Desde la primavera de 1939, Dolores está a salvo en Moscú, viviendo en una casa caliente y confortable, escribiendo los discursos que pronunciará al día siguiente, sonriendo bajo los aplausos de las multitudes, coleccionando ramos de flores y besos de pequeños pioneros, recibiendo a diario a delegaciones que le expresan su admiración, su respeto, su solidaridad con el pueblo español, y acostándose sola en una cama mullida, tan espaciosa que le parece enorme, como un desierto árido y helado. Porque entonces, antes de dormir, en el único momento en el que puede quedarse a solas con su soledad, aún piensa más en él. Paco está en Le Vernet, que ni siquiera es un campo espantoso corriente, sino un campo espantoso de castigo, destinado a los republicanos españoles rebeldes, peligrosos o marcados por su trayectoria revolucionaria, que era lo que se podía esperar de un dirigente del PCE. Las autoridades francesas no saben qué méritos han propulsado a Francisco Antón hasta el Buró Político, y tal vez, esa ignorancia le salva la vida. A cambio, como todos los prisioneros de aquel recinto, recibe la mitad de comida y de agua que los reclusos de los otros campos excepto cuando le toca «picadero», veinticuatro horas de pie, en ayunas, atado a un poste por las muñecas y por los tobillos.

Dolores piensa en él todos los días, todas las noches, a todas horas, y siempre lleva alguna foto suya encima. Aunque, quizás, sus fotos son muy distintas de las que llevan en el monedero otras personas en la misma situación, y en todas hay un estrado, una mesa, unos micrófonos, un retrato de Marx, otro de Lenin, y demasiada gente alrededor. Quizás, ni siquiera tiene una foto a solas con él, una foto clandestina, relajada, en la sobremesa de una comida o ante un mirador, esas fotos panorámicas de mala calidad que suelen hacerse los amantes ante la balaustrada de un puente o la silueta de una montaña, el brazo de él sobre el hombro de ella, dos sonrisas idénticas y nada más, fotos de esas que tiene todo el mundo. Alguna tendría o quizás no, quizás ni siquiera eso, y sólo puede mirar sus recuerdos, repasar una y otra vez las imágenes congeladas, inmóviles, cada vez más pálidas, de aquel amor que floreció bajo las bombas para reflejarse en el espejo de su propia inquietud.

No es sólo la angustia permanente, primordial, que le inspira el estado del prisionero, el hambre, la sed, el sufrimiento, las penalidades que humillan a diario aquel cuerpo amado, escogido entre todos, la incertidumbre de su destino, el de un hombre a quien el más caprichoso gesto del azar puede costarle la vida en cualquier momento. En Le Vernet, cualquier enfermedad representa el primer paso hacia la muerte, y en algún momento, entre finales de 1939 y principios de 1940, Paco cae enfermo. En la otra punta de Europa, Dolores se entera, se alarma, y las noticias que recibe se van agravando en proporción con el estado del prisionero. Eso sería lo peor, lo más duro, lo más doloroso, pero ella tiene más de un enemigo, y entre ellos, está el tiempo.

En Moscú, a salvo, sola entre tanta gente, es consciente también de su cuerpo, que envejece a un ritmo acelerado, distinto a las caricias que el paso de los días y las noches dibujan sobre la piel de su amante, por muy encarcelado, muy enfermo que esté. Dolores no tiene tiempo. Es una mujer guapa de cara, de cuarenta y cuatro, después de cuarenta y cinco años, que ha parido varias veces antes de empezar a ser mucho más que una mujer, un icono, un ídolo, la diosa de los ateos. Pero sigue teniendo cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco años, cuatro embarazos a cuestas, y eso, no hay ascenso a los altares que lo arregle. Eso no tiene remedio.

En la distancia que marca el tiempo, y esa Historia que no quiso tener su amor en cuenta, hay algo profundamente enternecedor en la amargura moscovita de Dolores. A ella, que fue capaz de arrebatar el sagrado prestigio de la maternidad a la cultura católica para ponerlo al servicio del antifascismo, no le gustaría saberlo, pero su soledad, su inseguridad, su zozobra de mujer madura, adúltera, enganchada sin remedio a la despiadada juventud de un cuerpo hermoso, resultan mucho más conmovedoras que cualquier creación de esa prefabricada ternura femenina que supo dosificar y transmitir con tanta inteligencia, que logró convertirla en un ingrediente esencial de la lucha revolucionaria en cualquier lugar del mundo. Al otro lado del tiempo y de la Historia, es conmovedora su fragilidad, y conmovedora su furia, esa ira sorda que ni siquiera se atreve a expresar en voz alta, porque es Dios, pero no es hombre, es Dios, pero es mujer, y por eso, ser Dios no le sirve de nada. Dios y Virgen a la vez, Dios y Madre, Dios y Hermana, Dios y Esposa Ejemplar, Dios y Espejo de Compañeras, Dios y Trabajadora Abnegada, Dios y Revolucionaria Indoblegable, Dios y Suma Sacerdotisa de la Clase Trabajadora Internacional… La clase trabajadora internacional habría celebrado con codazos y sonrisitas de cómplice indulgencia que cualquier hombre de cuarenta y cuatro años se hubiera llevado al exilio a una monada de veintisiete. Muchos lo han hecho y no ha pasado nada. La guerra, dicen, la confusión de la derrota, era todo muy difícil… Eso es verdad, todo fue muy difícil, pero la misma situación que ellos aprovechan para dejarse olvidada en España a una mujer con la que ya no quieren vivir, no impide que muchos matrimonios felices se reúnan pronto, al otro lado de los Pirineos, o del Atlántico.

Dolores tiene que esperar. Ella, que se arriesga como un hombre, que decide como un hombre, que manda como un hombre, tiene que irse al exilio como lo que es, una mujer, es decir, con su marido. Quizás, ni siquiera llega a verle. No coincidirían siquiera en el avión, como no coinciden después, como hace años que no coinciden. Eso no importa. Lo importante es que en la lista de los dirigentes comunistas españoles acogidos por la Unión Soviética figuran los dos, ella muy arriba, él muy abajo, pero juntos, para seguir no viéndose, no hablándose, no viviendo en la misma casa, no durmiendo en la misma cama, y sin embargo unidos como marido y mujer según el mandato del Dios del enemigo, ese dios que sigue arraigado en la cabeza y en la conciencia hasta de quienes más abominan de él.

En la primavera de 1939, antes de irse a Moscú, Dolores Ibárruri, máxima autoridad del PCE fuera de la Unión Soviética, donde ya estaba José Díaz, a quien sucedería como secretaria general en 1942, deja el destino del partido, y de las decenas de miles de comunistas españoles que malviven en Francia, en manos de otra mujer que, en aquel momento, en plena resaca de la derrota, todavía no está enamorada de nadie. Es una pésima decisión, pero en ese momento, en su cabeza sólo hay sitio para una cosa.

—Que cuide de Antón —encomienda a Luis Delage, en cuyas manos deja el encargo de transmitirle el poder—. Que se preocupe por él, que intente mandarle paquetes, noticias, que procure que sepa que no está solo, que pensamos constantemente en él, aunque tengamos que marcharnos…

El puesto que ocupa Francisco Antón en el Buró Político le consiente hablar en primera persona del plural, en nombre del Partido y no en el suyo, pero es fácil imaginar el pánico que semejante encargo despierta en Carmen de Pedro, aquella chica asustada, desconcertada, abrumada por una tarea descomunal, demasiado grande, y pesada, y peligrosa para el tamaño de sus hombros. Ella sabe muy bien que por los internos de Le Vernet no se puede hacer nada excepto rezar, los comunistas, ni eso. Pero, además, sería la primera en comprender que Dolores, rodeada por un número considerable de subordinados, si no brillantes, al menos capaces, que habrían acatado cualquier orden suya sin discutirla, acaba de hacer una extraña elección. Hay que tener en cuenta que Pasionaria también recibe órdenes, y las del Komintern, que quiere que, por lo que pueda pasar, todos los dirigentes comunistas españoles estén fuera de Francia antes de que se firme el pacto nazi-soviético, son terminantes. Pero entre los que no han sido invitados a hacer ningún viaje, hay personas mucho más indicadas para asumir esa responsabilidad, como enseguida va a hacerse evidente.

Dolores las desprecia a favor de una mujer insignificante, un cruce de mosquita muerta con perro fiel, una jovencita que apenas tiene formación política, horizontes, ambición, ideas propias. Y se equivoca. Piensa que la capacidad de intervención del PCE en un país extranjero, que pronto formará parte del Tercer Reich, no merece ser tenida en cuenta, y se equivoca. Piensa que el Buró Político del PCE puede estar en Moscú, el Comité Central en Buenos Aires, su delegación más importante en La Habana, y la inmensa mayoría de sus militantes repartidos entre Francia y España, sin que la cohesión del Partido se resienta, y se equivoca. Piensa que es más importante precaverse de un asalto al poder que arriesgarse a promover a un nuevo líder, y se equivoca. Piensa que delegar en Carmen es lo mismo que tener la situación controlada a miles de kilómetros de distancia, y se equivoca, y esa equivocación está a punto de acabar con su carrera política.

—¿Y cómo es que estás aquí? —porque el hombre alto, corpulento, acogedor como una casa, que acaba de forzar un encuentro casual con Carmen de Pedro en un día de agosto, quizás aún julio, tal vez en las primeras semanas de septiembre de 1939, ya ha calculado todas las consecuencias de esa equivocación—. Te hacía en Moscú, o en América.

—Bueno, los demás se han marchado, lo sabes, ¿no? —él asiente con la cabeza porque lo sabe, claro que lo sabe—. Pero a mí me han dejado aquí, a cargo de todo.

—¡Vaya! Pues no te envidio, la verdad, menuda responsabilidad.

—Sí, ya ves…

Y en ese instante, mientras Jesús considera que ha llegado el momento de sonreír como él sabe hacerlo, Carmen tal vez siente que le falta el suelo debajo de los pies.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amar de los cuerpos mortales, y la gran rareza de aquella época se cruza al mismo tiempo en el amor de la gran Pasionaria y en el de la mínima Carmen de Pedro. En agosto de 1939, cuando Stalin decide que le conviene traicionar a su propia causa, y a los millones de personas que la sostienen en el mundo entero, plantando un beso monstruoso en los labios de Adolf Hitler, Dolores lleva poco tiempo viviendo en Moscú. Lo más probable es que Carmen se haya encontrado ya con un hombre especial, singular, el gran seductor que se conformará con ser su sombra poderosa hasta que le llegue el momento de avanzar un paso hacia la luz. Mientras en Francia una mujer española siente que aquel hombre empieza a ser más valioso para ella que el Partido, que su cargo, que sí misma, en la Unión Soviética otra se esfuerza por explicar lo inexplicable, por elaborar teorías alambicadas y tramposas, más alambicadas cuanto más tramposas, distinguiendo la táctica de la estrategia, disfrazando la traición de pragmatismo, acatando la mentira, aplicándola a los adjetivos, insistiendo en que la guerra imperialista no afecta a la Causa de los trabajadores del mundo. Carmen difunde esas consignas entre los presos de los campos franceses, intenta convencerlos, aplacarlos, sujetarlos con poco éxito, pero aquel cataclismo moral no le impide seguir dedicando sus ratos libres a tareas mucho más placenteras.

Jesús es un mago, un ser prodigioso, de esos que saben convertir la vida de una mujer en una montaña rusa de vértigos excitantes y risueños. Ella, una muchachita de barrio, sus orígenes intercambiables con los de Francisco Antón, su ambición muy diferente. Esa ha sido la principal equivocación de Dolores, no comprender a tiempo que el poder no le interesa, que nunca le ha interesado. Le importa todavía menos mientras él le venda los ojos para enseñarle a apreciar los vinos que beben, mientras le enseña a comer foie en restaurantes de lujo, mientras alquila villas apartadas con jardín, en las que el sol entra hasta el centro de un dormitorio presidido por una cama feliz, perpetuamente deshecha. El precio de tanto placer es el poder, y ella se lo otorga con el mismo fervor con el que él parece dispuesto a complacerla en todo, la misma devoción con la que, antes de ser capaz de darse cuenta, será ella, y sólo ella, quien viva para complacerle en todo a él. La Historia con mayúscula desprecia los amores de la carne mortal, la carne débil que la distorsiona, la desencaja, la desordena con una saña que no está al alcance de los amores del espíritu. Sin embargo, la partida estuvo en tablas hasta que Alemania invadió Francia, y el mundo tembló.

El 22 de junio de 1940, el mariscal Pétain firma en la ciudad de Vichy un armisticio con las autoridades alemanas de ocupación. Ese día, en la otra punta del continente, una mujer enamorada, poderosa y enamorada, ambiciosa y enamorada, inteligente y enamorada, disciplinada y enamorada, legendaria pero, sobre todas las cosas, enamorada y por lo tanto débil, obsesionada, incauta, vulnerable, tiembla más que el mundo. Lleva mucho tiempo esperando este momento y no tiene un segundo que perder, aunque quizás dedica algunos instantes a volver a pintarse los labios con cuidado, estudiando su rostro en un espejo. El día que se firma el armisticio de Vichy, Dolores Ibárruri vuelve a sentirse fuerte, vuelve a ser joven, más consciente de su piel que de su edad, y su voz no tiembla cuando llama al Kremlin para pedir una audiencia privada. La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. Pasionaria nunca ha sido tan mortal como cuando cruza el despacho de Stalin y le mira a los ojos.

—Camarada, tienes que hacerme un favor.

Enrique Líster escribe en sus memorias que, aquel día, Stalin comenta con sus íntimos, en un tono despectivo, adecuado para ridiculizar esa pequeña pasión pequeñoburguesa de los débiles de espíritu, que si Julieta no puede vivir sin su Romeo, habrá que traerle a su Romeo. No hay motivos para dudar de su relato, aunque la alusión shakespeariana resulta desconcertante. A juzgar por la sintaxis deliberadamente monótona, repetitiva y facilona, de los informes que le eleva la NKVD, Stalin no es buen lector. Más verosímil resulta la formulación de un simple cálculo aritmético. El líder soviético no puede negarle este favor a Dolores porque el hombrecillo preso en Le Vernet le trae sin cuidado, pero le conviene tener contenta a esta mujer. Hay que ver, qué raros son estos españoles, murmuraría, si acaso, una vez más, antes de descolgar el teléfono para hablar con el camarada Molotov. En este momento, al camarada Molotov le sobra desparpajo para telefonear a su amigo Ribbentrop. Y Ribbentrop pensaría, incluso, que Molotov le está haciendo un favor, porque cuanto antes aprendan los franceses quién manda en realidad en la Francia Libre, mejor para todos. En efecto, en Vichy no rechistan. Basta que un subordinado de Ribbentrop dé instrucciones, para que un subordinado de Pétain las transmita directamente a Le Vernet. A los cinco minutos, Francisco Antón está en libertad. Tan pronto como pueden encontrar un avión, las nuevas autoridades francesas lo mandan derecho a Moscú.

Cuando Dolores, con la boca muy bien pintada, lo viera bajar por la escalerilla, flaco, pálido, herido, consumido por el hambre y por la fiebre, se emocionaría tanto que, tal vez, ni siquiera se pararía a pensar en que el único pasajero de aquel avión es algo más que el hombre de quien está enamorada. Antón era, también, el único miembro de la cúpula comunista española que se había quedado en Europa Occidental. Lo era, pero ya no lo es, porque al fin está en Moscú, con ella. Mientras lo abraza, mientras le besa con los ojos llenos de lágrimas, mientras le pide que se anime porque ya ha terminado el sufrimiento de los dos, Dolores estará tan conmovida, tan contenta de poder abrazarle, tan triste de encontrarle débil y enfermo, que no dedicará ni un solo instante a preguntarse por las consecuencias que aquel viaje pueda tener en Francia. Y en Francia, en este mismo momento, una antigua mosquita muerta, que ya no es una mosquita y está cualquier cosa menos muerta, va tachando nombres de su agenda con la boca muy bien pintada.

Jesús y yo queremos celebrar una reunión —¿Jesús?, ¿y qué Jesús?, se irían preguntando, uno por uno, los delegados a quienes va convocando—, en Marsella —¿en Marsella?, ¿y por qué en Marsella, si donde estamos todos es en Toulouse?—, porque creemos que ha llegado el momento de empezar a actuar —¿ahora?, ¿precisamente ahora que los nazis han invadido Francia, vamos a empezar a actuar?—. ¡Ah! Y por cierto… Tengo una buena noticia. Paco Antón ya está en Moscú.

Pobre Carmen. Al encontrarse con Jesús, ella está mal, tiene veintidós años y está mal, no puede recurrir a nadie y está mal, carece de cualquier capacidad, teórica o práctica, para hacer el trabajo que le han encomendado y está mal, se encuentra sola, abandonada, impotente, y está mal. Pobre Carmen, tan bajita, cuando aquel hombre tan grande se acerca a ella tocándose el sombrero, con su aspecto de señor, con su aplomo congénito, con su manera de saber estar, de llamar a un camarero, de ordenar los mejores platos, de escoger los mejores vinos, de dejar la propina justa para que le despidan entre reverencias. Pobre Carmen, mientras él empieza a parecerle un regalo del cielo, la respuesta a cada una de sus súplicas, la solución de todos sus problemas. Pobre Carmen, que no se le resiste ni cinco minutos, porque es muy poca mujer para Jesús Monzón y no mucho más lista, pero sí lo suficiente como para suponer que en su vida se va a ver en otra.

Él, a cambio, más que listo, es listísimo. Tanto que, durante un año entero, se limita a mimar a su responsable política, a halagarla, a complacerla, a hacer con ella cosas que a ella jamás se le ha ocurrido imaginar que puedan hacerse con un cuerpo humano, y a susurrarle al oído, eso sí, lo que más le conviene decir, hacer, aprobar o rechazar. Siempre al oído, porque lo que no conviene de ninguna manera es que nadie sepa que duermen juntos, que nadie piense cosas raras, por ejemplo que él la está enamorando para mangonearla, para manipularla, para trepar a su costa. Pobre Carmen, que no es muy lista y nunca acaba de entender bien esta clandestinidad dentro de la clandestinidad, cuando los dos son libres y no le hacen daño a nadie, porque ella está soltera y él, otro de los que, oficialmente al menos, han perdido una mujer por el camino, la guerra, ya sabes, la confusión de la derrota, era todo muy difícil…, como si lo estuviera.

Pero todo sigue siendo muy difícil, y esa clandestinidad amorosa dentro de la clandestinidad política se convierte en un ingrediente más de la permanente excitación con la que aquella chica que ya no se acuerda de haber sido alguna vez tan sosa, paladea cada minuto de la época más intensa de su vida.

Durante ese año, en Moscú, en Buenos Aires, en La Habana, todo son elogios para Carmen de Pedro, para el espléndido trabajo que está haciendo en circunstancias muy penosas, para las medidas, tan audaces como oportunas, que están coordinando poco a poco a los camaradas encerrados en los campos, a los que integran batallones de trabajo, y a los comunistas españoles con los franceses. Carmen recibe instrucciones aliñadas con besos, la cabeza sobre la almohada, la piel saciada, y la voz de Jesús, tierna, acariciadora, le explica exactamente lo que debe hacer, cómo debe hacerlo, qué palabras debe usar para lograrlo, y eso parece un juego más, un mimo más, una nueva muestra de la graciosa magnificencia de aquel hombre que sólo vive para hacerla feliz. Ella nunca ha sido tan feliz y, por eso, cuando se levanta de la cama, se comporta como si fuera otra, como si él hubiera impreso en ella una parte de su fuerza, de su carácter, de su inteligencia, una ambición que, sin embargo, permanece intacta bajo la máscara del amante impecable.

Jesús Monzón es tan listo que, mientras Francisco Antón está encerrado en Le Vernet, nunca abre la boca en público para tratar de asuntos del Partido. Él, que sabe tanto de tantas cosas, música, cine, arte, literatura, gastronomía, teoría política y del mundo en general, disfruta dirigiendo las conversaciones, pero en el instante en que se deslizan por alguna pendiente peligrosa, cierra la boca, deja hablar a Carmen y hasta la escucha con interés, con admiración, como si necesitara preguntarse, como se preguntan los demás, de dónde saca esta mujer unas ideas tan buenas. Nunca corre el menor riesgo, no mientras sus propias redes puedan volverse en su contra, no mientras alguien pueda sospechar algo, mientras exista una sola posibilidad, por muy remota que parezca, de que cualquier comentario traspase la alambrada de Le Vernet para que el amante de Dolores sospeche lo que está pasando en el partido que ella cree tener controlado desde Moscú. Todavía no tiene prisa, y así deja pasar el tiempo hasta que Alemania invade Francia. Este acontecimiento, que aplasta a los exiliados españoles, logrando que su destino rebase el nivel de lo malo para precipitarse en el de lo peor, mejora radicalmente las condiciones de vida de dos de ellos, que han sabido inspirar en dos mujeres un amor sin condiciones. Uno es Francisco Antón. El otro, Jesús Monzón.

La buena noticia que Carmen de Pedro transmite a todos y cada uno de los convocados a la reunión de Marsella, resulta serlo en muchos más sentidos de los previsibles. Porque, por una parte, acaba hasta cierto punto con el gran secreto de Dolores Ibárruri. Moscú no es Francia, ni mucho menos España, y en aquella ciudad donde a ella no la conoce tanta gente, a Paco casi nadie, y a Julián Ruiz mucho menos, ya no hace falta esconderse. En Marsella ocurre algo parecido. En una villa con jardín, confortable y discreta, de las que a él le gustan, ante una veintena de delegados llegados de diversos lugares de la Francia ocupada y algunos simples militantes, escogidos solamente por la confianza que les inspiran, Jesús Monzón y Carmen de Pedro se comportan en público como una pareja por primera vez, y él recupera el don de la palabra, que parecía haber perdido en marzo de 1939.

Todavía es Carmen quien saluda a los camaradas que van llegando, y les ofrece asiento, ceniceros, algo para beber. Tal vez pronuncia además unas pocas frases de bienvenida, destinadas a presentar al hombre que está a su lado, pero es él quien habla.

—Camaradas, Carmen y yo —y aún la pone a ella por delante, aunque ya sólo sea en la sintaxis de la cortesía— pensamos que, en momentos tan duros como los que estamos viviendo, es imprescindible recuperar cierto nivel de organización, para que los nuestros no se sientan desamparados, para que no se desmoralicen ni caigan en la tentación de creer que todo da igual, que ya lo han perdido todo por segunda vez y para siempre…

Tiene razón. Tiene tanta razón que no sólo nadie se la disputa. Nadie se detiene tampoco a relacionar la buena nueva de la liberación de Antón con la convocatoria de aquella reunión en la que Jesús Monzón se estrena como máximo dirigente del Partido Comunista de España en Francia. A partir de entonces, no para de hacer cosas. Y es verdad que nadie le ha pedido que las haga. Pero también es verdad que las hace todas bien.

Inteligentísimo, ambiciosísimo, comunista, valiente, atractivo, soberbio, seductor, egocéntrico, brillante, temerario, capaz, aventurero, reservado, conspirador, imaginativo, convincente, seguro de sí mismo, generoso, mujeriego, simpático, maquiavélico, elegante, comprensivo, astuto, cortés, exigente, cínico, selecto, culto, políglota, intrigante, sofisticado, vividor, político, amable, cosmopolita, complicado, sensual, peligroso, dominante, perverso, poderoso, gourmet, buen conversador, mejor escritor, inmejorable organizador, demasiado exquisito para despacharlo con la etiqueta de un simple burgués, cultivador experto de todos los placeres refinados y de alguno que no lo es tanto, con una formación teórica solidísima, unas dotes de mando extraordinarias, una facilidad innata para enamorar a las mujeres, un carisma como hay pocos y los escrúpulos justos, ni uno más.

Así es el hombre que en la primavera de 1939 se encuentra en Francia solo, despreciado por sus superiores, que no han querido contar con él, y aislado de sus iguales, que no comparten su desgracia, pero con las manos libres. Así es cuando mira a su alrededor, analiza la situación, evalúa las consecuencias de su análisis, y suma dos y dos. Así es hasta que sale a la luz, para demostrar que todos los calificativos que puedan llegar a encontrarse en sus descripciones se resumen en dos. Quienes le conocen a partir de entonces, sucumben sin condiciones al hechizo de un hombre fácil de amar, difícil de olvidar.

—Tú ponte guapa, cielo, y no te preocupes por nada, que para eso ya estoy yo aquí…

Entre el verano de 1940 y el invierno de 1943, aquella pobre, insignificante mecanógrafa del Comité Central de Madrid, aprende que es mucho más feliz siendo la niña mimada de un hombre todopoderoso, que ejerciendo ese poder que tan feliz le hace a él. Y a eso se dedica, a ser feliz.

Jesús decide saltarse a la torera el pacto nazi-soviético, ordena que se sabotee a cualquier precio el alistamiento de republicanos españoles en la Organización Todt, formada por compañías de trabajo controladas directamente por el ejército alemán, y Carmen es feliz.

Jesús extiende la estructura del Partido a todos los campos, todas las cárceles, todos los batallones de trabajo situados a ambos lados de la línea que divide la Francia Libre de la Francia ocupada, y Carmen es feliz.

Jesús se reúne con los dirigentes del Partido Comunista Francés en una insólita posición de superioridad, porque siendo español, tiene más militantes, más cuadros, más enlaces, más organización, y más eficaz que la suya, y Carmen es feliz.

Jesús decide que ha llegado el momento de pasar a la lucha armada, escoge su propio estado mayor entre los hombres con formación militar que más confianza le inspiran, estimula el reclutamiento de guerrilleros, establece el número, la estructura y la jerarquía de sus propias brigadas, traza sus planes de actuación, los integra en la incipiente resistencia francesa, consigue que la lideren en muchas zonas del sur del país, y Carmen es feliz.

Jesús convierte al PCE en la indiscutible fuerza hegemónica del exilio republicano español en Francia, empieza a sentir que con eso no tiene bastante, y Carmen es feliz.

Jesús piensa en Moscú, en Buenos Aires, en La Habana, en el curso de la guerra y, con las manos más libres que nunca, analiza la situación, la proyecta en el futuro inmediato, suma dos y dos, siempre le dan cuatro, y Carmen sigue siendo feliz.

Jesús sigue alquilando villas apartadas con jardín y servicio, tratándola como a una diosa, llevándola a cenar a los mejores restaurantes, escogiendo los mejores vinos, haciéndole la vida tan placentera como ella jamás se había atrevido a esperar que fuera su vida, y ya ha decidido volver a España, pero Carmen no lo sabe, y nunca ha sido tan feliz.

Carmen cree que los dos forman un equipo en el que él manda y ella se ocupa de ponerse guapa sin preocuparse de nada, pero los hombres explosivos terminan por explotar, porque esa es su condición, su naturaleza.

A principios de 1943, Jesús Monzón tiene una idea nueva, tan buena, tan brillante, tan visionaria como suelen ser sus ideas. Él no sabe que sus camaradas del Buró Político han pensado en algo parecido antes que él, pero tampoco tiene cerca a ningún Stalin cuya opinión le impida ponerlo en práctica. La Unión Nacional Española —heredera en su nombre de la organización que, en la inmediata posguerra, intenta levantar en el interior Heriberto Quiñones—, concebida como una plataforma de programa democrático, moderado, en la que están representadas todas las organizaciones que se oponen a la dictadura de Francisco Franco pero controlada en apariencia por el PCE, y más exactamente por él, que para eso es quien se la ha inventado, será el interlocutor ideal cuando llegue el momento de que los aliados, después de derrotar a las potencias del Eje, se planteen el problema de España.

A principios de 1943, Jesús Monzón está seguro de que Hitler va a perder la guerra, pero incluso si el conflicto se alarga, si se complica por factores imprevisibles, la Unión Nacional es una idea excelente, como demostrarán todas las fuerzas democráticas españolas más de veinte años después, poniendo en pie plataformas semejantes.

Él lo tiene todo pensado. Ha hablado, por un lado, con don Juan Negrín y con el general Riquelme, y por otro, con representantes del PSOE, de la CNT, de la UGT y de Izquierda Republicana en Francia. Es cierto que sus contactos con los restantes socios del Frente Popular, que ganó las elecciones en febrero de 1936, no pertenecen a las cúpulas de sus respectivos partidos, pero también lo es que habría resultado imposible que fuera de otra manera. Ninguno de los máximos dirigentes socialistas o republicanos viven en Francia en los años cuarenta, y cinco años después de la derrota, la CNT está prácticamente desarticulada. Pero de todas formas, para que nadie se asuste, para que las potencias democráticas que ya han traicionado a la República una vez, no vuelvan a lavarse las manos, escudándose en la propaganda contra las hordas marxistas que ha llevado a Franco hasta el palacio de El Pardo, también ha concertado citas con monárquicos, con carlistas, con falangistas rebeldes y con cedistas descontentos, para verlos en Madrid.

¡Ay, así que volvemos a Madrid! —exclama la pobre Carmen cuando se entera—. ¡Qué bien!

—No, cariño… —él procura desilusionarla con suavidad—. Yo me voy a Madrid. Pero he pensado que lo mejor es que tú te vayas a Suiza, con Manolito Azcárate.

Luego le explica que ha establecido contacto con un norteamericano llamado Noel Field, un funcionario de la delegación de Estados Unidos en la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra, que desde 1941 trabaja en paralelo para el Unitarian Service, una organización benéfica de ayuda a los refugiados, a través de la cual se canalizan fondos de su gobierno para sostener la actividad de los antifascistas europeos. Field, que a su vez ha sido reclutado ya por Alien Dulles —quien durante la Segunda Guerra Mundial, antes de convertirse en el primer director civil de la CIA, ocupa el puesto de jefe de la delegación de los Servicios Secretos norteamericanos en Suiza—, está en contacto permanente con la precaria dirección clandestina de los comunistas alemanes. Tal vez por ese conducto ha sabido Monzón de la existencia del filántropo misterioso que al final resulta ser en efecto lo primero, pero no tanto lo segundo.

Pablo Azcárate, a quien su cargo de embajador de la República Española en Londres convirtió durante la guerra civil en una especie de ministro de Asuntos Exteriores permanente del gobierno Negrín ante el Comité de No Intervención, se hizo amigo de Field, que a la sazón frecuentaba, o residía en el Reino Unido, en el curso de aquella extenuante batalla. El norteamericano siempre se ha comportado como un antifascista sincero y un leal amigo de la República, y como tal lo recuerda Manolo Azcárate, hijo de Pablo, camarada y amigo de Jesús Monzón. Por eso, Carmen intenta decir que no, que no, que de ninguna manera, que por qué, que ella se va a Madrid con él y que Azcárate se vaya solo a Ginebra, ya que ese Field era amigo de su padre, pero Jesús no cede.

—Tú eres la que manda aquí, Carmen —pobre Carmen—. La delegada del Buró Político eres tú, no yo. Así que te vas a Suiza, le sacas a ese tipo todo el dinero que puedas, y luego te vuelves aquí, porque lo que no podemos hacer de ninguna manera es dejar al Partido desamparado en Francia.

Pobre Carmen, que no es muy lista, pero tampoco tan tonta como para no darse cuenta de que aquel mago capaz de hacer salir cualquier cosa de su chistera, en el mejor de los casos, se ha cansado de ella, en el peor, ya le ha sacado todo el provecho que puede sacarle, y en cualquiera de los dos, se la va a quitar de encima. Jesús, que es demasiado astuto como para levantar ninguna liebre antes de tiempo, procura deshacer esa impresión por todos los medios, y logra que Carmen se vaya a Ginebra de mejor humor, a trabajar para él, para el Partido Comunista de España, que ya es sólo él.

Ella lo hace, y lo hace bien, como una discípula digna de su maestro. Tras varias entrevistas, le saca a Noel Field más de medio millón de pesetas de 1943, una fortuna que va a parar a Madrid, a un chalé confortable, discreto y, por supuesto, con jardín, del barrio de Ciudad Lineal, la casa desde la que Jesús Monzón subyuga, domina, seduce, convence, organiza y manda tanto, o más, que al otro lado de la frontera, la casa desde la que concierta entrevistas con un número limitado, pero selecto, de desertores del franquismo, la casa en la que recluta a muchos descontentos sin apellidos políticos, la casa en la que hace del PCE del interior el germen de una organización tan admirable como el PCE del exilio francés, la casa en la que cuenta con la ayuda de una asistente de físico nada insignificante que, después de un mes, como mucho un mes y medio, deja de aparentar que es su pareja, para empezar a serlo de verdad.

Esa es la casa del espejismo, de la alucinación de Jesús Monzón. Aquí, tan cerca de la Puerta del Sol, tan lejos de Moscú, de Buenos Aires, de La Habana, y con Toulouse a la distancia de un chasquido de sus dedos, mientras todo va mejor de lo que se habría atrevido a esperar y algunos dirigentes históricos de la derecha española le tratan de usted, Monzón se emborracha de poder, se cree inmortal, invencible, omnipotente, y empieza a equivocarse.

O quizás no, quizás no se equivoca. Quizás conserva intacta su capacidad de análisis, porque sus cálculos fallan, sí, pero por pocas décimas. En el verano de 1944, sus hombres, porque son suyos, porque él los ha formado, los ha organizado, los ha dirigido, porque le obedecen a él, al único dirigente que se había estado jugando la vida igual que ellos, y no a los que han estado de vacaciones en Moscú, en Buenos Aires o en La Habana, liberan el sur de Francia. Entonces, el hombre de Ciudad lineal comprende que Jesús Monzón Reparaz, él mismo, aquel dirigente de tercera, el navarro oscuro y despreciable con quien nadie quiso contar en 1939, a quien nadie ofreció un puesto en ningún avión ni encomendó misión alguna, tiene, además del poder en Francia y en España, un ejército propio, veinticinco mil, treinta mil hombres bien armados, perfectamente adiestrados, disciplinados y victoriosos, que han derrotado a los nazis y sólo esperan una orden suya para cruzar la frontera.

—Ríete de mí ahora, Dolores —murmuraría Jesús Monzón en su confortable casa de Madrid, tan lejos de la Plaza Roja, tan cerca de la Puerta del Sol—. Ríete ahora, anda, y ya veremos quién se ríe el último…

La última en reírse es ella, pero por un pelo. Por un pelo, Franco sigue viviendo en el Pardo durante treinta y un años más. Por un pelo, la cara de Jesús Monzón no se repite en millones de sellos de correos y de billetes de banco. Por un pelo, el paseo de la Castellana, en Madrid, no se llama ahora avenida de Jesús Monzón. Por un pelo, aquel hombre a quien ya nadie recuerda, no se convierte en el héroe, en el salvador, en el padre de la Patria.

Porque cuando comienza el otoño de 1944, Jesús Monzón Reparaz ordena, desde su madrileña casa de Ciudad Lineal, que el ejército de la Unión Nacional Española, su propio ejército, cruce los Pirineos.

Radio España Independiente, la emisora de radio clandestina del PCE, conocida popularmente como «la Pirenaica», anuncia en sus noticiarios que la operación «Reconquista de España» se ha puesto en marcha.

Y el 19 de octubre de 1944, jueves, el ejército de la Unión Nacional Española pasa en efecto la frontera para invadir el valle de Arán.