16

Leskoviku

Las bengalas se remontan y arden en el negro cielo mientras Todd y Spike avanzan penosamente por el lago de polímero en pos del hada que los guía y, bajo su severa luz blanca, aparecen inesperadamente las ruinas de Leskoviku. La pequeña aldea ha sido transformada por fembots. De las carcasas de los edificios, reducidos a una osamenta de piedra, se elevan fantásticos racimos de espiras de apariencia orgánica. Los contrafuertes y las agujas, los acantilados de costra y las torres aflautadas, tan ricamente complejas y coloridas como un arrecife de coral, se parecen de forma inquietante a las geologías orgánicas post-apocalípticas de los cuadros de calcomanías de Max Ernst.

Sobre ellos, la cámara robotizada de Spike gira para tomar una panorámica. Spike ha estado grabando desde que bajaron por el otro lado de la cresta y empezaron a cruzar el lago de polímero. Está utilizando manoplas y un visor de tele-presencia, de modo que Todd debe ayudarlo a caminar por el cristalizado suelo.

El polímero está cuarteado y es irregular, como un mar congelado en un instante. Refleja la luz de las bengalas sobre las formas oscuras de las cosas atrapadas en su interior. Algunas de estas cosas son cuerpos, habitantes de la aldea atrapados por la oleada de sus cosechas transformadas. El rostro de un hombre barbudo observa a Todd a través de unos pocos centímetros de materia cristalina. Su cuerpo está perfectamente preservado, como un insecto en un pisapapeles de resina, a excepción del brazo que sobresale de la superficie: le falta la mano, los huesos incluso.

—¡Deprisa! —dice el hada—. U os mato aquí.

Lo repite una vez tras otra.

Todd dice, puede que por vigésima vez.

—¿Con quién estás? —pero el hada se limita a lanzarle una mirada feroz antes de continuar su camino.

Las luces combinadas de las bengalas descienden balanceándose, suspendidas de sus pequeños paracaídas, sobre los espiras; las sombras también se mueven, haciendo que todo parezca cambiar y fundirse. Spike golpea a Todd en el hombro y señala. Sobre ellos, la cámara robotizada vira para apuntar en la misma dirección.

Dos, diez, veinte figuras se despliegan desde las puntas afiladas como agujas del más alto racimo de espiras y planean sobre alas membranosas. Se parecen un poco a los murciélagos, pero deben de ser más grandes que ellos. Repentinamente, tres de ellas estallan al mismo tiempo con un destello de luz rojiza y se desploman sobre el suelo. Una de las espiras se parte y su punta cae sobre las ruinas rociando líquido sobre el incendio que acaba de iniciarse. Alguien acaba de utilizar un láser de fusión de un disparo. Desde lo alto de la cresta que domina la aldea, las trazadoras describen curvas en busca de las otras criaturas voladoras, que retroceden planeando hacia las ruinas.

Los mercenarios del capitán Spiromilos han llegado.

Mientras Todd y Spike llegan a las afueras de la metamorfoseada aldea, una larga línea de llamas se alza con estruendo detrás de ellos como una cortina, y una oleada de calor y luz espeluznante se extiende en todas direcciones. Las llamas tienen diez metros de altura y despiden un humo negro y denso y un amargo aroma a queroseno.

Virutas y diminutos fragmentos de hormigón carcomido, degradado por la acción de los fembots y tan frágil como la nieve, se deshacen bajo las botas de Todd. Spike y él dejan un rastro de pisadas de varios centímetros de profundidad.

En cambio las hadas, advierte Todd, no dejan la menor huella. Hay más allí, corriendo de un lado a otro y disparando al azar en la dirección aproximada en la que se encuentra el convoy de los mercenarios. Algunas ululan y farfullan mientras saltan entre los muros derruidos y disparan tiros individuales; otras corren adelante y atrás, disparando ráfagas cortas antes de retroceder para dejar que su lugar sea ocupado por otras. El estrépito es tremendo. La cortina de fuego ruge y ruge: el calor y la luz son apocalípticos.

Todd se acurruca junto a Spike, que está grabando calmadamente todo cuanto puede. La luz del fuego se refleja en las lentes doradas de su visor de tele-presencia; sus manos cortan el aire. Sobre el lago de polímero, la cámara robotizada se balancea y gira, tratando de captarlo todo.

—Esto es una puta maravilla —grita Spike con alegría.

—Cinco minutos más. Luego vamos a escondernos.

—¡Ni lo sueñes! ¡Soy un puto punto de vista!

Los mercenarios parecen haberse dispuesto a lo largo de la cresta que domina la aldea y están devolviendo el fuego. A pesar del calor que le quema la piel, Todd siente un escalofrío en su interior. El efecto de la adrenalina está empezando a disiparse. Las cosas parecen estar ocurriendo a intervalos episódicos: los abanicos de fuego salpicados de balas trazadoras que recorren el aire de la noche con terrorífica precisión; el lento colapso de una filigrana pegada al muro de una casa en un extremo de la aldea; un eructo de fuego amarillo que brota del otro extremo del muro de llamas; un hada que avanza por el lago de polímero a grandes saltos es alcanzada por el fuego y se desploma a la manera torpe de la muerte instantánea.

—Por fin algo de diversión —farfulla Spike. Y al instante añade—. Jesús —porque por todas las transformadas ruinas se han encendido luces. Cadenas y bucles y líneas de luces, amarillas y verdes y rojas y azules, parpadeando y titilando y latiendo.

Todd se vuelve para contemplar el espectáculo y un hada, desnuda y ágil, su piel azul brillando de sudor, le apunta con su arma. No se parece a ninguna otra arma que Todd haya visto antes: un cañón hinchado con una diminuta abertura y lo que parece ser un cilindro de gas comprimido debajo de él. El hada no es mayor que un niño. Sonríe, mostrando una hilera de dientes idénticos, todos ellos afilados. Sus orejas grandes y puntiagudas están decoradas con clips de oro.

Todd levanta las manos y grita:

—¡Periodista americano! ¡Periodista americano!

Una voz de mujer dice:

—Déjalo estar, pequeño cabrón.

El hada saca una lengua larga, negra y afilada, y desaparece. La mujer se arrodilla junto a Todd y enciende un cigarrillo. Debe de rondar los cuarenta, es bastante fornida y lleva pantalones y una chaqueta de cuero. Tiene una cresta de piel de leopardo en la cabeza, como si fuera un mohawk con el pelo rapado. Empuña una pistola ametralladora equipada con un compresor de destellos.

Todd dice:

—¿Estás al mando aquí? Soy americano, un periodista americano. Éste es mi cámara. Deberías controlar a tus soldados. Alguien podría morir aquí.

—Alguien va a matar a esa cámara robot si la dejas ahí arriba —dice la mujer. Tiene acento alemán. Despide un olor poderoso compuesto de humo y sudor seco.

Sin volverse hacia ella, Spike dice:

—No me jodas.

Todd dice:

—Tenemos que grabarlo todo. Por favor. ¿Estás al mando?

La mujer se ríe.

—¿Al mando? Aquí nadie está al mando.

Todd comienza a explicarse que se ha escapado de los mercenarios del capitán Spiromilos, pero la mujer lo corta en seco y dice:

—¿Tenía ese Spiromilos algún otro prisionero?

—Yo no vi a ninguno.

La mujer le dice que se llama Katrina; es el único ser humano del lugar.

—Venid conmigo, os llevaré a un lugar seguro.

Katrina los guía a través del centro del pueblo, pasando junto a espiras y puntales y contrafuertes. El antiguo pavimento, utilizado por los fembots como materia prima para reconstruir las ruinas, es tan frágil como la piedra pómez. Al otro lado del pueblo, Todd y Spike suben detrás de Katrina unas escaleras que los fembots no han tocado. Hay una larga habitación, el suelo lleno de estalagmitas, los muros cubiertos por zarcillos trepadores de piedra como venas petrificadas. Todd se agacha junto a una ventana y descubre que puede ver, por encima de la cortina de fuego, el lago de polímero y la ladera terraplenada que asciende hasta el lindero del bosque en el que los mercenarios han establecido su posición.

Katrina le dice a Spike:

—¿Quieres hacer bajar a esa jodida cámara de los cojones? ¡Está atrayendo el fuego!

Todd ya no está asustado, aunque tiene la boca tan seca como un hueso, el corazón le late a toda prisa y sus muslos no dejan de temblar. Le dice a Spike.

—No hagamos el idiota.

—Pero es que Spiromilos no disparará a la cámara —dice Spike, pero a pesar de ello la hace bajar.

A lo largo de la cresta que domina el pueblo se produce una secuencia de detonaciones. Algo desgarra el aire con un retumbar sordo, como un tren de mercancías. Todd ha estado en suficientes guerras como para reconocer el sonido de la artillería pesada, y se agacha mientras un plano de fuego guillotina dos de las frágiles torres. Las puntas de las mismas, ardiendo pero por lo demás intactas, se desploman y se convierten en polvo antes de tocar el suelo.

—TDX —dice Katrina—. Explosivo polarizado por gravedad.

Todd dice, para su propia tranquilidad tanto como para la de los demás:

—No es una fuerza demasiado numerosa. Hay más hadas que hombres.

Katrina asiente.

—Todo lo que tenemos son las hadas. Mirad a esas gilipollas.

La explosión ha excitado a las hadas. Desparramándose por los dos extremos de la cortina de llamas, se precipitan hasta el extremo del lago de polímero, abren fuego contra la posición de los mercenarios y regresan a toda prisa para reunirse con sus compañeras.

Todd dice:

—He visto a algunas que vuelan.

Katrina dice:

—Las voladoras están contra nosotros tanto como contra ellos. Al igual que los licántropos, creen que este lugar les pertenece. No son aliadas. Una de las razones por las que las hadas han encendido el fuego es para impedir que los licántropos sigan viniendo desde el bosque para atacarlas por la espalda.

—Y además así inutilizan los visores termales.

Katrina se encoge de hombros.

—Dudo que hayan pensado en eso.

—No tienes una gran opinión sobre las hadas, ¿verdad?

—Éstos son elfos. Los Enfurecidos. Luchan por sus vidas. ¿Seguro que no había ningún otro tío prisionero de Spiromilos? ¿O quizá de Glass, o de la mujer de Glass? Se llama Alex Sharkey. Es posible que hubiese una vieja con él y un elfo.

—Spiromilos sólo nos trajo a nosotros. A nadie más.

—Entonces está muerto o las Gemelas lo han cogido —dice la mujer—. En ese caso, hemos perdido. Desgraciadamente, los Enfurecidos no me creerán. Lucharán hasta la muerte.

Otra salva de mortero derriba una elevada torre. Cae de costado, como un árbol, arrastrando consigo una docena de torre más pequeñas. El sonido, más parecido al del cristal al quebrarse que al de la piedra al romperse, es increíblemente estruendoso.

—Los Enfurecidos encontraron un almacén de combustible —dice Katrina—. Llenaron una trinchera con fuel oíl y le prendieron fuego. Han soltado una especie de luces móviles sobre los edificios. Son cosas parecidas a escarabajos. Se sitúan a intervalos regulares y reaccionan a la presencia de otros como ellos. No sé qué clase de ideas absurdas tienen las hadas, pero estoy segura de que no saben una palabra sobre la guerra.

—Parece que no te gustan.

—No son racionales.

Spike señala y dice:

—Spiromilos está enviando a sus muñecas.

—Puede que no sea cosa de Spiromilos —dice Todd—. Creo que esos piratas de la Web cuentan con alguna clase de control remoto. Por lo que a ellos se refiere, esto debe de ser como una especie de videojuego.

Las muñecas avanzan en una línea, corriendo deprisa y sin disciplina, de modo que la línea no tarda en dividirse en un conjunto de individuos dispersos. Llevan sus rifles de plástico para el control de tumultos y disparan ráfagas cortas mientras corren.

Las hadas que defienden la aldea en ruinas se abalanzan en dirección a ellas. Las dos líneas desiguales se encuentran en medio de la extensión de polímero y se disuelven en un puñado de turbulencias furiosas. Todd observa asombrado la escena. En la guerra real, raramente ve uno al enemigo; la infantería sólo utiliza sus rifles y sus armas cortas para hostigar a los civiles. Incluso en Somalia y Mozambique tenían morteros y cohetes y tanques y helicópteros artillados. Aquí no hay más que figuras distantes que corren y luchan en una llanura plana y resbaladiza. Es casi idéntico a los juegos de combate en los que puedes participar en los recreativos de Ámsterdam.

Repentinamente, las muñecas se vuelven y huyen. Las hadas se lanzan detrás de ellas y las persiguen hasta que el fuego de cobertura de los mercenarios siega a ambos grupos como si fueran trigo en una tormenta. La severa luz roja de la muralla de fuego que hay a su espalda proyecta las sombras alargadas de los cadáveres sobre el lago de polímero.

Katrina dice:

—Los Enfurecidos son unos cabrones locos. Ninguna vida vale nada para ellos. Ni las suyas ni las nuestras. Se han criado en una congoja nacida de la incomprensión, así que no le tienen miedo a la muerte.

Todd dice:

—Vuelve a decir eso cuando las cosas se hayan calmado. Lo utilizaremos en uno de nuestros vídeos.

Katrina dice:

—Nadie querrá presenciar esta locura.

Spike dice:

—Te sorprenderías un huevo.

Todd dice:

—Podemos colocar algo como esto en cincuenta o sesenta grupos de noticias de pago. Si nos ayudas puedo ofrecerte un… veamos… dos por ciento de los beneficios.

Katrina le lanza una mirada dura.

—De acuerdo, de acuerdo, puede que un tres por ciento. Sé que no parece mucho, pero la audiencia potencial es enorme.

—No creo que entiendas por qué estoy aquí.

—Te entrevistaremos más tarde. Escucha, no van a matarnos. Matarán a las hadas, eso es lo que hacen para ganarse la vida, pero no a nosotros.

—No estés tan seguro —dice Katrina antes de volverse para presenciar la batalla.

Los hombres de Spiromilos vuelven a reanudar el bombardeo. Media docena de salvas de mortero estalla desde el centro de la derruida aldea, y la última de ellas desperdiga un racimo de pequeñas bombas que se encienden en un estallido de fuego blanco y destruyen casi todas las torres y espiras.

Todd está de rodillas, medio ciego y medio sordo, el rostro chamuscado. Por un momento vuelve a encontrarse en medio de la tormenta de fuego de Atlanta. Aquello fue un estúpido error, o mera y estúpida suerte. Su chofer se equivocó al leer el mapa y terminaron dos kilómetros más cerca de la zona de la explosión de lo esperado, en el margen exterior de los suburbios del Infierno. El chofer y el cámara hubieran regresado, pero Todd, joven y necio, los convenció de que aquél era el reportaje de la década. Se pusieron máscaras anti-gas y trajes aislantes y avanzaron tanto como les fue posible, mientras su Blazer era sacudido por los tremendos vientos que se apresuraban a alimentar los incendios que se extendían en cualquier dirección a la que mirasen. Mientras la cámara grababa ininterrumpidamente, Todd realizaba una crónica en directo, sin saber siquiera si estaba saliendo a las ondas. Se detuvieron en un paso a desnivel de la Interestatal, sobre bloques de viviendas ordinarias que ardían al unísono. Sólo cuando los neumáticos del Blazer empezaron a fundirse a causa del calor abrasador regresaron. Los arrestaron y los llevaron al hospital para someterlos a tratamiento de descontaminación; Todd estaba siendo sometido al segundo cambio de sangre en veinticuatro horas cuando por fin su editor logró hacerle llegar un mensaje. Su cobertura de la agonía de Atlanta se había extendido por todas las redes de noticias en perjuicio de la programación prevista. Era famoso.

Katrina grita delante de su cara, preguntándole si puede oír, si puede ver. Todd abre los ojos. La alargada habitación está llena de polvo; parte del techo se ha desplomado. Los tres, Todd y Spike y Katrina, sacuden fragmentos humeantes que se han pegado a la ropa de los demás. Spike sigue manejando la cámara robotizada; ahora está en el tejado, dirigiéndose hacia el extremo occidental de la aldea con el propósito de captar la embestida final de los mercenarios.

Pero las cosas se tranquilizan después del bombardeo. La cortina de fuego se ha apagado. Al este, sobre la línea del horizonte empieza a insinuare una luz gris. Ahora sólo hay disparos ocasionales desde las posiciones de Spiromilos, que se suceden a intervalos fastidiosamente irregulares. Spike hace descender la cámara y se echa a dormir.

Todd debe de haberse quedado dormido también porque despierta frente al rostro sonriente de un hada. Cuando ésta ve que está despierto, se vuelve hacia Katrina y le dice:

—Dile que ganamos. Dile que quieren rendirse.

—Quieren que os entreguéis —dice Katrina con fatigada repugnancia. Hay suficiente luz para poder ver la piel magullada que rodea sus ojos.

El hada se encoge de hombros.

—Los matamos a todos. Los matamos del todo. Si bajan están muertos.

Es más alta y más fornida que la mayoría de las hadas. Unos arañazos sangrantes desgarran la piel azulada de sus hombros y su pecho lampiño. Lleva una especie de bandolera hecha de orejas, sus trofeos de guerra, sobre el hombro derecho. Son como hojas carnosas, cada una de ellas tan grande como una mano de Todd.

Katrina dice:

—Deberíais huir a las colinas.

—¡Somos los Enfurecidos!

Todd dice:

—¿Qué significa eso?

Katrina dice:

—Que se drogan juntos.

—Compartimos la sangre —el hada pasa un dedo por la cadena anudada que lleva alrededor de la cintura—. Muchos son uno. El enemigo sabe que no podemos ser derrotados. El enemigo quiere hablar —señala a Todd—. Quiere hablar contigo.

Las hadas cuentan con un transmisor de onda corta. Lo estaban utilizando para chillar desafíos a los mercenarios después de encender el combustible, pero cuando empezaron a menudear, el capitán Spiromilos logró hacerles llegar un mensaje. El hada, que se hace llamar Devorador del Sol, le dice a Todd que está bien, que nadie va a dispararle, pero él siente un inquietante hormigueo por toda la piel mientras, vestido con su mono naranja chamuscado y sus chanclas, y seguido a una discreta distancia por la cámara robotizada, cruza el lago de polímero. Se ha tomado una pastilla de Serenidad pero no le está sirviendo de mucho.

La superficie resbaladiza y ondulada del lago está cubierta de cuerpos de hadas y muñecas. Algunas de ellas todavía están vivas. Una muñeca que parece capaz de usar tan sólo un brazo y un hada con una raja sanguinolenta en el lugar en el que debieran haber estado sus ojos están tratando de estrangularse. Se retuercen como larvas en el interior de un agujero poco profundo y encharcado con la sangre de ambas.

Mientras pasa a su lado, Todd experimenta una cierta sensación de imparcialidad, como le ocurrió durante su primera misión en la iglesia incendiada de la pequeña aldea montañosa de Somalia. La iglesia estaba llena con los cadáveres calcinados de niños. A algunos de ellos los habían fusilado pero otros se habían quemado vivos. Se quedó allí de pie, en medio del calor y del hedor, rodeado por grandes y ruidosas moscas de color bronce, sacudido por arcadas, pero grabando, grabando. Eso es lo que uno hace. Graba. Le muestra al mundo sus entrañas, las muertes olvidadas e ignoradas. Las muertes dispensadas por hombres que no piensan en la muerte.

Se detiene al otro lado del lago de polímero, junto a un poste de telégrafos que sobresale de la resbaladiza superficie en un acusado ángulo. Empieza a hacer calor y desde el este sopla una suave brisa matutina. Todd puede oír el rumor del viento entre los árboles de lo alto de la ladera, donde están apostados los mercenarios.

La moto de Kemmel sale de entre los árboles y desciende abriéndose paso por las erosionadas terrazas. Pisa el freno junto a Todd y el vehículo resbala en una exhibición que desgasta el polímero. Tiene un leve moratón en la frente y un vendaje sobre el puente de la nariz.

Dice:

—Estás en el bando equivocado, periodista.

—Yo no escojo bando.

—Eso no es lo que piensa el capitán Spiromilos.

—Nunca ha sido un capitán de verdad, Kemmel. Se ascendió a sí mismo. Al infierno con él. ¿Te estás divirtiendo? Siento haberte golpeado antes.

—Esta clase de lío no es la idea que yo tengo sobre pasármelo bien, pero al menos hemos debilitado al enemigo. No quedan muchos con vida, ¿eh?

—Pero supongo que siguen siendo demasiados como para que Spiromilos se arriesgue a lanzar un asalto frontal. O no estaríamos hablando ahora mismo.

Kemmel observa a Todd con una imitación bastante buena del desprecio.

—Vuelve allí y cava un gran agujero. O mejor aún, vete de aquí cagando leches.

—Tengo razón, ¿verdad? Spiromilos había subestimado a las hadas.

—Vamos a tomar ese lugar.

—¿Es ese tu mensaje?

—Oh, no —dice Kemmel mientras muestra un montón de dientes blancos—. Dile a esos capullos de piel azul que se larguen corriendo o se enfrentarán a sus hacedores.

—No creo que vayan a huir.

—Si se quedan, los mataremos. No es que me importe, pero si se van podremos hacer lo que hemos venido hacer, ni más ni menos.

—¿Lo estás esperando con impaciencia, Kemmel? ¿Una caza de patos con casi un millar de personas?

—No vamos a cazar a nadie —dice Kemmel—. Vamos a procesarlos. Hay una diferencia. Es algo necesario.

—¿Eso es lo que te dice Spiromilos? ¿Y tú te lo crees? Es asesinato, lo llames como lo llames.

—Ahora vuelves a elegir bando —dice Kemmel—. Consigue que las hadas se retiren y el capitán Spiromilos será más indulgente contigo.

—Las hadas no me escucharán.

—Óyeme bien, periodista, las hadas no son más que muñecas con una clase diferente de chip de control. Están hechas para obedecer a la gente. Encuentra la manera apropiada de decírselo y te escucharán. Si no lo haces, será malo para ellas y peor para ti.

Kemmel revoluciona el motor de la moto, da una vuelta alrededor de Todd y grita:

—Será mejor que corras, gilipollas. Creo que Spiromilos quiere matarte personalmente. Y yo también quiero un pedazo de ti.

Y entonces se marcha en una nube de humo azul. Su moto deja profundas huellas al deslizarse por el polímero y luego gana impulso y empieza a subir por la ladera.

Todd regresa. La muñeca y el hada enzarzadas parecen haberse hundido más en el polímero. Las piernas del hada ciega están sumergidas en la sangre. Tiene los dientes en la garganta de su oponente pero parece demasiado débil como para completar el gesto.

Todd levanta los pies, uno detrás de otro, frunce el ceño y luego se aleja caminando tan rápidamente como le es posible, seguido por la pequeña cámara robotizada. Cruza la carbonizada trinchera y penetra en las ennegrecidas ruinas de la pequeña aldea, mientras el material creado por fembots cruje y se desmorona a su paso.

Spike, Katrina y la mayoría de las hadas supervivientes, aproximadamente una cincuentena de ellas, se han retirado al extremo más alejado del pueblo, junto a los campos polvorientos y cubiertos de maleza. Están sentados en torno a un cráter abierto por un proyectil de mortero errado. La hedionda tierra del fondo del cráter sigue humeando, y los acres vapores se agarran a la garganta de Todd mientras repite el mensaje de Kemmel a Devorador del Sol.

—Entonces todos morimos —dice éste. No parece demasiado decepcionado.

Katrina le dice a Todd que puede marcharse si lo desea.

—Ninguno de los que estamos aquí te detendrá.

Todd dice:

—¿Tú qué dices, Spike?

—Te vas a quedar, ¿verdad? Pues no pienso dejarte solo. No se puede confiar en ti para que te cuides.

El cielo azul y despejado es cada vez más luminoso sobre la dentada línea del bosque. La temperatura ha aumentado perceptiblemente. Todd dice:

—¿Ese polímero es térmicamente estable?

Katrina se encoge de hombros.

—La moto de Kemmel hacía surcos sobre él. Y yo dejaba huellas, pero enseguida empezaban a rellenarse.

Ni Katrina ni Spike lo están escuchando. Miran hacia el oeste, hacia la carretera en desuso que sale de la aldea. Todas las hadas están mirando también en esa dirección, con las grandes y puntiagudas orejas inclinadas hacia delante.

La cámara robotizada asciende, girando mientras su torreta de lentes despide destellos. Spike le tiende una placa monitora a Todd y dice:

—Viene gente por ahí. Un montón de gente.

Ahora Todd escucha algo, tenue pero claro. Es el sonido de voces humanas cantando en armonía. Es la Cruzada de los Niños.