Desde el otoño de 1942, Ricardo sólo dormía en aquella casa los fines de semana, y algún día suelto en el que sus viajes por la provincia terminaban en algún punto más cercano a Pont de Suert que a la capital. Cuando eso ocurría, siempre llamaba por teléfono para avisar, y yo me enteraba antes de que Adela viniera a contármelo, sólo con mirarla a la cara. Entonces, mientras sus ojos resplandecían, renunciaba de antemano a la pequeña aventura de otras noches en las que me quedaba leyendo en mi habitación hasta que lograba aburrirme del silencio de una casa dormida. Después, bajaba las escaleras de madrugada, entraba en la biblioteca sin hacer ruido, encendía la radio a oscuras, y movía la rueda muy despacio hasta encontrar una voz, aquí, Radio España Independiente, estación pirenaica, la única radio sin censura de Franco, que me calentaba el corazón y me devolvía a una felicidad muy próxima en el tiempo, tan remota sin embargo en mi memoria como si nunca la hubiera conocido. Aquella voz era ya lo único que tenía, lo único que me quedaba del destino que había escogido, el mundo al que había querido pertenecer, y no era mucho, pero mi vida, que había llegado a ser muy grande, se había vuelto tan pequeña de repente que esa sola voz bastaba para envolverla, para acunarla entre los brazos de una esperanza tibia y benéfica, para hacerme compañía en la implacable soledad de mis prisiones. Eran sólo palabras, pero yo no necesitaba nada tanto como escucharlas.
Esas noches, Adela solía tomar un somnífero para no desvelarse pensando en los motivos que retenían a su marido en la capital, más allá de su bien, del bien de los niños, y del placer de sus amigos, a quienes invitaba casi todos los fines de semana a cazar y a pasear a caballo cuando hacía buen tiempo. Por eso, y porque la Pirenaica aún era una novedad que absorbía por completo mi atención, aquella noche no la oí entrar. Aún me estaba preguntando cómo habría podido yo encender la luz sin tocar nada, cuando volví la cabeza para encontrármela de pie delante de la puerta, en camisón y descalza, igual que yo, con los brazos cruzados debajo del pecho y, en su rostro, una expresión de perplejidad más intensa que la habitual.
—No lo entiendo, Inés. De verdad que no lo entiendo.
Adela era muy buena, pero muy simple. Su bondad no sólo no era consecuencia de su inocencia sino, al contrario, el fruto de un constante ejercicio de voluntad que se imponía sobre sus limitaciones para comprender el mundo. Para ella, que estaba convencida de que había gente buena y gente mala, igual que hay letras negras sobre el papel blanco de los libros, yo, una insólita letra blanca sobre un papel que para ella nunca podría ser sino negro, representaba un conflicto permanente, que agudizaba una crisis más profunda. Adela apenas había llegado a ser feliz con mi hermano. Yo había conocido a pocas personas que merecieran tanto la felicidad, pero ella no era feliz. Quizás por eso, o porque no entendía la obsesión de Ricardo por retenerme en España contra mi voluntad, desde el primer momento decidió quererme, y me quiso como si fuera mi madre y mi hermana al mismo tiempo, para darme la oportunidad de recordar lo que significaba querer a alguien. Yo también la quería, tanto que aquella noche no fui capaz de moverme, ni siquiera de apagar la radio, mientras la veía mirarme, decepcionada y triste.
—Nunca me he atrevido a preguntártelo, pero tú… —y meneó la cabeza con los ojos cerrados, la boca fruncida en una mueca de desaliento—. ¿Cómo pudiste? ¿Qué tenías tú que ver con esa gente?
En ese momento me di cuenta de que, aunque pareciera mentira, ni mi madre, ni mis hermanos, ni la directora de la cárcel, ni sus oficialas, ni la superiora, ni las monjas, ni siquiera la hermana Anunciación, habían tenido suficiente interés en mí como para hacerme aquella pregunta. Era como si todos ellos estuvieran seguros de que yo no había podido tener ningún motivo para cambiar de rumbo, para mudar la piel, para pasarme al enemigo, hasta tal punto me odiaban y me temían, o tan poco necesitaban para condenarme. No tenía ninguna respuesta preparada, pero cerré un instante los ojos, recordé aquella tarde de septiembre de 1936, las palabras de Pedro Palacios, la cocina de mi casa de Montesquinza, y apagar la radio, levantarme, llegar hasta mi cuñada, abrazarla con fuerza, me resultó muy fácil.
—Todo, Adela, todas las cosas —me separé de ella para mirarla, y le cogí la cabeza con las manos para que dejara de negar, de moverla de un lado a otro—. Si hablaban de la libertad, de la humanidad, del futuro, y eran tan jóvenes, tan valientes… No tenían nada, y estaban dispuestos a darlo todo, a morir por mí. ¿Cómo no iba a tener yo nada que ver con ellos?
Aquella noche, Adela y yo nos quedamos despiertas, hablando en la biblioteca durante muchas horas. Yo le conté mi vida, y a pesar de su simpleza, ella la entendió tan bien que nunca se atrevió a volver a preguntar por qué, aquella tarde de guerra y de septiembre, había salido yo de la penumbra del pasillo a la luz de la cocina.
—Hola —en aquel momento, el instinto bastó para justificar mis pasos—, me llamo Inés. ¿Os importa que me siente a escuchar?
Nadie, ni siquiera Virtudes, contestó enseguida. Al mirar a mi alrededor, estuve a punto de sentirme como una intrusa, pero la radiante sonrisa de Pedro se impuso a tiempo sobre once rostros indecisos, once bocas abiertas, congeladas por el asombro.
—Claro que no —mientras se levantaba para cederme la silla, me miró de arriba abajo y su sonrisa se ensanchó—. Bienvenida.
Luego se apoyó contra la pared y siguió hablando, explicando que en una guerra antifascista se lucha igual en el frente y en la retaguardia, que todos son necesarios, los soldados en las trincheras, los trabajadores en las fábricas, los militantes en la calle, manteniendo vivo el fervor de la gente, la fe del pueblo en el esfuerzo de la guerra y el sacrificio que conduce a la victoria, y mientras le escuchaba, comprendí al fin por qué mi estómago estaba hueco y que ante mí ya no había dos caminos, sino uno solo, darme y dar conmigo todo cuanto tenía, entregarme hasta el fondo, arriesgar mucho más que una opinión, más que una simpatía o un gesto aislado, ese mar de precauciones, estar sin estar, ser sin ser, pensar sin sentir, en el que había navegado aquel verano. Parecía una decisión grave, compleja, pero fue muy fácil porque en realidad ya había elegido, porque sólo necesitaba comprenderlo. Sólo necesitaba escuchar aquella voz que desmenuzaba como la miga de un pan lo que hasta entonces había sido la realidad, para que la cascara de mi pasado, incapaz de conservar su impostura de puntillas blancas frente a la avasalladora potencia de una vida nueva, saltara en pedazos al contacto con las palabras que pronunciaba.
—Sé que os estoy pidiendo mucho, pero os voy a pedir mucho más —y Pedro hablaba para sus compañeros, pero me miró a mí—. Os lo voy a pedir todo. Es preciso darlo todo, sin ceder al desánimo, al dolor, al cansancio, para llegar a tenerlo todo. Y no podemos conformarnos con menos.
—Cuenta conmigo, por favor —le dije al final, después de esperar a que todos salieran para poder quedarme un momento a solas con él, junto a la puerta—. Para lo que haga falta.
Al escucharlo, volvió a sonreír, entornó los ojos y alargó la mano derecha hacia mí, la deslizó entre mi cuello y el de mi blusa, la apretó un instante sobre mi piel, y yo dejé caer levemente la cabeza sobre ella para apreciar su calor, el tacto rugoso y firme de sus dedos.
—Gracias, Inés —en aquel momento, él ya sabía lo que iba a pasar entre nosotros antes o después, y yo lo sabía también, aunque más aproximadamente—. Salud.
Luego me quedé quieta en el umbral para verle bajar la escalera. En el descansillo, levantó la cabeza para mirarme y sonrió, y yo también sonreí. Estaba temblando pero no logré disfrutar de mi temblor, porque en aquel instante, Virtudes me apartó y cerró la puerta.
—¡Joder con Castelar! —parecía enfadada y no lo entendí—. Ni que hubiera estudiado, el tío.
—Ha tenido que estudiar, Virtudes —salí en defensa de Pedro sin renunciar a mi sonrisa—. Aunque no haya ido a la universidad, estoy segura de que ha estudiado. No se puede hablar tan bien…
—¡Pero si él nunca ha hablado de esa manera! Es un jodido obrero ferroviario, así que… Pa chasco. No sé a quién le habrá oído decir esas cosas, pero estoy segura de que de su cabeza no han salido —y se me quedó mirando como si también estuviera enfadada conmigo—. Lo ha hecho sólo para impresionarte, mira lo que te digo.
—Pues si lo que quería era impresionarme —y me reí yo sola de mis conclusiones—, no te puedes figurar lo bien que le ha salido.
—¡Ah! Conque esas tenemos, ¿eh? Pues te voy a decir otra cosa, Inés. No te fíes de él.
—¿Por qué, a ver?
—Pues porque no es de fiar, porque… —se mordió los labios e hizo una pausa, como si necesitara darse ánimos—. Porque es un chulo, ya está, ya lo he dicho. Aunque sea un dirigente de mi partido, esa es la verdad. Y si vale tanto, si sabe tanto, si está tan convencido de lo que dice, que se vaya al frente, que es donde hacen falta hombres. Pero él, eso sí que no, él para eso no sirve. Lo que le gusta es mangonear a los demás y quedarse en Madrid, tan ricamente, tirarse los días paseando, de reunión en reunión, y farolear por las noches en los cafés. Eso sí que lo hace bien, mira, presumir delante de la gente, darse unos humos que no veas, y cada semana con una distinta, por cierto.
—No me extraña —volví a sonreír sin darme cuenta—. Es muy guapo.
—¿Guapo? —y aquel adjetivo terminó de escandalizarla—. No es guapo, Inés, es del montón.
—No, Virtudes, es guapo. Reconoce eso por lo menos…
Ninguna de las dos cedió un milímetro y, sin embargo, las dos teníamos razón. Pedro era guapo, pero no era de fiar. Mi parte de verdad me dio alegrías muy grandes y disgustos de todos los tamaños. La de Virtudes nos arruinó la vida a las dos. Yo sobreviví. Ella no.
Ninguno de sus plantones, de sus infidelidades, todas esas mentiras de viajes repentinos, misiones importantes, encargos secretos que no me podía contar ni siquiera a mí y que siempre terminaban igual, cuando era otro quien me contaba que le habían visto con una, o con dos, o con tres, exhibiéndose por las tabernas, porque otra vez se había cansado de alardear de que se cepillaba por las noches a una burguesita de la calle Montesquinza entre las sábanas de hilo bordadas a mano de su santa madre, me preparó para verle como le vi por última vez. Y yo, que mientras tanto trabajaba, y trabajaba, y trabajaba sin cansarme jamás, en la oficina del Socorro Rojo que había instalado en casa de mis padres y que sostuve sin ayuda de nadie, casi hasta el final de la guerra, con el dineral que había en la caja fuerte, no lograba agradecer las confidencias de esos hombres, esas mujeres empeñadas en arrancarme la venda de los ojos, y le quitaba importancia a sus proezas de chulo barriobajero porque estaba enamorada de él, porque sabía que antes o después volverían los besos, los abrazos, las palabras calientes, perdóname, perdóname, soy un imbécil pero te quiero, es sólo que no puedo creerme que una mujer como tú me quiera a mí, a mí, que no soy nada, un desgraciado que no tiene donde caerse muerto, pero tú sabes que te quiero, Inés, que te quiero, te quiero tanto que ni siquiera lo entiendo, y el amor es siempre un problema para un revolucionario, y querer a una mujer como tú, mucho más, porque tú eres mi revolución dentro de la revolución, Inés, por eso a veces se me olvida todo y me vuelvo loco, pero tienes que perdonarme, porque te quiero tanto, tanto… Él, que tenía un pico de oro, que se las sabía todas, y sobre todo la mejor manera de explotar el pecado original de la riqueza de mi familia, de mis antecedentes burgueses y derechistas, de mi complejo de inferioridad de señorita acomodada, sólo necesitó dos palabras para venderme.
—Esa es.
Estaba en el rellano de la escalera de servicio del piso de mis padres, como la primera vez, pero ya no sonreía. Yo tampoco.
El 28 de abril de 1939, la policía llamó a la puerta a las ocho y media de la mañana y no perdí la compostura, porque creía tenerlo todo bajo control. Tenía, además, a siete camaradas escondidos en casa, porque mi familia, de momento, no se atrevía a volver a Madrid. Ricardo estaba en Salamanca, con mi madre, mi hermana Matilde y la viuda de Juan, muerto en Belchite. Había hablado con ellos por teléfono para contarles que estaba bien, que no había pasado nada peor que hambre y miedo, y mamá me había pedido que ni se me ocurriera ir a verlos, que me quedara en casa, tranquila, hasta que la situación se normalizara del todo. Por eso, aquella mañana mandé a Virtudes, de nuevo impecablemente uniformada bajo un delantal almidonado, a abrir la puerta, y hasta me permití el lujo de sonreír al primer policía que entró en la cocina.
—Perdone, agente, pero esto debe de ser un error. Me llamo Inés Ruiz Maldonado, esta es la casa de mis padres, y mi familia…
—No sigas, no hace falta —y antes de darme tiempo a explicarle que mi abuelo había sido uno de los fundadores del Banco de Santander, ya me había puesto las esposas—. Lo sabemos todo de ti.
Escuché una voz conocida, no, no es esa, mientras aquel hombre me empujaba hasta el descansillo al que ya habían sacado a Virtudes. La luz de la escalera estaba encendida y pude ver perfectamente a Pedro Palacios, de pie entre dos policías. Entonces pensé que habría caído en la misma redada, intenté creerlo, pero no pude no ver que tenía las manos libres y una mirada frenética, incapaz de posarse un segundo en la mía. Me conocía tan bien que no necesitaba verme la cara para identificarme, y no lo hizo. Se limitó a asentir con la cabeza y le bastaron dos palabras, esa es, para demostrarme hasta qué punto estaba equivocada. Porque hasta aquel momento yo estaba segura de que todo se había perdido, de que todo estaba arruinado, todo hundido, pero con sólo dos palabras, él acababa de perderme, de arruinarme, de hundirme más que la propia derrota.
—Ya puedes irte —le dijo el policía que estaba a su izquierda.
—¡Mírame, Pedro! —grité yo, cuando empezaba a bajar por la escalera—. ¡Mírame, hijo de puta, mírame!
Nunca sabría si me miró o no antes de marcharse, porque un policía me golpeó con el revés de la mano y tanta fuerza que me tiró al suelo.
—Calladita estás más guapa.
Un instante después, él mismo me levantó y Pedro ya no estaba. Nadie volvió a verlo después de aquella mañana en la que ingresé en la cárcel de Ventas como una más, otra presa anónima entre miles de reclusas de la misma condición, abandonadas a su suerte en unas condiciones más duras que la intemperie. Lo que comíamos no era comida, lo que bebíamos, apenas nada. Tampoco había agua para lavarse, y la menstruación era una tragedia mensual que poco a poco, eso sí, fue remediando la desnutrición. Pasábamos tanta hambre que, antes o después, las más jóvenes acabamos perdiendo la regla.
En Ventas no cabíamos, no teníamos sitio para dormir estiradas, ni un trozo de muro para apoyar la espalda al sentarnos, ni espacio en el patio para pasear. Cuando nos sacaban fuera, ni siquiera podíamos andar, sólo arrastrar los pies, movernos en masa, a pasitos cortos, como una manada de pingüinos atrapados en un vagón de metro a las siete y media de la mañana. No había aire suficiente para todas en aquel patio que olía a muchedumbre, a invernadero, al sudor irremediable de miles de cuerpos humillados a su propia suciedad. En el mes de mayo, ya nos asábamos de calor. Los días eran horribles, las noches, espantosas, pero lo peor era el frío de los amaneceres, la tenaza de hielo que nos agarrotaba la garganta todas las madrugadas, cuando un ruido lejano nos despertaba con la puntualidad de un reloj macabro, y el sol todavía dormía, y nosotras no. Todos los días fusilaban a los nuestros a la misma hora, contra la misma tapia del cementerio del Este, tan cerca que ni siquiera el viento o la lluvia nos ahorraban el tormento de asistir a distancia a las ejecuciones. Todos los días, menos los domingos, porque los asesinos respetaban el precepto del día del Señor, nos despertaban las descargas de los fusiles. Todos los días escuchábamos los tiros de gracia, sueltos, aislados, y se nos llenaban los ojos de lágrimas, y nos moríamos de frío durante un instante en el que dejábamos de sentir el calor y nuestro sufrimiento, el hambre, la sed, el miedo, el cansancio. Todos los días, aquel también.
Ya me había acostumbrado a dormir encogida, encajada entre otras dos mujeres encogidas, sobre la baldosa y media de suelo que me correspondía, pero en el mes y medio que llevaba en la cárcel, no había sentido aún el asalto de la culebra fría y viscosa, puro terror, que me recorrió de arriba abajo cuando una celadora pronunció mi nombre, ni la tibieza de las manos de mis compañeras, que me tocaron en silencio para darme ánimos de la única manera en la que nos estaba permitido hacerlo. Sin embargo, el hombre que me esperaba en la antesala del despacho de la directora iba vestido de paisano, y me saludó muy cortésmente antes de explicarme que era abogado, y que venía de parte de mi hermano Ricardo.
—Su familia está muy preocupada por usted —me dijo, con un tono de amabilidad ligeramente untuoso, incompatible con la sinceridad—. Su madre y sus hermanos se hacen cargo de la tragedia que tuvo que vivir durante tres años, usted sola, sin el apoyo de nadie, en aquel Madrid donde sus apellidos la ponían cada día en peligro de muerte, y… Todos están de acuerdo en que, en unas circunstancias tan duras, lo único importante es que haya logrado sobrevivir. Y confían en que podamos remediar su situación lo antes posible.
Hizo una pausa para mirarme y sonrió, mantuvo la sonrisa firme sobre sus labios durante unos segundos. No se había esmerado demasiado en su papel de ángel salvador, porque debía de estar convencido de que yo me vendría abajo en el instante en que despegara los labios. Venía preparado para eso, para que me lanzara a sus brazos con los ojos llenos de lágrimas, dispuesta a renegar, a suplicar, a aceptar cualquier cosa con tal de salir de allí, pero en ningún momento sentí la tentación de derrumbarme. Aunque el anuncio de su visita me había inspirado el mismo pánico que se apoderaba de cualquiera de nosotras ante cualquier novedad, por insignificante que pareciera, le esperaba desde la primera noche que dormí en la cárcel. Había calculado muchas veces el tiempo que sería razonable esperar antes de que mi familia reaccionara, y la previsible naturaleza de esa reacción. Por eso me limité a escucharle, a mirarle con una expresión serena, atenta, pero también distante, tal y como me habían enseñado a tratar a los desconocidos, y cuando se dio cuenta, dejó de sonreír y su tono se endureció ligeramente.
—Supongo que ya habrá descubierto usted sola que esta cárcel no es el mejor lugar para vivir, así que no voy a perder el tiempo hablándole del hacinamiento, de las epidemias, de la sarna, de la alimentación…
—Efectivamente —y le di la razón con suavidad, como una señorita bien educada—. No necesito que eso me lo explique nadie.
—Bien, pues… he venido para ofrecerle una solución. Es usted muy joven, señorita… ¿Puedo llamarla Inés? —asentí con la cabeza y volvió a sonreír—. Pues, si me permite recordárselo, Inés, la juventud es la edad de hacer tonterías.
—Eso no lo sé —entonces le devolví la sonrisa—. Yo no he hecho ninguna.
—¿Usted cree? —pero él no sólo no la apreció, sino que me enfrentó, sin previo aviso, con una fotografía—. ¿Conoce usted a este hombre?
—No, creo que… —naturalmente que le conocía—. A ver, déjeme verle más de cerca…
Tenía unos treinta y cinco años, y el día que le conocí iba vestido de obrero, con una chaqueta de lanilla raída en el bajo, los codos casi transparentes y alpargatas en los pies, los empeines desnudos a pesar del frío. Eso me desconcertó tanto como su saludo, buenos días, camarada, he venido a buscarte, unas palabras que no encajaban con las que Virtudes había pronunciado unos minutos antes, ahí fuera hay un hombre que dice que es amigo de Ricardo… Hasta que recordé que los falangistas, después de copiarnos el color de la camisa, también habían empezado a llamarse camaradas entre sí.
—No, no le conozco —en mayo de 1939, le devolví su foto al abogado de mi familia con otra sonrisa que tampoco apreció—. A primera vista, se parece al zapatero remendón de la calle Almagro, pero no sé quién es.
No le conozco, le dije también a él, aquella tarde de diciembre, ¿quién es usted? No me dijo su nombre, pero me tendió una nota cuyo encabezamiento era idéntico al de la carta que había quemado junto con el carné falangista de mi hermano, querida Inés, y luego, cuatro frases escritas con la misma letra, ya estoy con mamá y con Matilde. Escribo estas palabras para recomendarte a un buen amigo, un excelente trabajador que sabrá restaurar el cuadro del abuelo. Yo estoy bien, y deseando tenerte a mi lado. Te quiero muchísimo, Ricardo.
—¿Está usted segura?
—Completamente —pero tuve la impresión de que no me creía—. No he visto a este hombre en mi vida.
No entiendo lo que pone aquí, le dije a él aquella tarde. No sé quién ha escrito esto ni lo que pretende, así que le voy a pedir que se marche usted ahora mismo de mi casa. ¿Qué? Él aún estaba menos preparado para encajar mi respuesta que el abogado que me trajo su foto a la cárcel dos años y medio después. Pero… No puede ser… ¿No ha leído usted…? ¿Este galimatías?, y tiré la nota al suelo. Sí, sí lo he leído, pero no entiendo lo que significa, ya se lo he dicho, y no pienso ir con usted a ninguna parte porque no le conozco y no me inspira ninguna confianza, así que váyase, por favor, ya se habrá dado cuenta al entrar de que esta casa es una oficina del Socorro Rojo Internacional, y está bajo la protección del gobierno.
—Nosotros, en cambio, creemos que sí llegó a conocerlo. Este hombre, José Luis Ramos García, cruzó las líneas el 18 de diciembre de 1936 para desempeñar una serie de misiones en Madrid. La primera consistía en recogerla a usted, con el dinero que su hermano había reunido para financiar el Alzamiento Nacional, y ponerla a salvo en nuestra zona. Don Ricardo le insistió mucho en que se pusiera en contacto con usted antes de acudir a ninguna otra cita, para que su salvamento, que estaría a cargo del mismo equipo que le sacó a él de la embajada de Suecia, no corriera ningún riesgo. No hay motivo para que no siguiera estas instrucciones, y nos consta que llegó a entrevistarse con otras personas en Madrid antes de ser detenido, condenado a muerte por un tribunal popular y fusilado a continuación.
—Bueno, así es la guerra —le respondí—. Ustedes deben saberlo, porque para eso la empezaron.
Si no se marcha ahora mismo, llamo a la policía. Eso llegué a decirle, aunque durante un instante medité su oferta, Salamanca, mi familia, su cobijo, la tranquilidad de una vida de días iguales, como los de antes, los de siempre, y ninguna responsabilidad, ningún dolor, el fin de la inquietud, de las sirenas, de los bombardeos, la paz a cambio de un velo y de un misal, un reclinatorio mullido, para no estropearme las medias, y chocolate con picatostes al volver a casa. Si no se marcha usted ahora mismo, llamo a la policía, repetí, estoy hablando en serio. Ni siquiera entonces me creyó, y tuve que descolgar el teléfono y marcar un número antes de convencerle. Buenos días, necesito hablar con el director general de Seguridad, soy Inés Ruiz Maldonado, una amiga de su hermana Aurora, es muy urgente… Y por fin, mientras Gustavo me decía que más valía que fuera urgente de verdad porque tenía la mesa llena de fotografías de cadáveres sin identificar, se levantó y salió corriendo. Pedí excusas a mi vecino por molestarle en vano y no le dije nada a nadie, ni siquiera a Virtudes, de las verdaderas intenciones de aquel hombre. ¿Qué quería? Nada, ver si podíamos esconder aquí a un pariente suyo, pero no me fío de él, no ha querido decirme cómo se llama, ni dónde vive, nada…
—Efectivamente, así es la guerra —pero no le había gustado nada que se lo recordara—. Para eso la empezamos, para terminarla victoriosos. Voy a ser muy sincero con usted, señorita. Yo no tengo ningún interés en sacarla de aquí. Por mí, se podría pudrir usted en esta cárcel. Pero su hermano se siente culpable de lo que ha ocurrido y no quiere entender la verdad, que no es usted más que una señoritinga malcriada, que se encoñó con un obrero guapito de cara y se dedicó a jugar a la mecenas de la revolución con un dinero que no era suyo. Por eso está dispuesto a darle otra oportunidad. La última.
Hizo una pausa para buscar algo entre sus papeles, y al intuir la calidad de la alfombra que, a pesar de todo, estaba dispuesto a extender sobre mi camino de vuelta, comprendí mejor que nunca la trascendencia de la irreversible metamorfosis que se había operado en mí.
—Aquí está. Es muy sencillo. Si usted declara que Virtudes Moreno Castaño la retuvo en su casa bajo amenazas, que la obligó a instalar una oficina del Socorro Rojo en el domicilio familiar de la calle Montesquinza, y que sospecha que fue ella quien denunció a José Luis Ramos…
—No hace falta que siga leyendo —después de interrumpirle, me levanté—. No voy a firmar eso.
—Mañana a estas horas —hizo una pausa para mirarme—, podría estar usted en la calle.
—Mañana a estas horas —yo también hice una pausa, y le miré—, seguiré estando aquí, y Virtudes estará conmigo. Dígale eso a mi hermano, y dígale…
Hasta que el abogado pronunció el nombre completo de Virtudes había estado muy tranquila, pero en aquel instante sentí tanto miedo por ella que no fui capaz de seguir. Sin embargo, la guerra había terminado sólo unos meses antes, y yo aún no había comprendido en qué clase de país vivía. Aún creía que mis palabras podían servir de algo, que mis decisiones podrían influir en el destino de Virtudes, que todavía contaba con el consuelo de la dignidad.
—Dígale también que le quiero. Que le quiero muchísimo, tanto como antes, como siempre. Pero que no voy a pedirle perdón por haber hecho lo que creía que tenía que hacer —me di la vuelta y empecé a andar hacia la puerta, dando aquella conversación por terminada—. Buenas tardes.
—Algún día se arrepentirá de lo que acaba de decir.
—Si tuviera dinero —y me volví a mirarle—, me apostaría hasta el último céntimo a que no.
Nunca me arrepentí, ni siquiera cuando empezaron a devolverme las cartas que le escribía a Virtudes desde el convento, ni cuando Enriqueta me escribió a mí para contarme que habían revisado el juicio de su prima, que la habían vuelto a procesar, que la habían condenado a muerte, que habían ejecutado la sentencia muy deprisa. Nunca me arrepentí, porque ya sabía en qué país vivía, y no dudaba de que, aunque hubiera ofrecido mi colaboración a cambio de su indulto, mi hermano no habría respetado ese trato. Siempre, durante toda mi vida, me sentiría culpable de aquella muerte, pero nunca me arrepentí. Tampoco tuve esperanzas de ganar aquella apuesta hasta que en la madrugada del 18 de octubre de 1944, mi largo, extenuante viaje, halló un final imprevisto.
Aquella noche, como tantas otras, bajé las escaleras sin hacer ruido, me deslicé en la biblioteca con pasos sigilosos, encendí la radio a oscuras, busqué aquella voz, aquí, Radio España Independiente, estación pirenaica, la única radio sin censura de Franco, y de repente, las palabras se volvieron espadas, se volvieron fusiles, se volvieron puertas que se abrían, ventanas abiertas de par en par, un vendaval capaz de barrer el polvo gris de las pesadillas, la luz de la mañana sobre todas las cosas, el cielo tierno de los amaneceres, la salida triunfal de un laberinto, fuegos artificiales explotando en una noche de verano y canciones, cuerpos jubilosos bailando en las calles, brazos desnudos alzándose en el aire, bocas desconocidas besándose en las esquinas, una sola sonrisa en miles de labios diferentes, Madrid, la alegría.
Todo eso cabía de repente en las palabras, y un sabor dulce e intenso que inundó mi paladar en un instante, un sabor tan delicioso que nunca sería capaz de describirlo, porque ellos venían, porque volvían, porque estaban volviendo, porque eran los míos y faltaba muy poco para que cruzaran otra vez la frontera, y yo estaba cerca, tan cerca que casi podía verlos, tocarlos, llamarlos con mi voz. Eso sentí, y lo mismo que deben sentir las serpientes al mudar de piel, la mía tersa, tirante, sonrosada como la de una niña recién nacida, tan extraña que durante un instante no supe qué hacer, porque tenía ganas de reír y sin embargo estaba llorando, lloraba y no sabía por qué, si hacía muchos años que no estaba tan contenta. Y me tapé la cara con las manos para no hacer ruido, me tumbé sobre la alfombra, y allí seguí, llorando por fuera y riendo hacia dentro, mientras escuchaba aquellas palabras, el tirano tiene los días contados, la operación Reconquista de España ya está en marcha. Después de liberar el sur de Francia del terror nazi, el victorioso ejército de la Unión Nacional Española se apresta para cruzar la frontera y restaurar la República y las libertades, una, y otra, y otra vez.
Aquella noche, apenas dormí un par de horas, pero me desperté descansada, eufórica, y hasta que Adela no me preguntó qué mosca me había picado para andar por la casa sonriendo sola todo el tiempo, ni siquiera me di cuenta de que mi entusiasmo era peligroso.
—Ya sé lo que te pasa —menos mal que mi pobre cuñada nunca se enteraba de nada—. Te han contado que esta noche viene a cenar el comandante Garrido, ¿a que sí?
—Bueno, algo he oído —contesté, para escurrir el bulto.
—¿Sí? —mi respuesta la dejó perpleja—. Pues no sé cómo, chica, porque… Es una cosa secretísima, por lo visto. Ricardo ya me ha advertido que prefiere que no salga ni a saludar. No sé exactamente lo que pasa, pero está tan nervioso que no se atreve a celebrar reuniones en su despacho, y ha preferido invitarlos a todos a cenar aquí.
—O sea, que no va a cenar sólo con Garrido.
—¡Qué va! Si va a venir el gobernador civil, y el militar, y… Qué sé yo, un montón de gente, pero como a mí nunca me cuenta nada, lo único que sé es la cantidad de invitados con los que tengo que contar.
—No te preocupes. Yo me encargo de la cena.
—Ya, pero no creo que esta noche puedas ver a tu enamorado.
Y no le vi, pero sí pude oírle, su voz mezclada con otras, conocidas y desconocidas, cuando la conversación del comedor se convirtió en una discusión para que yo, después de pasar más de dos horas escondida detrás de la puerta que daba al sótano, pudiera irme a la cama más contenta aún que la noche anterior.
Al meterme entre las sábanas estaba rendida, pero el recuerdo del miedo de mi hermano, no es posible, ¿cómo ha podido pasar esto?, ¿cuántos son?, y el murmullo avergonzado de Garrido, en Madrid dicen que cien mil, pero yo no me lo creo, y las cifras que el general Ayuso enunciaba con un tono que aún pretendía ser neutro, son ocho mil, más o menos, es fácil calcularlo porque han estado concentrados cerca de Tarbes, pero tienen el doble en la reserva, y otra vez mi hermano, ¿y nosotros?, y otra vez Garrido, ¿en Arán?, pues contando con la guarnición de Viella, los reclutas de los campamentos de la provincia, y lo que podamos llevar desde aquí, unos mil novecientos y lo que pueda sumar el Somatén, y otra vez Ayuso, ¿mil novecientos y el Somatén?, ahora entiendo por qué chulean tanto por la radio esa que tienen en los Pirineos, y mi hermano de nuevo, joder, joder, joder, ¿y en qué estarán pensando los de Madrid?, me impidieron dormirme enseguida.
El 20 de octubre de 1944, madrugué para vivir el día más importante de mi vida. Cuando la doncella de Adela me avisó de que mi hermano quería hablar conmigo, todavía no eran las siete de la mañana y ya estaba vestida. Esperé unos minutos, me quité los zapatos para bajar la escalera sin hacer ruido, y caminé de puntillas para detenerme a unos pasos de la puerta del comedor. Estaba abierta, pero Ricardo, en la cabecera, me daba la espalda, y Adela, a su izquierda, no acertaba a levantar la vista del mantel, tan asustada que no logré entender nada de lo que decía, más allá de un constante, sostenido lloriqueo. Aquel día, todo habría sido más difícil para mí si los nervios de mi cuñada no hubieran arruinado, una vez más, los de su marido.
—Pues hace falta, Adela, claro que hace falta —porque a Ricardo sí pude escucharle perfectamente—. ¿Cómo quieres que te lo explique? Es que pareces tonta, coño… Anoche, los rojos durmieron ya en Bosost, a cincuenta kilómetros de aquí, ¿te parece poco?
Cuando un chirrido inconfundible me reveló que la puerta de la cocina acababa de abrirse, me calcé deprisa y me reuní con ellos.
—Buenos días —saludé a mi hermano con el acento sereno, pacífico, que más me convenía—. Cristina me ha dicho que querías verme.
—Sí —él empezó a hojear el periódico, para contestar sin mirarme a la cara—. Quería decirte que nos vamos. Provisionalmente, por supuesto.
—Pero siéntate, Inés, por favor —su mujer abandonó por un instante sus gimoteos para volver a demostrar que era la única que pensaba en mí en cualquier circunstancia—. ¿Has desayunado?
Negué con la cabeza, me senté frente a ella, y me serví café, leche, una ensaimada, sin mirar ni siquiera a Ricardo, como si no me importara lo que tuviera que decirme.
—Pues eso, que cerramos la casa. El ejército ha dado la orden de evacuar toda la zona. Hay amenaza de temporal.
—¿De temporal? —pensé que tampoco me convenía demasiado hacerme la tonta—. Si estamos muy lejos del mar…
—Un temporal de nieve, de los Pirineos. —Asentí con la cabeza y él siguió hablando sin levantar la vista del periódico—. El caso es que nos marchamos todos. Los niños se van ahora a Madrid, con la niñera. Yo saldré enseguida para Lérida, y me quedaré allí, por si hace falta coordinar a los equipos de emergencia, así que de momento os quedáis solas. Por la tarde, vendrá un coche a buscaros. Te dejará en el convento y seguirá con Adela hasta Madrid. Volveremos en cuanto pase el peligro.
—¿Yo también?
Mientras él asentía con la cabeza, Adela sollozó, pero no dijo nada. Yo tampoco. Había perdido hasta tal punto la memoria de la buena suerte que ni siquiera fui capaz de asumirla con serenidad. Hasta aquel momento me había limitado a calcular el efecto que las acciones de ocho mil hombres armados podrían desarrollar sobre mi vida, sin tener en cuenta mi propia capacidad de acción, pero llevaba meses preparando mi fuga, y cuando Ricardo me anunció la llegada de aquel coche que a mí, desde luego, nunca iba a llevarme a ninguna parte, comprendí que no encontraría un momento mejor.
Su chófer hizo sonar la bocina desde el jardín y las manos me sudaban, las piernas me temblaban, mi cabeza no era capaz de acomodarse a la velocidad de mi pensamiento. Ricardo se levantó, se despidió de su mujer besándola en la cabeza, empezó a andar hacia la puerta, volvió sobre sus pasos para besarme a mí en el mismo lugar, con las mismas prisas, y salió por fin, sin despegar los labios. Antes de que el ruido de sus pisadas se perdiera por el pasillo, Adela explotó en el llanto que había logrado contener a duras penas mientras su marido estaba presente.
—Hay que ver, no me digas, tener que marcharse ahora, de esta manera, los niños por un lado y yo por el otro, como si estuviéramos escapando, otra vez… —cuando los sollozos le impidieron continuar, cogió la servilleta para limpiarse la cara y me dejó ver lo que había debajo—. Qué vamos a hacer ahora, adonde vamos a ir, si en Madrid ya no tenemos casa, ni nada… ¿Y si nos pasa algo por el camino?
Aquel pedazo de metal imantó mis ojos, activó mis piernas, me obligó a levantarme, a ponerme en marcha, y rodeé la mesa para ir hacia Adela, para colocarme tras ella, mis manos en sus hombros, la pistola como una isla inexplorada en el inmaculado mapa del mantel blanco.
—No llores, Adela, que no es para tanto… —apenas logré escuchar mi voz, ahogada por los nervios, pero saqué de alguna parte la serenidad suficiente para improvisar un tono de simple curiosidad—. ¿Y eso?
—¿La pistola? —se volvió en la silla para mirarme, y yo asentí con la cabeza a su rostro enrojecido, los párpados hinchados por el llanto—. Pues ya ves, tu hermano… Por si me hace falta, dice…
—¿Y por qué te va a hacer falta, mujer? —al escucharme, volvió a echarse a llorar, y yo empecé a sentirme culpable antes de tiempo—. Si es sólo un temporal de nieve. Súbela a tu cuarto, anda, no vaya a asustarse alguien.
Una hora y media después, sola en la cocina, un ejército de rosquillas perfectamente formado sobre el mármol, el aceite a punto y las ideas al fin claras, tan ordenadas como los dulces dentro de mi cabeza, la pistola me preocupaba menos que Adela. Los niños ya se habían marchado. Yo misma bajé en brazos a mi sobrina, dormida aún entre las mantas, y la acomodé junto a su hermano en el asiento trasero de un coche que partió sólo unos minutos después que el de su padre. Después, me recogí las mangas, amasé la harina por tandas, trabajé la mezcla hasta conseguir una textura perfecta, la dividí en cilindros de idéntico grosor, formé las rosquillas con cuidado, con paciencia, y no volví a ver a nadie hasta que distinguí el eco de los tacones de mi cuñada sobre las baldosas, cuando ya había frito más de la mitad.
—¡Uy! ¿Pero qué haces tú aquí?
—Pues rosquillas —la vi con el rabillo del ojo, despeinada y aún más nerviosa que antes, mientras abría y cerraba los cajones demasiado deprisa como para encontrar lo que estuviera buscando—. ¿No lo ves?
—¡Ay, hija mía, qué valor tienes! De verdad que no te entiendo. Con la que está cayendo, que te pongas a cocinar, tan tranquila…
—Se las voy a llevar a la hermana Anunciación, la cocinera del convento, que me enseñó a hacerlas —fue lo primero que se me ocurrió y no era demasiado ingenioso, pero cuando llegué a la mitad de la frase, ya no tenía vuelta atrás—. Ella las vende y se saca un dinerillo para los pobres, ¿sabes?
—¡Ah! Muy bien —por fortuna, Adela, que ya había conseguido dar con unas tijeras, no tenía tiempo para mis contradicciones.
—Ya estoy terminando. Ahora mismo subo a ayudarte.
—Pues sí, falta me hace, porque tengo liado un follón…
Cuando saqué la última del aceite, me di cuenta de que no iba a ser nada fácil transportar tantos kilos de rosquillas sin que se rompieran y acabaran convertidas en una informe masa de migas apelmazadas y dulces, pero tenía problemas más graves que resolver y había llegado el momento de afrontarlos.
Me quité el delantal, subí las escaleras, entré en el dormitorio principal, y a través del barullo de maletas abiertas y ropa amontonada sobre la cama, vi la pistola, apoyada sobre unos cuantos billetes, sobre la mesilla de Adela.
—¡Inés, gracias a Dios! —la pobre se alegró mucho de verme—. Mira a ver si…
Pero no terminó la frase, porque yo ya tenía la pistola en la mano.
—¡Ay! Deja eso, por favor, que me pongo mala sólo de verla.
—¿Por qué? Si estará descargada —entonces eché hacia atrás el percutor y comprobé que no era así—. ¡Uy, no! Si está cargada…
* * *
—Bonjour, Nicole.
La pequeña campana de metal dorado, destinada a anunciar la llegada de nuevos clientes, no celebró mi aparición con tanta alegría como la que iluminó su rostro al verme entrar.
—Buenos días, mi… —y en el esfuerzo de encontrar la palabra que le faltaba, cerró los ojos y asomó la punta de la lengua entre los dientes, como un escolar que se enfrenta a un examen para el que no ha estudiado lo suficiente—. ¿Capitán?
La que me había parecido mi admiradora más constante, hasta que descubrí que halagaba de la misma manera a todos los hombres solteros que se tropezaba al otro lado del mostrador, era una adolescente bajita, redondita y monísima, quizás porque sus rasgos, la piel tersa, sonrosada, las mejillas mullidas, los labios abultados, aún se estaban despidiendo de la infancia. Con no más de quince, tal vez dieciséis años, Nicole era la muchacha más coqueta que había conocido en mi vida. También una de las más graciosas, porque coqueteaba limpiamente, por el puro placer de jugar, sin trampas ni doble intención, sonriendo siempre.
—Muy bien, Nicole —yo también sonreí, mientras aprobaba su acierto con la cabeza—. Très bien. Celui-là est le mot juste, capitán. Et alors… Voy a llevarme medio kilo de esos rusos que tienes ahí.
Solía cambiar de idioma de improviso para poner a prueba sus esfuerzos por desempolvar el poco español que había aprendido en el colegio, y ella me comprendía cada vez mejor. Aquella mañana, sin embargo, se me quedó mirando con las pinzas en la mano, mientras su boca dibujaba un círculo perfecto, perfectamente relleno de asombro.
—Done… Vous voulez un demi-kilo de ces petits gâteaux russes…
Mientras asentía con la cabeza, me di cuenta de que la bandeja de los rusos estaba más vacía que llena, pero seguí sin entender qué la había sorprendido tanto.
—Oh la la! —entonces se echó a reír—. Aujourd’hui c’est le jour des espagnols qui achètent des gâteaux russes. Vous êtes le troisième, je crois.
En ese instante, me empecé a mosquear. No porque yo fuera el tercer español que había comprado una bandeja de rusos en aquella pequeña y exquisita pastelería de la calle Léon Gambetta que, según la mujer de Comprendes, era la mejor de Toulouse, sino porque estaba casi seguro de quiénes habían sido los otros dos. Podría haberlo confirmado con un par de preguntas sencillas, pero no merecía la pena. Iba a enterarme enseguida, porque ya era más de la una y Angelita me había citado a las dos cuando llamó para invitarme a comer.
—Merci bien, Nicole —puse un billete de cinco francos en el mostrador y sonreí para mí mismo mientras la veía parada ante la caja registradora, de espaldas al mostrador, durante mucho más tiempo del que habría necesitado para preparar la vuelta.
—Et qu’est-ce qu’il fait notre héros, ce soir? —y a pesar de la maestría que derrochaba en esta clase de situaciones, se puso colorada mientras dejaba las monedas sobre el mostrador.
—Je ne suis pas un héros, Nicole.
—Bien sûr que vous l’êtes, et je me demandais… Avez-vous un autre rendez-vous avec madame?
Sonreí al involuntario juego de palabras que su última frase había adquirido al penetrar en mis oídos asturianos, cogí los pasteles y empecé a andar hacia la puerta.
—Pas avec madame, Nicole —le dije desde allí—. Madame, c’est du passé.
—Quel dommage! —pero se echó a reír mientras decía que era una lástima—. N’est-ce pas?
—A tout á l’heure, Nicole!
—Au revoir, mi capitán.
La primera vez que Sandrine me llevó a la casa de campo que había heredado de sus padres, no me di cuenta de que los canapés y los pasteles que había sacado del maletero de su coche antes de invitarme a entrar, venían envueltos en el papel de la Pâtisserie du Capitole, la tienda de la madre de Nicole. La primera vez, tampoco me enteré de que aquel pueblo, que era bonito y plácido según criterios específicamente franceses de la belleza y la placidez, con sus prados verdes, y sus cercas de madera, y sus iglesias más pequeñas que sus campanarios, y las fachadas de los bares con el menú escrito con tiza en una pizarra, junto a la puerta, se llamaba Vieille Toulouse. Aquella vez, ni llegué a enterarme de que los romanos habían fundado allí una ciudad a la que dieron el mismo nombre con el que los exiliados españoles nos referíamos a su sucesora, Tolosa, como si quisiéramos hacernos la ilusión de que estábamos en Navarra. Y quizás debería haberme preguntado dónde estaba su marido, un jueves, a la hora de comer, pero no tuve tiempo ni para eso, porque ni siquiera llegamos a la cama.
Sandrine, o mejor dicho, madame Mercier, estaba casada con uno de los industriales más prósperos de Toulouse, un fabricante de componentes para automóviles que había hecho excelentes negocios con los ocupantes hasta que, en los primeros meses de 1944, optó por donar parte de sus beneficios al ejército de la Francia Libre para comprarse un certificado de patriotismo. En tal condición le conocí, y conocí sobre todo a su mujer, el 26 de agosto de aquel mismo año, cuando mi coronel, que todavía no se había recuperado del banquete de la noche anterior, delegó en mí para que le representara en la recepción del ayuntamiento.
—No puedes decirme que no —aquel día había cometido la imprudencia de subir a mi habitación a dormir la siesta, y el Lobo no paró hasta que descolgué el teléfono—, porque te juro que no puedo más. Estoy empachado, me duele la barriga, tengo resaca, ardor de estómago y a Amparo en combinación, taconeando por el pasillo con los rabillos pintados y venga a gritar que prefiere que esté en la guerra a tenerme en casa para no verme el pelo, así que… Me temo que es una orden.
—Pues nada —y al imaginarme la insubordinación doméstica de la única mujer que había logrado sobrevivir a dos guerras sin perder las curvas que la habían coronado como fallera mayor de Catarroja en 1927, me dio la risa—. Que Dios reparta suerte.
—Lo mismo digo —pero su marido, que no era más alto que ella y sí mucho más flaco, no debía necesitar a Dios para tenerla contenta, porque seguía riéndose cuando colgó.
Seis días después de la Liberación, la ciudad había empezado a recuperar cierta apariencia de normalidad, pero la fiesta que le había levantado las faldas durante todo el fin de semana no había terminado todavía. Los focos de resistencia, militares borrachos, mujeres complacientes, canciones, guitarras, peleas, juramentos y docenas de botellas de vino vacías, alineadas como un ejército de soldados de plomo sobre las mesas de las tabernas, estaban aún tan vivos, que creí que no iba a encontrar a nadie dispuesto a acompañarme. El Zurdo y el Sacristán estaban desaparecidos en combate. Comprendes, del que me había despedido con un abrazo menos emocionado que alcohólico a las nueve de la mañana del día 21, se había ido al hotel con su mujer, había descolgado el teléfono y, que yo supiera, no había vuelto a salir de su habitación. Con el Pasiego ni lo intenté, porque recordaba haber visto aquella madrugada a la Pasiega, que había salido a buscarlo y lo había encontrado conmigo y con una señorita de reputación nada dudosa sentada en las rodillas, sacándolo a capones de aquel sótano donde lo estábamos pasando tan ricamente. Sin embargo, cuando ya estaba saliendo del hotel Les Arcades, que la Unión Nacional Española había incautado con todas las bendiciones de las nuevas autoridades para alojar a sus oficiales, la providencia de los ateos me puso delante al Cabrero.
—Pero ¿tú no ves las pintas que tengo? —llevaba todo el día en la calle y tenía la camisa llena de lamparones, el pelo revuelto y una espesa pátina de sudor que hacía brillar su cara como si acabara de salir del baño, aunque lo más notable de todo era la incomprensible peste a pescado que le envolvía como una segunda piel—. ¿Cómo voy a acompañarte así a ningún sitio?
—Nada —le cogí por los dos brazos para conducirle al ascensor igual que a un preso—. Te pegas una ducha, te pones el uniforme, y como nuevo.
—Pero ¿a qué hora es eso? —me preguntó, intentando zafarse todavía.
—A las ocho —miré el reloj—. O sea, dentro de diez minutos.
—Bueno, pero a las nueve me voy, que tengo cosas que hacer.
A las ocho y cinco nos encontramos con Ben y Jean-Paul esperándonos delante de la puerta. Los homenajes de todo tipo, públicos y privados, también habían hecho estragos en la cúpula de los Franco Tiradores Patriotas Franceses, la organización de resistencia del PCF en la que estábamos encuadrados los españoles de la UNE, porque a la cabeza de nuestra delegación, no iba más que un teniente coronel, Benoit Laffon. Le acompañaba un comandante recién ascendido, que todavía llevaba cosidos los galones de capitán con los que salió de España, y que era yo, y dos capitanes, Jean-Paul y el Cabrero, aunque este último conservaba también sus insignias españolas, de teniente. ¡Hay que joderse con el romanticismo!, solía quejarse el Lobo, tan presumido que no había renunciado a coserse en la guerrera ni un solo ascenso francés. Los gaullistas de la Armée Secrète, y tan secreta, solíamos decir nosotros antes de aquel verano, porque mientras estuvimos en el monte nunca habíamos visto a ninguno, se habían limitado a mandar a otro comandante, pero en aquella recepción no había mucha gente capaz de apreciar el escaso rango de la representación, nativa o extranjera, de las Fuerzas Francesas del Interior.
—Ce salop…
Ben me señaló con la cabeza a Mercier, que parecía uno más de los prósperos burgueses, bien vestidos y mejor alimentados, que abarrotaban la sala. Aquel cabrón había sido tan colaboracionista como, al menos, las tres cuartas partes de los prohombres que circulaban con una copa en la mano después de haber estrechado las nuestras con una expresión gimoteante, más falsa que un beso de Judas. Pero su mujer está bien buena, objeté. Eso sí, me concedió, antes de repasarla otra vez con la mirada. Buenísima, y asintió con la cabeza para subrayar su adhesión.
Madame Mercier era dos años mayor que yo y casi veinte más joven que su marido. Alta, no demasiado rubia, con una piel impecable que delataba sus orígenes eslavos, llevaba un vestido blanco y un collar de perlas de muchas vueltas, herencia de su abuela aristócrata polaca, que le ceñía el cuello como una argolla consentida y lujosa. Eso fue lo primero que me llamó la atención de ella, pero no lo único.
—Las nueve… —y ya llevábamos un cuarto de hora jugando al escondite entre la gente, ahora te miro, ahora me escondo, ahora te vuelvo a mirar, cuando el Cabrero dejó su copa de champán sobre una mesa—. Me largo.
—¿Adónde? —di un paso hacia él para volver a enfocar a madame Mercier, y ella sonrió—. Joder, qué prisas.
—Ya. Es que he quedado con Sole.
—¿Con quién? —moví la copa en el aire, para brindar a distancia, y ella me imitó.
—Con Sole —repitió, y sólo cuando estuve seguro de que no conocía a nadie que se llamara así, me volví a mirarle—. Sí, hombre, Sole, la hija del pescadero, la amiga de Angelita…
—¿La amiga de Angelita? —fruncí el ceño al descubrir de quién estaba hablando—. ¡Pero si esa chica se llama Solange!
—Ya, pero yo no sé pronunciarlo bien y le he cambiado el nombre.
En marzo de 1942, Comprendes y yo estábamos trabajando en una fábrica militarizada de tornillos cerca de Perpiñán, en el supuesto territorio de la Francia Libre. Dos meses antes, nos habían sacado a la fuerza del campo de concentración de Argelés-sur-Mer, para integrarnos en una Compañía de Trabajadores Extranjeros. La vida en la fábrica, con ser dura, era mejor que la insoportable monotonía que había estado a punto de matarnos de tedio en la playa, aunque sólo fuera porque después de una jornada de diez, a veces hasta doce horas de trabajo, caíamos dormidos como piedras de puro cansancio, y no ya del aburrimiento de no tener nada que hacer despiertos. Sin embargo, no tuvimos mucho tiempo para aprender a manejar el torno.
—Qué ricos están los boquerones, ¿verdad?
Al levantar la cabeza, me encontré con un desconocido al otro lado de la máquina en la que me había tocado trabajar aquel día. Estaba seguro de que nunca le había visto, porque no habría podido olvidarle. Tenía las pestañas espesas, tan oscuras que parecían dibujadas, y los ojos negros, ligeramente rasgados en los extremos. A cambio, su piel era muy clara, y la nariz, la boca, los pómulos, se repartían en un óvalo perfecto, como el que yo sólo había visto antes en la cara de algunas mujeres muy guapas. Si antes de mirarle no hubiera escuchado la primera mitad de la contraseña en un vozarrón de acento aragonés, tan cerrado como el de los chistes de esos maños que se cruzan con los trenes, habría pensado que era maricón.
—Sobre todo en vinagre —respondí, y los dos sonreímos a la vez.
—Dentro de un rato os va a llamar el capataz para anunciaros que os trasladan, a tu amigo y a ti —me advirtió—. No os neguéis.
Asentí con la cabeza y seguí trabajando sin mirarle, sin que él volviera a levantar tampoco los ojos hacia mí, hasta que me avisaron de que el capataz quería hablar conmigo. No volví a verle aquel día, ni al siguiente, aunque esa noche, cuando nos levantaron a las cuatro para decirnos que nos preparáramos, volví a encontrármelo en la puerta de la fábrica. Era el primero de la fila en la que unos treinta trabajadores, todos españoles, esperábamos al camión que nos trasladaría hasta la empresa cuyos patronos nos habían reclamado. A partir de entonces, íbamos a trabajar en un aserradero situado en la falda de la vertiente francesa de los Pirineos, en una comarca llamada el Luchonnais, que estaba a más de trescientos kilómetros de Perpiñán, a poco más de cien al sur de Toulouse y más cerca de la frontera española que de ningún otro lugar, aunque eso aún no lo sabía, como cometí el error de explicarle al que estaba detrás de mí.
—Camarada…
La primera vez que me llamó, ni siquiera me moví. En la fábrica ya no nos custodiaban soldados senegaleses, de esos que estaban en Argelés por la paga y no sentían ninguna animosidad especial contra nosotros, aparte de la chulería de piojos resucitados que les envalentonó cuando les dieron armas para que las usaran contra hombres blancos. En Perpiñán, nuestros guardianes eran civiles armados, voluntarios al servicio del gobierno de Vichy, la versión francesa de los falangistas y los requetés contra los que habíamos luchado en España. Aquellos hijos de puta, que estaban allí por su propia voluntad y no necesitaban motivos para divertirse, habían ordenado silencio. El de atrás tenía que haberlo oído tan bien como yo, pero siseó con los labios para llamar mi atención antes de intentarlo otra vez.
—¡Eh, camarada! —y cuando comprobó que seguía callado, me dio un golpecito en el hombro.
Los vichystas estaban charlando en la cabeza de la fila, a la distancia de una docena de hombres. Cuando uno de ellos se inclinó para encender un cigarrillo con el mechero de otro, giré por fin la cabeza para distinguir, a la luz de los focos que iluminaban la fábrica como si fuera una cárcel, a un muchacho con la cara estampada con tantas pecas como granos.
—Menos mal, ya creía que te habías dormido —tenía un pelo extraño, a medio camino entre el naranja amarronado y el marrón anaranjado, y por el acento, al principio creí que era asturiano—. ¿Sabes adonde nos llevan?
—No —le contesté, y volví a mirar al frente, sin sospechar el monstruoso mecanismo que un solo monosílabo acababa de poner en marcha.
—Pero ¿será a otra fábrica como esta, o a una cantera? Igual es una mina, que he oído que también puede ser, y a mí no me importaría, porque estoy acostumbrado, yo soy de Fabero, ¿sabes?, un pueblecito de León, cerca de la raya de Asturias, en el país del Bierzo… —el guardián que estaba fumando empezó a andar en nuestra dirección con la metralleta entre las manos, pero el silencio no duró más del tiempo que necesitó para alejarse tres pasos—. Toda esa región es minera, bueno, ya te lo imaginarás, porque la empresa que explota las minas de mi pueblo es muy famosa, Antracitas de Fabero, se llama, en Madrid, en la Gran Vía, hay un cartel muy grande con su nombre, porque las oficinas están allí, claro, aunque… —el guardián volvió a pasar a nuestro lado para regalar a mis oídos un descanso igual de breve—. Los que trabajan en esos despachos no han pisado mi pueblo en la vida, en Fabero ni los conocemos, pero muy bien que vivirán gracias al carbón, porque ya se han ocupado ellos de que allí no haya trabajo fuera de la mina, ni agricultura, ni ganadería, nada… —el hombre de la metralleta dio por terminado su paseo y volví a girar la cabeza para mirar al charlatán—. Mis abuelos, y mi padre, y…
—¿Te quieres callar de una vez, hostia? —creí que mi voz, incluso en el volumen de un susurro, traduciría perfectamente hasta qué punto me estaba cabreando, pero él iba tan embalado que ni siquiera se dio cuenta.
—Ya, si sólo quería decir que a mí no me importaría ir a trabajar a una mina, porque soy de una familia de mineros, mis abuelos, mi padre, mi hermano mayor, todos son mineros, ¿sabes?, y yo bajé muchas veces, cuando era niño, porque aunque estaba prohibido por el reglamento, pues…
—¡Cállate ya! —esta vez fue Comprendes quien se volvió, y hasta me apartó de un manotazo para verle bien—. A este paso, ni mina ni pollas, ¿comprendes? Antes de que lleguemos a donde sea, ya nos habrán matado a todos por tu culpa.
—Bueno, tampoco es para ponerse así, yo sólo quería contar que… —pero, afortunadamente, el motor de la camioneta que venía a recogernos le dejó con la palabra en la boca.
No era un vehículo militar, sino una camioneta corriente con la trasera vacía, descubierta, y sobre los laterales, unos carteles con el dibujo de un aserradero. Los guardianes nos hicieron subir por orden y después, cuando ya estábamos todos sentados en el suelo, cerraron la puerta y se limitaron a dar un golpe en la cabina para que el conductor se pusiera en marcha. En los tres años que llevaba viviendo en Francia, aquella era la primera vez que no estaba a tiro de ningún fusil, pero mi compañero no me dio siquiera la opción de meditar a qué se debía esa sorprendente falta de vigilancia.
—Aunque sabían que era un delito —porque continuó su perorata en el mismo punto donde lo había dejado, con una facilidad asombrosa—, a los niños nos usaban para explorar las galerías recién abiertas, para que dijéramos si…
—¡Joder! —escuché a mi izquierda—. Menudo viajecito nos espera, ¿comprendes?
—¡Mira! —y tenía tanta razón que, cuando le escuché, ya me había girado hacia el hablador y le tenía sujeto por la camisa—. Yo soy asturiano, ¿te enteras? Nací en una aldea del interior que se llama Gera, en el concejo de Tineo, pero me crie en Mieres. ¿Y sabes por qué? —abrió la boca, pero no le di tiempo a responder a mi pregunta—. Pues porque mi padre era minero hasta que murió aplastado por el derrumbamiento de un túnel, fíjate por dónde. ¿Y sabes qué soy yo? —y de nuevo volvió a abrir la boca en vano—. Pues minero, igual que mi padre, así que estoy harto de bajar a una mina de carbón y no necesito que nadie me explique cómo son, ni que se usa a los niños para explorar las galerías recién abiertas, para que detecten fugas de grisú, porque como tienen el cuerpo tan pequeño, caben por un boquete por el que no cabría un hombre, y así los capataces se ahorran las horas de trabajo que les costaría a los picadores abrir un hueco mayor —había hablado tan deprisa como él, y quizás por eso respetó la pausa que me permitió respirar—. Lo sé todo, ¿entendido? Así que ya puedes callarte, muchas gracias.
—De nada —llegó a decir, pero enseguida se corrigió—. No, que ya me callo.
El camión salió de la zona industrial donde estaba la fábrica que acabábamos de abandonar y desembocó en una carretera secundaria sin iluminación de ninguna clase. Casi enseguida noté que alguien empezaba a moverse, aunque la oscuridad no me permitió identificarle. Sin embargo, cuando se fue acercando a nosotros, reconocí en un murmullo la misma voz que me había recordado lo ricos que estaban los boquerones.
—Cámbiame el sitio, Bocas —le pidió al hombre más charlatán que jamás haya parido una mujer en Fabero, y al ocupar su plaza, la claridad que apenas había comenzado a transparentarse bajo el espeso telón de una noche sin luna, me permitió ver su mano tendida hacia la mía—. Salud, a mí me llaman el Sacristán. Tú eres el Gaitero, ¿no?
—Sí —confirmé, al estrechársela—. Y este… —pero él se me adelantó.
—¿Comprendes, verdad? Te he reconocido… —porque lo repites cada dos por tres, iba a decir, pero se calló a tiempo—. Bueno, te he reconocido.
Después nos explicó adónde íbamos, una explotación forestal que pertenecía a una empresa franco-española cuyos socios eran todos comunistas. Allí ya estaría trabajando alguien que nos habría recomendado para un trabajo que nos permitiría incorporarnos a una guerrilla incipiente, que se dedicaba a hostigar a la retaguardia alemana.
—Así que no se os ocurra tiraros del camión —nos aconsejó cuando terminamos de celebrar la noticia—, porque, aparte del jaleo, allí estaremos bien, entre camaradas —y se puso en cuclillas para avanzar hacia el extremo de la trasera—. Voy a hablar con esos de ahí… —entonces se volvió a mirarnos—. Al Bocas ya le habéis conocido, creo.
—Pues sí. Para que luego os riais de mi mote, ¿comprendes?
—Es muy buen chaval —el Sacristán sonrió—. Lo único es que, cuando se pone nervioso, habla mucho, y cuando no… También.
Pero cuando volví a tenerlo sentado a mi derecha, seguía estando callado, con la frente posada en las rodillas, las piernas dobladas, los brazos rodeándolas como si quisieran protegerle de nosotros. Mientras adivinaba sus mejillas coloradas de vergüenza, me di cuenta de lo joven que era, dieciocho años, calculé, quizás ni eso, un niño grande que ni siquiera había terminado de crecer. Incluso encogido como estaba, tenía piernas de ave zancuda, una longitud desproporcionada con su tronco corto, achatado, la cintura casi en los sobacos y los brazos larguísimos a cambio, con dos manos grandes y anchas, de hombre, en cada muñeca. Al principio, eso sólo me llamó la atención, pero enseguida me recordé a mí mismo y recordé a mi madre, el desaliento con el que sacaba el costurero apenas me veía entrar por la puerta, cada vez que me daban vacaciones en el seminario. Hijo mío, me decía, pareces una cigüeña, no sé qué voy a hacer contigo, es que ningún pantalón te viene bien tres meses seguidos…
—Bocas —levantó la cabeza, me miró y volvió a esconderla—. Oye, Bocas —y tuve que darle un codazo para que me mirara otra vez—, que siento mucho lo de antes, ¿eh? Perdóname.
El día que le conocimos, Miguel Silva Macías, alias el Bocas, acababa de cumplir diecisiete años y medía lo mismo que yo, un centímetro menos que el Sacristán. En los dos años que pasamos en Bagnéres, dio el último estirón y sobrepasó a Comprendes, que era el oficial más alto de la UNE en aquel sector, pero su estatura no modificó la relación que establecí con él aquel día.
El Bocas estaba solo en el mundo. Su padre y su hermano mayor habían muerto en nuestra guerra, el primero fusilado, el segundo en combate, y su madre les había seguido poco después, en el mismo verano del 36. Nadie pudo acompañarla, porque a aquellas alturas su hijo mediano ya estaba en el monte y Miguelito, que con once años era el pequeño, en Asturias con sus padrinos, unos parientes lejanos que no tenían niños y solían llevárselo todos los años a la playa a mediados de julio. Con ellos escapó en un barco poco antes de que cayera el frente Norte y, al llegar a Francia, le metieron interno en una especie de hospicio donde al principio estuvo bien, aunque perdió el contacto con los únicos adultos que podrían haberse hecho cargo de él en febrero del 39, cuando la avalancha de refugiados convirtió aquel internado en un recinto abarrotado de mujeres y niños españoles. A finales de 1940, lo movilizaron como trabajador forzoso aunque aún no había cumplido dieciséis años. Su último destino había sido la fábrica de tornillos de Perpiñán donde el Sacristán, al escuchar su historia, decidió que ya había pasado bastante, y le pidió a su enlace que lo incluyera en la lista de los reclamados bajo su propia responsabilidad. Sin embargo, en el aserradero, quien hizo de padre y de madre, de tutor y de hermano mayor, de maestro y de niñera, de guardaespaldas y de confesor del Bocas, no fue él, sino yo.
—¡Joder, Gaitero, deja ya de mimarle! —el Lobo me lo reprochó muchas veces antes de que mis hombres me cambiaran el nombre, y muchas veces después—. Lo estás malcriando, todo el día pegado a tus talones, como un niño a las faldas de su madre, ni que fueras maricón…
—No es eso, Lobo, parece mentira que no lo entiendas, es sólo que me hace mucha gracia. Es muy divertido y me cae bien. Nada más.
—Pero la obligación de un oficial es confraternizar con todos sus hombres por igual.
—¿Sí? Pues entonces, deja tú de mimar tanto a Romesco.
Porque él también tenía su protegido, un chaval de la misma edad que el Bocas, que le había caído en gracia porque era de Viella, cerca de la Seo d’Urgell, donde él había nacido y trabajado como maestro nacional hasta el golpe de Estado del 36, y nunca le perdía de vista.
—A cubierto, Romesco.
—Pero si estoy…
—¡A cubierto, he dicho! Tírate al suelo ahora mismo, ¡hostia!
Eso era lo mismo que hacía yo con el Bocas, eso y quererle como al hermano pequeño que nunca había tenido, porque para mí la guerra había empezado en octubre de 1934. El día que cogí un fusil me faltaban dos semanas para cumplir veinte años, y no lo había soltado todavía. Llevaba demasiado tiempo en la guerra, demasiado tiempo sufriendo, comiendo poco, durmiendo en el suelo, pasando miedo bajo la lluvia, con frío o con calor. Por eso le quería, porque durante ocho, y luego nueve, y hasta diez años seguidos, había vivido casi siempre una vida horrible, guerra y exilio y guerra y exilio y guerra otra vez. El Bocas, con sus piernas tan largas y su cara bombardeada de granos, me recordaba a mí mismo, al chico que yo había sido cuando aún vivía en una casa, y dormía en una cama, y comía los guisos que cocinaba mi madre, antes de que la guerra me hiciera semejante al hombre en quien le estaba convirtiendo a él, aunque cuando llegamos juntos a Bagnéres, la teníamos aún mucho más lejos de lo que nos habría gustado.
—No os hagáis ilusiones —el Lobo nos esperaba al pie del camión, para desengañarnos después de darnos un abrazo—. No podemos hacer gran cosa, así que… —y abrió las manos para enseñarnos los callos que el mango de la sierra le había hecho en las palmas, los mismos que tendríamos nosotros antes de poder empuñar un arma distinta—. Esto es lo que hay.
Ramón Ametller Rovira, alias el Lobo, no era el único camarada de Argelés que encontramos en el aserradero. Había reclamado ya, antes que a nosotros, a Román el Pasiego y a Antonio el Zurdo, que tenían un destino peor y ya llevaban allí un par de semanas. Juanito Zafarraya, su lugarteniente desde los tiempos de la guerra, tardó más tiempo en llegar, y cuando volvimos a verle, ya nos habíamos hecho amigos de Pepe Sánchez Ariza, el Sacristán, y de Manolo González Alcántara, alias el Cabrero. Ellos seis, Comprendes y yo, fuimos los fundadores de algo que terminaría siendo la VII Brigada de la IX División de las Fuerzas Francesas del Interior, pero hasta la primavera de 1943 nos dedicamos a cortar árboles y a hacer carbón, más que a otra cosa.
—Nuestro principal problema es que no tenemos armas —Modesto Valledor, que compartía con su hermano José Antonio la titularidad de aquella y otras explotaciones forestales del PCE, en Haute-Garonne y en los departamentos limítrofes, organizó una reunión pocas semanas después de nuestra llegada, para explicarnos la situación—. Nuestros enlaces se juegan la vida todos los días para conseguirlas, pero nos llegan con cuentagotas…
Eso era tan cierto que pasó más de un año hasta que el Lobo, que trabajaba en las oficinas, subió una tarde al monte que estábamos talando antes de que sonara la sirena de la salida, para apartarse con nosotros y darnos instrucciones en voz baja.
El 15 de mayo de 1943, cuando nos levantamos todavía era de noche. No pude distinguir bien la expresión de Comprendes cuando me dijo que aquel día era San Isidro, pero la imaginé al escuchar su voz, mustia de nostalgia. Hoy es fiesta en Madrid, ¿comprendes?, esta noche habrá verbena, baile y churros, y unas tías de Vallecas con unas tetas así… No te quejes, que tú también lo vas a celebrar, intenté animarle cuando aún no había deshinchado los dos enormes globos que sus manos dibujaban en el aire, y sonrió. Ninguno de los dos podía imaginar entonces hasta qué punto serían proféticas mis palabras.
Aquella mañana, no fuimos a trabajar al aserradero. Antes de que sonara la sirena, cargamos con dos sacos llenos de hachas melladas y una cesta de mimbre, con un asa y dos tapas, que nos habíamos encontrado en el barracón la noche anterior, como si fuéramos a ir de merienda campestre. Dentro, había un salvoconducto firmado por Émile Perrier, uno de los socios franceses de los Valledor, para justificar nuestra ausencia del campamento.
—Si os detiene una patrulla antes de llegar al pueblo —nos había explicado el Lobo—, se lo enseñáis, lleváis las hachas al herrero, le decís que os las afile y os volvéis enseguida, sin llamar la atención.
—¿Y si no nos detienen?
—Si no os detienen y no veis a ningún alemán, pero ni de lejos, ¿está claro?, por la carretera…
Lo que vimos a lo lejos, a las nueve en punto, fueron los pollos de cerámica vidriada que coronaban la verja de la granja Dupechez. La parada del autobús estaba justo enfrente, y más allá, por el lado opuesto de la carretera, en dirección contraria a la nuestra, venía andando una chica con una blusa blanca, una falda azul y una pamela de paja en la cabeza. Llevaba colgada del brazo una cesta de mimbre exactamente igual a la que nos habían dado, pero cuando se acercó a nosotros lo suficiente como para distinguir los sacos que llevábamos a la espalda, se paró, se quitó el sombrero con la mano derecha, lo dejó en el suelo, sobre la cesta, y sacudió la cabeza para liberar una cascada de bucles oscuros que le llegaban casi hasta la cintura. Sólo después de peinarse con las manos, se recogió la melena en un moño con mucha parsimonia, para asegurarse de que veíamos bien lo que estaba haciendo. Luego, recogió el sombrero, la cesta, y siguió andando hasta la parada con la mirada clavada en el horizonte, como si no nos hubiera visto.
—Mala suerte —murmuré en dirección a Comprendes, porque el Lobo había sido tajante, si no hay sombrero, no hay pistolas, pero cuando miré a mi derecha no vi a nadie. Tuve que volverme para descubrirle, unos metros detrás de mí, tan inmóvil como si fuera un árbol recién plantado, mirando en la única dirección en la que no debería haber mirado con la boca muy abierta.
—¿Quién es esa chica? —me preguntó sin enderezar la cabeza, como si tuviera el cuello torcido, o una soga invisible tirara de él desde el otro lado de la carretera.
—¡Y yo qué sé! —y le cogí por la barbilla para obligarle a mirar hacia delante—. Vamos…
Pero aunque conseguí que echara a andar, no mantuvo la cabeza recta más de un segundo.
—No la mires —le dije, apretando los dientes con la misma fuerza con la que le habría estrujado a él si hubiera podido—. ¿Pero tú estás tonto o qué?
—No… —su acento era tan risueño como si estuviéramos los dos en una de esas verbenas que añoraba tanto—. Es que me gusta mucho, ¿comprendes?
—Pues si te gusta, no la mires, coño —y le di en la nuca para hacerle reaccionar de una vez—. ¿O es que no te acuerdas de lo que lleva en la cesta?
Por fin, volvió los ojos hacia mí con el ceño súbitamente fruncido, un insólito rubor en las mejillas.
—Es verdad —reconoció—. Tienes razón, ¿comprendes?
Y sin embargo, todavía la miró una vez más, mientras fingía atarse los cordones de las botas en el extremo de una curva. Cuando el autobús que iba en dirección al pueblo pasó a nuestro lado, volvimos a verla. Iba de pie, en el centro, agarrada a la barra, mirando hacia nosotros, y se había dado cuenta de todo, porque mientras Comprendes levantaba la cabeza hacia ella, le sonrió.
El pueblo estaba plagado de alemanes, pero todos de permiso y casi todos borrachos. Dimos varios rodeos para esquivar los burdeles, los cafés, las tabernas, y conseguimos no tener que enseñarle el salvoconducto a ninguno, pero entre eso y lo que tardó el herrero, cuando volvimos al campamento era tan tarde que el Lobo ya sabía que la entrega se había frustrado. Tres semanas después, nos anunció que íbamos a volver a intentarlo.
—Lo vamos a hacer en otra parada, lejos del pueblo, a unos cinco kilómetros de aquí, pero quizás sería mejor que fueran otros, porque…
—¿La chica es la misma?
—Claro. Ella es la que sigue teniendo las pistolas.
—Entonces vamos nosotros, ¿comprendes?
—Pero es peligroso, porque…
—Que no —y negó con la cabeza y tanta vehemencia como si se le hubiera descoyuntado el cuello—. Si no les enseñamos el salvoconducto, ¿comprendes?, no nos vieron la cara, ni nada… Vamos nosotros, que ya la conocemos, y mucho mejor —el Lobo no parecía muy convencido, pero Comprendes fue más rápido—. El otro día había dos chicas más en la parada, ¿comprendes?, y las tres iban vestidas por el estilo. Sólo falta que mañana haya otra con un sombrero, para que vaya cualquiera y meta la pata.
Y sin decir ni una palabra más, se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones, y echó a andar con mucha decisión.
—Pero ¿adónde vas ahora? —le pregunté. No me contestó, y cuando el Lobo quiso saber qué le pasaba, le dije que no estaba muy seguro, porque nunca le había visto así. Tampoco había visto a dos chicas vestidas igual que nuestra enlace en aquella parada de autobús, pero eso no quise decirlo.
El 10 de noviembre de 1936, estuve seguro de que iba a morir. Me había quedado solo en una esquina de la tercera planta del hospital Clínico de Madrid, y aunque había ido aprovechando las de los cadáveres que me rodeaban, estaba a punto de quedarme sin municiones. En ese momento, para mí no había más frente que aquel pasillo. Las habitaciones de número par eran nuestras, las de número impar, del enemigo, a un lado estaba yo, y al otro, al menos tres tiradores. No era la primera vez que pensaba que iba a morir, pero nunca había visto la muerte tan cerca. Ya me había dado tiempo a despedirme del mundo, a pensar en mi madre, en mis hermanas, en las decisiones que había ido tomando aquel verano hasta que decidí presentarme voluntario en Toledo, cuando el gobierno pidió mineros asturianos para dinamitar el Alcázar. Ese era el camino que me había llevado a morir en Madrid, una ciudad de la que aún no conocía nada excepto aquel hospital al que se dirigía el primer camión al que pude subirme dos días antes, cuando llegué andando desde Aranjuez, el hospital donde llevaba más de treinta y seis horas seguidas luchando, primero por la República, luego por mi propia vida, la que estaba a punto de perder. Ya me había dado tiempo a decidir que no me arrepentía de lo que había hecho, cuando le escuché por primera vez.
—¡Aguanta!, ¿comprendes? —y antes de que pudiera preguntarme qué era lo que tenía que comprender, vi cómo caía derribado el moro que me estaba friendo desde la puerta de la habitación 311—. ¡Aguanta, que ya llego!
Lo primero que me llamó la atención de él, antes incluso que la pregunta que repetía en todas las frases, fue que tuviera tan buena puntería llevando las gafas tan sucias. Aquella mañana, además, se le habían roto, y cada dos por tres se las quitaba para arreglárselas con un rollo de esparadrapo que había cogido al pasar por una sala de curas. Aparte de eso, era muy alto, muy delgado, aún más desgarbado, y tenía el pelo rizado en caracoles pequeños, retorcidos, que le caían sin cesar sobre la frente. Otros hombres me habían salvado la vida antes de aquel día, pero ninguno me había caído tan bien. Tampoco me había compenetrado nunca con nadie como con aquel chico, que tenía la misma edad que yo, veintidós años, y parecía adivinarme el pensamiento. Cuando los nuestros aseguraron el sector que iba desde nuestra posición hasta las escaleras, habíamos liquidado ya, en un periquete, a los tres que teníamos enfrente, y el relevo nos encontró fumando un pitillo, muy tranquilos. Ya me había contado que era de Vicálvaro, que llevaba en Madrid una semana escasa, y que se había instalado en un pisazo con balcones al Retiro que sus dueños habían abandonado antes del 18 de julio. Le había dado el chivatazo la portera, que era de su pueblo, y cuando le dije que yo ni siquiera tenía donde dormir, me contestó que a él le sobraban doscientos metros, un montón de habitaciones donde elegir. Así nos hicimos amigos, y desde el día que me salvó la vida, hasta que se enamoró de una chica con una cesta y un sombrero, apenas nos habíamos separado.
—¡Joder, Comprendes! —la mañana de la segunda entrega, cuando me desperté, no estaba en el barracón, y al verle entrar por la puerta, me costó trabajo reconocerle, porque se había afeitado, se había cortado el pelo y llevaba una camisa recién lavada, que chorreaba agua todavía—. A tu lado, voy a parecer un pordiosero.
—De eso se trata, ¿comprendes?
—No sé yo si el Lobo pensará lo mismo —pero él cogió uno de los sacos, sonrió, no dijo nada.
—He estado pensando… —y llevábamos andando más de un kilómetro cuando volvió a abrir la boca—. Esa chica, ¿comprendes?, tú qué crees, ¿será francesa o española?
—No sé qué decirte —porque la verdad es que a mí no me había parecido para tanto, y ni siquiera la había mirado bien—. Por la pinta, parece más bien española, pero eso no significa mucho.
—Ya… —pareció abismarse de nuevo en sus pensamientos, pero reaccionó enseguida—. Sería mejor que fuera española, ¿comprendes? No porque a mí me importe eso, que me da igual, ¿comprendes?, sino porque como no vamos a tener tiempo de hablar mucho…
—¿Que no vais a tener tiempo de qué?
Entonces, el que se quedó clavado, paralizado por el asombro en medio de la carretera, fui yo, y él quien se volvió a mirarme, muy extrañado.
—De hablar…
—Mira, Sebastián —sólo usábamos nuestros nombres auténticos en las emergencias pero, para despejar cualquier duda, fui hacia él, le cogí por los brazos, y le sacudí por no darle dos hostias—. Como parece que no te has dado cuenta de dónde estamos, ni de qué pasa, ni de qué vamos a hacer, te lo voy a explicar. Esto es Francia, ¿te enteras?, un país ocupado por los nazis. Tú y yo somos dos presos españoles, o sea, una mierda, ¿está claro? Esa chica seguramente es otra refugiada española. Su vida vale lo mismo que la nuestra, o sea, otra mierda, y se la va a jugar, o no, mejor dicho se la está jugando ya, para entregarnos unas pistolas, así que nadie va a hablar con ella, ¿entendido? Ni tú ni yo, ¡nadie! —me paré a mirarle y vi que estaba tan fresco, haciendo cosas raras con los labios para no sonreír—. Te juro que como hagas algo peligroso, saco una pistola de la cesta y te dejo seco.
—Bueno, ya veremos, ¿comprendes?
Aquel día en Madrid no habría verbenas, pero San Isidro debía de sentirse en deuda con nosotros, porque todo salió bien. De milagro, pero muy bien. A la hora convenida, vimos a la misma chica, la misma blusa, la misma falda, la misma cesta de la otra vez, andando por el lado contrario de la carretera, hasta que llegó a una parada de autobús donde sólo había una señora mayor, dormitando contra un poste, y dos niños de unos doce años que no estaban mucho más despiertos. Dejó su cesta en el suelo pero no se quitó el sombrero, y al fin cruzamos la carretera, llegamos a la parada y nos pusimos a su lado. Comprendes maniobró para pegarse a ella y se quedó quieto, con la cabeza recta, mirando hacia delante, un minuto, y otro, y otro más. Menos mal, pensé, y ya creía que mi regañina había servido para algo cuando le vi ladear la cabeza con una expresión de bobo muy sospechosa pintada en la cara. Un minuto más tarde, cerró los ojos y sonrió. Entonces me alejé de él un par de pasos, me estiré hasta que logré bostezar, miré a la derecha como si quisiera atisbar a un autobús que no venía, y al volver la vista atrás, les vi haciendo manitas, los dos muy tiesos, muy serios, como si aquellos dedos que se tocaban, que se movían arriba y abajo para acariciarse mutuamente, no fueran suyos. Recuperé mi posición inicial, a la izquierda de Comprendes, y doblé la lengua dentro de la boca para mordérmela con los dientes. Eso habría bastado para que mi amigo descubriera hasta qué punto estaba cabreado, pero no resistí la tentación de blasfemar en un murmullo.
—Me voy a cagar en Dios, en la Virgen y en los Doce Apóstoles… —ninguno de los dos me miró, aunque él sonrió al escuchar mi juramento, pero no tuve tiempo de cabrearme otra vez, porque enseguida vi aparecer a lo lejos el autobús en el que ella tenía que marcharse.
Los niños se adelantaron para subir en primer lugar, y la señora adormilada se colocó detrás de ellos. La chica cogió nuestra cesta, empujó la suya con el pie hacia nosotros, avanzó hacia la puerta y, mientras esperaba a que la anciana encontrara las monedas exactas para pagar el billete, como si supiera en qué instante se había enamorado Comprendes de ella, se quitó el sombrero, sacudió la cabeza, se volvió a mirarle y le sonrió. Él siguió el autobús con la mirada hasta que se perdió de vista, y luego se volvió hacia mí.
—Tú me has dicho que no hablara y yo no he abierto la boca, ¿comprendes?
Se echó a reír y me pareció que nunca le había visto tan eufórico, así que sonreí con él. Al fin y al cabo, teníamos las pistolas, cuatro Luger alemanas, nuevecitas, las primeras que conseguíamos, y eso era lo importante, aunque a él le siguieran preocupando más otras cosas.
—¿Será francesa? —me preguntó en el camino de vuelta, y al día siguiente, todos los días, varias veces, durante más de tres semanas—. Porque si fuera española, cuando te cagaste en Dios debería haberse reído, ¿comprendes? Claro que lo dijiste tan bajito, que a lo mejor no te oyó.
—¿Y de dónde era esa chica, Comprendes? —el Sacristán le tomaba el pelo.
—Era francesa, ¿no? —y el Cabrero también—. ¿O era de Cartagena? Es que no me he enterado bien.
—A ver si va a ser mi prima Conchita porque por la descripción…
—Iros a tomar por culo —y se volvía como si acabara de picarle una avispa—. Los dos, ¿comprendéis?
—¡Qué poco sensibles sois! —Zafarraya se hacía el comprensivo—. ¿No veis que está perdidamente enamorado?
Eso era lo que peor le sentaba. Al escucharlo, se levantaba de un brinco, se sacudía el polvo de los pantalones, como si no pensara volver a sentarse en la vida, y echaba a andar, menos digno que indignado, sin volverse a mirarnos. No tardaba ni dos minutos en volver, para seguir haciéndose preguntas en voz alta y preguntar por ella a los demás, sin más datos que unos rasgos que la muchacha del sombrero compartía con la prima del Sacristán y con varios millones de muchachas más, de cualquier nacionalidad y en cualquier lugar del mundo. Más bien baja, castaña tirando a morena, delgadita, con los ojos oscuros y el pelo largo, ondulado, los dientes muy blancos… Hasta que ella misma puso fin a su zozobra.
—¡Comprendes! —grité el día que se presentó en el claro del bosque donde yo estaba cortando troncos.
—¡Mande! —respondió él, que aquella mañana estaba trabajando de carbonero, un poco más arriba.
—Tu chica es española, andaluza, de Pozoblanco, y se llama Angelita.
—¿Sí? —y una cabeza completamente negra apareció por encima de una humeante montaña de escoria—. ¿Y cómo te has enterado tú de todo eso?
—Porque me lo acaba de decir ella misma, que está aquí delante.
—¡No me jodas! —y sonreí al recordar el esmero con el que se había pelado, y afeitado, y lavado la camisa unos días antes—. Bueno, dile que espere un momento, ¿comprendes?, que me voy a lavar la cara, por lo menos…
Angelita trabajaba muy cerca del aserradero, en una granja que pertenecía a los padres de Émile Perrier y en unas condiciones semejantes a las nuestras, porque había sido reclamada por indicación del Partido desde la fábrica a la que había llegado después de pasar por un campo de mujeres. A pesar de todo, tenía mucha más libertad de movimientos que nosotros, porque madame Perrier, además de camarada, era muy mayor y apenas salía de casa. Angelita era la que iba al pueblo a hacer la compra y la que venía a las oficinas de la empresa cada vez que sus padres querían darle a Émile algún recado que no se atrevían a transmitir por teléfono. Así había llegado hasta el aserradero aquella mañana, y no tuvo que preguntar dos veces para averiguar el paradero de un chico muy alto, con el pelo rizado, la nariz aguileña y las gafas sucísimas, porque no había otro con esas señas.
A partir de aquel momento, Comprendes y Angelita se pusieron de acuerdo para jugarse la vida el doble que los demás, de día pero también de noche. Todas las tardes, unos minutos antes de que sonara la sirena, él trepaba hasta unas peñas desde las que se veía la granja Perrier, y estudiaba el patio trasero. Angelita programaba sus encuentros con un código de ropa tendida a un lado o al otro de este o de aquel poste, y Comprendes descubría en las sábanas, en los vestidos y los calcetines, la hora y el lugar en el que ella estaría esperándole, o no, aquella noche.
—Fernando…
Si había suerte, repetía mi verdadero nombre en un susurro, zarandeándome con suavidad, hasta que conseguía que abriera los ojos. La primera vez que me desperté y encontré a mi lado un petate vacío, le dije que, por lo que pudiera pasar, prefería saber dónde estaba. Aunque oficialmente, para las fuerzas alemanas de ocupación, éramos trabajadores presos, dentro del campamento podíamos movernos libremente, y no había guardias en los barracones. Sin embargo, el recinto estaba rodeado de alambradas, y en las puertas había hombres armados cuya auténtica misión no consistía en impedirnos salir, sino en protegernos de las visitas que pudiéramos recibir del exterior. Muchos de nosotros habíamos llegado hasta allí como miembros de una Compañía de Trabajadores Extranjeros, pero eran más los ilegales, soldados republicanos, comunistas o no, que se habían fugado de los campos o de las fábricas, y carecían de cualquier permiso para estar en el aserradero. Ellos eran la única razón de que el recinto estuviera vigilado, y de vez en cuando, hacíamos un simulacro de emergencia para que cada uno supiera dónde tenía que esconderse, y nos partíamos de risa.
Cuando le tocaba guardia a algún conocido, Comprendes entraba y salía sin problemas. Cuando no, estaba sin tabaco una semana, pero nunca faltó a una cita. Lo sé, porque yo no podía volver a dormirme hasta que regresaba. Antes de que me diera tiempo a coger la postura, el muy cabrón ya se había quedado frito, y a la mañana siguiente, parecía que no había sido él quien se había corrido una juerga, porque se levantaba como una rosa y atacaba los troncos como si fueran juncos, mientras yo subía la cuesta arrastrando los pies, entre bostezo y bostezo.
—Lo que está haciendo tu amigo es muy peligroso —me decía el Lobo.
—Ya… —pero mientras le daba la razón, procuraba no mirarle a la cara.
—No lo digo sólo por él, lo digo también por ella.
—Ya…
—Cualquier día, vamos a tener un disgusto.
—Ya…
—No tiene sentido que se estén jugando la vida de esa manera.
—¿Tú crees que no? —hasta que una mañana, el Zurdo intervino en una conversación a la que nadie le había invitado—. ¿Y para qué sirve la vida entonces, en tu opinión?
Yo estaba de parte de Comprendes, él estaba de parte de Comprendes, todos estábamos de su parte, de parte de aquel amor dificilísimo, que florecía en el desierto desolado y áspero de una derrota interminable como una garantía de que la vida seguía existiendo, de que existiría el futuro, por ahí, en alguna parte, mientras Comprendes y Angelita siguieran encontrándose por las noches en el bosque, mientras se las arreglaran para ser felices sin nosotros, y por nosotros a la vez. ¡Hay que joderse con el romanticismo!, protestaba el Lobo, y tenía razón. Todos estábamos incumpliendo todas las reglas, Angelita y Comprendes los primeros, por largarse de sus dormitorios de madrugada, después él, por consentirlo, y luego los demás, por ampararles. Habíamos tejido con mucho esfuerzo una red muy frágil, y una debilidad de cualquiera de sus miembros repercutiría sin remedio en la fortaleza del conjunto. Así eran las cosas, y todos lo sabíamos, pero más nos importaba saber que seguían existiendo los besos en la boca. Eso nos importaba más que comer.
En aquella fase, Angelita, el cordón umbilical que unía al Partido de fuera con el Partido de dentro, era más valiosa para la organización que todos nosotros juntos. Ella, con sus veinticuatro años y su aspecto de muchachita española sin rasgos particulares que destacar, era la que coordinaba a los comités de las empresas de la zona, la que distribuía a los ilegales por los aserraderos, la que nos entregaba las armas que se hubieran podido robar a los alemanes, la que transcribía las emisiones en onda corta de la BBC y la que las descifraba, para avisarnos de las entregas de armamento que los aliados dejaban caer en paracaídas para el Ejército Secreto de De Gaulle, sin saber que nosotros íbamos a intentar llegar a recogerlas antes que ellos. Cuando lo lográbamos, y cuando no, en el claro del bosque donde nos hubiera citado, estaba ella, corriendo riesgos innecesarios. Al ver a Comprendes, salía de detrás del matorral donde se hubiera escondido, sonreía, y se dedicaba a hacer tonterías, como si fuera una niña pequeña. Él la veía balancearse, arreglarse la cinturilla de la falda, apartarse el flequillo de la frente y, cayeran o no fusiles del cielo, se iba derecho a ella, la abrazaba y, después de mirarla un momento como si nunca antes lo hubiera hecho, la besaba en la boca para que los demás sonriéramos a la vez, como si acabáramos de acordarnos de que nosotros también seguíamos teniendo labios, lengua, dientes. Mientras tanto, el Lobo mascullaba una letanía monótona, aburrida y rancia como el rosario de las beatas, os voy a expulsar, os voy a expulsar, os voy a expulsar, a mí me expulsarán, desde luego, y me estará bien empleado, pero antes os voy a expulsar a todos, no se va a librar ni uno, ¿me oís?, ni uno…
Nunca nos lo tomamos en serio, porque sabíamos que se le iba la fuerza por la boca. Si me dieran una peseta por cada vez que has dicho que me ibas a expulsar del Partido, Lobo, sería ya el hombre más rico de la provincia de Granada, solía decirle Zafarraya, que era su mejor amigo y el único que se atrevía a reírse de él en su cara. Conque me dieran dos reales, mira lo que te digo, ya tendría yo un carmen en el Albaicín, con sus cipreses, y sus macetas, y sus fuentecicas… Eso era verdad, aunque al final, el Lobo tuvo razón. Al final, Comprendes nos dio un disgusto cuando menos lo esperábamos, cuando ya estábamos en el monte, metidos hasta el cuello en la guerra.
—Voy a bajar, ¿comprendes?
Dentro de poco, volvería a ser San Isidro, pero en 1944 ya no vivíamos en el aserradero, donde otros tantos ilegales cortaban troncos y hacían carbón con los nombres y los apellidos de los que estábamos arriba, luchando contra los alemanes. Los grandes combates no habían empezado aún, pero ya habíamos dejado atrás los sabotajes para debutar en la guerrilla. Nuestra base estaba cerca de nuestros antiguos barracones, prácticamente encima de la granja Perrier, pero cuando Comprendes me dijo que iba a bajar, yo le contesté que no, y lo dije en serio. Aquello era la guerra, y no hacía falta ser el Lobo para asustarse de las consecuencias de lo que antes era una simple travesura. Cuando se escapaba por las noches, en el llano, Comprendes corría sus propios riesgos, pero en el monte, y en aquellas circunstancias, cualquier imprudencia suya nos pondría en peligro a todos. Sin embargo, cuando le advertí que estaba dispuesto a detenerle antes que a dejarle bajar, me miró, me sonrió, y siguió hablando como si no se hubiera creído una palabra.