mercier en su tienda, Nicole me contó que Amparo le había encargado una tarta de tres pisos para la inauguración de lo que, a partir de la noche siguiente, sería la Taberna Española de San Sernin. Cuando Sandrine lo oyó, se empeñó en que la llevara conmigo a aquella ¡fiesta!, como la llamaba, aplaudiendo en el aire. ¿Y tu marido?, le pregunté, ¿no le parecerá mal?, menos por curiosidad que por aliviar la presión. No te preocupes, me contestó, y no me atreví a seguir preguntando.

—Oye, Fernando —Diego el Perdigón, que era de Huelva y cantaba muy bien, se me acercó cuando Angelita estaba sirviendo la tarta—. Dile a tu chorba que no me toque las palmas, por favor, que lo hace fatal y así no me concentro.

—Hombre —intenté tragarme la risa, pero no lo conseguí del todo y él se dio cuenta—, si lo hace con la mejor intención.

—No, ya, si es imposible que lo haga aposta —y me reí con él—, porque no da una ni por aproximación, la jodía por culo…

Pobre Sandrine, pensé, mientras iba hacia ella, y la abrazaba por detrás, para inmovilizar sus brazos con los míos. Pobre Sandrine, que sólo quería divertirse, y si no entendía la diferencia que hay entre un andaluz y un asturiano, mucho menos la que separaba sus manos de las de Lola, una gitana de Cádiz que tenía el pelo rubio oscuro, unas tetas enormes, incompatibles con su delgadez, y una cara huesuda que podía ser atractiva o temible, según le diera la luz. Pobre Sandrine, que se quejaba de que la hubiera arrancado del jaleo, mientras señalaba con el dedo y un gesto de disgusto a aquel instrumento de percusión viviente, que había aprendido a tocar las palmas antes que a hablar. Lola marcaba el compás con los tacones, con los hombros, con todo el cuerpo, mientras acompañaba al Perdigón sentada en una silla, las piernas entreabiertas alrededor del hueco por el que se perdían a distancia los ojos del Pasiego, cuando se golpeaba las rodillas y cuando no. Entonces, un instante después de que los míos descubrieran la calidad de aquella mirada insistente, casi obsesiva, se abrió la puerta y Carmen de Pedro entró en la taberna.

Carmen entró y el Perdigón dejó de cantar, Lola de jalearle, el Cabrero y Sole, ya nunca más Solange, de besarse en una esquina como si aspiraran a matarse mutuamente de asfixia, y Amparo de ponerme mala cara, porque Nicole debía haberle contado quién era Sandrine, y de paso, seguramente, quién era su marido. La aparición de la máxima autoridad del Partido Comunista de España en la Francia liberada suspendió a la vez todo lo que sucedía en una taberna abarrotada de comunistas españoles.

—Pero, por favor, por favor —insistía ella con una sonrisa, mientras repartía besos entre las mujeres y apretones de manos entre los hombres—, seguid con la fiesta, por favor, yo no quería interrumpir…

Ninguno de nosotros había oído hablar nunca de Carmen antes de que nos encontráramos en el aserradero. Después, nos acostumbramos a oír su nombre asociado siempre al de Jesús Monzón. A él tampoco le conocíamos de antes, pero yo me hice amigo suyo cuando los mangos de las sierras todavía no me habían hecho callos en las palmas.

—Salud —un hombre alto, fuerte y bien vestido, que parecía mucho mayor que yo aunque sólo me sacaba cuatro años, me tendió la mano en la puerta de una granja tan escondida que parecía un camuflaje, las paredes completamente recubiertas de hiedra y, detrás, un jardín rodeado por árboles tan altos que impedían que se viera desde la carretera—. Soy Jesús Monzón.

Aquel día de la primavera de 1942, un coche me había recogido en la puerta del aserradero a las once de la mañana. Angelita, que fue quien me avisó, no pudo contarme nada más de aquella cita. Ignoraba la hora, el lugar, los motivos y, sobre todo, la identidad de mi interlocutor, pero si a cualquiera de los dos nos hubieran dado un margen de cien nombres para adivinarlo, no nos habríamos atrevido a mencionar el suyo.

—Salud —estreché la mano que me ofrecía y le miré a los ojos, pequeños, vivos, penetrantes, los más inteligentes que contemplaría en mi vida.

Nunca supe por qué me escogió a mí. La primera vez que le vi, no llevaba ni dos meses viviendo en el Luchonnais, pero ya estaba claro que el Lobo, como oficial de más graduación, había tomado el mando del grupo y que nadie se lo iba a disputar. Después, me dijo que me había elegido justo por eso. Ramón era la autoridad militar y ya conocía su punto de vista a través de los enlaces, pero le interesaba más conocer las opiniones, y sobre todo las sensaciones, añadió, de alguien como yo, que estaba un peldaño por debajo en la escala de mando. En una posición semejante a la mía, añadió sonriendo, y al escuchar eso, ya le conocía tan bien que me eché a reír.

—Este no es un encuentro, digamos, oficial —me aclaró después de guiarme hasta una mesa con manteles blancos, en el porche que se abría al jardín—, o al menos no es esa mi intención.

Me gustaría que hablaras conmigo con la misma libertad con la que lo harías en una comida entre amigos.

Entonces, una chica francesa, morena y esbelta, con un maquillaje discreto y un vestido ceñido, el escote no más de dos centímetros por debajo del que llevaría una esposa irreprochable, empezó a servirnos la comida, casera pero muy buena, aunque no tan extraordinaria como el vino.

—Rioja, naturalmente —anunció, al llenar mi copa—, a ver qué te parece…

—Buenísimo —le contesté, después de impregnar con él hasta la última esquina de mi boca, mientras sentía que el paladar palpitaba de emoción.

—Me alegro, porque soy navarro, ¿sabes? —sonrió, y si no me hubiera caído bien desde el principio, lo habría logrado en aquel instante—. Y ahora, cuéntame. Ya sé quién eres, cómo te llamas, dónde naciste, desde cuándo perteneces al Partido… Sé todo lo que otros han podido contarme de ti, que hiciste la guerra en el XVIII, que tu íntimo amigo se llama Comprendes, y que te gustan el vino tinto, las mujeres morenas y la dinamita —era mi turno, y sonreí yo—. Lo que quiero que me cuentes es cómo te sientes, cómo ves la situación, a tus camaradas, el estado de la organización en esta zona, el nivel al que podríamos llegar… Empieza por donde quieras. En este momento, soy el responsable del Partido en Francia, y por extensión, en España, lo sabes, ¿no? —asentí con la cabeza, lo sabía—. Todo lo que puedas contarme me interesa.

De esta extraña manera conocí a Jesús Monzón. En aquella casa escondida, sentado a una mesa que parecía un sueño, un espejismo en el que acunar mis anhelos de paria prisionero, hablé con el máximo dirigente de mi partido como nunca había hablado con ningún insignificante responsable de radio, sin presiones, sin recelos, sin suspicacias, sin esa escenografía de interrogatorio policial a la que estaba acostumbrado. Y enseguida me di cuenta de que estaba hablando para un hombre que sabía escuchar, un hombre que no necesitaba secretarios, guardaespaldas, ningún pedestal simbólico sobre el que encaramarse, para afianzar una autoridad que le pertenecía tanto como su nombre de pila, y que nadie se atrevería nunca a discutirle. Cuando me interrumpía, me pedía perdón, cuando se equivocaba, lo reconocía, cuando algo le hacía gracia, se reía con ganas, pero en ningún momento recurrió a los trucos de manual soviético, sonrisas paternales y palmadas en la espalda, que utilizaban los dirigentes a quienes yo conocía para inspirar confianza en sus subordinados. Su voz tampoco cambió de tono. Ni descendió hasta una suavidad melosa, ni trepó hasta la rigidez inflexible con la que se habían dirigido a mí otras veces. Tampoco habría hecho falta, porque cuando quise darme cuenta, se había salido con la suya y aquello era una verdadera comida entre amigos.

—Creo que voy a pedirle que se quede en la cocina… —propuso con acento risueño, después de que me quedara atascado en la mitad de una frase mientras aquella mujer se inclinaba sobre mí para servirme el café, y esperó a que se marchara para hacerme una pregunta que no esperaba—. Puedes no contestar si no quieres, por supuesto, pero llevo un rato pensando… ¿Cuánto tiempo hace que no echas un polvo?

—¿Un polvo? —y mi estupor le hizo reír—. ¿Y eso qué es? Me suena de algo, no creas, pero ya no me acuerdo de cómo se hace…

Entonces entró en la casa, y volvió a salir con una botella de armañac y dos copas. La sobremesa se alargó hasta media tarde, pero podría haber seguido hablando con él durante el resto de mi vida. Aquel día le conté a Jesús Monzón todo lo que quería saber, aunque me guardé para mí la verdad más importante. Que mientras él estuviera donde estaba, el Partido Comunista de España había vuelto a estar vivo. Eso sentí, y que yo había resucitado con él.

—Tengo que irme —a las cinco y media se levantó, vino hacia mí, me dio un abrazo—. Gracias, camarada, no sabes lo importante que ha sido esto para mí. Quédate aquí un rato, ¿quieres? Esta carretera está tan apartada que sería sospechoso que salieran dos coches a la vez. El tuyo te esperará todo el tiempo que haga falta.

Atravesé el porche tras él, y me quedé de pie, ante la cristalera, para ver cómo le daba las gracias, muy formalmente, a la chica que nos había servido la comida. Ella le acompañó hasta la puerta, la cerró, y giró sobre sus talones para mirarme. Cuando llegó al centro de la sala, se bajó la cremallera y el vestido cayó a sus pies como el envoltorio de un regalo inesperado. Al reunirse conmigo, en el porche, ya estaba desnuda.

Nunca llegué a saber si era una puta o una camarada, aunque cuando me despedí de ella, estaba casi seguro de que era ambas cosas a la vez. Tampoco supe nunca cómo se llamaba, porque ni siquiera se lo pregunté, aunque en cierto sentido, fue una de las mujeres más importantes de mi vida. El hombre al que había conocido aquel día dejó, con todo, un rastro más perdurable en mi memoria. Por eso, un mes y medio después, cuando volví a encontrarme con él en la misma casa, la misma mesa, el mismo vino, me alegré de verlo aunque la persona que nos sirvió la comida fuera una granjera gorda y canosa, de más de cincuenta años.

—Lo siento, camarada —me dijo sonriendo, al ver cómo la miraba—, pero ya sabes… Unas veces se puede, y otras no.

No llegué a pasar mucho tiempo con Jesús Monzón, pero sí a conocerle lo suficiente como para comprender que aquella tarde de castidad había sido una prueba, una especie de examen de mi carácter. No me sorprendió. En la situación en la que estábamos, era muy natural que quisiera asegurarse de mi fortaleza. Además, y por muy heterodoxa que fuera su manera de imponer su autoridad, y lo era mucho, Jesús Monzón no era ni más ni menos que un dirigente comunista, exactamente lo que tenía que ser.

—La próxima vez, intentaré hacerlo mejor —me prometió, después de estudiar mi cara y dejarme adivinar que le gustaba lo que estaba viendo—. Hoy, todo lo que puedo ofrecerte… —se metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó un estuche de puros— es un habano.

—Bueno, no es lo mismo —y los dos nos echamos a reír a la vez—, aunque menos da una piedra.

Hubo otras mujeres, hasta cuatro más, todas francesas y todas distintas, en los ocho encuentros que Monzón y yo celebramos en aquella casa desde mayo de 1942 hasta marzo de 1943, cuando me convocó sólo para despedirse.

—Te voy a echar de menos —le dije mientras le abrazaba, y sonrió.

—Ya me lo imagino.

—No. Te voy a echar de menos a ti. Lo demás también, pero sobre todo a ti —le estaba diciendo la verdad y él se dio cuenta—. Cuídate mucho, Jesús.

En la época en la que se mudó a Madrid, nuestras conversaciones ya no se parecían en casi nada a la primera entrevista que habíamos sostenido. Monzón era una máquina de ideas, que solían ser interesantes hasta cuando eran malas. Solía enlazar un proyecto con otro a tal ritmo que la frecuencia de nuestros encuentros le impedía mantenerme al corriente de su producción, así que muy pronto empezó a hablar más que yo. Me contaba cómo veía la guerra, cómo veía al Partido, la situación en España y los caminos que podrían abrirse antes o después de la victoria aliada, que daba por descontada cuando nadie que yo conociera estaba aún seguro de ella. Si no tratábamos de cuestiones que tuvieran que ver directamente con la guerrilla, ni siquiera me hacía preguntas. Eso no significaba que no tuviera informadores. Los tenía, y los conocíamos, pero a mí nunca me obligó a opinar sobre la conducta o la actitud de mis camaradas, más allá de su nivel colectivo de moral, que era un tema que le obsesionaba. Yo se lo agradecí mientras le explicaba nuestra situación, hombres, armas, expectativas, y desmenuzaba en voz alta sus planes militares para que analizáramos juntos si eran viables, o no, y por qué.

Jesús Monzón era demasiado inteligente como para confundir la cosas, y la clase de lealtad que podía recibir de cada uno. Yo estaba seguro de que no era el único guerrillero al que había reclutado como asesor de aquella pintoresca manera, pero también de que sabría mantener una relación distinta, la que más le conviniera, con cada uno de nosotros. A mí me trató siempre como a un amigo, hasta el punto de que, durante todas las horas que pasamos juntos, hablando, en aquella casa, no llegó a pronunciar el nombre de Carmen de Pedro ni una docena de veces. Sin embargo, el día de la inauguración de la taberna, ella le mencionó inmediatamente.

—Galán, ¿verdad? —y me besó en las mejillas como una manera de distinguirme de los demás, a los que se había limitado a ofrecerles la mano—. Jesús me ha hablado mucho de ti. Tenía muchas ganas de conocerte.

—¿Cómo está? —le pregunté mientras la miraba, para ganar tiempo.

Tal vez Carmen de Pedro no fuera la última mujer de este mundo a la que yo habría podido imaginar en la cama de Monzón, pero se acercaba bastante a esa posición. No dejaba de ser lo que cualquier mujer española describiría como «una chica mona», aunque otra más fea me habría sorprendido menos que aquel pajarillo constipado, sin más carácter que su propia fragilidad y aquellos dientes tan menudos que enseñaba al sonreír. Yo sabía mejor que nadie que Jesús tenía buen gusto para las mujeres, y a primera vista, aquella tampoco parecía dotada de una inteligencia o unas capacidades extraordinarias, pero no tuve tiempo de detenerme en aquel misterio.

—Está bien, muy bien —su sonrisa se ensanchó para enseñarme que estar contenta la favorecía—. En Madrid, muy ilusionado, muy orgulloso de vosotros, de todo lo que habéis hecho, y lleno de ideas, de proyectos…

—Como siempre, entonces —yo también sonreí—. Dale recuerdos de mi parte. Dile que cuando entré en Toulouse, me acordé mucho de él.

—Sí, y espero contarle algo más, porque me ha pedido que hable contigo. ¿Puedo invitarte a comer un día de estos? —su tono, su expresión, aquella manera amistosa, casi cariñosa, de cogerme del brazo mientras hablaba, eran del más puro estilo Monzón—. Mañana mismo, si te viene bien.

Quedé con ella a la una y sólo después me acordé de que ya había quedado a la una y media con Sandrine en el hotel. Madame Mercier se había marchado y no tenía manera de encontrarla, pero no necesité pararme ni un segundo a escoger entre las dos, porque Carmen era Jesús, y Jesús, la última persona de este mundo a la que yo iba a dejar plantada.

A la mañana siguiente, dejé una nota para mi amante en la recepción del hotel, anunciándole que un asunto urgente me mantendría fuera de la ciudad durante un plazo que aún desconocía. Luego paré un taxi que me llevó a un barrio de las afueras, calles irregulares, flanqueadas por casas bajas, humildes, y aún más lejos, una antigua villa ajardinada, transformada en un hotel de pocas habitaciones. El restaurante también era pequeño. No tenía más que una docena de mesas de las que apenas la mitad estaban ocupadas por comensales que no tenían aspecto de entender el español.

—Jesús confía mucho en ti, Galán, más que en ninguno. Dice que eres el único que no le ha adulado nunca —Carmen sólo entró en materia después de servir el vino y alabar las especialidades de la carta, y eso volvió a recordarme a Monzón—. Por eso, le gustaría saber… —hizo una pausa destinada a aparentar que escogía las palabras que iba a pronunciar a continuación, pero no era tan buena como su amante, y sospeché que las había ensayado con mucho cuidado—. Él está convencido de que, a partir de ahora, cualquier estrategia debe ir encaminada a explotar las consecuencias de vuestra victoria aquí, en el sur de Francia. Y en el caso hipotético de que pudiéramos intentar alguna acción militar, al otro lado de los Pirineos, naturalmente, para tratar de volcar a los aliados a nuestro favor… ¿Con qué medios crees tú que podríamos contar?

Una semana más tarde, Angelita me llamó al hotel, a media mañana, para invitarme a comer al día siguiente. No puedes faltar, me dijo, porque voy a hacer arroz con chorizo, de ese de mi pueblo que te gusta tanto… Lo primero que pensé fue que Amparo y ella, al corriente ya del cansancio que me había alejado de Sandrine, habían decidido atacar. Estaba seguro de que en casa de Comprendes me esperaba alguna buena chica española, decente, soltera, trabajadora y comunista, con el lazo preparado, y estaba seguro de que no iba a gustarme tanto como el arroz de su mujer. El Zurdo, a quien me encontré por el camino con una bandeja de rusos igual que la mía entre las manos, me adivinó el pensamiento justo después de saludarme.

—En fin —porque él estaba tan soltero como yo—, espero que, por lo menos, no vuelvan a ser las primas del Botafumeiro.

El Bota, como le llamábamos para abreviar, tenía dos primas solteras, bastante guapas pero muy sosas, de las que Amparo opinaba que eran perfectas para nosotros dos, sin ir más lejos, pero ninguna de las dos estaba en casa de Comprendes aquel domingo. En su lugar encontramos al Pasiego y a Zafarraya, que nos contó que aquella comida la había organizado el Lobo, no Angelita, y que si no nos había citado en su casa, era porque Amparo se había negado a cerrar la taberna.

—Bueno, pues ya estamos todos, ¿no? —el Lobo miró a su alrededor y yo seguí su mirada con la mía—. El Sacristán lleva dos días sin pisar su habitación y no ha habido manera de encontrarle, que, por cierto, Román, a ese va a haber que meterle en cintura —el Pasiego le miró y se encogió de hombros en un movimiento que logró englobar dos preguntas, ¿por qué dices eso?, y ¿a mí qué me cuentas?, en una sola—, así que… ¡Ah, no! —después de corregirse sobre la marcha, se volvió hacia el Zurdo—. ¿Y el Cabrero?

—Vendrá luego, lo antes que pueda, a tomar café —hizo una pausa, para crear expectación—. Hoy le toca reparto.

—¿Reparto?

—Sí, de pescadillas —y él fue el primero en reírse—. El padre de su novia lo tiene como a un zángano, de aquí para allá, repartiendo pescado por los restaurantes con la furgoneta…

—Entonces le esperamos, ¿no? —el Lobo no quiso ser más explícito, pero yo ya había calculado que los invitados a aquella comida éramos los ocho de Bagnéres, y me estaba preguntando por qué—. Y mientras tanto, comemos, no vaya a ser que se pase el arroz y Angelita se acabe enfadando conmigo…

—¿Qué pasa? —Zafarraya, porque aquel día ni siquiera él sabía de antemano sus planes, le miró mientras la dueña de la casa empezaba a servir la comida—. ¿Nos vas a contar algo que nos va a quitar el apetito?

—Es posible —él le devolvió la mirada, miró después a su plato, e insinuó una sonrisa sin más destinatario que él mismo—. Casi seguro, diría yo.

No se movió de ahí hasta que el Cabrero apareció con medio kilo de rusos de la Pátisserie du Capitole envueltos en un papel arrugado y sucio.

—Hombre, mira quién está aquí —celebró el Zurdo—, el Pescadilla…

—Tienes la gracia en los cojones, ¿sabes, Antoñito? —y sólo después depositó el paquete en las manos de nuestro anfitrión—. Lo siento, Sebas, pero como no he sabido explicarle a Sole lo que eran, los ha puesto encima de una caja de salmonetes, así que no sé a qué sabrán.

—Da igual, ¿comprendes? —y señaló las dos bandejas que ya estaban dispuestas sobre la mesa—. Será por rusos…

—De todas formas, yo que tú no me empacharía precisamente hoy, Comprendes —en aquel instante, todos detectamos que, aunque estuviera bromeando, la voz del Lobo había cambiado—. Quién sabe si, dentro de poco, podrás volver a comprarlos en la pastelería esa… ¿Cómo se llama, Cannes?

—No, Niza, ¿comprendes? —él le corrigió con un hilo de voz, los ojos como platos.

—Eso, Niza… —pero hizo otra pausa, para hacernos sufrir un poco más—. Porque lo que quería contaros es que… Volvemos a España. Vamos a invadir.

El primero en reaccionar fue el Zurdo, que empezó a darle puñetazos a la mesa con las dos manos a la vez, mientras asentía con la cabeza y gritaba ¡sí, sí, sí! Yo me levanté como si un muelle me hubiera expulsado de la silla y, antes de abrazar a Comprendes, vi que Zafarraya se había tirado al suelo y que el Cabrero, a su lado, le sacudía como si pretendiera levantarle para sacarlo a hombros. Si el Lobo nos hubiera contado que nos había tocado la lotería, no lo habríamos celebrado tanto, risas, gritos, abrazos repetidos una y otra vez, mientras el Pasiego, el más taciturno de todos nosotros, el único que nunca hablaba por hablar, escupía palabras como una ametralladora, fascistas, cabrones, hijos de puta, chulos de mierda, os vais a enterar… Cuando sonó el timbre y Angelita pasó por delante de mí para ir a abrir la puerta, y me di cuenta de que ella era la única que no estaba contenta.

—Ahora sí que estamos todos, ¿comprendes? —su marido fue el último en abrazar al Sacristán, que se echó a reír a carcajadas, se pegó a la pared que tenía más a mano, y estrelló las palmas contra ella una y otra vez, para volverse loco a su manera—. Bájate a la taberna, Angelita, y pídele a Amparo una botella de coñac… O dos, que tenemos que brindar, ¿comprendes?

—Baja tú —le contestó ella muy enfurruñada, cruzando los brazos y apoyándolos en su tripa como si fuera la barandilla de un balcón.

—Bueno, pues bajo yo, ¿comprendes? Pero antes dime qué te pasa —se acercó a ella e intentó abrazarla, pero Angelita desarboló el intento de dos manotazos—. No entiendo por qué estás enfadada…

—¿No lo entiendes? Míralos, Sebastián —y nos señaló con un movimiento de la mano—, y mírate tú, anda. Cualquiera que os viera pensaría que acabáis de quedar para ir de putas, y no es eso, ¿sabes? No es eso. Tú no te vas a España, Sebas. Tú te vas a la guerra, otra vez a la guerra. Acabas de volver y te vas otra vez, ahora que estamos tan bien, los dos juntos, en nuestra casa, tan contentos, ahora te vuelves a ir y yo me quedo aquí sola, con mi barriga y un negocio recién abierto, a pensar todo el tiempo en si estarás vivo o estarás muerto, si te han pegado un tiro ya o si te lo van a pegar dentro de un rato, otra vez lo mismo, la misma pesadilla que no se termina nunca… —su voz empezó a ahogarse en un llanto que cayó sobre nuestro ánimo como una tormenta de granizo en una mañana de primavera—. Y lo peor es que ni siquiera voy a pedirte que te quedes. Lo peor es que no puedo pedírtelo… Tú te vas, y yo lo entiendo, pero no quiero que te vayas, ¿me oyes? No quiero.

—Por fin, un poco de sensatez —sentenció el Lobo, y nos fue mirando, uno por uno, para calibrar los efectos de aquel discurso—. Sacristán, baja tú a por el coñac, que te lo tienes bien empleado, por tardón.

—No, no, si ya voy yo —Angelita se desembarazó del abrazo de Comprendes, se limpió la cara con las manos y cruzó la habitación tan deprisa como si estuviera deseando llegar a la escalera para echarse a llorar otra vez.

—Bueno, pues ahora, si me dejáis, os voy a contar cómo están las cosas… —nuestro jefe encendió un cigarrillo, y no quiso continuar hasta que todos estuvimos sentados a su alrededor, escuchándole como un grupo de alumnos aplicados—. Antes de ayer, Carmen me convocó a una reunión en la sede del Partido. No me explicó los motivos ni quién más iba a ir, pero cuando llegué, me di cuenta de que todos éramos mandos militares. Bueno, todos no. Con ella, escoltándola como si necesitara guardaespaldas, estaban Flores, Pacheco, y un par de civiles más a los que no conocía, gente de Monzón…

Hizo una pausa para mirarme y yo le sostuve la mirada con naturalidad, porque entre nosotros nunca había habido malentendidos. Yo era amigo de Jesús y todos lo sabían. Mis encuentros con él no habrían tenido sentido si yo no les hubiera ido contando a ellos lo que él me iba contando a mí. Eso formaba parte de mi misión y nunca les había ocultado nada, excepto el postre que a veces llegaba después del postre, y que no era asunto suyo. Sin embargo, yo no formaba parte de «la gente de Monzón», el aparato que controlaba el Partido en su nombre, y eso también lo sabían.

—El plan militar es impecable —reconoció el Lobo, mirándome todavía—. Si se ejecuta bien, lo más fácil es que tenga éxito. Contamos, como mínimo, con veintiún mil hombres bien armados, preparados y dispuestos a pasar la frontera sin vacilar. Dejaremos trece mil en la reserva. Del resto, cuatro mil entrarán en grupos pequeños al principio, después más grandes, por todos los puntos de la frontera, desde Irún hasta Puigcerdá, pero fundamentalmente por el Pirineo aragonés. Se pondrán en marcha a finales de este mismo mes y seguirán pasando de la misma manera dispersa, como con cuentagotas, hasta el 20 de octubre —hizo una pausa abrupta, destinada a medir nuestra atención.

—Para distraerlos —apuntó Zafarraya.

—Efectivamente —asintió el Lobo—. Se trata de que no sepan ni cuántos vamos a ser ni por dónde vamos a atacar, para que no puedan concentrar tropas en ningún lugar concreto. El 19 de octubre, los otros cuatro mil entrarán en bloque por Caneján para invadir el valle de Arán, el más conveniente, porque está mejor comunicado con Francia que con el resto de España y es muy fácil de defender. El túnel todavía está en obras. Ya han abierto un agujero suficiente para que pasen hombres de uno en uno, pero lo vamos a tomar igual, para no correr riesgos. Aparte de eso, las órdenes consisten en ocupar el valle, conquistar Viella, y establecer un territorio liberado, igual que hicimos aquí antes de que los nazis se rindieran. El mando ha dividido Arán en tres sectores. Yo mando uno y vosotros, a ver qué remedio —por fin sonrió—, sois mi estado mayor.

—Nosotros ocho —resumí yo, él asintió—. ¿Alguien más?

—De momento, Botafumeiro, Perdigón, Tijeras y el Afilador —siguió hablando sobre un murmullo de satisfacción, porque ninguno de aquellos cuatro había luchado con nosotros en Haute Garonne, pero eran amigos, camaradas, y de fiar—. Entraremos como el ejército de la Unión Nacional Española. Parece que don Juan, Negrín, naturalmente, y el general Riquelme están dispuestos a presidir un gobierno republicano en Viella. Y después, ya sabéis, a cruzar los dedos y a rezarle novenas al ejército aliado, aunque tengo que reconocer que eso también está bien pensado. Si todo sale bien, los aliados no deberían tolerar otro frente abierto en Europa Occidental mientras Hitler resiste en Berlín. Por supuesto, contamos con la solidaridad de los camaradas franceses, que están dispuestos a presionar a su gobierno, a cubrirnos la retaguardia y hasta a entrar detrás de nosotros, si hace falta. Y es mal momento para que los británicos vuelvan a pararles los pies, así que…

—¿Entonces, qué pasa? —preguntó el Pasiego, porque a aquellas alturas ya era evidente que la cabeza del Lobo iba por un lado y sus palabras por otro.

—No sé —respondió, y cuando parecía que iba a añadir algo más, se limitó a repetirlo—. No lo sé.

—¿Qué es lo que no te gusta? —insistí yo—. Vamos, Lobo, échalo ya…

—Sí, porque, desde luego, el plan es cojonudo, ¿comprendes?

—Cojonudo, eso es verdad —se frotó la cara con las manos y tomó impulso—. Es cojonudo, pero no tiene padre ni madre. No sé de quién es. No sé quién está detrás de esto, nadie sabe una palabra, ni siquiera López Tovar, y eso que va a ser el comandante en jefe. Esta es una operación política, eso es lo primero que no me gusta, o mejor dicho… —volvió a mirarnos, a pasear sus ojos por nuestras caras, una por una—. Va a ser una operación militar, porque los que vamos a entrar somos nosotros, nosotros somos los que vamos a arriesgar, los que vamos a jugarnos la vida y las vidas de nuestros hombres, ¿no? —y uno por uno, fuimos asintiendo con la cabeza—. Bueno, pues no hemos podido opinar. No nos han dejado decidir ni siquiera la fecha. Todo, hasta los mapas, estaba hecho ya, las fases establecidas de antemano, los objetivos asignados, las brigadas desplegadas. Hasta los pueblos donde se van a situar los puestos de mando estaban escogidos. ¿Por qué? ¿Por quién? Por alguien que sabe lo que hace, no digo que no, pero el caso es que allí no se levantó nadie para responsabilizarse de esta campaña. Nadie dio explicaciones, nadie pidió opiniones, sólo habló Carmen, habló, y habló, y habló sin parar, pero tampoco dijo nada por sí misma. Jesús dice esto, Jesús dice lo otro, Jesús ha pensado, Jesús, Jesús, Jesús… Lo dijo tantas veces que alguien, y creo que fue Pinocho pero podría haber sido yo, porque estaba pensando lo mismo, preguntó por qué el Partido no había enviado a nadie para respaldar una operación de tanta envergadura, y en ese momento, se puso a la defensiva. La delegada del Buró Político en Francia soy yo, ya lo sabes… Tampoco digo que eso no sea verdad. Es verdad que Moscú está muy lejos, que en medio está Alemania, la guerra, que nadie lograría cruzar Europa y llegar vivo hasta aquí, sí, pero de todas maneras, en junio mandaron a Zoroa desde América sólo para que echara un vistazo, ¿no?, y que ahora no hayan mandado a nadie…

En aquella época, tampoco sabíamos nada de Agustín Zoroa, excepto que vivía en México hasta que el Comité Central lo mandó a España para que le pusiera al corriente de lo que había sucedido durante su ausencia. En otras circunstancias habríamos sospechado que esa inquietud no armonizaba demasiado bien con la permanencia de Carmen en el puesto al que la había encaramado el Buró Político, pero en aquel momento no le dimos importancia. La guerra había aislado de tal manera a la dirección del Partido de la situación de Europa Occidental, que nos habría sorprendido más que perseveraran en su cómoda indolencia, sin aprovechar la primera ocasión para enviar a nadie. Y lo que se hubiera encontrado Zoroa en Madrid, pensábamos todos nosotros, no era ni más ni menos que lo que se merecía, después de llevar cinco años tocándose los huevos y tomando el sol. El que se fue a Sevilla, perdió su silla. Los que se fueron a Moscú, o a América del Sur, ya no digamos. Monzón se había ganado a pulso el poder, y el respeto de los que habíamos trabajado con él, que éramos, precisamente, los que habíamos acabado con los nazis en el sur de Francia. Los mismos a quienes, más precisamente todavía, nos la sudaba que lo hubieran elegido o no en un congreso.

—Esto es muy gordo, supongo que os dais cuenta —y sin embargo, aquel día el Lobo logró contagiarnos su preocupación—. Es muy gordo hasta si sale mal, y si sale bien, ya no digamos. Y tengo la impresión, y es sólo una impresión, pero me molesta, de que nosotros sólo somos los peones que Monzón mueve encima del tablero. No me atrevo a decir que en Moscú, en Buenos Aires, no saben nada, pero si me obligaran a apostar…

—Si tenemos éxito —el Pasiego completó en voz alta el razonamiento que nuestro jefe no se había atrevido a rematar—, cuando los aliados invadan, su interlocutor político será Monzón, la Unión Nacional, ¿no?, que es Monzón. Él asumirá el poder, y no sólo en el Partido, sino en España entera, el poder con mayúscula. Le cederá a Negrín la presidencia de la República, supongo, y formará un gobierno de concentración nacional, con socialistas, con anarquistas, con republicanos, con liberales incluso, hasta que se puedan convocar elecciones, hasta que pueda ganarlas…

—Bueno, ¿y qué? —pregunté yo entonces, porque había pensado lo mismo que él, pero más deprisa—. Siempre hemos sido los peones de alguien, en España y en Francia. Se supone que eso es lo que nos distingue de los fascistas, que no tomamos el poder para quedárnoslo, sino para devolvérselo a los civiles. ¿O qué hemos hecho aquí, si no?

—Eso es verdad —me contestó el Pasiego—. Tienes tanta razón, que te voy a decir otra cosa. El día que Monzón asuma el poder, yo seré muy feliz. Y a la mañana siguiente, me quitaré el uniforme, lo tiraré a la basura y me volveré a Santander, a dar clases de latín. Y si hay que hacer la revolución, que se apunten los que se han quedado en casa, que yo, para ser profesor de instituto, ya llevo más de ocho años sin hacer otra cosa que pegar tiros.

—Yo también seré feliz —añadió el Lobo, mirándome a los ojos—, y supongo que también volveré a dar clase, aunque a lo mejor me apunto a la revolución, eso sí… —sonrió al Pasiego, y recibió una sonrisa a cambio antes de volver a mirarme—. Yo no soy amigo de Jesús, Galán, pero le respeto más que a nadie, ya lo sabes. En las cosas importantes, siempre he estado de acuerdo con él. Sin embargo… Hay otra cosa.

Esa cosa fue la que me envenenó después, porque el Lobo, y el Pasiego, y por supuesto Comprendes, eran más amigos míos, más íntimos, más imprescindibles que Jesús. Pero tenía tantas ganas de que aquello saliera bien, que les llevé la contraria con el mismo ardor que había puesto Carmen en negar la evidencia, la misma convicción con la que ella había sostenido dos días antes que el descontento se respiraba en las calles de todas las ciudades, que los desórdenes eran constantes, que las mujeres se amotinaban en los mercados ante la carestía y la escasez de los alimentos, que los franquistas estaban muy desmoralizados por la inminente derrota del Eje, que la policía no cargaba contra los manifestantes, que en las fábricas y en los talleres, en los comercios y en las oficinas, todo estaba a punto para convocar la huelga general que nos daría la bienvenida. ¿Y por qué no sabemos eso?, me preguntaron ellos. Estando tan cerca como estamos, teniendo allí amigos, familia, recibiendo cada dos por tres a refugiados que acaban de cruzar la frontera… ¿Cómo es que no tenemos ni idea, por qué no dicen ni una palabra los periódicos de aquí, por qué nadie nos lo ha contado hasta ahora? Yo no tenía respuesta para esas preguntas, pero confiaba en Jesús. Él está en Madrid, les dije, él sabrá, tendrá datos, la información que nos falta…

—Un momento, por favor, que me he perdido —cuando aquella discusión iba ya por la segunda o la tercera vuelta, el Sacristán pidió la palabra levantando a la vez las dos manos en el aire—. No sé si estoy entendiendo bien. ¿Vamos a ir o no vamos a ir?

—Por supuesto que vamos a ir —le contestó el Lobo.

—Pues entonces, no sé de qué estamos hablando.

Ese fue el criterio que prevaleció sobre todos los recelos, todas las dudas, a medida que se iba acercando la fecha de la invasión. Vamos a ir, vamos a dar leña, y luego, ya veremos. Mientras tanto, yo quedé una tarde con el Lobo, a solas, y le conté mi entrevista con Carmen en aquel restaurante pequeño y exquisito de las afueras. Ya lo sabía, me dijo sonriendo, porque tenía apuntado en un papel hasta el último gramo de dinamita que hay en el granero de Fermín, y los demás ni siquiera la habían tenido en cuenta… Eso sólo se te podía haber ocurrido a ti.

El comienzo de la operación se fijó para el amanecer del 19 de octubre. Dos días antes, al llegar a Tarbes, donde nos concentramos los cuatro mil que íbamos a entrar por Arán, sufrí mi primera herida. Y fue grave.

—¿Y el Gitano? —le pregunté al Lobo—. No le veo por ninguna parte.

—No viene —me contestó, con una expresión que no fui capaz de interpretar.

—¿Cómo que no viene?

—Con nosotros, no.

El Gitano, al que llamábamos así porque tenía la piel muy oscura, aunque era payo, y de Tordesillas, había sido el comisario político del Lobo desde el verano del 36. No se había separado de él, ni de Zafarraya, hasta que cruzaron la frontera, y así, siempre juntos, les habíamos conocido Comprendes y yo en Argelés. Si el Gitano no estuvo luego con nosotros en el aserradero, fue porque le mandaron a trabajar a una fábrica de armamento en la Francia ocupada, se fugó, lo cogieron y lo encerraron en Le Vernet. Yo siempre había dado por descontado que él sería el comisario jefe de nuestro sector. El Lobo no había tenido tiempo ni de suponerlo, porque cuando se despidió de Carmen, en la primera reunión de Toulouse, ella le anunció ya que Flores sería su comisario, y cuando intentó protestar, le dijo que no estaba dispuesta a poner en riesgo la operación por los caprichos de unos y de otros.

—¡No me jodas! —le pedí en voz alta cuando me enteré.

Para empezar, Flores, cuyo verdadero nombre ignorábamos, ni siquiera era militar. Que fuera civil no habría resultado demasiado grave si no hubiese sido además un sujeto turbio, desagradable, de quien nadie sabía a ciencia cierta qué papel había desempeñado en nuestra guerra, y con quien tampoco nadie se había encontrado jamás en un campo de prisioneros, condición sospechosa donde las hubiera cuando, como en su caso, no era fácil de explicar. Pero lo peor era que le conocíamos. Mucho antes de escuchar los rumores que le señalaban como el hombre que le hacía los trabajos sucios a Monzón, ya estábamos seguros de que Flores, que aparecía por la granja Perrier de vez en cuando, sin avisar a Angelita y sin dar explicaciones, había sido su informador en nuestro sector. Hasta si nadie hubiera sospechado eso de él, habría seguido siendo exactamente el tipo de hombre en quien ningún guerrillero se atrevería a confiar, y en un cuartel, entre nosotros, más un espía que otra cosa.

—¿Me entiendes ahora? —me preguntó el Lobo—. Pero no se lo cuentes a nadie. Total, nos faltan dos días… —miró el reloj—. Uno y medio.

¿Vamos a ir o no vamos a ir?, recordé entonces. Estamos yendo, así que ahora no podemos pensar en esto. El Lobo me dio una palmada en la espalda, y no volvimos a hablar del tema. En la madrugada del 19 de octubre de 1944, nos pusimos en marcha a la hora prevista y, con la misma puntualidad, cruzamos la frontera y entramos en España.

A las nueve menos cuarto, Romesco vino corriendo para decirme que el coronel me estaba esperando en lo alto de la cuesta. Cuando llegué allí y me explicó por qué me había llamado, me volví hacia Comprendes, al que acababa de pedirle que se quedara a esperar a un grupo que se había rezagado.

—¡Comprendes!

—¡Mande!

—¡Sube!

—¿Ahora? —y me obedeció refunfuñando—. A ver si nos aclaramos ¿comprendes? Ahora quédate aquí, ahora sube, ahora baja…

Cuando llegó a mi lado, el Lobo ya había empezado a bajar la cuesta.

—¿Qué pasa? —me preguntó, y yo le pasé el brazo derecho por los hombros mientras señalaba a los que iban por delante.

—Nada. Pero si echas a andar por donde van esos, ¿los ves?, y sigues adelante, llegas andando a Vicálvaro.

—¿Estamos en España?

—Sí.

Nos quedamos allí, juntos, solos, sin hablar, sin mirarnos, quietos como dos estatuas con la vista fija en el horizonte, hasta que pasó el último de nuestros hombres. Después, Comprendes rompió el hechizo en el que nos habíamos quedado atrapados. Cuando su codo izquierdo rozó mi brazo derecho, le miré, y vi que se estaba levantando las gafas para limpiarse los ojos con los dedos.

—¡Joder! —me dijo, meneando la cabeza como si no pudiera creérselo—. Me he emocionado y todo, ¿comprendes?

* * *

Cuando me di cuenta de que tenía en la mano una pistola cargada, sentí por un instante que todo se paraba, el tiempo, mi vida, Adela y su doncella, que sin embargo seguían moviéndose alrededor de las maletas abiertas sobre la cama como si aún no hubieran encontrado ningún motivo para detenerse. Aunque sabía disparar, ni había llevado nunca armas ni estaba acostumbrada a manejarlas, pero lo que sentí no tenía nada que ver con el peligro o el nerviosismo. Todo lo contrario. Durante un segundo de paz irreal, desgajado de mí y de cuanto me rodeaba, cada uno de mis músculos se relajó por completo para recuperar la tensión de inmediato y sin esfuerzo, como le habría ocurrido a un náufrago que, sólo después de ganar a nado una playa desierta, hubiera advertido de pronto, al borde del desfallecimiento, el territorio inhóspito, hostil, donde se había quedado atrapado. Entonces, al recobrar la conciencia y el control de mi cuerpo en un instante, tan deprisa como los había perdido antes, miré hacia delante y vi a mi cuñada despeinada, de rodillas sobre la cama, resoplando mientras hacía presión con las dos manos sobre la tapa de una maleta que Cristina no lograba cerrar. Aquella escena inocente, graciosa, casi cómica, terminó de devolverme a una realidad donde cada cosa tenía su precio, e instaló en mi ánimo un tierno brote de arrepentimiento que, lejos de desanimarme, me afirmó en mi determinación de escapar lo antes posible.

Yo quería mucho a esa mujer que estaba diciendo jopé, por no decir joder, mientras se sentaba sobre la maleta, pero era mi libertad contra su decepción. Yo la quería de verdad, la quería tanto que me dolía el corazón sólo de pensar que, al día siguiente, me consideraría quizás una traidora, una ingrata egoísta y desaprensiva, pero mi gran oportunidad había llegado y no podía dejarla pasar. Adela me miró, frunció las cejas al comprobar que no había devuelto el arma a la mesilla, pero yo estaba a punto de jugármelo todo, mi vida, mi futuro, la posibilidad de volver a ser yo misma, y ella, como mucho, se iba a llevar un disgusto. Eso procuré pensar mientras empuñaba la pistola, colocaba el dedo en el gatillo y levantaba el brazo, recto, en el aire.

—Lo siento mucho, Adela —pero mientras la apuntaba, le confesé lo que me estaba pasando por dentro, y fui sincera—. Daría cualquier cosa, lo que fuera, por no tener que hacer esto. De verdad que lo siento muchísimo.

—Inés, suelta eso, por Dios… —ella, repentinamente pálida, se levantó y vino hacia mí con los brazos estirados, las manos abiertas, un conmovedor gesto de incomprensión pintado en la cara—. No hagas tonterías, anda.

—No te acerques, Adela, por favor, vuelve a la cama.

No me hizo caso. No podía hacerme caso porque aún no había entendido lo que estaba pasando, por qué tenía yo su pistola en la mano, por qué la estaba dirigiendo hacia ella, por qué parecía dispuesta a tratarla como a una rehén, a una prisionera, si era mi amiga, la única que estaba de mi parte.

—Pero ¿qué haces…? ¿Qué pasa, qué…?

—Adela, por lo que más quieras, estate quieta.

Cuando la vi avanzar un paso más, levanté la pistola y disparé al techo. Habría preferido no hacerlo, pero no tenía otra opción para lograr que me obedeciera, por su bien, y sobre todo, por el mío. Yo sabía que era incapaz de hacerle daño, de disparar al techo sí, de disparar al aire, pero sobre ella nunca. Antes habría vuelto el cañón de la pistola hacia mí, y lo último que quería era matarme, abandonar justo en aquel momento, cuando me quedaba tanto por ver, tanto por vivir. Tenía que ser capaz de salir de aquella habitación sin hacerle daño a nadie o me quedaría allí para siempre y no quería, no me lo merecía. Por eso disparé, y el disparo resonó como un cañonazo en la casa desierta, mientras una polvareda de escayola blanca caía sobre mí como la nieve trucada sobre el escenario de un teatro.

—Siéntate, Adela, por favor —pero yo no era una actriz, ni estaba representando un papel.

Ella me miró, cerró los ojos, movió la cabeza como si quisiera borrarme para siempre de su memoria, y se derrumbó en una silla con una actitud tan dolorida que de nuevo tuvo la virtud de acelerar mis movimientos.

—Ata a la señora a la silla con el cinturón de la bata, Cristina, ese azul. Átala bien, pero no le hagas daño —la doncella, aterrada, sí me obedeció a la primera—. Lo siento mucho, Adela, te lo juro, lo siento muchísimo. Que te haya tocado a ti, que has sido mi única amiga, la única persona buena y cariñosa que he encontrado en esta casa, la única compañía que he tenido en tanto tiempo… Que tenga que hacerte esto a ti, precisamente a ti, queriéndote como te quiero… ¡Qué mala suerte!

—¿Pero qué vas a hacer, Inés? —intentó echarse hacia delante, pero ya no podía moverse—. ¿Qué locura…?

—Esto no es un temporal, Adela, y tú lo sabes. Son los míos, y han venido a salvarme, como en los cuentos —a pesar de todo, mis labios se curvaron solos en una sonrisa automática, casi infantil—. Y no es sólo un príncipe azul, no. Son ocho mil, acaban de cruzar la frontera, y yo nunca podré olvidar lo que has hecho por mí, Adela, nunca podré pagártelo, pero ahora me voy con ellos, tengo que irme con ellos —y ya no pude seguir mirándola—. Intenta comprenderme, por favor, ya sé que es difícil, que tú no te mereces esto, pero es que yo no tengo otra salida, no puedo quedarme aquí, arriesgarme a volver a la cárcel, a que tu marido me encierre en un psiquiátrico, a acabar… —pero ni siquiera en aquel momento tuve fuerzas para hablarle de Garrido— de mala manera, ahora que ellos están tan cerca.

Ella tampoco quiso contestarme mientras me veía mover la pistola en el aire para señalarle a Cristina otra silla, en la que corrió a sentarse. Después de atar a la doncella con el cinturón de un abrigo, comprobé las ataduras de mi cuñada y las amordacé con dos pañuelos.

—¿Te duele? —Adela levantó la cabeza hacia mí y negó lentamente, con los ojos llenos de lágrimas—. Perdóname, por favor, perdóname, yo… Es que no puedo hacer otra cosa, lo entiendes ¿verdad? —y la besé en la cara y en la cabeza, muchas veces, para no correr el riesgo de verla negar otra vez.

Luego les di la espalda y respiré hondo hasta que mis manos dejaron de temblar. Lo peor ya ha pasado, me dije, y aseguré la pistola para encajármela en la cintura de la falda antes de ir a buscar el dinero. Ricardo le había dejado a su mujer algo más de tres mil quinientas pesetas, un botín insignificante en comparación con el que me había llevado una vez, pero que no dejaba de ser valioso en mis circunstancias. Sin embargo, antes de metérmelo en el bolsillo, cogí la libreta y la estilográfica que estaban al lado del teléfono, y me fui con ellas hasta el tocador, porque no quería que Adela me tomara por una vulgar ladrona.

—Voy a llevarme el dinero también, pero no te preocupes, que te voy a hacer un vale.

Empecé a escribir con letra clara y mucho ímpetu, Pont de Suert, 20 de octubre de 1944. Vale por tres mil seiscientas noventa y dos —3692— pesetas, requisadas por… Al llegar ahí me di cuenta de que no sabía por dónde seguir.

—Bueno, mira… —así que, al final, escribí mi nombre y mis dos apellidos—, lo voy a firmar yo en nombre de la Unión Nacional Española, porque ahora, como se ha muerto Azaña, no sé cómo se organizará esto hasta que vuelva a haber elecciones, pero da igual. El dinero no es para mí. Yo se lo entregaré al mando militar, le pediré otro vale a cambio, y cuando volvamos a vernos, en Madrid o donde sea, te lo devolveré todo —entonces me levanté y miré a mi cuñada despacio, por última vez—. Y no te preocupes, Adela, porque, pase lo que pase, a ti nadie te va a hacer daño. Ni a ti, ni a los niños. Te lo prometo.

Antes de salir, miré el reloj. Faltaban unos minutos para que dieran las nueve de la mañana, pero me esperaba un día muy largo, y por mucho que me doliera Adela atada y amordazada, no podía perder ni un minuto más en aquella habitación. Cogí una sombrerera que estaba abierta y vacía sobre una butaca, porque al verla se me ocurrió que me vendría bien para transportar las rosquillas, y sólo en la puerta volví a hablar.

—No tengáis miedo, porque no os va a pasar nada. Voy a dejar la casa abierta. Por la tarde, cuando vengan a buscaros, os encontrarán.

El día que salí de la cárcel de Ventas, una mujer desconocida me esperaba en el vestíbulo, de espaldas al violento resplandor del sol de junio. A pesar del contraluz, me extrañaron sus tacones, la falda ceñida a sus caderas y, sobre todo, aquel tupé tan exagerado, característico del peinado que se había puesto de moda entre las mujeres de los vencedores. «Arriba España», llamaban a aquel enorme rulo de pelo que desafiaba a la gravedad, trepando varios centímetros sobre sí mismo, para despejar la frente y alargar la estatura de la interesada sólo a costa de deformar su perfil, un precio que sólo podían permitirse las auténticas bellezas. A ella, que tenía la cara muy redonda, y mofletes musculosos, de campesina, no le sentaba demasiado bien, pero eso no me llamó tanto la atención como el peinado en sí mismo, un capricho demasiado caro para una simple funcionaría de prisiones. Porque ni siquiera después de apreciarlo, se me ocurrió que aquella mujer pudiera ser otra cosa.

—Dame un beso, compañera —cuando me despedí de Virtudes, tampoco sabía que nunca volvería a verla—, y prométeme que te vas a cuidar mucho.

—¡Inés Ruiz Maldonado! —pero aquella celadora, aunque muy aficionada a gritar, no era una mala mujer—. No puedo estar esperándola toda la mañana.

—Te mandaré vendas nuevas, y pomadas para la sarna —por eso la dejé gritar un poco más, mientras seguía abrazada a mi amiga—. Teresita se ha comprometido a curarte. Recuérdale que lo más importante es que tengas la piel seca, y…

—No te preocupes tanto por mí, y cuídate tú, Inés. Dame otro beso.

—¡Inés Ruiz Maldonado!

Besé a Virtudes por última vez, y al levantarme, seguí besando a todas las que pude, tocando con mis manos todas las manos que me tocaban, intentando llegar con la punta de los dedos a los dedos tendidos hacia mí, adiós, Faustina, adiós, María, adiós, Enriqueta, adiós, Dolores, adiós, Teresita, adiós, cariño, y que se te ponga bueno el niño, no sé adónde me llevan, pero si puedo mandarte algo, te prometo que lo haré, adiós, adiós, y despedidme de las demás, de Mercedes, de Pili, y de las Pepas, sobre todo de las Pepas, dadles ánimos y besos de mi parte, adiós, adiós, suerte, y adiós a todas… Salí de aquella celda llorando, de mi baldosa y media de suelo para dormir encogida llorando, de aquellas cuatro paredes abarrotadas de mujeres hambrientas llorando, llorando de emoción y llorando de pena, por mí, por ellas, por sus hijos y por los que yo quizás nunca tendría, por el tiempo que pasaría hasta que pudiera volver a verlas, y por las que nunca volvería a ver. Me esperaban veintiocho de los treinta años de condena por los que me habían conmutado la pena de muerte, y aún no había cumplido veinticinco. Me esperaba también, en la puerta de la cárcel, una mujer a la que no conocía.

—¡Inés! —cuando me abrió los brazos y pegó su cabeza a la mía para besarme en las mejillas, cerré los ojos para apreciar mejor el aroma de su perfume, y sentí que me alimentaba más que el desayuno de aquella mañana—. Soy tu cuñada Adela, la mujer de Ricardo. Tenía muchas ganas de conocerte.

Mientras intentaba comprender el sentido de aquellas palabras, la funcionaría que la esperaba con un impreso entre las manos carraspeó, y Adela se puso tan nerviosa como una niña a la que regañara su profesora. Después de firmarlo, me miró, me sonrió, y me cogió del brazo como si fuéramos a salir juntas de compras, o a dar un paseo.

Caminamos unos pasos sin hablar ni mirar hacia atrás, y tuve la impresión de que el edificio que estábamos abandonando le daba más miedo que a mí, pero cuando pude verla a la luz del día, su peinado volvió a acaparar toda mi atención. Acababa de salir de la peluquería, y su pelo brillante, sedoso, cuidadosamente teñido de rubio platino, atrapó mi mirada con la insistencia de una alucinación, el fragmento de un sueño impreciso, dividido entre el anhelo y la pesadilla, el vestigio de un mundo perdido y hasta un indicio de irrealidad. Sentí un deseo infantil, repentino, de tocar ese pelo brillante e imposible que parecía salido de una película, de un cuadro, de una fotografía extranjera, pero no lo hice. Antes de que pudiera fijarme en la oscuridad de las cejas que desmentían tanta blancura, mi cuñada abrió el bolso y sacó un cigarrillo.

—Bueno, pues ya pasó… —murmuró para sí misma, en el mismo tono en el que consolaría a un niño asustado, antes de inspirar el humo con una fruición que fulminó en un instante mi interés por su peinado.

—¿Me das uno? —si hubiera hecho falta, se lo habría pedido de rodillas, y ella se dio cuenta.

—Claro —porque me lo ofreció con una rapidez proporcionada a mi ansiedad—. Nunca fumo en la calle, no creas, y Ricardo quiere que lo deje, pero…

Al expulsar la primera bocanada, sonreí, y sólo después comprendí que estaba tragando, más que humo, el aire de la calle. Mi sonrisa se ensanchó, pero ella siguió mirándome con un gesto de disgusto que no pude interpretar.