Harina, la que admita.
Cuando entré en la cocina, me encontré los mármoles relucientes, el suelo recién fregado y ningún cacharro a la vista. Todavía no eran las ocho de la mañana, pero la cocinera y su ayudante se habían marchado ya.
Respiré hondo, apoyé las manos en la tabla de amasar y cerré los ojos. Mi corazón latía a un ritmo descompensado, frenético, como el mecanismo de un juguete de cuerda a punto de romperse, de saltar alegremente por los aires en una cascada de muelles y tornillos diminutos para no volver a funcionar nunca más, pero mi cuerpo, mi rostro, mis manos mantenían el control, una apariencia de normalidad que me resultaba imprescindible aunque no hubiera nadie cerca para mirarme. Tardé unos segundos en percibir los olores propios de una cocina recogida, lejía y jabón, humedad y limpieza, un aroma humilde, doméstico, que me serenó como si pudiera acariciarme con sus dedos.
A pesar de que nadie me había adiestrado, ni siquiera educado para trabajar en una cocina, algunos de los grandes momentos de mi vida habían sucedido en habitaciones despejadas, luminosas, de paredes revestidas de azulejos y superficies de mármol impoluto, pequeños mundos blancos, tan ordenados como aquel donde acababa de quedarme sola. Quizás por eso, mientras los últimos habitantes de aquella casa se preparaban para abandonarla, yo decidí ponerme un delantal y hacer rosquillas.
Harina, la que admita, recordé, y abrí los ojos, levanté las manos de la tabla, sacudí los hombros para ponerme en marcha. En la despensa encontré tres paquetes de un kilo, y calculé el resto de los ingredientes sin dificultad, tantas veces había hecho la misma receta. Aparté nueve huevos, un kilo de azúcar y la leche que había sobrado del desayuno, casi un litro. Alguien debía de haber avisado al lechero de que no pasara aquella mañana, pero con eso tenía suficiente. Mantequilla no. El 20 de octubre de 1944, medio kilo de mantequilla era demasiado hasta para la cocina de un delegado provincial de Falange Española, pero la hermana Anunciación usaba manteca de cerdo cuando no había otra cosa, y eso mismo iba a hacer yo.
Cuando empecé a rallar los limones, las manos me temblaban. Me raspé la yema del dedo índice un par de veces y tuve que hacer una pausa para advertirme a mí misma que no podía permitirme el menor accidente, en la mano derecha no, y en aquel dedo menos. Seguí rallando más despacio, y al terminar, comprendí que lo mejor sería amasar por tandas, porque yo no era una repostera tan experta como la hermana Anunciación y quería que aquellas rosquillas me salieran muy buenas, tanto como las mejores que hubiera hecho en mi vida.
Reuní la tercera parte de los ingredientes en una artesa, metí en ella las dos manos hasta las muñecas, y mientras movía la masa con todos los dedos me fui sintiendo mejor, más segura. La textura aceitosa, suave y blanda, en la que iban disolviéndose los granos de azúcar, los grumos arenosos de la harina, al mezclarse con los huevos, con la leche, la manteca derretida y el licor que decidí incorporar en una dosis que doblaba la habitual, para convencerme a mí misma de que estaba cocinando sólo para hombres, relajó mis músculos y refrescó mi cabeza con ese don ligero y húmedo, fresco y esponjoso, que las masas dulces, y hasta las saladas, sabían contagiar a mis dedos. Desde que desperté bruscamente del sueño donde había sucedido lo mejor de mi vida, la cocina era el único lugar donde aún sentía que tenía una piel, donde la piel aún me daba alegrías.
—Señorita, quería pedirle un favor…
Aquel día de septiembre de 1936, todo había empezado ya, y sin embargo, fue entonces cuando empezó todo.
—Es que la reunión de esta tarde, ¿te acuerdas de que te dije que iba a salir? Bueno, pues nos acabamos de enterar de que el gobierno ha militarizado el local, y yo he pensado… Como esto es tan grande y nos hemos quedado las dos solas… ¿A usted le importaría que nos reuniéramos en la cocina?
Virtudes y yo llevábamos un mes y medio viviendo solas en casa de mis padres, y aunque le había pedido muchas veces que volviera a tratarme de tú, como cuando éramos pequeñas, se dirigía a mí con una desconcertante mezcla de intimidad y respeto, como si ella tampoco acabara de creerse lo que nos estaba pasando. Las dos teníamos la misma edad y nos conocíamos desde siempre, porque era la nieta del ama de llaves de la casa, y de pequeña vivía con nosotros, en el cuarto de su abuela. En aquella época, estábamos siempre juntas, pero cuando cumplió siete años, su madre la reclamó, se la llevó a Carabanchel, y no regresó hasta que las dos ya habíamos cumplido quince, con una cofia almidonada y un uniforme de doncella. Mientras lo llevó puesto, nunca supimos muy bien cómo tratarnos. Yo le tenía demasiado cariño como para darle órdenes, y ella parecía tener siempre miedo de dirigirse a mí con menos respeto del debido, así que al principio, las dos nos poníamos coloradas cada vez que nos cruzábamos por el pasillo, y después tampoco fuimos capaces de encontrar una manera de hablar. Hasta que llegó un día en el que todas aquellas cosas dejaron de tener importancia.
—¡Inés…! —el 19 de julio no había amanecido aún cuando alguien, algo que al principio no supe identificar, me arrebató bruscamente del sueño—. ¡Inés, por favor, despiértate!
La noche anterior no me había resultado fácil dormirme. Pocos españoles, si es que lo logró alguno, durmieron bien el 18 de julio de 1936. Yo no fui una excepción aunque, de esa extraña manera en que a veces descubrimos que sabíamos de antemano algo que acaba de suceder, sin haber sabido que lo sabíamos, la verdad es que de alguna manera estaba al corriente de la situación. Mi hermano Ricardo llevaba meses conspirando, y yo no sabía exactamente cómo, ni para qué, pero sí sabía con y contra quién. No hacía falta demasiada imaginación para encontrar la pieza que faltaba en aquel rompecabezas.
—Anoche, en el baile del Casino… ¡Qué pena que no estuvierais allí! Fue estupendo…
Mi prima Carmencita había venido una tarde de mayo a tomar café con su novio, uno de esos amigos con los que mi hermano se encerraba algunas tardes en el despacho de papá. Los ojos le brillaban de emoción mientras contaba su gran aventura del día anterior, cómo había ido con unas amigas, por la mañana, a un almacén de semillas de la calle Hortaleza, a comprar dos kilos de alpiste, cómo lo habían repartido en unos saquitos que se cosieron al forro de sus vestidos de noche, cómo entraron en el baile como si tal cosa, y mientras bailaban, fueron esparciendo el grano a los pies de los oficiales del Ejército que bailaban a su vez con sus novias, hasta que dejaron el suelo del salón hecho un gallinero, que era exactamente lo que pretendían.
—A buen entendedor… —remató Carmencita, mientras su novio, mi hermano, mi madre, mi hermana Matilde y mi cuñado José Luis se reían, celebrando la brillantez de la estratagema.
Yo no me reí. Quizás, todo empezó en realidad en aquel instante, porque no me reí, a mí no me hizo gracia la hazaña de mi prima.
Carmencita tenía casi dos años más que yo, y una singular especie de éxito congénito que multiplicaba nuestra diferencia de edad por varias cifras en el mismo instante en que abría la boca. Cuando estábamos quietas y calladas, yo parecía la mayor de las dos, porque era más alta, demasiado para el gusto de la época, y tenía los hombros, el pecho, las caderas más pronunciadas, demasiado para el gusto de la burguesía de la época, y músculos de amazona, demasiado deportivos para el gusto de las madres casamenteras de la burguesía de la época. Tenía además una cara alargada, de rasgos marcados, los pómulos salientes y la boca muy grande, que era demasiado distinta a las de las muñecas que proclamaban desde los escaparates de las jugueterías un canon de belleza en el que el rostro de Carmencita encajaba como un guante. Quizás por eso, a mí nadie me había llamado nunca Inesita, pero el espejismo de mi superioridad se desvanecía en el instante en que mi prima empezaba a asentir con la cabeza, para darse la razón a sí misma, mientras murmuraba, sí, sí, sí, sí, sí, con los labios fruncidos.
Todo lo que ella decía, todo lo que pensaba o hacía, revelaba la inexpugnable seguridad en sí misma de quien no sólo no duda de llevar siempre razón, sino que carece además, no ya de respeto, sino hasta de curiosidad por las opiniones de los demás, que nunca le parecerán dignas de llamarse razones. Carmencita era un prototipo de fascista española antes de que el fascismo español existiera. Cuando éramos niñas, ese aplomo me acomplejaba, me empequeñecía hasta lograr el prodigio de borrarme en su presencia, pero a aquellas alturas me producía un efecto muy distinto. En mayo de 1936 ya había descubierto que, en realidad, lo que pasaba era que Carmencita me caía gorda, aunque tal vez nunca habría llegado a una conclusión tan sencilla, tan confortable al mismo tiempo, si otra de mis primas no me la hubiera puesto en bandeja.
Yo era la pequeña de todos los nietos de mi abuelo, y Florencia, a la que siempre habíamos llamado María, la mayor de los sobrinos de mi padre. El suyo había muerto cuando era una niña. Al llegar a la adolescencia, mi tía Maruja decidió que no podía con aquella muchacha rebelde, indisciplinada y peleona, que no parecía hija suya, y por eso la envió, sin demasiadas lágrimas, a estudiar al extranjero, Francia primero, Inglaterra después. Durante largos años no volvimos a verla, pero en las apuestas que mis tíos y mis padres cruzaban en voz baja en las fiestas familiares, ninguna palabra se repetía tanto como perdida, o su variante, aún más siniestra, echada a perder. En el invierno de 1933, casi les fastidió comprobar hasta qué punto se habían equivocado.
Mi prima volvió a Madrid acompañando a un pianista uruguayo, de piel muy blanca y pelo muy negro, largo como el de los trovadores medievales, a quien presentó como su prometido. En aquel calificativo se agotó su cautela. Enseguida se corrió la voz de que él nunca la llamaba María, sino Florencia, porque ella había decidido renunciar a su primer nombre y usar solamente el segundo, pero esa, con ser llamativa, no fue la única novedad. La hija pródiga de mi tía Maruja, que era tan alta, tan ancha de hombros como yo, llevaba vestidos de satén y de raso, tejidos livianos, brillantes, que le sentaban estupendamente, aunque, o quizás porque, se le pegaban a las caderas cuando andaba y dejaban ver sus piernas, la falda justo por debajo de la rodilla. Había quien juraba que la había visto con pantalones, y todos pudimos ver que llevaba el pelo más corto que su novio, la nuca al aire, que se pintaba los ojos con un lápiz negro y cremoso, como los que usaban las mujeres árabes, que fumaba con boquilla y hasta que se tragaba el humo. Sin embargo, este completo catálogo de horrores no encajaba en absoluto con la imagen de la desgraciada tirada en el arroyo que las autoridades de mi familia le habían asignado tantas veces. Mi prima estaba guapísima, bien alimentada, bien vestida, y cargada de sortijas en todos los dedos, aunque ninguna relucía tanto como sus ojos de persona feliz, de esas que no necesitan la aprobación de nadie para disfrutar de su suerte.
El novio de Florencia, Osvaldo, había venido a Madrid para dar un concierto en el Teatro Real, pero en realidad fueron tres los espectáculos que dieron juntos. Al primero no pude asistir, porque todavía tenía dieciséis años y mi madre era muy conservadora al respecto, pero escuché la crónica de Carmencita, que ya frecuentaba los bailes del Ritz y hallaba un oscuro placer en repasar en público el escándalo que Florencia había formado al bailar un tango con el uruguayo.
—Pegados, pegados, pero pegados como lapas —y juntaba las palmas de las manos para dar más énfasis a su descripción—, acoplados como animales, de verdad, ¡qué vergüenza! La gente les hacía corro, claro, porque ella… ¡Venga a meter la pierna entre las piernas de él! Y él… ¡Venga a tirarla al suelo para levantarla después! Yo ya no sabía dónde meterme, en serio.
—No seas tonta, Carmencita —mi hermano Ricardo, que también había estado allí, intervino para defender la modernidad, como hacía siempre por aquel entonces—. Les hacían corro porque bailan muy bien. Los tangos se bailan así.
—¿Sí? Pues yo no bailo así, desde luego. Y no creo que ninguna mujer decente tenga que despatarrarse de esa manera para bailar ninguna pieza.
El segundo espectáculo, el concierto del Real, sí tuve la suerte de verlo, y sobre todo, la de escucharlo. A mamá, a quien pude acompañar sólo porque mi padre me cedió su entrada en el último momento, diciendo que se lo veía venir, no le gustó el repertorio, pero tuvo que reconocer que Osvaldo era un pianista admirable, y hasta lamentó que no hubiera escogido para la ocasión música de verdad. Lo que mi madre entendía por «música de verdad» se reducía al barroco alemán y la ópera italiana. Los románticos ya le parecían estridentes, y de la arrebatada modernidad de las piruetas que Prokofiev y Stravinsky habían compuesto para los Ballets Russes de París, habría preferido ni oír hablar, pero tuvo que escucharlas, porque eso fue lo que tocó Osvaldo aquella noche, fragmentos de Romeo y Julieta, de Petruschka y de El pájaro de fuego, que provocaron una reacción furibunda en el auditorio. A los diez minutos, la mitad de los abonados del patio de butacas empezaron a levantarse, estrellando los asientos de sus butacas contra el respaldo para hacer ruido, antes de salir taconeando por el pasillo con la barbilla tan alta como si les hubieran lanzado un guante. Parecía que el teatro se había quedado vacío, pero cuando sonó la última nota, el público del Paraíso, donde se agolpaban los músicos sin dinero y los estudiantes del Conservatorio, y los melómanos de los palcos más altos, más baratos también, desencadenaron una ovación interminable, salpicada de unos ¡bravos!, tan fervientes que obligaron a Osvaldo a hacer dos bises, entre ellos una pieza de la Iberia de Albéniz que, bajo todos los arpegios y virtuosismos imaginables, no era ni más ni menos que la Tarara sí, la Tarara no, la Tarara, madre, que la bailo yo.
—¡Qué barbaridad! —y esa melodía, que por fortuna dejó para el último lugar, acabó de provocar la indignación de la mía—. Esto ya es el colmo, vamos, ¡qué falta de respeto! ¿Pero qué se habrá creído que es este teatro, para venir a insultarnos a todos con semejante cencerrada?
Sin embargo, las críticas fueron excelentes, tan entusiastas las de esos periodicuchos modernos como El Sol y El Heraldo, de los que no se fiaba ningún miembro de mi familia, como la del ABC, que era el único diario respetable para su gusto. Envalentonada quizás por la unanimidad de aquel éxito, la tía Maruja convenció a Florencia para que asistiera con su pianista a la fiesta de cumpleaños de su cuñada Carmen. Aquel fue el tercer espectáculo que dieron en Madrid, y para mi gusto, el mejor de todos.
—¡María! —dijo la homenajeada al verla entrar, fingiendo que se alegraba mucho de tenerla en su salón—. ¡Qué alegría!
—Llámame Florencia, tía —respondió su sobrina con suavidad, después de plantarle dos besos tan falsos como los que había recibido de ella—. Me gusta más.
—¡Desde luego, a quien se lo cuentes…! —entonces, Carmencita, con la dosis suplementaria de seguridad que le daba estar en el salón de su casa, se atrevió a pronunciar una sentencia condenatoria sin dejar de darse la razón con la cabeza—. Mira que te ha servido a ti de mucho conocer mundo, sí, sí, sí, sí, sí, para volver con ese nombre pueblerino, que huele a vacas, y que llevamos todas como una cruz…
Y en ese instante, Florencia, que había sido bautizada como María Florencia, igual que Carmencita era Carmen Florencia, mi hermana, Matilde Florencia, y yo, Inés Florencia, todo en honor a una tradición ancestral, que había sido escrupulosamente respetada hasta que la generación anterior a la nuestra la relegó al segundo lugar de todas las partidas de nacimiento, se paró en seco, se volvió a mirarla, y habló desde lo alto de una torre imaginaria, tan alta como si entre ella y nosotros hubiera espacio de sobra para un mar de nubes.
—¡Qué gusto oler a vacas, a campo, a aire fresco! —y, por si fuera poco, sonreía—. Cualquier cosa mejor que el olor a brasero, a rebotica y a sacristía, de una familia tan orgullosa de no haber salido nunca de este país inculto de conquistadores de pacotilla. Lo mejor de España son los establos, querida. Los establos, y la gente que vive en ellos. Ya os gustaría a vosotros ser tan elegantes.
Eso dijo, y después, mientras mi tía Maruja fingía un desmayo para no tener que enfrentarse a su primogénita, y el rostro de los demás iba pasando del blanco del asombro al rojo de la indignación, sin hallar palabras para expresar ni el uno ni la otra, María, ya para siempre sólo Florencia, cogió del brazo a su novio y se marchó con él para no saber jamás cómo la recordaría su prima Inés, con la que no había llegado a hablar ni una docena de veces en toda su vida. Nunca tanto como en la primavera de 1936, cuando todo cuanto ocurría a mi alrededor, el suelo del salón de baile del Casino rebosando alpiste, parecía suceder sin otro objeto que darle siempre la razón.
—¿No lo entiendes, Inés? —porque cuando recobraron la serenidad suficiente para analizar aquel imperdonable exabrupto, concluyeron que Florencia se había pasado al enemigo, que hasta aquel momento había sido cualquiera que osara llevarles la contraria pero, desde su victoria electoral de febrero de aquel mismo año, no era más que el gobierno del Frente Popular—. Les estábamos llamando cobardes, cobardes gallinas, por no poner coto a esta vergüenza, ¿no lo…?
—Sí, sí, Carmencita —la interrumpí—. Lo he entendido.
—¿Y no te divierte?
—Pues… —y busqué una fórmula para esquivar la respuesta que buscaba, aunque siguió sin parecerme divertido—. Ingenioso sí es.
En aquella época, yo ya había empezado a pensar por mi cuenta, aunque eso aún no lo sabía nadie, quizás ni siquiera yo misma, en la inmejorable familia de gente de orden en la que había nacido. Mi infancia, plácida y confortable, almidonada como las sábanas de hilo entre las que dormía, transcurrió en un país de puntillas blancas, donde todo cuanto existía, mi ropa y la de mis muñecas, las cortinas de mi habitación y las de su casita, la colcha de mi cama, las colchas de sus cunas, mis pañuelos y hasta las repisas de mi cocina de juguete, estaba rematado con una monótona variedad de primorosas tiras de encaje. Cuando cumplí trece años, miré a mi alrededor y decidí que las puntillas no me gustaban, pero nadie tuvo en cuenta mi opinión. Tampoco la escucharon un par de años más tarde, cuando me obligaron a renunciar a la equitación, quizás porque los caballos eran el único elemento de mi vida que no podía adornarse con puntillas.
Mi hermana mayor, que había estudiado inglés y francés, música y dibujo, literatura, historia y matemáticas, igual que yo, se casó a los dieciocho años con un vestido bordado de arriba abajo y una cola de tul de varios metros, y a los tres meses ya estaba embarazada. Para eso se estaba preparando Carmencita, eso era lo que se esperaba de mí, y sin embargo, en junio de 1933, cuando el rumor de los escándalos de Florencia no se había apagado todavía, la muerte de mi padre, que cayó fulminado en plena calle, víctima de una dolencia cardiaca que él mismo ignoraba, abrió en aquella estructura poderosa, indeformable en apariencia, una grieta que no cesaría de agrandarse.
Mi madre se hundió de tal manera que llegamos a creer que nunca se recuperaría de aquella desgracia. Postrada por una melancolía que iba más allá de cualquier tristeza razonable, empezó a pasarse los días enteros en la cama mientras su primogénito, Ricardo, asumía el papel de padre de familia para decidir que yo me ocuparía de cuidar a mamá hasta que se repusiera. Aquel encargo, por un lado, me pesó por lo que tenía de encierro, pero por otro me liberó de encontrar pronto marido, un tesoro que no tenía el menor deseo de poseer. Salía de vez en cuando, eso sí, con una carabina distinta en cada ocasión, para que no se olvidaran de mí y preparar mi definitiva incursión en el mercado de las solteras disponibles, el supuesto debut en la felicidad adulta, que consistía en soportar los pisotones de un montón de jovencitos granujientos sin dejar de ponerle buena cara a sus mamas, hasta que lograra alzarme con el premio gordo de un buen partido, del que nadie me preguntaría jamás si me gustaba, o no, tanto como a Florencia su pianista uruguayo. Esa era la prolongación natural del mundo de puntillas en el que había vivido durante tantos años, y por eso, a pesar del aislamiento que me iba rezagando de los compromisos de mis primas, de sus amigas y de las mías, nunca me quejé de quedarme en casa, cuidando a mamá, un empeño por el que pronto me recompensó ella misma, abandonando la cama por las mañanas para permanecer sentada en una butaca durante las horas de luz.
Pero si con la muerte de mi padre todo había cambiado muy deprisa, sin él, las cosas siguieron cambiando al mismo ritmo. Al principio, Ricardo se propuso ocuparse de mí con la misma severidad que había padecido a mi edad, pero a principios de 1934, cuando llevaba menos de un año desempeñando ese papel, se afilió al partido que acababa de fundar uno de los hijos de Primo de Rivera, y ya no tuvo tiempo, ni ganas, de vivir para otra cosa.
—¿Qué? —tampoco dejó de ponerse la camisa de mahón azul oscuro que estrenó una tarde, en casa, para que mi madre y yo la viéramos antes que nadie—. ¿Os gusta?
Yo me asusté tanto que ni siquiera despegué los labios, pero ella le dedicó una expresiva mueca de desagrado.
—Pshhh… Muy elegante no es, desde luego. Me alegro de que tu padre no haya llegado a verte con esa pinta, porque… la verdad es que pareces un obrero, hijo mío.
—De eso se trata, mamá —mi hermano se acercó a ella y la besó en la frente—. De que todos seamos obreros en la construcción de una nueva España fuerte y social.
—Paparruchas —respondió nuestra madre—. Yo he sido monárquica toda la vida y seguiré siéndolo hasta que me muera.
—La monarquía es un estado hembra, un estado débil, madre…
—Paparruchas —repitió ella—. Siendo hembra, bastante fuerte he sido yo como para pariros a todos vosotros, así que…
Ricardo volvió a besarla y se echó a reír. Luego cogió el sombrero, el abrigo, y vino a besarme a mí.
—Espera, que voy contigo —cuando estuvimos solos, en el pasillo, le cogí del brazo y le hablé en un susurro—. Pero tú… ¿te has hecho comunista?
—¿Comunista? —él repitió mi pregunta en voz alta, echándose a reír después—. ¡Pues claro que no, Inés! ¿Cómo voy a hacerme comunista? Me he hecho falangista.
—¿Sí? Pues siento decirte que así es como van vestidos los comunistas. Los veo todos los días, vendiendo su periódico, cuando paso por delante del mercado de García de Paredes, y siempre llevan esas mismas camisas.
—Ya… —Ricardo asintió, sonriendo todavía—. Pero dejarán pronto de llevarlas, no te preocupes.
En eso acertó, y cuando los comunistas les cedieron el monopolio de las camisas azules, estaba ya tan metido en política que la mitad de los días ni siquiera cenaba con nosotras. Pero la Falange no le cambió sólo el horario.
Yo quería mucho a Ricardo, más que a Matilde, y que a Juan, porque la temprana boda de la primera, la carrera militar del segundo y la muerte de nuestro padre nos habían dejado tan solos como a dos hijos únicos, el primero demasiado mayor, la segunda demasiado pequeña, en el piso familiar de la calle Montesquinza. Durante la primera etapa de los tres últimos años que vivimos juntos en aquella casa, yo cuidando de mamá, él cuidando de nosotras dos, Ricardo fue para mí mucho más que un hermano mayor. Él era mi compañero y mi referencia, los ojos que miraban el mundo por mí, los labios que me contaban lo que habían visto. Y al brotar de ellos, el mundo era divertido porque él era divertido, noctámbulo, ingenioso, y tan moderno como a mí me habría gustado ser alguna vez. Por eso, no le di importancia a su filiación política, quizás porque en aquella época, en Madrid todo el mundo militaba, los patronos y los obreros, los señores y los muertos de hambre, las señoras y sus doncellas, todos pertenecían a este partido o al contrario, todos contribuían a sus causas, y asistían a los mítines, y hacían proselitismo entre sus amistades, y convocaban a sus correligionarios hasta para ir de verbena los domingos. Todos menos yo, que ni siquiera salía de casa los días que mamá no se encontraba con ánimos para pasear.
—Me preocupan mucho las nuevas amistades de tu hermano —me decía ella, de vez en cuando—. El otro día le escuché hablar de no sé qué revolución social, y ya se lo dije. ¡Con los pies por delante! Así me verás salir de esta casa antes de consentir que te conviertas en un revolucionario…
Yo sonreía y procuraba no llevarle la contraria, pero aunque no lo dijera en voz alta, siempre me ponía de parte de mi hermano. Ricardo era joven, estaba soltero, y me parecía natural que se hiciera revolucionario, como antes se había hecho republicano. Yo no sabía nada de política, sólo un poco de inglés y otro tanto de francés, nociones de música y dibujo, un pálido barniz de literatura, historia y matemáticas, los brochazos de cultura general que me habían dado por encima hacía tanto tiempo que ya se estaban cuarteando sin haberme servido nunca para nada, pero Ricardo había ido a la universidad, y tenía amigos poetas, se reunía con ellos por las noches, y todos llevaban esas camisas azules, de obreros, y cantaban, y se emborrachaban, y cortejaban a las muchachas, nada que no hicieran otros chicos de su edad… Eso era lo que él me contaba, y yo me lo creía, porque mi hermano seguía siendo muy simpático, muy moderno, y aún se reía por cualquier cosa, sin tomarse nada en serio.
—España lleva la falda demasiado larga, mamá. Hay que acortársela… Un palmo, por lo menos.
Entonces, ella se enfadaba, yo me reía, y todo seguía igual, hasta que ese todo integrado por la presencia de mi hermano, por su compañía y su conversación, sus chistes y sus carcajadas, empezó a adelgazar, a perder espesor, consistencia, en la misma medida en que se iba debilitando el gobierno Lerroux, o quizás, mejor aún, en la proporción en que la izquierda veía crecer su fe de recuperar pronto el poder.
A medida que avanzaba 1935, Ricardo empezó a faltarme también en los desayunos, al principio, sólo de vez en cuando, después con más frecuencia, hasta que dejó de venir a dormir a casa la mitad de las noches. De día, aún le veía, pero casi siempre como a una sombra imprevista, un fantasma apresurado, fugaz, que había perdido las ganas de hablar conmigo, de contarme chismes y hacerme carantoñas, porque apenas tenía tiempo para ducharse, para ponerse una camisa limpia y comer algo de pie, en la cocina, antes de salir otra vez o de encerrarse en el despacho de papá, donde se tiraba las horas muertas conspirando con sus amigos, aquellos chicos tan divertidos, modernos y noctámbulos, a quienes yo creía conocer de toda la vida hasta que, poco a poco, se fueron volviendo tan extraños como él.
—¡Inés! —la única vez que mi hermano me franqueó la puerta de aquella fortaleza, no fue para preguntarme cómo estaba, ni para charlar un rato—. Ven. Cierra la puerta y echa el cerrojo, anda.
Después, con el gesto grave al que recurría desde hacía algún tiempo, como si le complaciera echarse diez años encima, se sentó en la butaca de nuestro padre y cogió un cuaderno de tapas de piel muy desgastadas, la agenda en la que todos habíamos ido apuntando durante años los números de teléfono que no convenía que se perdieran. La abrió por la R y me miró.
—¿Cómo te apellidas? —me preguntó.
—¿Pues cómo quieres que me apellide? —protesté, porque no entendía aquella comedia—. Igual que tú. Es que estás rarísimo, Ricardo…
—Bueno, pero dime tu primer apellido —y antes de que volviera a protestar, insistió—. Dímelo, y no hagas el tonto, que esto es importante.
—Ruiz —contesté—, me apellido Ruiz.
—Muy bien —y señaló aquella misma palabra, cuatro letras que no iban unidas a ningún nombre propio sino a una simple abreviatura, en la página por la que había abierto la agenda—. Aquí está, Sr. Ruiz, ¿lo ves? —asentí con la cabeza, lo veía—. ¿Y tu segundo apellido?
—Maldonado —él pasó páginas hasta encontrar, en la M, una entrada similar, y volvió a mirarme—. Castro… —proseguí—. Soto… Suárez.
—Muy bien —repitió, muy satisfecho—. Pues ya está. Los cuatro primeros números de los teléfonos que coinciden con tus cinco primeros apellidos, escritos en ese mismo orden, son la combinación de la caja fuerte.
—¿La caja fuerte? —en ese instante sentí un escalofrío que me recorrió de arriba abajo, dejando un rastro helado y sucio, desagradable, en el centro de mi espalda—. ¿Y para qué quiero yo saber la combinación de la caja fuerte? ¿Qué está pasando, Ricardo?
—Nada —aún estaba serio—. No pasa nada. Pero si algún día llegara a pasar… —entonces se levantó, me abrazó con fuerza, y me besó como si fuera mi hermano de antes, de siempre—. Pero tienes que prometerme que no vas a dejarnos sin un céntimo para fugarte a América con ningún novio, ¿eh?
—¿Un novio? —puse los ojos en blanco—. Pues ya me dirás tú de dónde lo voy a sacar… —y como antes, como siempre, nos reímos juntos de mi respuesta, pero nunca volvimos a hablar de la caja fuerte.
Durante la campaña electoral de 1936 la situación en mi casa volvió a cambiar, pero en una dirección distinta, y en primer lugar, porque mi madre se recobró tan veloz como milagrosamente de todos sus melancólicos dolores. Cuando estábamos solas, seguía diciéndome que le preocupaban los amigos de mi hermano, y sin embargo corría a abrir la puerta para recibirlos con grandes abrazos, miradas intensas que parecían revelar la intensidad de las palabras que pronunciaría si yo no estuviera delante. Ellos sonreían, asentían en silencio, y pasaban por mi lado como si no me vieran, las solapas subidas, un gesto torvo, teatral, de conspiradores de opereta suspendido entre las cejas, pero el bulto de unas pistolas de verdad deformando sus americanas. Desde que iban armados, ellos tampoco tenían un segundo para perderlo conmigo, alabando mi pelo o mis vestidos, ni siquiera quejándose en voz alta de que Ricardo me tuviera encerrada en casa, sin dejarles llevarme a bailar por ahí. Aquellas galanterías, que durante años habían aliviado la rocosa monotonía de mi vida sin haber sido nunca otra cosa que un gesto cortés, también se habían vuelto incompatibles con su nueva personalidad, la metamorfosis que había endurecido la expresión de sus rostros, afilando sus rasgos para sembrar en los ojos un temblor violento, oscuramente brillante, que no impedía que se parecieran cada vez más a sus propios padres. Aquella pandilla de muchachos alegres e irresponsables se había convertido en una cofradía de señores serios, taciturnos, que ya no parecían partidarios de acortarle la falda a nadie, y mucho menos a España.
—¡Pobres muchachos! —y cuando la puerta del despacho se cerraba, mi madre se volvía a mirarme, en sus labios una advertencia que desmentía su manso, compasivo cabeceo—. Pero, en fin, la situación es gravísima. En estos momentos, más que nunca, cada uno debe ser consciente de cuál es su sitio, y cuál es su deber.
Yo también asentía sin decir nada, pero me había vuelto inmune al mordisco del arrepentimiento que aquellos comentarios pretendían convocar en vano. No era culpa mía, yo no tenía la culpa de haberme aburrido tanto, durante tanto tiempo, sin que a nadie pareciera importarle. Mientras mi hermano conspiraba, mientras mi madre se quejaba y se metía en la cama a media tarde, yo me aburría, y ni siquiera tenía una amiga cerca para contárselo, me aburría yendo a misa por las mañanas, me aburría rezando el rosario al atardecer, y al día siguiente, volvía a aburrirme mientras escogía entre regar las plantas o ir a la pastelería, a comprar unas pastas para merendar. Esas fueron las decisiones más difíciles que tuve que tomar, hasta que me aburrí tanto que una tarde, cuando ni mi madre, ni mi hermano, ni sus amigos se preocupaban aún por mi destino, me atreví a aceptar la invitación de la vecina del tercero, la única que parecía vislumbrar la profundidad del pozo de tedio en el que me iba quedando sin aire poco a poco.
Aurora no se parecía a mí, ni a ninguna de las mujeres que yo conocía. Más allá de los veinticinco, seguía soltera y encantada de estarlo, quizás porque perseveraba en el modo de vida que Ricardo había abandonado, y seguía saliendo todas las noches para volver de madrugada en coches llenos de hombres y mujeres ruidosos, tan borrachos que casi podía oler su aliento desde mi dormitorio, pero muy divertidos siempre. Eso la distinguía de Carmencita, aunque en todo lo demás, el aplomo con el que hablaba, la seguridad que infundía a cada uno de sus gestos, la apasionada certeza de sus afirmaciones, ambas se parecían tanto como dos almas gemelas, forzadas a darse la espalda en las dos riberas de un océano congelado con la silueta, la forma, el nombre de España. Sin embargo, Aurora me caía bien, porque cuando subía a ponerle alguna inyección a mi madre, sonreía antes de mirarme con una cara de lástima que mi situación no parecía inspirar en nadie más.
—¿Y tú no te aburres, Inés? Todo el día aquí metida, sin tomar el aire…
—Bueno, ahora que mamá está mejor, salimos todas las mañanas, no creas.
—Ya, pero eso… —y cabeceaba con una expresión de desaliento—. Yo me refiero a otro tipo de salidas, no sé, ir al teatro, al cine, a algún concierto… ¿Cuántos años tienes ya, dieciocho, diecinueve? No puedes vivir como una anciana, a tu edad. Una de estas tardes, cuando encuentre algo interesante que hacer, voy a avisarte para que salgas conmigo.
Cumplió su palabra, y me fue proponiendo planes que yo fui rechazando, uno tras otro, con más miedo que prudencia.
Conocía a Aurora desde que éramos niñas, pero apenas sabía nada de ella, de su vida, de sus amigos, de los lugares que frecuentaba. Yo sólo salía de casa para pasear con mi madre o asistir con alguno de mis hermanos a fiestas de gente muy formal, en las que muchas veces ni siquiera llegaba a hablar con nadie que no fuera de mi familia, porque todavía no había aprendido a bailar y porque, hasta en aquellos salones, lo único que les interesaba a todos era hablar de política. Con aquel equipaje, no podía ir a ninguna parte, y la verdad era que tenía miedo de hacer el ridículo, de no resultar lo suficientemente brillante, o mordaz, o atractiva, o moderna, en un mundo donde las solteras salían solas por la noche para volver de madrugada con algunas copas de sobra. Pero, más allá de mi inseguridad, sus ofertas me tentaban como si presintiera que su interés y los desplantes de Florencia estaban unidos por un invisible y poderoso cordón umbilical. Y a veces, un presentimiento sin forma me insinuaba que, desde el otro lado, el brumoso paisaje que nunca había visto y ni siquiera me atrevía a imaginar, una voz me llamaba por mi nombre, como si me estuviera esperando.
Hasta que un día Aurora me propuso un plan al que no pude resistirme. Sentía tanta curiosidad por escuchar a aquellos poetas jóvenes que pululaban alrededor de la Residencia de Estudiantes de los Altos del Hipódromo como para no intentarlo, y me resultó asombrosamente fácil conseguirlo, porque en septiembre de 1935, mi madre, postrada todavía por aquella dolencia sin nombre ni síntomas cuya naturaleza escapaba a los conocimientos de todos los médicos, estaba aún mucho más desconectada de la realidad que yo, tan lejos de todo que no tenía una idea ni siquiera aproximada del lugar al que me dejó acompañar a nuestra vecina cuando parecía que su primogénito ya no vivía con nosotras.
—¿María de Maeztu? —comentó solamente—. Pues no la conozco pero, por el apellido, será hermana de Ramiro, ¿no? Un hombre admirable desde luego, de una familia muy respetable…
Cuando mi hermano Ricardo se llevó las manos a la cabeza, ya era tarde. Cuando me prohibió tajantemente volver a poner un pie en el Lyceum Club, ya había visto una película que no se parecía a ninguna que hubiera visto antes de entonces, a ninguna de las que vería después.
Era un documental, y sus imágenes habían sido rodadas en un prado con montes al fondo de un pueblo cualquiera, con casas de piedra y calles torcidas, y cercas, y corrales para el ganado, Castilla la Vieja seguramente, quizás León, el interior de Galicia, Asturias o la falda de los Picos de Europa, cerca del norte, y del invierno, porque hacía tanto frío que un viento cruel, helado, parecía a punto de escarchar la cámara, para traspasar la pantalla y congelarme en mi asiento. Los niños que jugaban en la calle no lo sentían, como si supieran que muy pronto lograrían contagiarme su calor. Todos eran pequeños, más de cinco y menos de diez años, y todos muy morenos, con la piel curtida por el sol y la intemperie, el pelo muy corto, algunas cabezas casi rapadas, otras con calvas. Mal abrigados, peor calzados, muy delgados, muy sucios, deberían dar pena, pero se estaban riendo, transmitían esa tristeza de los objetos, de las ropas y las uñas negras, que germina en la pobreza, pero se estaban riendo, no paraban de reírse, porque estaban contentos y jugaban al corro. Con ellos jugaba un adulto, un hombre todavía joven, bien peinado, bien vestido, elegante en su rostro y en sus ademanes, un hombre de ciudad, culto, próspero, Un señor cuya presencia parecía errónea, como si fuera un actor atrapado en una película equivocada, o una burda manipulación del fotograma. Sin embargo, él jugaba al corro con aquellos niños sucios y tiñosos y se reía con ellos, como ellos, rio para mí hasta convencerme de que su presencia en aquella escena no era un error, sino un milagro. Eso sentí cuando se encendieron las luces y, entre los aplausos enfervorecidos de un auditorio entregado, el hombre al que acababa de ver en la pantalla se levantó y subió al escenario.
Soy Alejandro Casona, dijo, y era verdad. Era Alejandro Casona, un dramaturgo acostumbrado a triunfar, a estrenar en los mejores teatros de Madrid, a ganar dinero con sus obras, un hombre mimado por la suerte, por el éxito, que se había dedicado últimamente a viajar por las zonas más pobres, las comarcas más deprimidas y remotas de España, pueblos donde jamás habían visto teatro, donde ni siquiera sabían qué significaba esa palabra. Y allí, mientras los actores ensayaban y los técnicos levantaban el escenario donde iba a representarse alguna de sus obras, él jugaba al corro con los niños. Eso era lo que quería contarnos aquella tarde, por eso había venido hasta el salón de actos del Lyceum Club, no para hablarnos de sus éxitos, sino de su experiencia en las Misiones Pedagógicas. Porque podéis estar seguras de que no estoy orgulloso de nada de cuanto he hecho en mi vida, añadió, y marcó una pausa para dar más énfasis a su siguiente afirmación, de nada, excepto de ser misionero. Eso dijo, y al escucharlo, sentí en mis ojos la emoción que tembló en los suyos durante un segundo tan largo como una vida entera.
En el salón se instaló un silencio absoluto, casi litúrgico, durante ese segundo que Casona necesitó para que sus ojos absorbieran las lágrimas que no quiso derramar ante nosotras. Luego sonrió, señaló a la pantalla, blanca como un mundo recién nacido, y nos explicó que le gustaba jugar con los niños porque ellos le enseñaban canciones maravillosas, tan hermosas que él nunca sería capaz de escribirlas. Voy a intentar cantaros alguna, dijo, y cantó, con una voz no demasiado bonita, pero bien entonada, él cantó y yo le escuché, aunque lo logré solamente a medias. Las lágrimas que él no había querido llorar permanecieron dentro de mis ojos hasta que se terminó el acto y aun después, como un tesoro raro y precioso, en el que estaba escrita la suerte de mi vida. Y seguía teniéndolas allí, al abrigo de mis párpados, puras, calientes, cristalinas, tan definitivamente mías como dos ojos nuevos a través de los que podía mirarlo todo, mi rostro en el espejo y las caras de la gente que andaba por la calle, mis actos y mis pensamientos, pero también las acciones y las ideas de los demás, el día que mi hermano Ricardo madrugó para pedirle a mamá que me dejara a solas con él. Aquella mañana, aunque él no lo supiera, dos lágrimas de Alejandro Casona se sentaron conmigo, y me hicieron compañía en la mesa del desayuno.
—No voy a consentir que vuelvas a poner un pie en ese club, Inés —y mientras lo decía, me cogió de las manos y las apretó con las suyas sobre el mantel—. Prométemelo, porque nunca te he prohibido nada, ya lo sabes, pero si no me obedeces, no me va a quedar más remedio que prohibirte esto.
—¿Por qué? —le pregunté—. Si allí no hago nada malo. Sólo voy a exposiciones, a conferencias, hay lecturas de poemas, conciertos…
—Sí, ya sé de quién —y su tono de voz se endureció—. Y a cuento de qué, eso también lo sé. El otro día, para celebrar la victoria del Frente Popular, cancioncitas, pianitos, poemitas, y tú allí, con una copa en la mano.
—Pero yo no lo sabía, Ricardo —me pareció extraño defender mi inocencia sin haber llegado a ser consciente de la naturaleza de mi delito, pero insistí de todas formas—. Aurora me dijo que íbamos a una fiesta, y yo…
—No quiero que vuelvas a ver a Aurora, Inés. No sigas por ese camino, en serio. Es… peligroso —volvió a apretar mis manos con sus dedos, se las llevó a la boca, las besó, y recuperó el tono cómplice, familiar, del principio—. Eres muy joven, hermanita. Has vivido muy poco, te has pasado la vida aquí encerrada, lo sé, lo he pensado muchas veces, no creas que no. Y yo he estado muy ocupado últimamente, me he volcado en la campaña porque era importante, muy importante, y no he estado pendiente de ti. Ahora me doy cuenta de que no he tenido en cuenta que tú… Tú no sabes nada de la vida, Inés, no podrías defenderte… Esa gente es peligrosa, tan corrosiva como el aguarrás, aunque te cueste creerlo. Pueden parecerte muy divertidos, pero no respetan nada, ni a Dios ni a nadie. Hazme caso, te lo digo por tu bien. Y además… —hizo una pausa, miró sus manos, las mías, frunció el ceño—. Esto no va a durar mucho más. Cuando España vuelva a ser libre, podrás ir a todas las exposiciones y los conciertos que quieras, te lo prometo.
Podría haberle preguntado muchas cosas, pero asentí con la cabeza y renuncié a decirle lo que pensaba. Podría haberle preguntado qué, quiénes eran en su opinión los que privaban a España de libertad justo entonces, cuando a mí me parecía más libre que nunca. Podría haberle preguntado qué sabía él, qué iba a hacer para borrar de mi camino a la gente peligrosa, y qué peligros me acechaban en un lugar como el Lyceum Club, el club femenino más moderno de Europa, tanto que María de Maeztu había batallado durante meses para intentar que fuera mixto, sin convencer a la organización internacional que había fundado el modelo original. Allí, donde ya estaban volviendo del lugar al que todavía no habían llegado los demás, había aprendido verdades sencillas, tan inofensivas, como que la última declaración de mi prima Florencia —lo mejor de España es la gente que vive en los establos, ya os gustaría a vosotros ser tan elegantes como ellos— no era una estupidez, sino la expresión de una idea que compartía mucha gente muy culta, muy cosmopolita, muy brillante, y tan poderosa que sabía aguantarse las lágrimas que a mí me picaban en los ojos, aunque no llevaran una pistola escondida dentro de la americana.
Esa era la clase de corrosión que imperaba en aquel lugar al que Conchita Méndez llegaba conduciendo su propio coche, y donde otras señoritas, de excelentes familias, fumaban, bebían champán, hacían juegos de doble intención sobre su vida íntima y se esforzaban por tener una opinión sobre todas las cosas. De ellas, y de los hombres que circulaban a su alrededor a despecho de los estatutos, había empezado a aprender lo que eran el fascismo y el socialismo, el progreso y la reacción, el machismo y el feminismo. Pero, sobre todo, gracias a ellas, a ellos, había descubierto que al otro lado de la puerta de mi casa, existía un lugar que se llamaba el mundo, y que me gustaba mucho más de lo que había podido sospechar mientras lo miraba con el melancólico anhelo de la favorita de un sultán, privilegiada y cautiva al mismo tiempo, a través de unos visillos rematados con puntillas.
Aquella mañana, podría haberle hecho muchas preguntas a Ricardo, pero callé, porque sin haberlas escuchado nunca, ya conocía sus respuestas. Por eso, el 18 de julio de 1936, cuando me enteré de que el Ejército de África se había sublevado, volví a escuchar, una por una, las palabras que me había dirigido sólo unos meses antes, y comprendí que sabía mucho más de lo que me habría gustado saber.
Sabía que mi prima Carmencita y sus amigas habían sembrado aquella sublevación con alpiste en los bailes del Casino.
Sabía que Ricardo y sus amigos la habían organizado en el despacho de mi padre. Sabía que, si triunfaba, se acabarían las mujeres que fumaban y conducían sus propios coches, los poetas guapos y rubios que besaban en la boca a escritoras rubias y guapísimas delante de todo el mundo, los poetas morenos que tocaban el piano, y los dramaturgos de éxito que se emocionaban jugando con unos niños rotos y tiñosos mientras contagiaban sus sonrisas a una cámara. Lo único que no sabía era por qué me encontraba yo tan bien entre ellos, por qué sentía que aquel lugar me pertenecía, por qué aquellas costumbres, aquellas palabras, aquella manera de entender el mundo, la vida, todas las cosas, que repugnaban a mi familia, me atraían y me reconfortaban al mismo tiempo. No sabía por qué, cuándo, cómo había logrado mudarme al otro lado, acogerme a la hospitalidad de una orilla donde la oscuridad y la luz viajaban en dirección contraria a las que había conocido siempre, pero estaba segura de que, si los generales triunfaban, se acabaría el Lyceum Club, y ese mundo que aún no había logrado hacer completamente mío, se desharía entre mis dedos como una nube de polvo dorado, un espejismo tan bello y mentiroso como las caricias de un amante infiel, una trampa en la que yo ni siquiera había podido medirme todavía. Entonces, las lágrimas que temblaban en mis ojos, esas lágrimas que me acompañaban a todas partes como la promesa de una emoción que aún desconocía, se secarían para siempre, y nunca volvería a haber teatro en los pueblos que acababan de descubrir lo que era el teatro. Sabía que eso sería terrible, y que, a la vez, sería lo de menos, y que mis dos hermanos, tal vez también mi cuñado, estaban pringados hasta el cuello en aquel intento de acabar con la alegría de unos niños que jugaban al corro, porque sólo eso explicaba que estuviera sola, con Ricardo, en Madrid.
Cuando empezó a hacer calor, mi hermana Matilde, que ya tenía dos niños, esperaba mellizos y estaba pasando un embarazo muy malo, alquiló una casa en una playa cercana a San Sebastián, y después convenció a Ricardo de que mamá disfrutaría de un cambio de aires tanto, al menos, como iba a disfrutar ella del servicio que llevaría consigo. A primeros de junio, yo misma acompañé a mi madre hasta la casa de veraneo de mi hermana y pasé con ellas tres semanas, hasta que tuve que dejarle mi habitación a unos cuñados de Matilde que quedaron en devolvérmela el 29 de julio, víspera de mi vigésimo cumpleaños, un acontecimiento que mi familia iba a celebrar con una fiesta a la que ya habían invitado a todos los solteros veraneantes de los alrededores.
No sólo no me importó volver a Madrid, sino que regresé dispuesta a apurar hasta el último instante de aquel raro paréntesis de libertad. Por eso me fastidió tanto que mi hermano Juan, teniente de Infantería destinado en Pamplona, que una semana después de mi partida apareció por allí para dejar a su mujer y a sus hijos, se empeñara en que yo tenía que volver a San Sebastián inmediatamente. Matilde protestó, porque no tenía habitaciones libres y la ocurrencia de Juan, que la amenazó con no volver a dirigirle la palabra en la vida si no acogía a su familia, aunque tuvieran que dormir en los sofás del salón, la había obligado a hacinar al servicio en un solo dormitorio. Conmigo, nuestro hermano se puso igual de pesado, pero no pude complacerle porque, como era de esperar en aquellas fechas, los trenes estaban repletos, todos sus asientos reservados desde hacía meses. Cada año sucedía lo mismo. Los madrileños que podían pagarse unas vacaciones y no se iban al norte en la segunda quincena de junio, lo hacían en la primera de julio, así que llamé a mi madre para contarle que sólo había logrado una plaza para el expreso del día 17, que llegaba a su destino el 18 por la mañana, y le pareció muy bien. Sin embargo, doce horas antes de mi partida, cuando estaba haciendo ya las maletas, Juan llamó para decirme, sin darme explicaciones ni admitir preguntas, que aplazara el viaje. Y por la noche. Ricardo llegó corriendo, sin resuello, para abalanzarse sobre mí y cubrirme de besos al encontrarme sentada en el salón, cuando ya me creía a bordo de un coche-cama.
Sin embargo, en la incierta frontera del amanecer del 19 de julio de 1936, cuando todas las espadas estaban en alto todavía, y Ricardo se sentó en el borde de mi cama, aún creía que podía permitirme el lujo de no estar segura de lo que estaba pasando.
—¿Pero qué es esto? —me empeñé en creerlo por más que, al abrir los ojos, le vi con un uniforme militar que no era suyo—. ¡Ricardo! ¿Qué haces vestido así? ¿Qué hora es?
—Son las cinco y media de la mañana, Inés, dame un abrazo… —y me abrazó con una intensidad tan profunda como la emoción que empastaba su voz—. No salgas de casa hoy, por favor, no te muevas de aquí, y espérame. Nos veremos esta noche, cuando todo haya terminado.
—¿Qué…? —y entonces, sin soltarle aún, le besé muchas veces, porque era mi hermano, y le quería, pero sobre todo, porque me di cuenta de que estaba temblando—. ¿Qué pasa, Ricardo, qué vas a hacer, qué…?
—No tengas miedo, Inés —él me besó también, por última vez en mucho tiempo, antes de desasirse de mi abrazo—. Todo va a salir bien. Vamos a arreglar esto de una vez por todas.
—¡Ricardo! —pero cuando volví a llamarle, ya se había marchado.
Seguí sus instrucciones al pie de la letra y estuve sola en casa todo el día, pero mi hermano no volvió aquella noche, ni la siguiente, ni la otra. Virtudes, la única persona del servicio que no había seguido a mi madre hasta San Sebastián, regresó al atardecer, cuando ya no la esperaba, para ayudarme a comprender hasta dónde había llegado el juego de conspiradores aficionados en el que Ricardo se había volcado durante tantos meses.
—Los del Cuartel de la Montaña se han rendido —me anunció, como toda justificación para su ausencia—. Esta mañana ha habido un combate tremendo, por lo visto. Los muy… —se mordió la lengua, y me miró—. Bueno, quiero decir que los militares que se habían encerrado dentro le habían quitado los cerrojos a todos los fusiles que había en Madrid, los tenían allí, escondidos, para que nadie pudiera usarlos, sólo ellos, pero otro militar, un coronel, o general, bueno, no sé, uno de artillería, que lucha por la República, ha colocado un cañón y les ha estado arreando unos pepinazos de no te menees, así —y movió el brazo en el aire como si fuera ella quien disparaba—, uno detrás de otro… Total, que han sacado una bandera blanca, haciendo como que se rendían, ¿no?, y cuando la gente que estaba por allí, esperando a ver qué pasaba, se ha acercado, se han liado a disparar y han hecho una escabechina que para qué, pero al final se han rendido.
—¿Tú has estado allí? —le pregunté por pura curiosidad, pero ella se puso tan colorada como si temiera que fuera a regañarla.
—No, señorita, yo… Lo siento mucho. A mí me lo ha ido contando la gente por la calle, porque esta mañana, muy temprano, me he ido a ver a mis padres, pero me ha costado un sino llegar a Carabanchel, no crea, que los tranvías apenas pasaban, y los que venían, iban hasta los topes, así que he tenido que hacerme medio camino andando. Y luego, allí… Pa chasco, ya sabe usted cómo es mi madre. Yo sólo quería saber si estaban bien, pero ella se ha tirado media hora llorándome encima, se ha empeñado en que me quedara a comer, y vuelta a andar otra vez. Por eso he llegado tan tarde.
—No pasa nada, Virtudes —la miré, le sonreí—. Has hecho bien en ir a tu casa, si las cosas se han puesto así… Pero menos mal, porque si los del Cuartel de la Montaña se han rendido… —calculé en voz alta—. Esto se habrá acabado ya, ¿no?
—¡Y yo qué sé, señorita! —ella no estaba tan convencida—. Por lo visto, en otras partes no ha sido como aquí. La gente dice que los generales tienen Sevilla, y Galicia, y qué sé yo cuántos sitios más…
—Eso da lo mismo, Virtudes. Si se han rendido en Madrid, se rendirán allí también, ya lo verás.
Aquel día no hablamos de nada más. Ella no me preguntó por mi hermano, yo tampoco mencioné su existencia, y pasamos la noche en casa, las dos solas, una planchando en la cocina, la otra fingiendo oír la radio en el salón y pendiente en realidad del ruido de la puerta. Pero Ricardo no volvió.
Mientras seguía acatando sus instrucciones, con una disciplina que cada mañana me parecía un poco más absurda, Virtudes seguía cumpliendo con su rutina de siempre, y salía a la calle temprano, a comprar leche y pan para el desayuno, y más tarde iba al mercado, y volvía a salir a dar una vuelta después, a media tarde, porque estando las dos solas en casa no tenía gran cosa que hacer. Yo me quedaba dentro, siempre dentro, mirando por el balcón, como de costumbre, a la misma gente de antes haciendo las mismas cosas que hacían antes, o al menos eso me parecía, porque la guerra aún estaba muy lejos del centro de Madrid, y los uniformes, los fusiles que distinguía por las aceras de vez en cuando, no llegaban a interrumpir la placidez de una calle tranquila, en un barrio tranquilo donde no parecía que estuviera ocurriendo nada fuera de lo común. Desde el balcón, veía también a Aurora, entrando, saliendo y volviendo a entrar, al principio a la hora de cenar, un par de días después, tan tarde como siempre, aunque de vez en cuando subía a hacerme una visita para contarme cosas que no decía la radio, una versión de la realidad que coincidía mucho mejor con los pronósticos de Virtudes que con mi esforzado optimismo.
—Vente conmigo esta noche, mujer —me insistió cuando ya llevaba una semana tan encerrada como la primera vez que me salvó—. No es que pueda proponerte un plan del otro mundo, pero todavía podemos tomarnos unas copas y reírnos un rato, anímate, anda…
—No, otro día. Ahora… estoy demasiado preocupada. No me atrevo a salir de casa, por si Ricardo…
—Ricardo no va a volver, Inés —mi vecina me desengañó con suavidad—. Estaba metido en la sublevación hasta las cejas, lo sabes, ¿no? Me he enterado de que ha pedido asilo en la embajada de Suecia, con el novio de tu prima, y dos o tres más. Y estoy segura de que es verdad, porque me lo ha contado otro facha al que ya no le dejaron entrar, como si la embajada fuera un hostal con el cartel de completo colgado en la puerta.
—Pero ¿entonces qué…? —y no pude seguir, porque sentía que el corazón estaba a punto de escapar de mi cuerpo por la boca.
—Entonces nada —Aurora vino a sentarse a mi lado, me cogió de las manos, sonrió—. No le va a pasar nada, a Ricardo precisamente no, pero nada de nada, en serio —repitió, y en sus ojos vi que me estaba diciendo la verdad—. Si se hubiera escondido en otro sitio, no te digo yo que no, pero en una embajada, y europea, además… A esos, nadie les va a tocar, Inés, puedes estar segura. Cuando esto se aclare, se exiliará, eso sí. Los suecos lo sacarán de aquí, y después… Vete a saber. Todo esto es una locura, una imbecilidad de tal calibre, que lo más fácil es que dentro de nada volvamos a estar como antes, retirándonos el saludo unos a otros, eso sí, y nada más…
Pero aunque aquella noche tampoco quise salir de casa, nuestra vida nunca volvió a ser como antes.
La revelación de Aurora me inquietó más de lo que me había preocupado la ausencia de mi hermano, porque la buena noticia de que estaba a salvo vino envuelta en una amarga paradoja. Yo, que nunca había estado sola, y tampoco había deseado nunca otra cosa que estarlo, lo había logrado en el momento menos oportuno. Yo, que jamás había podido decidir sobre mi vida, sobre mis actos y mi destino, me había convertido en la única autoridad con poder sobre mí misma en la peor coyuntura que habría podido imaginar. Yo, que siempre había pensado en el mundo como en una suma infinita de cosas interesantes que ver, que hacer, de las que disfrutar, tenía el mundo ante mí, al alcance de la mano, y me faltaban fuerzas hasta para salir al rellano de la escalera. No era fácil. Olvidar todo lo que había aprendido, aunque nunca me hubiera gustado, no fue fácil. Hacer las cosas sin permiso, por más que hubiera detestado tener que pedirlo, no fue fácil. Dar un paso desde el pasado que aborrecía hasta un futuro incógnito, en el que cabía lo mejor y lo peor, no me resultó nada fácil. Pero aquello era una guerra, y se habían acabado las contemplaciones.
—Perdone, señorita, pero… —el 27 de julio, Virtudes entró en el salón retorciéndose el delantal con las manos— ¿usted tiene dinero?
—¿Dinero? —le pregunté, como si desconociera el significado de esa palabra—. Pues… no. Bueno, no sé, hace tanto que no salgo a la calle, que… ¿Por qué? —y recordé la fecha en la que estábamos—. ¡Ah, bueno! Yo creía que tú cobrabas a últimos de mes…
—Si no es eso, señorita, es que… —ella se puso todavía más nerviosa, porque dejé de ver el borde del delantal entre sus dedos—. Mi sueldo ahora es lo de menos, pero ya no tengo ni para comprar el pan.
—¿No? —pregunté, muy sorprendida—. Pero en el cajón de la cocina…
—En el cajón de la cocina ya no queda nada. Ayer me gasté lo último, y…
—Ya, ya —moví una mano en el aire mientras asentía con la cabeza—. Claro, si es que hace una semana ya que… —mi hermano se marchó, pensé, pero no lo dije—. Bueno, no te preocupes. Voy a mirar por ahí, a ver qué encuentro. En el bolso debo de tener algo…
No era mucho, pero se lo di, y le encargué que, ya que salía, aprovechara para hacer la compra. Quería quedarme a solas con mi nombre y con mis apellidos, Inés Ruiz Maldonado Castro de Soto Suárez de Medina. El último ni siquiera estaba escrito en la agenda, no hacía falta. Copié con mucho cuidado los cuatro primeros números de los otros cinco, antes de descolgar el retrato de mi abuelo para enfrentarme con la caja empotrada en la pared.
Sabía que estaba allí porque alguna vez la había visto de lejos, pero nunca me había acercado a ella. Estudié con atención la puerta de acero, la rueda, la palanca, y el conjunto me pareció tan complicado que me desanimé de antemano, pero aunque las manos me temblaban, resultó muy fácil abrirla. Saqué lo que había dentro con mucha parsimonia, no porque estuviera tranquila, sino por todo lo contrario. La sangre fluía por mis venas demasiado aprisa, o demasiado despacio tal vez, pero desde luego a un ritmo equivocado, que dificultaba hasta el más sencillo de los movimientos de mis manos, de mis dedos. La caja fuerte estaba llena de papeles y, sobre todos ellos, había una nota de Ricardo, fechada a las cinco de la mañana del 19 de julio de 1936.
Querida Inés: Si estás leyendo estas letras, es que todo ha salido mal. Si estás leyendo esta nota, es que estoy muerto. Habré muerto con la conciencia tranquila de haber dado mi vida por la libertad de mi patria, con la esperanza de que mi muerte sirva para forjar un nuevo imperio, y con la tristeza de haberte dejado a ti desamparada, Inés, mi pobre Inés. Sólo puedo pedirte perdón, por no haber sabido cuidar de ti, por no haberte evitado el dolor y la angustia que estarás pasando. Perdóname, Inés, perdóname, perdona a este desdichado hermano tuyo que no ha hecho más que cumplir con su deber, y no te fíes de nadie, de nadie, sé fuerte y valiente para cuidar de ti misma y algún
Tras esa frase, que dejó sin terminar, Ricardo se despedía de mí como tantas otras veces, dándome besos, abrazos, y diciéndome que me quería. Yo también le quería, y quizás por eso le lloré como si estuviera muerto, aunque nunca dejé de creer en las palabras de Aurora. Siempre estuve segura de que mi hermano se había salvado, y sin embargo, aquella mañana lloré por él con el mismo desconsuelo que habría derramado sobre su cadáver. Pero mi llanto cesó abruptamente, porque cuando volví a meter la mano en aquella caja de acero, me encontré con un carné de Falange Española a nombre de Ricardo Ruiz Maldonado entre las manos. Aquello era la guerra, y ya se habían acabado las contemplaciones.
Antes de quemar el carné en un cenicero, le eché el cerrojo a la puerta. Después, y con una progresiva serenidad de la que me asombraría más tarde, porque en aquel momento no tenía tiempo ni para eso, fui estudiando el contenido de la caja, escrituras, acciones, el testamento de mi padre, el de mi madre, y una cantidad abrumadora de billetes de banco, tantos que ni en toda mi vida los había visto juntos. Los fui contando, uno por uno, hasta descubrir que sumaban la astronómica cantidad de doscientas treinta y dos mil pesetas justas. Separé un fajo de billetes, me guardé unos cuantos en el bolsillo, metí los demás en un cajón del escritorio, lo cerré con llave, y devolví el resto a la caja fuerte. Luego me arreglé el pelo, me estiré la ropa, y me sentí tan culpable como si hubiera descubierto a alguien mirándome.
Metí cinco duros en el cajón de la cocina, le dije a Virtudes que me pidiera más cuando lo necesitara, y la esquivé durante el resto del día. Seguía sintiéndome como una ladrona, la usurpadora de un trono ajeno o una torpe estafadora, de esas que se creen muy listas cuando la policía ya ha puesto precio a sus cabezas. Pero la policía nunca vino a buscarme.
—Inés… —y cuando alguien lo hizo, cinco meses después, Virtudes me llamaba de tú, porque a ninguna de las dos le quedaba ya otra hermana—. Ahí fuera está un hombre que dice que te conoce, que es amigo de Ricardo, aunque si quieres que te diga la verdad, yo no lo he visto en mi vida…
Cuando mi hermano envió a alguien para que se hiciera cargo de mí y de ese dinero, yo había descubierto ya que mi sangre era efervescente, y para qué, para quién habían guardado mis ojos aquellas lágrimas que representaban un tesoro más valioso que el contenido de cualquier caja fuerte.
—Oye, Virtudes —porque el día que la abrí, no salí de casa, al siguiente tampoco, pero el 30 de julio decidí que ya estaba bien—, he pensado que, como hoy es mi cumpleaños y no he podido celebrarlo, ni nada… ¿Por qué no te arreglas y nos vamos a la Gran Vía?
El 30 de julio de 1936 cumplí veinte años, y me hice a mí misma el regalo de pararme a pensar. Miré a mi alrededor, resté lo que había perdido de lo que aún conservaba, y así comprendí, en primer lugar, que lo que hasta entonces había sido mi vida, con sus costumbres y sus rutinas, las normas que siempre había acatado dócilmente y la culpa que me retorcía por dentro cuando las infringía, habían perdido todo su sentido. Para mí sólo había dos caminos, echar todos los cerrojos de todas las puertas y enterrarme en vida sin más horizonte, sin otro propósito que mi propio encierro, o aprender a vivir de otra manera. Cuando escogí el segundo, descubrí que aún podía hacerme otro regalo, y me fui a buscar a Virtudes. La encontré en la cocina, planchando, pero me opuso una resistencia más tenaz de la que habría esperado incluso si hubiera tenido la cena a medio hacer.
—¿A la Gran Vía?
Lo repitió muy despacio, mientras me miraba como si se lo hubiera propuesto en un idioma indescifrable, y cuando volvió a hablar, su voz había adelgazado hasta encajar en los límites de un hilo precario, tembloroso.
—¿Y para qué vamos a ir a la Gran Vía? —eso me preguntó, y no supe por dónde seguir.
Si me hubiera preguntado por qué, habría sido más sencillo, porque llevaba todo el día meditando esa respuesta. Si me hubiera preguntado por qué, le habría contestado que porque yo no tenía la culpa de nada, porque estaba harta de estar metida en casa, porque si todos me habían dejado allí, abandonada a mi suerte, tenía derecho a hacer lo que me apeteciera, porque me estaba quedando pálida como una muerta de no ver el sol, porque si era capaz de salir aquella noche, también podría salir al día siguiente, y porque era mi cumpleaños, porque aquel día había cumplido veinte años y sólo podía elegir entre salir y morirme. Pero no me había preguntado por qué, sino para qué, y no me resultó fácil hallar una respuesta.
—Para ir —no encontré nada mejor, pero me acerqué a ella para cogerla de las manos y balancearlas con las mías, como cuando éramos pequeñas—. ¿O es que tú has ido a la Gran Vía alguna noche?
—Uy, no, señorita —negó con la cabeza y mucho vigor—, yo, desde luego que no.
—Pues yo tampoco. Y ya va siendo hora, ¿sabes?
—Es que… —pero con eso no la convencí—. Salir de noche, por la Gran Vía, las dos solas… Vamos a parecer unas busconas.
—¿Unas busconas? —solté sus manos y percibí el desaliento de mi propia voz, mientras hablaba tan en serio como lo había hecho muy pocas veces—. No me digas eso, Virtudes, no me lo digas, por lo que más quieras, por favor te lo pido, no lo vuelvas a decir. A ver si precisamente esta noche, la primera vez en mi vida que puedo hacer lo que se me antoja, resulta que voy a parecer una buscona.
—Lo siento, señorita.
No pude mirarla a los ojos porque, después de pedirme perdón, bajó la cabeza para clavarlos en las baldosas del suelo, pero me di cuenta de que no me había entendido. No era fácil de explicar, pero volví a cogerla de las manos, se las apreté hasta que volvió a mirarme, y seguí hablando, reconociendo mi voz, pero no su acento, un aplomo que le pertenecía, que debía pertenecerme a mí también, puesto que estaba brotando de mis labios, pero cuya existencia había ignorado hasta aquel mismo momento, como si nunca lo hubiera necesitado antes.
—Yo sólo quiero salir para dar una vuelta, porque es mi cumpleaños, y estoy harta de estar en casa, y… Y porque siempre he querido ir de noche a la Gran Vía —al confesar la verdad, sonreí como una tonta—. ¿Qué quieres que te diga? Mi madre siempre dice que tengo el mismo gusto que los paletos de los pueblos, pero yo siempre he querido ir, nadie ha querido llevarme, y ahora… Ahora ya no hay nadie aquí a quien pedirle permiso, ¿verdad? Me han dejado sola, y eso me convierte en una mujer libre, ¿o no? Las dos somos mujeres libres, Virtudes, igual que Aurora, que sale todas las noches con sus amigos, y vuelve de madrugada, y no le pasa nada.
—Ya, pero la señorita Aurora está acostumbrada, y nosotras…
—Nosotras nos acostumbraremos enseguida, Virtudes, ya lo verás. Y yo sólo quiero ir a la Gran Vía a dar una vuelta, tampoco es mucho pedir, ¿no? —era muy poco, pero en aquel momento representaba tanto para mí que mi voz se quebró sin pedirme permiso—. Es una tontería que perdamos el tiempo discutiendo por tan poca cosa, así que coge lo que quieras de mi armario y vámonos, porque hoy cumplo veinte años y no quiero ni pensar… No quiero acabar cenando una tortilla francesa en la cocina.
—Bueno, pues si quiere… —lo que no habría querido era convocar la compasión que vi en sus ojos, aunque sólo eso logró decidirla—. Pero no me llore usted, señorita.
—Si no estoy llorando, mira, ¿ves? —y me limpié los ojos de un manotazo—. Ya no estoy llorando.
Media hora después, dos mujeres libres se bajaron de un taxi en la esquina de Alcalá con la Gran Vía. Una de ellas era Virtudes, la otra era yo, y las dos sonreímos.
—¿Adónde van las chicas guapas?
Cuando volví la cabeza, no pude averiguar cuál de los milicianos que se alejaban en un camión, Alcalá abajo, había gritado aquella pregunta, porque todos nos devolvieron la sonrisa. Entonces miré a mi alrededor, abrí los brazos, y fue como si nunca hubiera tenido brazos, como si nunca los hubiera tenido abiertos, como si la brisa ligera de una noche de verano no los hubiera acariciado jamás.
Antes de llegar a Callao, ya había decidido que no podía existir una causa mejor que aquella, la causa de mis brazos, de la brisa, de aquel piropo y las sonrisas juveniles que lo acompañaban, la causa de una ciudad volcada hacia fuera, viviendo en la calle, las aceras abarrotadas como si fuera de día, aquella noche brillante, luminosa, en la que el peligro aún parecía muy lejano y sin embargo ya estaba ahí, sacándole punta a todo, a las palabras, a los gestos, a los cuerpos, a la vida. Aquello era más de lo que yo podía esperar, y esperaba tanto que aquel desbordamiento me aturdía, pero por encima de mi confusión, empecé a sentirme bien en aquel tumulto de gente despareja, misteriosamente integrada en un conjunto armónico que tenía sentido pese a su dificultad, mujeres perfumadas, elegantes, aceptando con una sonrisa la lumbre que les ofrecía un obrero que no se había quitado su ropa de trabajo, señores impecablemente vestidos discutiendo a blasfemia pelada en las mesas de los cafés, parejas de adúlteros a quienes les había tocado la lotería de besarse en las esquinas sin que nadie se parara a mirarles, oficiales de uniforme que sonreían con el puño en alto cuando escuchaban aplausos a su paso, muchos extranjeros, Virtudes y yo, una multitud vivísima de hombres y mujeres de aspecto familiar y naturaleza desconocida, un Madrid distinto, insospechado, que seguía siendo el mismo y mi ciudad, a la que me sentía pertenecer como nunca antes. Nada de lo que pasó después habría ocurrido si aquella noche no me hubiera enseñado que mi sangre podía llegar a ser efervescente.
—Vamos a sentarnos aquí —le dije a Virtudes al ver que se quedaba libre una mesa en una terraza.
—No, señorita, eso sí que no —y me cogió del brazo cuando ya tenía la mano en una silla—. De día aún, pero ahora… No podemos sentarnos aquí, las dos solas, como si estuviéramos en un escaparate, para que nos vea todo el mundo. ¿Qué vamos a parecer? ¿Qué van a pensar de nosotras?
La miré, y vi en sus ojos un temblor de angustia genuina, un miedo auténtico que tenía poco que ver con la teoría, todas esas convenciones injustas, odiosas, ridículas, que habían inspirado sus palabras. Virtudes, que era baja, menuda, menos llamativa que yo pero más guapa de cara, iba vestida con mi ropa, una blusa, una falda, un collar de cuentas de colores. Por fuera parecíamos iguales, por dentro su inquietud nos hacía diferentes. Yo me podía permitir el lujo de ignorar lo que cualquiera pensara de mí aquella noche, pero ella tenía derecho a preocuparse por su reputación. Eso pensé, y que no podía obligarla a acompañarme porque no sería justo para ella, así que la cogí del brazo y seguimos andando, dejándonos llevar por aquel torrente humano, interminable, hasta la Puerta del Sol, donde al fin me consintió entrar en La Mallorquina y comprar dos bollos rellenos de nata que nos comimos en la calle, como si sentarse, incluso dentro de una confitería, fuera una relajación definitivamente incompatible con la decencia de dos mujeres jóvenes y solteras. Era un pobre festín para un cumpleaños, pero antes de terminarlo, ya había aprendido que las cosas eran aún más complicadas de lo que parecían.
—Pero ¿qué haces?
Ella no me contestó, ni siquiera volvió la cabeza para mirarme, y hasta que se abrió el semáforo, siguió plantada en la acera, con el cuerpo erguido, una imperturbable sonrisa entre los labios y el brazo derecho doblado en ángulo recto, para saludar con el puño cerrado a un camión de milicianos que se había parado a nuestro lado.
—¡Virtudes! —me acerqué a ella y la sacudí—. Que qué haces…
—Nada, saludarles —me respondió, con toda la naturalidad del mundo—. Es que esos eran de los míos.
—¿De los tuyos? —e insistí, como si no lo hubiera comprendido a la primera—. ¿Cómo que de los tuyos?
—Pues sí, de los míos —entonces desvió la mirada, bajó la voz, y pareció arrepentirse de haber llegado tan lejos—. No se lo he dicho nunca, señorita, pero yo… Estoy afiliada a la JSU.
—¿A la JSU? —miré el bollo mordisqueado con extrañeza, lo envolví en la servilleta, para que no se ensuciara, y lo dejé encima de la barandilla de las escaleras del metro, porque ya no tenía fuerzas ni para acabar de comérmelo—. ¿Cómo que estás afiliada a la JSU? O sea, que dices que salir por la noche es de busconas, no me dejas sentarme en una terraza, me obligas a comer andando por la calle, para que no nos tomen por putas… ¿y ahora me sales con que eres de la JSU?
—Pues sí —terminó de rebañar la nata con la lengua y me miró con extrañeza—. Eso no tiene nada que ver.
—Pero ¿cómo no va a tener nada que ver?
Empecé a pasearme por la acera, tres pasos a la izquierda, tres a la derecha, a la izquierda otra vez, y una anciana que entraba en el metro cogió el paquete envuelto en la servilleta, lo abrió, se puso muy contenta y se zampó lo que quedaba de mi bollo en tres bocados.
—Piensa un poco, Virtudes, es todo lo mismo, ¿no lo entiendes? —y antes de que se formara un corro a nuestro alrededor, la cogí del brazo y echamos a andar otra vez—. Si quieres que cambien las cosas, que haya justicia y libertad para todos, ¿cómo se te ocurre que las mujeres no tengamos derecho a hacer lo mismo que hacen los hombres?
Cogimos otro taxi para volver a casa, y al llegar, le dije que me esperara en la cocina. Cuando volví a entrar, con una botella de Pedro Ximénez y dos copas, volvió a mirarme como si no me conociera, como si no pudiera entender nada de lo que yo había hecho, de lo que había dicho aquel día.
—Bueno, pues vamos a brindar —propuse—, que es lo menos que se le puede pedir a un cumpleaños. Y así, de paso, charlamos un poco, a ver si nos entendemos…
Aquella noche hablamos y hablamos, y discutimos, y nos reímos, y volvimos a hablar hasta que se nos cayeron los párpados, de cansancio y de borrachera, al borde del amanecer. Un mes y medio después, cuando el timbre de la puerta empezó a sonar a la hora de la reunión que ella misma había convocado, todavía no la había convencido del todo, quizás porque mis propias convicciones habían ido cambiando desde la primera noche de mi libertad. Sólo había pasado un mes y medio, y sin embargo, la Gran Vía se había vuelto demasiado estrecha para mí. Aún no conocía otra manera de describir mi avidez, el agujero imaginario que, en el lugar de mi estómago, se negaba a saciarse con aquellas pequeñas aventuras nocturnas que al principio me habían parecido tan grandes. Aurora me invitaba a salir de vez en cuando, pero me entendía mejor con Virtudes, quizás porque los pocos amigos que conservaba mi vecina tenían un único tema de conversación, que consistía en reírse de los que estaban ausentes porque se habían alistado.
Yo intuía que tras su cinismo, la congelada finura de su ironía, no había más que mala conciencia, una cobardía enmascarada de superioridad intelectual que buscaba mi complicidad pero sólo servía para agrandar el hueco de mi estómago. Hasta que una noche, mientras pensaba, como tantas otras, que si yo fuera un hombre me habría alistado, comprendí que lo que estaba pensando no eran sólo palabras. Si yo fuera un hombre, me habría alistado, y era verdad. Por eso lo dije en voz alta. Luego me levanté, me puse el abrigo, salí a la calle, volví a casa andando y no volví a soltarle a Virtudes ningún sermón sobre la emancipación de la mujer, porque no hacía falta. Ya sabía que aquella sublevación militar no se parecía a ninguna de las que habíamos vivido antes de entonces, pero hasta aquella noche no comprendí que, a pesar de la desorganización, de los desórdenes, de los excesos y los errores que se cometían todos los días, nos lo estábamos jugando todo en una sola apuesta. Y desde aquel instante, nunca dejé de levantar el puño para saludar a los camiones con los que me cruzaba por la calle, ni de sonreír al hacerlo.
Vivíamos un tiempo decisivo, y mi estómago lo descubrió antes que yo, porque cuando me levanté del sofá para ir a la cocina a curiosear, sentía que estaba hueco pero aún no conocía el origen de su oquedad, ni sabía qué nombre ponerle. Aquella tarde estaba tan aburrida como de costumbre. No tenía ninguna cosa que hacer y, por primera vez, la oportunidad de contemplar, aunque fuera de lejos, una reunión política. No aspiraba a más cuando enfilé con sigilo el pasillo que llevaba a la cocina, y si la puerta hubiera estado cerrada, habría vuelto sobre mis pasos con una decepción tan leve que ni siquiera la habría recordado al día siguiente. Pero aquella puerta desembocaba directamente en mi futuro, y estaba abierta.
Lo que vi, sin que nadie me viera, fue a una docena de personas muy jóvenes, nueve hombres, tres mujeres y un solo gesto grave, concentrado, cargado de ansiedad y de emoción, en cada uno de sus rostros. Ocho de los chicos y una chica llevaban uniforme militar, pero todos parecían pendientes de un individuo algo mayor que ellos y vestido de civil, una chaqueta cruzada de cuero negro, cuyas grandes solapas le prestaban un aire más marcial que el de los propios soldados, sobre una camisa blanquísima. Tenía el pelo castaño, rizado, revuelto sobre la frente, los ojos grandes, del color de la miel, y una decisión serena en la boca de labios finos, apretados. Cuando le vi por primera vez, estaba callado. Asentía con la cabeza a las palabras de un miliciano pequeño y cejijunto, como una estampa clásica de campesino español de todos los tiempos, que tenía las manos desproporcionadamente grandes y algunas calvas en la cabeza, recién rapada.
—Ya se ha acabado el tiempo de la política, camarada —eso fue lo primero que oí—. Mola está en Navacerrada, como quien dice. No podemos seguir celebrando reuniones y haciendo revistas igual que antes. Ahora hay que luchar.
—Mira, Pedro —la miliciana se dirigió al hombre de la chaqueta de cuero con una vehemencia controlada, respetuosa—. Yo me afilié por ti, ya lo sabes, pero esta vez… José tiene razón.
—Y yo no se la quito —al escucharle, me estremecí, porque nunca había oído una voz como aquella, potente y aterciopelada al mismo tiempo, capaz de transmitir una autoridad comprensiva, casi dulce, que le permitía afirmar su superioridad sin ofender a nadie, pero sin dejar tampoco resquicio alguno para la duda o la insubordinación—. Claro que tiene razón. Es el momento de luchar, pero ahí fuera tienen que saber por qué, contra quién luchamos. El futuro de la Humanidad está en España, ¿es que no os dais cuenta? Somos la vanguardia de la libertad del mundo.
—Eso es verdad —otro miliciano dijo en voz alta lo que yo estaba pensando desde la protectora sombra del pasillo—. No somos un ejército cualquiera.
—Porque esta no es una guerra cualquiera. Esta es una guerra justa, una guerra contra la miseria, contra la injusticia, contra la explotación. Una guerra por el futuro —aquella voz me llamaba, me estremecía, me desordenaba por dentro y, fuera de mí, desordenaba cuanto me rodeaba—. ¿Vosotros os dais cuenta de que por primera vez tenemos nuestro destino en nuestras manos? ¿Os dais cuenta de que por primera vez en la historia de este puto país, podemos decidir qué queremos ser, cómo queremos vivir?
Si hubiera escuchado aquellas palabras en un cine, en un teatro, en cualquier sala cerrada y repleta de gente, cabezas anónimas asintiendo en silencio, muy lejos del estrado, quizás habrían podido convencerme, pero nunca me habrían conmovido tanto como me conmovieron aquella tarde, en la cocina de mi casa, mientras una ternura inmensa, desconocida, me invadía poco a poco y siempre un poco más, como invaden la arena las olas del océano, al contemplar los rostros serios, decididos, de aquellos chicos tan jóvenes, tan pobres, tan serenos en el instante de cargar con la Historia, de echársela a la espalda como uno más de los incontables fardos que habían llevado a cuestas desde que sus madres los echaron al mundo, para que empezaran a sostener con sus hombros un mundo que era de otros.
—¿Qué somos? ¿Qué fueron nuestros padres? ¿Y nuestros abuelos? —y casi pude verles cuando eran niños, jugando al corro, mal abrigados, peor calzados, muy delgados, muy sucios—. No fueron más que mulos, criados, bestias de carga, eso fueron ellos y así nacimos nosotros, personas sólo de nombre. Somos los que nunca tuvieron nada pero ahora tienen una oportunidad —y aquellas lágrimas prestadas, misteriosas, de repente viejas, cobraron vida y sentido al rebasar por fin la frontera de mis párpados—. No es más que eso, una oportunidad, y parece poco, pero es más de lo que hemos tenido nunca. Por eso ha llegado el momento de luchar, pero también de saber por qué luchamos, porque hasta ahora, jamás habíamos podido combatir por nosotros mismos, por nuestro porvenir, por el de nuestros hijos —y nada había sido nunca tan mío como aquel llanto breve, secreto, sólo dos lágrimas marcando al mismo tiempo mi destino y mis mejillas—. Esa es nuestra misión, forjar un auténtico ejército del pueblo, un ejército de hombres que sepan muy bien lo que son y lo que representan, un ejército de puños y de conciencias, capaz de hacer fuego con las armas, pero sobre todo con una verdad…
En marzo de 1943, cuando ya creía haber perdido hasta el aliento necesario para respirar, mi vida mejoró gracias al cariño de mi cuñada Adela, y a la compañía de un aparato de radio. Dos años antes, cuando mi hermano me sacó de la cárcel de Ventas, la Pirenaica aún no existía. Me enteré de que había comenzado a emitir, como de tantas otras cosas, gracias a fragmentos sueltos de conversaciones captadas al azar tras una puerta cerrada.
Al recibir el nombramiento de delegado provincial de Falange Española en Lérida, Ricardo había alquilado un buen piso en una de las mejores calles de la capital. Por aquel entonces, Adela acababa de parir a Matilde, su segunda y última hija, y estaba convaleciente todavía. Unos meses después, con el correspondiente beneplácito del ginecólogo y el pediatra, mi hermano alquiló otra vivienda, una antigua casa de campo situada en las afueras de Pont de Suert, en un paraje privilegiado de la falda de los Pirineos, tan escondido entre pinares y próximo a un río bello como su misterioso nombre, Noguera Ribagorzana, que su jardín era como una isla verde en un océano del mismo color, el epicentro de un mundo fresco y apacible, fértil y hermoso como los países que florecen en las páginas de los cuentos infantiles. A mi cuñada le encantó aquella casa mientras creyó que sólo iban a ocuparla en verano, pero cuando llegó septiembre y Ricardo le anunció que su cargo le impedía vivir tan lejos de la capital, y que había decidido que lo mejor era que ella se quedara en el campo, con los niños, y él viniera a verla los fines de semana, comprendió el verdadero sentido de tanta belleza, la condición de una jaula de oro en la que yo no sería la única prisionera.
—Pero es que, no sé, que tú vivas por un lado y yo por otro… —balbuceó mi pobre cuñada—. Eso es como si nos separáramos, ¿no?
—No seas exagerada, mujer —le contestó él—. Así es como han vivido siempre los ingleses.
—Ya, pero yo soy de Vitoria y tú de Madrid. Nosotros no somos ingleses, Ricardo.
—Bueno, pero es lo mejor —y le dedicó una mirada mucho más elocuente que sus palabras antes de besarla en la frente—. Lo que más nos conviene a los dos. Yo sé lo que me digo, hazme caso.