19

El País de las Hadas

Ray dice:

—Este día y su noche. Idos. Todos.

Katrina dice:

—Eres un hijo de puta ingrato.

Ray levanta la mirada hacia ella y asume una pose desafiante.

—Puedo hacerte mucho daño pero no lo hago. Dame las gracias por eso.

—Alex casi ha dado la vida por ti y yo también. Joder, si sólo estás aquí porque a alguien le dio por poner al día a una inútil muñeca obrera.

—¿Tú pediste nacer?

Ahora es Ray el que sonríe y Katrina retrocede un paso.

Alex se incorpora y dice:

—Yo siempre le he estado agradecido a mi madre, Ray. Mi padre… nunca conocí a mi padre pero conocí a mi madre.

Está tendido sobre un grueso jergón de ramas de pino. La fiebre que le ha hecho arder la sangre durante la mayor parte del día está bajando. Se siente cansado y pesado, tan pesado como si se encontrase en Júpiter, y helado a pesar de la manta plateada con la que lo ha cubierto la señora Powell, a pesar del té caliente y dulzón que ha preparado para él, a pesar del rico chocolate dulce que se ha tomado, medio kilo nada menos. El corazón late con fuerza en el interior de su pecho; tiene miedo de que pueda estallarle.

Ha donado otro litro de sangre rica en linfocitos-T. Los Enfurecidos supervivientes pasan uno por uno por allí, toman un poco de su sangre con las manos de un cuenco comunitario, beben y se alejan, lamiéndose los largos dedos. Bebed esto, mi sangre. Mi sangre sabia y presurosa. Utilizarán las bibliotecas de códigos que contienen los linfocitos-T para fabricar variedades de vectores anti-Cruzada y se los transmitirán con un beso a cada uno de los cruzados que todavía no han sido curados y que esperan, sentados y tendidos, en los campos abandonados que hay al oeste de la aldea en ruinas.

Las hadas de la comitiva de las Gemelas no han tardado en aburrirse de los cambiantes humanos y se han marchado. Las Gemelas han desaparecido al mismo tiempo. Alex ha tenido que preguntarle a Ray qué ha sido de las dos pequeñas. De repente, depende de Ray. Todos ellos dependen de él. La mayoría de las hadas no está dispuesta a hablar con los humanos; la mayoría de las que sí lo hacen no dice más que tonterías. Hay una, una criatura grande que ha reunido varios trofeos espeluznantes, que habla como si los humanos fuesen mascotas o esclavos. Katrina está a punto de volarle la cabeza antes de que Ray interceda.

Los pocos Enfurecidos supervivientes están todavía allí, tocando sus tambores entre las ruinas, y los demás elfos, solitarios y duchos en las artes de la naturaleza, están llegando desde el bosque. Algunos de ellos han traído comida, trozos de ciervo o jabalí, o conejos desollados y destripados. Los confusos cruzados aceptan una porción de este botín y están asando la carne en pequeñas fogatas que cubren de humo azulado su improvisado campamento.

Ray le dice a Alex que las Gemelas no conocen otra cosa que el País de las Hadas. Sería cruel arrancarlas de allí. Dice que ayudarán a los elfos. Los agentes humanos siempre serán necesarios. Alex cree que Ray es indiferente al peligro de que las Gemelas puedan volver a intentar utilizar a los elfos para sus propios fines, pero ni él ni ninguno de los suyos están dispuestos a hablar sobre lo que podría ocurrir. Para ellos sólo hay lo que hay, el momento presente preñado de pasado.

Ray dice ahora:

—Mi madre es una cosa para criar. Una muñeca. Mi padre, una mujer que quiere que sea su hijo. La abandono hace mucho tiempo, muy lejos.

Alex dice:

—¿Recuerdas quién te liberó? —está interesado; hasta entonces Ray nunca ha hablado de su pasado.

Ray está pasando un dedo a lo largo de la correa de nudos que cuelga de su cinturón, reuniendo sus codificados recuerdos. Al cabo de un rato, dice con un encogimiento de hombros:

—Corto ese nudo.

La señora Powell dice:

—Debería usted descansar, señor Sharkey. Duerma y mañana podrá pensar sobre todas esas cosas.

—No estoy enfermo, señora Powell. Exhausto, eso es todo.

—Está enfermo, señor Sharkey. Sólo que es usted demasiado tozudo para reconocerlo.

La señora Powell está atendiendo al único mercenario superviviente, una mujer que no habla ni inglés ni francés ni griego ni alemán. Para rescatarla han tenido que cortar el polímero mientras se endurecía y sufre fracturas múltiples en ambas piernas. Los fragmentos de polímero endurecido pegados a su piel tendrán que serle extraídos quirúrgicamente. Sufre mucho. La señora Powell le ha administrado una dosis de morfina y ahora está asegurándose de que no sufre una conmoción. Los otros mercenarios se han ahogado y están enterrado en el interior del polímero, cuyo estado físico cambiaron las hadas con su sabia sangre.

Ray vuelve a decir:

—Este día y su noche y os vais.

Alex duerme un poco. Cuando despierta ya ha oscurecido. Los elfos siguen tocando sus tambores. Puede oír el crujido que hace el lago de polímero mientras se endurece, y los ruidos minúsculos y sigilosos, el billón de arañazos y crujidos por minuto, conforme las torres y las espiras y los arcos de la pequeña aldea son reconstruidos, molécula a molécula, por una miríada de incansables trabajadores microscópicos. Las pocas espiras que sobrevivieron al bombardeo están perfiladas por pequeñas luces destellantes. Las luces están reptando lentamente alrededor las unas de las otras, como los fragmentos de las lunas que forman los anillos de Saturno.

—El País de las Hadas —dice Alex, y siente un momento de intensa felicidad mientras accede a una sencilla e infantil parte de sí mismo, una enterrada mota de memoria que resplandece con la breve intensidad de un meteoro.

El País de las Hadas.

Lexis dice:

—Está por todas partes, a tu alrededor, Alex. Sólo tienes que abrir los ojos para verlo.

Huele el áspero y dulce aroma del hachís… pero Lexis está muerta, murió el año pasado. Recibió una carta de Leroy seis meses después del funeral. Poste restante. Recuerda haberse quedado allí, en la oficina postal central de Tirana, con una mirada atontada en el rostro y el arrugado pedazo de papel, la dirección medio escondida tras los sellos oficiales y los franqueos, en la mano.

La señora Powell le ofrece el porro y Alex le da una profunda calada.

—Analgésicos naturales —dice ella—. Vuelva a dormirse, señor Sharkey.

—Creo que he estado durmiendo desde que me marché de Gjirokastra.

Katrina está dormida, así como el cámara; su pequeño robot de color negro flota en el aire, tres metros por encima de él, sus ventiladores murmurando quedamente en el cálido aire de la noche. El periodista americano, Todd Hart, lleva puestas las manoplas y el visor de Alex para acceder a su agencia de noticias. Un poco más allá, Aníbal golpea con la pata el poste al que está atado, mientras agita la trompa entre los colmillos. El sonido de los tambores de las hadas inquieta al mamut pigmeo, así como los chillidos que se escuchan cada vez que estalla una disputa entre ellos.

—Mire —dice la señora Powell—. Ahí va una de las voladoras.

La contemplan mientras planea frente a la cara de la luna y se pierde en la noche.

—Ahora ya puedo morir feliz —dice la señora Powell—, aunque lamento no poder quedarme aquí un poco más.

—Se le pasará cuando esté curada. Puedo pedirle a Ray que lo haga ahora mismo.

La señora Powell dice:

—Oh, no, señor Sharkey. Eso no estaría bien. Quiero vivirlo por completo, con toda su maravilla y también con toda su tristeza.

—Usted me asombra, señora Powell.

—Oh, no soy más que una mujer ordinaria, señor Sharkey —dice la señora Powell—. He vivido mis aventuras, es cierto, pero, ¿quién no lo ha hecho en estos tiempos atribulados?

—La mayoría de la gente de su edad se ha retirado a la comodidad de las arcologías y a sus enlaces multimedia. Por seguridad y en busca de una larga vida.

—Ellos —dice la señora Powell— ya están muertos, sólo que no lo saben. Además, no son más que una pequeña parte de la humanidad. Yo he estado en África, ¿recuerda?, y aunque hay arcologías en Suráfrica y Egipto, la mayoría de la población permanece ajena a la revolución de la nanotecnología. Todavía quedan algunos lugares salvajes en la Tierra.

Todd Hart escucha sus voces, se acerca y se sienta junto a ellos. Ha estado trabajando con su editor. Todos los reportajes que había archivado en el hotel de Tirana han sido absorbidos hacia el simulacro de las oficinas de la agencia de la Biblioteca de los Sueños y ha tenido que rehacerlos. El primer segmento acaba de ser emitido, un pequeño retazo sobre el repentino fin de la Cruzada de los Niños que ha sido añadido a los ciclos de noticias de la mayoría de los canales del mundo. Los fragmentos más grandes, como los relativos a las apoteosis de Glass y Antoinette y la defensa de Leskoviku, han de ser editados todavía para los grupos de noticias especializados.

—Los teóricos de las conspiraciones se lo van a pasar muy bien —dice Alex mientras piensa en Max.

Todd le da una calada al canuto de la señora Powell.

—La ONU está esperando a los cruzados en la frontera de la zona neutral. Cuando me secuestraron vi a uno de sus oficiales, y ahora creo que es posible que también ellos estuvieran involucrados. En un asunto como éste, en un lugar como éste, siempre hay niveles y niveles. Uno nunca llega hasta el fondo. ¿Todo es obra de Antoinette? La verdad es que lo dudo.

—Bueno, a mí no sorprendería. Creo que lo preparó todo hace mucho tiempo. Nosotros no somos más que cabos sueltos de los que no necesita preocuparse. Por suerte para los elfos, porque si no fuera así los hubiera destruido. Estaba manipulando a los piratas de la Web y a los mercenarios por medio de las Gemelas, estoy seguro de eso.

—Tengo algunos contactos en la administración de la Web —dice Todd—, pero no han detectado ninguna perturbación. Puede que, después de todo, ella haya muerto.

—Querría usted creer eso porque no le gusta la sensación de haber sido manipulado. Puedo comprenderlo, ¿quién mejor que yo para hacerlo? Pero no creo que se haya marchado. Eso es lo más extraño. Simplemente se ha distribuido por todo el mundo.

Todd toma otra calada del porro y se lo devuelve a la señora Powell. Exhala una gran bocanada de humo y dice:

—¿Lo harían ustedes? ¿Si pudieran?

Alex piensa en la habitación blanca. Sacude la cabeza.

—Definitivamente, yo no —dice la señora Powell.

—Vamos, ¿incluso si estuvieran ustedes muriéndose? Creo que la mayoría de la gente sí lo haría.

—Creo que la mayor parte de la gente de mi generación se encuentra ya a medio camino de allí —dice la señora Powell—, pero ésa no me parece una buena razón para reunirme con ellos.

Todd dice:

—Pensaba que la Cruzada de los Niños era algo importante, pero esto… debería dejar que le entrevistase, Alex. De veras. El mundo debería saberlo.

Alex dice:

—Estoy empezando a desear no habérselo contado.

Todd dice:

—Es una gran historia. Se la debe al mundo. Puedo negociar unos emolumentos realmente importantes para usted, o puedo conseguirle un agente y enviarlo a hablar con usted. No va a sacar nada de esto, ¿verdad?

—Estoy muy cansado.

—Hablaremos por la mañana —dice Todd—. Tenemos que hablar.

Alex se vuelve de lado y al cabo de un rato el periodista se marcha.

La señora Powell dice:

—Buenas noches, señor Sharkey. Dulces sueños.

Ray observa cómo duermen los humanos. Grandes animales que se agitan y se vuelven. Murmurando y bufando. Sus ojos se sacuden bajo los párpados. Sus sueños son sencillos. Sueños de cosas, de lugares. Estáticos, desiertos, sin problemas. Cuando él despierta comprende estas cosas un poco mejor. Los humanos siempre quieren hacer conexiones. Tejen redes de pensamiento y quedan atrapados en esas frágiles redes. Pero Ray puede deshacer los nudos de su memoria. Cuando algo le preocupa, eso es lo que hace. Comienza de nuevo.

Muchos de los elfos quieren hacer exactamente eso. Algunos de ellos quieren matar a los humanos, de modo que Ray monta guardia para protegerlos. Siente apego por Alex y especialmente por Katrina. Katrina le gusta. Nunca lo reconocería, pero es así. Nunca deshará su nudo. Pasa un dedo por él mientras observa cómo duerme ella, su rostro arrugado enterrado en el pliegue de su codo.

Ray le susurra mientras ella duerme. Camina por sus sueños, compartiendo con ella las voces de su sangre.

Y más tarde, cuando ya es de día y están a punto de marcharse, Ray corre hasta Katrina y dice con una urgencia que sabe que ella no puede rechazar:

—Dame las manos para mostrar que somos amigos.

Ella le sonríe, fiera y fuerte, y hace como si fuera a alzarlo en volandas. Alarmado, Ray convierte el gesto en una danza, allí en el pedregoso campo, entre las frías y pisoteadas cenizas de las fogatas.

La Cruzada ha partido ya para encontrarse con los equipos de socorro de la ONU que esperan al otro lado de la frontera… aunque ya no es la Cruzada, sino un grupo de hombres y mujeres que regresan caminando a sus vidas, confusos, como si hubieran dormido durante años. Cosa que, en algún sentido, es cierta.

—Todo se arreglará —dice Ray a Katrina, y entonces da una vuelta a su alrededor y la besa y se marcha corriendo.

—Estúpido cabroncete —dice Katrina a Alex, que ha asistido a todo aquello con una sonrisa divertida en los labios. Pero ella también está sonriendo.

Las hadas corren delante de ellos y a ambos lados, silenciosas y rápidas, sus cuerpos azulados apenas visibles entre los árboles que se agolpan a ambos lados de la antigua carretera. Resulta fácil creer que no hay allí nada más que sombras. Muy pronto, nadie se molestará en buscarlas, ni siquiera la señora Powell.

Todo se arreglará. Durante la noche, los ensambladores de la sangre de Ray editaron los códigos extraídos a los fembots de la Cruzada. Una nueva plaga memética se extenderá entre los humanos y olvidarán. Las hadas no serán más que leyendas y cuentos, clasificados en los archivos de la Web junto al Abominable Hombre de las Nieves y otras apariciones semejantes. Se tornarán un misterio no resuelto, entrevisto por el rabillo del ojo durante los sueños, nunca a la luz del día.

Es el regalo de Ray. Es todo lo que tiene para dar a sus amigos. En cuanto a él, se trajo una muñeca desde París. La encontró en un establecimiento de comida rápida pocas horas después de que amaneciera, la mañana del primer día tras la caída del Reino Mágico.

Ray ha aprendido más de los humanos de lo que ellos creen. No necesita chips de control u hormonas para despertar a una muñeca. Ya no habrá más quimeras construidas a partir de esclavos, deudoras de la interferencia humana. Mientras los humanos se refugian en sus sueños, nuevas y valientes criaturas reclamarán el mundo.

Ray guarda la muñeca en una granja en ruinas y sin tejado que los árboles y la vegetación invadieron hace tiempo, y mientras recorre el bosque hacia allí confía en que no se haya extraviado ni la haya matado un licántropo. Pero él le dijo que se escondiera, y no es tan necia como para no saber hacerlo. Él la llamará y le dejará probar su propia y sabia sangre. Una miríada de trabajadores microscópicos tejerá una red neuronal a través de su córtex, construirá islas secretoras de hormonas en su hígado y la hará más fuerte y valiente.

Será la primera de sus hijas.