15

El último regalo de Milena

—Esto se lo quitamos a su oscura dama —dice Frodo McHale—. De modo que ahora puede entrar en batalla con estilo. Y del lado de los vencedores.

El pirata, sonriendo como un idiota, está de pie en el pasillo del pequeño compartimiento de pasajeros del helicóptero, sujetándose a los respaldos de los asientos en los que Alex y la señora Powell están sentados. Sus pequeñas y redondas gafas de sol son como agujeros negros en su rostro alargado y pálido. Otro pirata, un muchacho vestido de rojo, se acurruca frente a ellos. Lleva un visor y unas manoplas y su ordenador está conectado al capullo del piloto. Ray yace junto al piloto, con las muñecas maniatadas a los tobillos. Los ojos del elfo están abiertos, perdidos en el infinito. Yace tan inmóvil que igualmente podría estar muerto.

Alex observa cómo se aleja el claro iluminado de verde mientras el helicóptero se remonta por encima de los árboles. Enciende su reflector y sondea el crepúsculo mientras vira en dirección norte, hacia la aldea abandonada de Leskoviku. Van a encontrarse con los mercenarios con los que Frodo McHale ha formado una alianza, y luego interceptarán a la Cruzada de los Niños.

Frodo McHale le dice a Alex:

—Como su amiga Kat podría decir, para usted la guerra ha terminado. De hecho, nunca empezó de verdad, ¿no es así? Puede que nuestra pequeña trampa no haya servido para atrapar a todo el mundo, pero tenemos al líder de los elfos.

—Usted no sabe demasiado sobre los elfos, ¿verdad?

Frodo McHale no le escucha.

—Tendremos que matarlo, claro, una vez que le hayamos sacado todo lo que contiene su sangre. Si usted coopera, Alex, no habrá que hacerle lo mismo.

—Deje que la señora Powell se marche. Ella no tiene nada que ver con esto.

—¿La anciana? Claro. Es inofensiva. Podrá marcharse cuando todo haya terminado. No nos conviene que la embajada británica ande montando bulla, ¿verdad?

—Joven —dice la señora Powell—, puede usted estar seguro de que yo sí pienso andar montando bulla.

Frodo McHale la ignora. Se inclina hacia Alex y susurra:

—Por cierto, Alex, hay algo que debería saber sobre su oscura dama. Ella…

Es entonces cuando el helicóptero se inclina hacia un lado. En la cabina, el visor del muchacho se llena súbitamente de luz y éste lanza un grito y trata de arrancárselo.

El helicóptero se balancea hacia el otro lado. Su morro se inclina hacia abajo y Frodo McHale cae hacia delante. Mientras empieza a incorporarse, la señora Powell lo golpea en la coronilla con el mango tallado de su sombrilla. Cae de rodillas y levanta una mano para protegerse, y Alex escucha el inconfundible crujido que hacen dos de los dedos del pirata al romperse cuando la señora Powell vuelve a golpearlo y él cae de bruces, tan quieto como un pez en tierra firme. Repentinamente, Ray se retuerce y muerde la garganta del pirata.

Alex grita:

—¡No lo mates! —y revienta el cinturón de seguridad de su asiento. El helicóptero hace una violenta guiñada. Más allá, en el coño de luz del reflector, el aire se llena con una tormenta de astillas mientras el helicóptero se desploma a través del dosel del bosque.

A pesar del sistema de aterrizaje de emergencia controlado, el impacto hace caer a Alex de espaldas. El cuerpo de Frodo McHale está arqueado, su peso sostenido por los talones y la nuca mientas se lleva desesperadamente una mano a la chorreante garganta.

Ray vuelve la cabeza y escupe sobre el ordenador. Dice con voz espesa:

—Nada que decir.

Frodo sufre un espasmo y luego se relaja. Su ropa negra está empapada con su propia sangre.

—Creo que tenemos un ángel de nuestro lado —dice la señora Powell.

Acurrucado junto al capullo del piloto, el muchacho se aprieta los sangrantes ojos con los puños mientras aúlla que se ha quedado ciego. Su rostro está iluminado desde abajo por la luz que vierte el visor que acaba de quitarse.

Entonces las luces empiezan a latir.

Ray dice:

—Ella quiere hablar contigo, gran hombre.

El pirata ciego no deja de gemir, de modo que la señora Powell le administra un sedante y se lo lleva fuera. Alex conecta su propio ordenador al capullo del piloto. Se pone las manoplas, el visor sobre los ojos, respira profundamente y aprieta la barra espaciadora que aparece delante de sí.

Y sus ojos se llenan de luz blanca.

Gradualmente, como una fotografía en proceso de revelado, emergen líneas y perspectivas de la luz. Es una habitación, una habitación pintada de blanco con un suelo de parqué descolorido. Las persianas blancas de las dos ventanas están bañadas de luz de sol. Entre las ventanas, un canario amarillo en una jaula canta con todas sus fuerzas. Aunque en el mundo real era un juguete mecánico, aquí en la virtualidad parece estar vivo, los ojos brillantes, el pecho amarillo subiendo y bajando y la cabeza balanceándose adelante y atrás mientras desgrana una cascada de trinos.

Durante un momento, el canario es el único punto de color de la habitación, pero entonces algo se mueve junto a la pared y Alex ve allí a una mujer vestida con un largo traje blanco. Sus negros ojos resplandecen a través del negro cabello que oculta su rostro.

Alex piensa inmediatamente en los fantasmas virtuales de la Sala de Fumadoras del Gran Hotel Midland en St. Pancras, porque la mujer es un fantasma. Es la niñera Greystoke. Al instante es Milena tal como Alex la recuerda, la niña pequeña del rostro calmado y sabio con la cabellera negra y tupida recogida en una coleta francesa. Lleva la misma camiseta y los mismos pantalones cortos verdes que Alex recuerda de su segundo encuentro, en el Pizza Express del Soho.

Alex se pone en pie y Ray le pregunta qué está ocurriendo. Alex ignora al elfo. El hedor agudo de la sangre de Frodo McHale, el olor a aceite del helicóptero estrellado, el sonido que hace mientras se aposenta sobre su lecho de ramas de árbol destrozadas, todo se desvanece para él. Está profundamente inmerso en la virtualidad y percibe tan sólo lo que ve y oye a través del enlace.

Dice:

—¿Es esto lo que ocurrió después de que llamara a tu timbre? ¿Es esto lo que he olvidado?

—Esto no fue lo que ocurrió, Alex. ¿Acaso importa?

—Todos estos años…

—Me estuviste buscando porque… —la línea continua de las cejas de Milena se hunde en el medio. Entonces se ríe—. ¡Oh, Alex! ¡Eres tan romántico!

—Nunca comprendiste demasiado bien a la gente.

—Nunca estuve interesada en los detalles. Nada se ha perdido, Alex, si sabes dónde mirar.

El suelo está lleno de juguetes. Un par de coches de carreras dan vueltas el uno alrededor del otro y luego se separan en dirección a esquinas opuestas de la blanca habitación. Un payaso toca un tambor. Un soldado de casaca roja tañe una minúscula corneta metálica. Un osito de peluche camina con fuertes pisada hacia Milena, con los brazos abiertos en una súplica muda. Ella lo recoge y lo acuna entre los suyos.

—Has regresado —dice el osito de peluche con su voz ronca y rugiente—. Sabía que regresarías.

Milena dice:

—He encontrado esta habitación en los archivos de la compañía que me poseía. Fueron particularmente meticulosos a la hora de archivar las circunstancias de mi desaparición.

—Eso lo recuerdo. Vi a tus hijas en París, Milena, pero me faltó poco para encontrarte a ti.

—No son mis hijas. Ya lo sabes, Alex.

—Te clonaste a ti misma. ¿Cuándo? Debe de haber sido poco después de que te marchases de Londres.

—El Dr. Luther me ayudó. Curiosamente, a pesar de que le enseñé la técnica que yo misma había robado a mi compañía, la utilizó tan sólo para crear sus juguetes sexuales.

—Vi al Dr. Luther el año pasado, pero no me contó nada de eso.

Son como viejos amantes, piensa Alex, hablando sobre tiempos pasados y amigos perdidos.

Milena dice:

—A pesar de sus intereses, o quizá precisamente a causa de ellos, el Dr. Luther tenía un sentido del honor muy Victoriano. Me dio su palabra de que nunca divulgaría lo que había hecho. Me complace saber que la cumplió. Pero tú, Alex, tú eres una especie de decepción para mí. No te juntas con buenas compañías. Esa justiciera imposiblemente vulgar y la anciana idiota de las ideas románticas. Unirte a los elfos. No es propio de ti. Pensé que eras más listo.

—La inteligencia no lo es todo, ¿o sí? —Milena deposita al osito de peluche en el suelo y éste desaparece junto con todos los demás juguetes—. Estoy aquí…

—Por favor, Alex. Ahórrame los discursos. Sé por qué estás aquí.

—Los elfos…

—Todo está fuera de control, lo admito, pero he hecho preparativos.

Una de las persianas se sube y la luz del sol inunda la habitación. Es tan brillante que Milena parece disolverse en ella. Su voz dice:

—He creado un país de las hadas. Mira.

Sin la menor sensación de transición, Alex se encuentra de pronto mirando por la ventana. Fuera no está la pequeña callejuela (ha olvidado su nombre, aunque recuerda las dobles líneas amarillas sobre el asfalto reblandecido por el calor, los altos muros de ladrillo y las entradas de servicio), sino una campiña vede y estival. Las colinas onduladas se extienden bajo un brillante cielo azul hacia el horizonte, donde, como una tormenta o las almenas de una ciudad amurallada, se alza amenazante una vasta floresta. Hay prados salpicados de amapolas y bosquecillos de robles y olmos. A media distancia, en un prado cubierto de margaritas, se alza un pequeño pabellón, con paredes de seda cremosa y un tejado cónico de color rosa. A su lado pasta un caballo blanco. De la frente del caballo sobresale un nacarado cuerno en espiral del tamaño del brazo de un hombre.

Antoinette dice:

—El País de las Hadas.

A Alex no le sorprende el cambio. Está sorprendido de ver que ella está desnuda y que su cabeza bien proporcionada y afeitada luce varias heridas cosidas en lo alto. Dice:

—Francamente, no es demasiado sugerente.

Un azulejo de dibujos animados vuela hasta la ventana. Sus ojos, pardos y humanos, con pestañas tímidas y aleteantes, miran a los de Alex. Gorjea un canto alegre y luego se aleja revoloteando sobre los prados soleados.

Antoinette dice:

—Puede ser cualquier cosa que quieras. La ventana es una metáfora de un buffer muy especial. No lo estás viendo como lo ven las hadas. Como, Alex, puedo verlo yo.

—¿Quién te hizo el cuerpo, por cierto? El Dr. Luther seguro que no.

—Él tiende a exagerar los atributos de sus juguetes sexuales, ¿verdad? Es un gran defensor de la respuesta lordótica, razón por la cual aumenta las características sexuales secundarias de sus creaciones. Oh, parte del trabajo se hizo en Tailandia y otra parte a la vieja usanza, con dietas y ejercicio. Fue idea de Glass y lo pasamos realmente bien planeándola. Creamos toda una vida a partir de la nada, trucamos las audiciones de InScape y amañamos la selección. Incluso creamos un agente que siempre trabajaba por teléfono. Eso facilitó enormemente mi transición, porque InScape ya había elaborado los perfiles físicos y reactivos y, por supuesto, yo tenía acceso a sus Motores de Realidad. Utilizamos muchos de sus códigos para construir los cimientos de la Biblioteca de los Sueños.

—¿Los puntos son una concesión estética u otra de tus metáforas? ¿Te estás preparando para seguir a Glass? Podrías verte decepcionada. No todo ha terminado, Milena. No lo habrá hecho hasta que la Cruzada de los Niños atraviese la frontera.

—Llegas demasiado tarde, querido Alex. Has averiguado parte de ello pero fuiste demasiado lento.

—Todavía podemos detenerlos —dice Alex, pero ahora no está tan seguro. Tiene la inquietante sensación de que Milena ha vuelto a engañarlo.

—Por supuesto. Pero sólo con mi ayuda. Y eso es todo lo que puedes hacer.

Alex comprende. Los puntos. El aire juguetón. Nunca hubiera esperado de Milena que fuera juguetona, no en el mundo real.

Dice:

—Lo has hecho ya, ¿no es verdad?

—Hace tres días. Frodo McHale formó una alianza, pero logré adelantarme a él.

—Está muerto.

—Lo sé. El piloto era mío desde el principio, Alex.

—¿No puedes regresar?

—Un robot con diez millones de brazos exploradores y grabadores del tamaño de fembots desmontó mi córtex cerebral, neurona a neurona. No tardó más de cien segundos, y al finalizar el proceso mi original estaba muerto. No soy una copia de ese original sino una simulación, construida a partir de las mediciones realizadas por el robot y de los datos obtenidos tras seis meses tomando muestras y grabando mi actividad cortical. Todo cuanto recuerdo sobre la vida de mi original fue registrado en una base de datos de referencias cruzadas, y un programa heurístico hace lo que puede por rellenar las lagunas. Francamente, el problema mayor no radica en la grabación y simulación de la actividad mental. El problema es la interfaz entre la simulación y su entorno.

Alex dice:

—Todavía podríamos desconectarte.

—No estoy en la Biblioteca de los Sueños. Fue útil pero me he dispersado. Estoy distribuida por toda la Web, Alex. Utilizo un máximo de punto cero cero cero cero cinco por ciento de su capacidad, pero sólo cuando tengo que recalcular el País de las Hadas por completo, y eso ocurrió por última vez cuando la persiana subió para ti. Si quieres hacerme daño, tendrás que desconectar la mayor parte de la Web. Ya no estoy en un solo lugar. Estoy en todas partes. Tú todavía estás caminando a tientas por ahí con ese ridículo visor. Tú tienes que conectarte. Pero yo estoy aquí

—¿Y cómo es? Realmente. Me gustaría saberlo.

—Duele. Estoy sintiendo tanto que me duele. Estoy utilizando cada uno de los receptores que fueron cartografiados al elaborarse el mapa de mí cuerpo y la mitad de ellos son receptores de dolor. Pero eso pasará, según me han dicho. Me adaptaré. Las entradas de datos deberían cambiar lentamente la respuesta de los receptores.

—¿Y si no es así?

—Entonces puedo aceptar el dolor.

Alex trata de imaginárselo. Como ser desollado vivo en un instante y que ese instante dure para siempre, sin que el pináculo de agonía al rojo blanco se apague jamás.

Dice:

—Debe de ser como el Infierno, Milena.

—Voy a vivir para siempre, Alex. ¿Qué es un poco de dolor comparado con eso?

—No has cambiado. Siempre fuiste… única.

—Sabía que lo comprenderías, Alex: después de Glass, tú eres el que mejor me ha entendido.

—Cuando era mucho más joven, me hubiera tomado eso como un cumplido. ¿Dónde está Glass?

Antoinette le tiende un pequeño catalejo de latón. Le permite mirar a través de los muros del pabellón de seda y ver al anciano que duerme en el interior de un ataúd de cristal.

—Cruzó antes de que los códigos derivados de la Cruzada de los Niños estuvieran disponibles. Pronto lo despertaré. Entonces estaremos juntos para siempre.

—Tú lo amas.

—No es exactamente amor, Alex.

—Es más que comprensión.

—Es casi tan brillante como yo, Alex. Y está casi igual de solo. Estábamos condenados a ser amantes o enemigos mortales.

—Has estado utilizando la Cruzada de los Niños desde el principio, ¿no es verdad? E incluso cuando tus hijas se volvieron contra ti, también las estabas utilizando.

—Admito que ciertos aspectos se me fueron de las manos, pero los efectos secundarios son inevitables en un proyecto de este calibre. Mis hijas interfirieron con mis planes, eso es cierto. Fueron muy traviesas, pero la verdad es que no sabían que lo que estaban haciendo estaba mal. Además, el mundo no lamentará la pérdida de unas pocas niñas que sólo hubieran crecido para morir por causas violentas o por alguna enfermedad fatal después de criar a más como ellas. En cierta medida sí que han sido mis verdaderas hijas, ¿sabes?

—Sé que no eres humana, Milena. Pero no tienes que fingir que eres un monstruo. No es propio de ti.

—Pero es que yo ya no soy la Milena que tú conocías. La cartografía de un cuerpo no es precisa ni por asomo, pero eso no importa. Nadie es el mismo para siempre. Todos nos escribimos y rescribimos constantemente.

—No he venido para destruir la Cruzada de los Niños, Milena. Ésa nunca fue mi intención.

—Y por eso eres un necio. Puede que mis hijas quieran utilizar la Cruzada para cambiar el mundo, pero ésa nunca fue mi intención. La Cruzada es mi laboratorio. La utilicé como un sistema capaz de organizarse a sí mismo en el que evolucionarían interfaces de fembots, impulsados por la necesidad de transmitir entópticos feéricos tan eficientemente como les fuera posible. Los códigos utilizados por los fembots son el único medio para interactuar directamente con la virtualidad…

Alex se vuelve mientras el rostro de ella se desvanece. Vuelve a ser Milena, la niña pequeña del lustroso cabello negro, la camiseta blanca, los pantalones cortos de color verde. Le dice:

—Todavía estás aquí.

—Me estabas explicando lo que habías hecho. Por eso sigo aquí.

—Creía que ya me había explicado.

—Yo sigo siendo humano, Milena. Sólo puedo procesar un bit a un tiempo.

—Yo no soy más rápida, Alex. Cada uno de mis sub-yoes debe ser recalculado en paralelo o uno de ellos empezaría a dominar a los demás. Sufriría una psicosis.

Alex insiste:

—Utilizaste la Cruzada de los Niños.

—La utilicé como laboratorio, un espacio en el que evolucionar las interfaces por fembots. La evolución estaba impulsada por la necesidad de transmitir entópticos feéricos. Las hadas pueden vivir en la virtualidad sin necesidad de amortiguadores. Pueden crear sus propios mundos en ellas porque sus entópticos son los mismos que los de un espacio de información. Yo lo sé bien: las diseñé de esa manera. Los cruzados que se encaminan hacia la frontera son sólo una pequeña parte de los que fueron contaminados por las hadas. Son aquellos en los que las combinaciones y recombinaciones pseudo-sexuales de los mejores códigos ensambladores produjeron algo parecido a lo que yo buscaba. El hecho de que respondieran a mi llamada demuestra lo mucho que se ajustan los códigos a mi ideal. Al resto, a las demás personas infectadas por las memes de la Cruzada, los liberé. Los que quedan son demasiado peligrosos porque podrían ser utilizados por otros. En ellos encontré lo que necesitaba y lo utilicé. Los ensambladores que hay en su sangre crean interfaces muy rápidas y muy compactas entre los sistemas nerviosos humanos y las realidades artificiales. Tomé muestras de cerca de un millar de tipos diferentes para formar una biblioteca de códigos fuente para la interfaz que me permite sumergirme directamente en la virtualidad. Hice la selección en París, por cierto, mientras tú escarbabas entre los intestinos de ese pequeño y espeluznante parque de atracciones. ¿De veras creías que permitiría que una carga tan valiosa se abriera camino a pie por una zona de guerra? De hecho, confiaba en que no hubiesen logrado llegar tan lejos, porque eso nos hubiera ahorrado la molestia de tener que neutralizarlos. La Cruzada llegó a su destino mucho antes de que empezase esta marcha final.

Alex recuerda su precoz interés por la vida-a.

—Lo planeaste bien, Milena.

—Pretendo vivir para siempre y hace mucho tiempo que aprendí el arácnido arte de la paciencia. Cuando te conocí ya llevaba años planeando mi fuga, y he estado pergeñando esta apoteosis durante casi el mismo tiempo. Voy a ser una santa, ¿sabes? La santa de los piratas de la Web. ¡Porque yo he logrado liberarme de la prisión de la carne y, oh, cómo anhelan ellos lograrlo! Salvo que, pobres niños, nunca podrán, a menos que repliquen por completo mi obra.

—Y tú destruirás la Cruzada de los Niños y a los elfos y a las demás hadas, porque si no lo hicieras los piratas podrían utilizar lo que hay en su sangre para seguirte. No tienes derecho, Milena.

—Las muñecas son destruidas por sus creadores cada día, miles y miles de ellas. En cierto sentido, las hadas son menos que las muñecas: sólo existen gracias a una neurocirugía radical. Quítales sus chips y son menos útiles de lo que eran como muñecas.

—Son algo nuevo, Milena. Puede que las hayas creado, pero no sabes lo que has creado.

—Sé exactamente lo que hice, Alex. Siempre supe lo que estaba haciendo, en cada paso del camino. Mis hijas fueron demasiado semejantes a mí, quizá. Han desarrollado un medio para controlar lo que queda de la Cruzada de los Niños. Pero tú ya sabes de la existencia del hombre ardiente, e incluso ese pequeño problema será solventado muy pronto. A pesar de tu interferencia, podría añadir.

—Que no formaba parte de tus planes.

Milena sonríe.

—Quizá sí, quizá no. Pero tienes que admitir que los dos queremos lo mismo. Queremos que la Cruzada sea neutralizada. Ambos sabemos que es demasiado peligrosa como para que se le permita continuar en cualquier forma, especialmente si cae en manos de Frodo McHale y sus mercenarios. No tienes más opción que ayudarme si quieres salvar a los elfos.

—Quiero salvarlos, sí. Ésa es la diferencia entre tú y yo. Tú quieres destruir a las hadas porque podrían seguirte.

—Hay fuerzas resueltas a destruir a las hadas que no tienen nada que ver conmigo, Alex. Las hadas han tenido su tiempo, y ahora que la gente sabe que esas hadas pueden cambiarlos igual que ellos las cambiaron a ellas, ese tiempo no tardará en haber pasado. Apenas tengo que hacer nada. Tú todavía esperas que no sea así, de modo que no me crees.

—Tienes una responsabilidad moral. No sólo hacia las hadas, sino también hacia las personas a las que has cambiado. Los miembros de la Cruzada de los Niños a los que utilizaste como cámaras de incubación.

—La mayoría de ellos ya ha sido liberada del encantamiento que la esclavizaba. El resto, una minoría insignificante, es demasiado peligroso como para que se le permita vivir. Lo sabes. No por lo que son sino por lo que llevan en la sangre. Porque en ellos los códigos de interfaz han evolucionado con demasiado éxito. Incluso la ONU ha reconocido que son peligrosos. Tú eres igual de peligroso, Alex. Infectarte de esa manera, convertirte en un caldo de cultivo… eres un hombre gordo, lo sé, pero no deberías abusar de tu cuerpo.

—Francamente, no había planeado que mi vida tomara este rumbo.

—Lo sé. Algunas veces me gustaría poder sentir lástima por ti.

Milena se acerca a la otra ventana. Se está desvaneciendo, Alex puede ver la chimenea Adam pintada de blanco a través de su contorno. Ella dice:

—Una cosa más —sube la persiana con un dedo espectral… o quizá es la propia persiana la que se ha vuelto espectral. La fría luz amarillenta de Júpiter entra por la ventana, que se asoma a la Sala Doméstica virtual de Max. La visión del paisaje nuboso de Júpiter parece más real que la habitación blanca, que al igual que Milena se está volviendo transparente.

—Ven aquí —le dice ella.

Y Alex está allí.

—Te daré un último regalo —le dice Milena—. Te ayudará a neutralizar a la Cruzada, si decides utilizarlo.

Su forma espectral se encoge repentinamente sobre sí misma, ganando masa y definición y luz. Aparte de Alex y de las dos ventanas, la que se asoma al País de las Hadas y la que mira a Júpiter, ella es la única cosa real de la habitación. Flota en el aire, pequeña como una mariposa, con alas de gasa y un vestido que es como un tulipán invertido y el resplandeciente cabello plateado recogido en una cola descuidada. Arruga la naricilla, arroja una difusa nube de polvo chispeante sobre Alex y se marcha, pasando a través del cristal fantasmal que los separa del País de las Hadas, dejando tras de sí un reguero de polvo luminoso mientras se remonta en su vasto, perfecto cielo azul.

Que se desvanece. Ahora sólo queda la ventana que mira a Júpiter. Una sensación de vaciedad se pega a la espalda de Alex. Podría quitarse el visor, por supuesto, pero en vez de hacerlo da un paso y está en la Sala Doméstica de Max, que se vuelve bruscamente y lo mira, asombrado y luego intrigado.

—Pero, ¿qué demonios…? Pensaba que yo era el único que conocía la puerta trasera.

—Me han ayudado.

—Esto no tendrá nada que ver con los códigos que acaban de ser descargados en mi buffer, ¿verdad? Es de lo más extraño, pero he encontrado la manera de llegar hasta el hombre ardiente.

Max alarga un brazo y abre una ventana de datos en el aire.

Alex dice:

—No lo utilices. Es su regalo. De Milena.

—Hay que destruirlo.

—Sí, pero todavía no. Ella lo ha logrado, Max. Ella y Glass. Quiere llevarse la puerta consigo y el hombre ardiente es la llave de esa puerta. Podemos utilizarlo para llegar hasta la Cruzada.

Max contempla el nuboso paisaje color ocre de Júpiter. Las luces que despiden las densas líneas de códigos que brillan en la ventana de datos se proyectan sobre su cabello escaso como fragmentos de cobre. Finalmente dice:

—Es la Web o ella. Los amateurs empiezan a acercarse a la puerta trasera de la Biblioteca de los Sueños. He liberado un cancelbot, pero los cabrones están enviando la dirección más rápido de lo que puede procesar y, además, no puedo hacer nada respecto al boca a boca. Tenemos que cerrarla, Alex, o alguien logrará abrirla permanentemente.

—Tienes que confiar en mí, Max. Necesitamos al hombre ardiente para detener a la Cruzada.

—¿Qué es lo que sabes? —dice Max, repentinamente desafiante—. Dime lo que sabes.

—Fui capturado por hadas, Max. Las mismas que estaban en el Reino Mágico. Están aliadas con algunos de los piratas de Glass…

—Sí, ya lo sé. Y esos mercenarios, los que te prometí que investigaría. Los manda alguien… —Max abre otra ventana— que se hace llamar capitán Spiromilos. Antes estaba en los Marines. Asegura que es Archigôs de Himara, sea eso lo que sea. Antes de esto trabajaba como agente libre, cazando elfos en Eslovaquia. Allí obtuve la mayor parte de la información.

—¿Puedes enviármela? Ahora mismo, quiero decir.

—Considéralo hecho. Por cierto, ¿por qué estás en un helicóptero?

—Es una larga historia. Lo importante es que Milena quiere que utilicemos al hombre ardiente para detener la marcha de la Cruzada. Ella dice que es el único modo y estoy empezando a creerla. De modo que no podemos destruirlo, o por lo menos no todavía. No hasta que hayamos detenido a la Cruzada, porque si no podemos detenerla, ¿cómo vamos a tratar de curar a sus miembros? Y tenemos que lograrlo antes de que alcancen a los mercenarios y a los piratas de Frodo McHale.

—Podría destruirlo ahora mismo, ¿sabes? —dice Max, y Alex siente un cierto alivio, como un trago de agua pura y fría, porque sabe que Max no va a hacerlo. Aún no.

—Todo lo que te pido es un poco más de tiempo.

—Me apuesto algo a que ella juega al ajedrez. Éste es el clásico movimiento de caballo. Tenemos que sacrificar algo porque no tenemos tiempo de perseguir a Milena y detener a la Cruzada. Y dado que tenemos que detener a la Cruzada si queremos empezar a curar a sus miembros, debemos elegir entre destruir al hombre ardiente o utilizarlo para tratar de acceder a donde Milena se ha marchado y arriesgarnos a que sus copias se desperdiguen por toda la Web. Un poco más de tiempo es lo que tienes. La Cruzada casi ha llegado ya a la frontera. Está en la mitad de los canales de noticias.

La ventana de datos parpadea con una cascada de tomas aéreas de una larga columna de personas que marcha por una carretera boscosa.

—La ONU va a dejarlos pasar —dice Max—. Cruzarán la frontera mañana mismo. Cuando eso ocurra, tiraré del enchufe de ese cabronazo llameante.

—Hay más de mil cruzados, Max. No podemos matarlos, no a todos. Tenemos que…

—Las cosas están así, Alex. Por aquí me estoy quedando sin manos.

—¿Manos?

—Para contener la riada. Mucha suerte, nota.

La burbuja se desvanece y Alex, la visión y el oído llenos de ruido blanco, está a punto de caerse antes de recordar que tiene que quitarse el visor.

La cabina del helicóptero está inundada de luz verde. Ray regresa de la escotilla abierta y dice:

—Nos han cogido.

Las Gemelas esperan en el extremo del claro abierto por el abrupto descenso del helicóptero. El hombre astado se yergue detrás de ellas. Entre los oscuros árboles que hay más allá brilla una desperdigada constelación creada por las verdes lámparas que portan las hadas.

La señora Powell se encuentra bajo la escotilla del helicóptero, con las manos sobre los hombros del pirata ciego.

Alex trata de tranquilizarla.

—Ahora podemos negociar. Tenemos algo en lo que podemos ponernos de acuerdo.

El pirata ciego le dice:

—Os van a matar, gordo cabrón.

Ray dice:

—Tú dame la orden, gran hombre. Me bebo su sangre.

—Déjalo —dice Alex—. Nunca fue demasiado importante y tampoco lo es ahora.

La verdad es que Alex siente lástima por el joven pirata: no es más que otro de los peones de Milena. Deberían formar un club y Alex podría ser el presidente.

Alex camina hacia las Gemelas con los brazos en alto. Lo miran ferozmente tras sus enmarañados flequillos. Dice:

—Ella os ha abandonado —porque no sabe cómo llaman a Milena. Madre no, al menos de eso está seguro. Dice—. Puedo ayudaros, pero vosotras debéis ayudarme también. Si no lo hacéis, ella ganará y a vosotras no os quedará nada.

—Ya tenemos amigos…

—… amigos que pueden hacer más por nosotras que tú.

Alex dice:

—Estos muchachos no son nada para vosotras; han contratado mercenarios y los mercenarios prefieren matar hadas que salvarlas. Dentro de un minuto os lo demostraré. Olvidad las promesas que os han hecho. Ya me conocéis. Sabéis lo que hice en Ámsterdam. Os ofrezco una alianza.

Las Gemelas se miran y luego miran a Alex.

—No nos conoces…

—… no nos comprendes

—… nunca podrás comprendernos.

—Lo sé. Tampoco la comprendí a ella por completo. Ni siquiera al principio.

—Lo sabemos todo sobre ti, hombre gordo…

—… sobre cómo amaste…

—… cómo amaste desesperadamente…

—… y perdiste y nunca ganaste…

—… nunca podías haber ganado.

—Yo la ayudé, desde el principio. Ella se ha ido. Os ha abandonado. Lo sabéis. Ahora dejad que os ayude. Ella me ha dado el medio para destruir a vuestro rey. Hasta el momento, lo he perdonado.

—Déjalo, gran hombre —dice Ray.

Alex ignora al elfo, incluso cuando sus uñas se cierran alrededor de su muñeca.

Las Gemelas vuelven a mirarse.

—¿Quieres que te ayudemos…

—… que los ayudemos a ellos

—… que ayudemos a los elfos?

—Vosotras y los elfos queréis lo mismo. Todos perderéis lo mismo si no cooperáis. Frodo McHale y los otros piratas contrataron mercenarios que se ganan la vida cazando hadas. Sólo serán vuestros aliados mientras os necesiten. Después de eso, os destruirán.

—Demuéstralo —dicen las Gemelas, y Alex sabe que ha ganado.