17

El hombre astado

Alguien dice:

—Es la Cruzada de los Niños.

Y otro:

—¡Miren la aldea! ¡Están destruyendo el País de las Hadas!

Alex se balancea sobre la silla de madera del lomo del mamut pigmeo. Está ardiendo de fiebre. Cuando no presta mucha atención, las cosas empiezan a moverse en los extremos de su visión. Su ordenador ha desplegado una antena sobre el tupido pelaje de los flancos de Aníbal y la telaraña de filamentos parece retorcerse y brillar. Sumido en una especie de sopor, observa cómo las hadas salen corriendo y se dispersan por el bosque. El hombre astado se mueve pesadamente detrás de ellas y las Gemelas lo siguen, gritando de frustración. No lo han curado del todo (Alex todavía necesita utilizar su hardware), pero ya no está por completo bajo el control de las Gemelas.

Ray, que dirige a Aníbal, vuelve a decir:

—La Cruzada de los Niños. Escucha. Puedo oírlos.

La señora Powell aparece detrás de él. Está llorando, y sin embargo su rostro delgado y enrojecido por el sol está preñado de maravilla.

—¿Cómo se siente, señor Sharkey?

—Como una mierda. Creo que tomé demasiada de esa sangre.

A lo lejos, sobre la cresta, algo se eleva desde los árboles describiendo un arco. Dejando tras de sí una estela de humo blanco, se precipita sobre la pequeña aldea y una sección de sus frágiles torres vuela por los aires, desperdigando pergaminos de finos escombros. Nubes de polvo se levantan mientras el sonido de la explosión, semejante al de una puerta al cerrarse, alcanza a Alex.

La señora Powell dice:

—Lo están destruyendo todo. Tenemos que hacer algo, señor Sharkey.

Alex trata de ordenar sus ideas. Se siente como si su cabeza estuviera envuelta en algodón. La boca y las sienes le arden con un calor seco y febril. Por fin, dice:

—La aldea no es importante.

Pero la señora Powell sigue preocupada. Lleva muchísimo tiempo buscando el País de las Hadas y aquí está Leskoviku, convertida por los fembots en la réplica del castillo de un cuento, con torres resplandecientes y minaretes tan frágiles como la alcorza de azúcar, bombardeada por los mercenarios de Spiromilos.

Mientas una nube de humo se extiende sobre el profundo lago de polímero donde hace tiempo se extendían los campos de droga, los mercenarios empiezan a someterla a un patrón de fuego de armas ligeras.

—Pueden reconstruir el pueblo si quieren —le dice Alex a la señora Powell—. Deje que Spiromilos pierda el tiempo machacándola.

Las Gemelas regresan, guiando al hombre astado a través de los densos helechos del lindero del bosque. Camina tambaleándose y apretándose la cabeza con ambas manos, y cuando tropieza y cae de bruces las Gemelas empiezan a propinarle patadas de frustración.

La señora Powell las aleja, utilizando su sombrilla como si fuera un bastón.

—¡Niñas malas!

Las Gemelas huyen de su furia y luego se vuelven y le gritan su desafío:

—Eres una vieja estúpida…

—… muy estúpida muy tonta…

—… deberías estar allí abajo…

—… ahí abajo, marchando al matadero…

—… marchando con una canción en el corazón y nada…

—… nada en la cabeza.

—Ella también os ha cambiado —dice la señora Powell. Ayuda al hombre astado a incorporarse, levanta su cabeza y le pone una mano en la frente mientras él gime y vomita un poco.

El hombre astado se llama Thodhorakis, pero no puede recordar mucho más. Las modificaciones que ha sufrido son profundas y parecen haber borrado bloques enteros de su memoria. Podría haber sido un soldado o un bandido, capturado durante una incursión en la zona neutral, o quizá un inocente pastor. No puede recordarlo. Sus excursiones por el espacio interior de la Biblioteca de los Sueños son más vividas que los recuerdos de su vida antes de la transformación.

El hombre astado, Thodhorakis, levanta la cabeza y dice:

—No puedo ver demasiado bien.

La señora Powell toca cuidadosamente las antenas de carbono que sobresalen formando un abanico rígido sobre la costra de las heridas de la base de su cráneo. Dice:

—Si puede quitarle estas cosas, señor Sharkey, debería usted hacerlo de inmediato.

—Todavía necesitamos su hardware —dice Alex—. Pero puede montar conmigo.

—Prefiero andar —dice Thodhorakis.

—¡Bien dicho! Si no le importa que se lo diga, señor Sharkey —añade la señora Powell—, usted también necesita atención médica.

—Pronto tendrá que sacarme más sangre —dice Alex.

Ya ha bebido una cierta cantidad de sangre de cada una de la Gemelas y del hombre astado. Después de que su sistema inmunitario modificado hubiera procesado los exóticos fembots, la señora Powell le extrajo un litro de sangre para distribuirla entre las hadas de las Gemelas. Fue una de ellas la que curó parcialmente al hombre astado, con un beso. Los Enfurecidos supervivientes tendrán también que probar la sangre de Alex, asimilar los linfocitos-T con sus bibliotecas de códigos de fembots de la Cruzada y utilizarlos para construir vectores de fembot que puedan limpiar de ensambladores y fembots los sistemas nerviosos de los miembros de la Cruzada.

Las Gemelas dan un par de inseguros pasos hacia la señora Powell mientras examinan su rostro con la mirada, tratando de decidir si deberían confiar en ella o tratar de engañarla.

—Entréganoslo…

—… nosotras podemos ayudarlo…

—… sabemos cómo ayudarlo.

Alex siente lástima por las Gemelas. Han sido utilizadas por Milena sin el menor escrúpulo. Aunque son tan inteligentes como ella, siempre han dependido de ella. Incluso halló el modo de beneficiarse de su rebelión. No están dispuestas a reconocer que han perdido, pero saben que han estado jugando a un juego cuyas reglas eran muy diferentes de lo que habían supuesto. Eso les ha arrancado el corazón.

Alex dice:

—Pronto todo esto habrá terminado, de una manera u otra. Podéis ayudarnos o podéis marcharos.

Las Gemelas se miran y entonces se dejan caer entre los helechos, abrazadas. Cada vez se parecen más y más a dos ordinarias y aterrorizadas niñas pequeñas.

El fuego de los mercenarios termina. En el silencio, algo canta desde la maleza, una descarnada cascada de notas agudas. Alex baja la mirada y ve a un pequeño lagarto sobre una roca cubierta de líquenes, junto a Aníbal. Está cubierto de un plumaje desigual, tiene un cuello alargado y flaco y un voluminoso vientre. Ray trata de cazarlo, pero el animal escupe una lengua de llamas a sus dedos y se escabulle entre los helechos.

—A eso me refería con lo de los dragones —dice Alex a la señora Powell—. La mayoría de ellos son muy pequeños y viven en agujeros del suelo. Fermentan vegetación y guardan el hidrógeno en bolsas situadas en su garganta. Sólo la utilizan para defenderse.

Pero la señora Powell no le está escuchando. Quizá, en su fiebre, Alex ha imaginado que ha hablado. Ella se ha puesto en pie y señala como una estatua de la victoria hacia la pequeña aldea. Exclama:

—¡Están aquí! ¡Oh, están aquí!

Ray se encuentra a su lado, mirando a Alex por encima del hombro y enseñando los dientes. Está preparado para luchar.

Una desperdigada columna avanza en desorden por la carretera que hay al otro lado de la aldea. A esta distancia parece un único organismo, una serpiente desigual que tantea el camino con movimientos inseguros.

Con dedos torpes a causa de la fiebre, Alex se pone el visor sobre los ojos e inserta el botón de espuma del auricular en su oído. Ruido blanco, luz gris. Entonces Max dice:

—¿Puedes suministrarme una imagen?

Alex descubre que parece estar flotando en el aire. Siente un ataque de nauseas, como si en cualquier momento fuera a atravesar la esfera de cristal de Max y precipitarse en una caída interminable a través de las nubes venenosas de Júpiter.

—No necesitas ver nada —le dice Alex—. Ya casi es la hora.

—Quizá podría utilizar la corriente de datos visuales —dice Max. Está sentado con las piernas cruzadas en el aire, frente a la pantalla de datos. Sus dedos se desplazan sobre el teclado fantasmal que flota delante de él.

—Ese pobre chico ya está suficientemente jodido. Quítale la vista y podría caerse por un acantilado.

—Podría conectarme a ella —dice Max.

—Estás trabajando ya, ¿no?

—Quiero ver lo que está pasando. Todos queremos.

—Antes que nada, tenemos que detener a la Cruzada.

Alex ordena a su parcial que frunza el ceño y Max lo capta. Dice:

—No te preocupes. Ya lo he hecho.

—¿Cómo?

—Tú mismo me has visto hacerlo. No fue difícil, una vez que logré acceder al ordenador que lleva en la mochila. Hay unos mil quinientos piratas y aficionados ayudándome. La mitad de los Laboratorios de Virtualidad del MIT están también en ello. Estamos utilizando enormes cantidades de ancho de banda con este problema. Más de la mitad de ella para ocultar lo que está ocurriendo a los vigilantes de la Web. Tú no pierdas el enlace o tendré que reestablecer todo el sistema de red y eso llevará tiempo. ¿Está funcionando?

Alex se quita el visor.

Le dice al aire:

—Está funcionando.

Ray levanta la mirada y dice:

—Ahora son nuestros. Éste es nuestro momento.

Las Gemelas están riéndose.

Ray insiste:

—Éste es nuestro lugar. Nuestro momento. Éste es el lugar del nudo. Ahora está cortado.

Y a lo lejos, a lo largo de la cresta, se alza el sonido de las armas de fuego y los motores al encenderse.