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En otro lugar del bosque

El pequeño y estrecho valle flanqueado por laderas empinadas en el que las hadas tienden la emboscada a los mercenarios del capitán Spiromilos está cubierto de rosas. Miles de flores blancas grandes como flores de repollo, en espinosos tallos, formando densos mantos entre los pinos que se yerguen a ambos lados de la carretera. El cálido aire de la noche está inundado con su perfume.

Desde el mismo instante en que cayera la noche, ha habido luces moviéndose en la lejanía, en la oscuridad del bosque, algunas veces siguiendo la marcha del convoy durante un kilómetro. Cuando los mercenarios han empezaron a disparar a ciegas, el capitán Spiromilos ha dado la orden de que guardaran la munición; las luces no son más que una táctica de distracción del enemigo. Pero repentinamente, mientras el convoy empieza a ascender por el camino de fuertes altibajos que sale del valle de las rosas, aparece una línea de luces en el sinuoso risco que se alza delante de ellos.

En el jeep que cierra el convoy, Todd escudriña la oscuridad utilizando unas gafas de visión nocturna que le han prestado, y descubre que las luces están siendo sostenidas por figuras numerosas y muy activas del tamaño de niños. Todas parecen deformes de una u otra manera. Algunas de ellas tienen cuernos, otras espuelas en los codos o las rodillas, o colmillos, u orejas plegadas en abanico. Sus acciones no parecen hostiles o dirigidas siquiera al convoy. De hecho, Todd tiene la clara y perturbadora sensación de que están bailando.

Entonces una explosión ilumina la noche frente al convoy. Una llovizna de astillas atraviesa el aire, traqueteando entre los árboles y los macizos de rosas. Altos pinos, cuyas bases han sido destrozadas, se desploman sobre la carretera. Los camiones y los jeeps se detienen bruscamente, formando un collar de luces de freno.

Al cabo de un instante, las armas de los mercenarios abren fuego, rociando la línea del risco con ráfagas de trazadoras… pero las figuras ya se están precipitando escaleras abajo en dirección al convoy. La mayoría de ellas es abatida en menos de cinco minutos. El fuego automático sostenido atraviesa los macizos de rosas, desperdigando fragmentos de pétalos blancos como si fueran nieve. Una figura dos veces más grande que un hombre se yergue en lo alto de un risco, sosteniendo un lanzagranadas con una mano mientras se golpea el pecho con la otra. Un mini-misil guiado por cable acaba con él en un penacho de fuego rojo y humeante.

Después de eso sólo se producen disparos individuales conforme los tiradores de elite con miras infrarrojas y detectores de movimiento acaban con los atacantes supervivientes. La cosa ha terminado al cabo de diez minutos, tan deprisa que Spike está todavía maldiciendo al conductor del jeep por no haberle dejado utilizar la cámara robotizada. Ha sido más una masacre que un combate. Y lo más horrible es que los mercenarios parecen realmente entusiasmados con su fácil victoria, gritan y lanzan vítores, se pasan botellas y abren ampollas y disparan balas trazadoras al cielo como si se tratase de los fuegos artificiales del Cuatro de Julio, hasta que el capitán Spiromilos se hace con el megáfono y les dice con una voz que semeja la voz de Dios que dejen de tocarse los cojones y limpien la carretera.

Mientras los mercenarios se ponen a trabajar con sierras mecánicas para cortar los árboles caídos, el capitán Spiromilos pasea a lo largo de la línea de vehículos. Sería más adecuado decir que se pavonea, piensa Todd. El hombre incluso choca las palmas con algunos de sus hombres. Cuando llega al final del convoy está sonriendo como una calabaza de Halloween.

—¿Qué le ha parecido el combate, señor Hart?

—Bastante desequilibrado. ¿Por eso no quería que lo grabásemos?

—Tendrán tiempo de sobra para utilizar su cámara, pero le sugiero que no lo haga en el combate. Alguien podría tomarla por un arma del enemigo.

Spike dice:

—¿Es una amenaza?

—Cierra el pico, Spike —dice Todd. No quiere enfrentarse con Spiromilos. Al hombre podría metérsele en la cabeza la idea de fusilarlos y hacer sus propios acuerdos para conseguir publicidad.

El capitán Spiromilos dice:

—Es una advertencia pragmática. Podemos suministrarles imágenes si lo desean, pero la derrota de las hadas no es más que una pequeña parte de todo esto.

Todd dice:

—Eso es estupendo, pero las agencias no querrán ni tocar unas imágenes que estén encriptadas con una clave que no puedan verificar. En estos tiempos resulta demasiado fácil falsificar el material.

El capitán Spiromilos ignora sus palabras. Saca una pantalla en miniatura y dice:

—Deje que le muestre adónde nos dirigimos. Ayer sobrevolamos el terreno utilizando nuestra propia cámara robotizada.

Todd observa el montaje formado por una serie de tomas aéreas de una pequeña aldea en ruinas. Abandonada entre oscuros bosques, uno de sus lados está pegado a la orilla de un amplio lago irregular que brilla como si fuera de hielo.

El capitán Spiromilos dice:

—Estamos a menos de un kilómetro de distancia. La Cruzada pasará por allí al amanecer. Para entonces habremos ocupado la aldea. Es un lugar dejado de la mano de Dios y habitado por licántropos y cosas peores, pero carecen de disciplina.

—Con una fuerza como la suya, me sorprende que no intente realizar exorcismos.

—En su momento lo haré, señor Hart —hay un tono malicioso en la voz del capitán Spiromilos—. A su debido tiempo toda esta tierra recibirá la purificación que necesita.

—De nuevo esa palabra.

—Los habitantes de la zona solían cultivar unas uvas muy buenas, con las que hacían vino y brandy que luego se bebían. Eso era lo único que hacían porque los griegos les habían arrebatado las tierras justo antes de la Primera Guerra Mundial. Entonces empezaron a producir girasoles modificados genéticamente. Las semillas de estos girasoles eran ricas en opio y proveían a las necesidades de la mitad del comercio europeo de heroína. Pero un cártel rival bombardeó los campos durante la última guerra civil, justo antes de que la ONU estableciera la zona neutral.

—No parecen demasiado dañados.

—Fueron bombardeados con material nanotecnológico —dice el capitán Spiromilos—. Ésa es la razón de que la tierra situada al este de allí brille. Es lo que queda de miles de hectáreas de plantas. Su celulosa fue transformada en un polímero que fluyó por los campos y formó un profundo lago antes de endurecerse. El enemigo ha transformado la aldea desde entonces, pero no ha establecido nada que uno pudiera llamar defensas. Podemos entrar directamente. La Cruzada llegará por el viejo camino, hacia el paso y allí será donde los recibamos.

El segundo en el mando del capitán Spiromilos, el turco Kemmel, marcha con su moto a un lado del convoy. Lleva al pirata de la Web de ojos pálidos. Cuando Kemmel detiene la moto, el pirata dice:

—Ahí fuera no se mueve nada.

Todd mira de soslayo a Spike y dice:

—Quizá podríamos trepar a lo alto del risco y sacar algunas tomas del convoy.

El pirata dice:

—Hay más de un centenar de sondas semi-autónomas por aquí. Si un escarabajo se tira un pedo, lo grabaremos.

Todd vuelve a explicarle las necesidades de encriptación.

—Tío —le dice el muchacho—, eso no es más que una especie de huella dactilar para las imágenes. Podemos arreglarlo en menos que canta un gallo y ponerle códigos de autentificación a lo que quieras. Deberías librarte de estos perdedores, Spiro, yo puedo conseguirte lo mismo que ellos.

El capitán Spiromilos observa al muchacho durante un prolongado momento y entonces dice:

—Puede que el periodista tenga razón —y, dirigiéndose a Todd—. Quiero que consiga lo que necesita. Será bueno para mí y será bueno para usted. Estaremos preparados para ponernos en marcha dentro de unos veinte minutos. Kemmel, llévalos hasta ahí arriba con el jeep y asegúrate de que no se meten en problemas.

El jeep es listo y rápido y ágil. Sus grandes ruedas segmentadas cuentan con suspensiones independientes y cada una de ellas está equipada con un motor separado, controlado por un sistema nervioso electrónico. Kemmel le deja que busque su propio camino y el vehículo se mueve por la rocosa ladera como un bicho en una plancha, esquivando los árboles y aplastando los macizos de rosas.

Spike ya ha sacado la cámara robotizada, que sigue al jeep como un pez piloto tras la estela de una ballena. La luz roja situada sobre su torreta de lentes parpadea calmadamente. Kemmel sonríe y le muestra el pulgar alzado, feliz de ser una estrella de las noticias.

Todd se sujeta de la barra anticolisiones, se inclina hacia delante y le dice a Kemmel:

—¿Estás contento? Esto no es exactamente igual que el combate real.

—Muy pronto habrá acción de sobra —dice Kemmel. La aldea está en silencio, pero eso no significa que esté abandonada. Creo que nos esperan.

Todd dice:

—Me refiero a que yo, no he venido aquí para presenciar un tiroteo sin sentido alguno o una masacre igualmente carente de sentido.

Kemmel dice:

—Pero a pesar de eso utilizará lo que consiga.

Lo peor de todo es que el mercenario tiene razón, pero Todd no puede admitirlo. Dice:

—Tú eres un hombre de mundo, Kemmel. Yo también. En eso estarás de acuerdo conmigo. ¿Qué sacas de todo esto?

—Me pagan. Asisto a la acción. Me dejan cargarme a todos los monos que pueda. ¿Por qué cree usted que estoy aquí?

—No seas capullo, Kemmel. Spiromilos es un loco. Ambos lo sabemos.

—Puede que sea cierto, pero sabe cómo llevar las cosas.

—La suerte se le agotará más tarde o más temprano.

Kemmel se encoge de hombros.

—Aún no lo ha hecho. ¿Esto está suficientemente alto para usted?

El jeep ha abandonado los árboles y está pugnando con tozuda determinación por trepar por un empinado coño de derrubios. Debajo de ellos, las luces del convoy brillan entre árboles oscuros. El sonido desgarrador de las sierras mecánicas asciende hasta ellos.

Todd dice:

—¡Dale, Spike!

La cámara robotizada se desliza hacia un lado y se lanza hacia delante. Kemmel ve lo que está ocurriendo y tiene tiempo de protegerse el rostro con un brazo antes de que choque contra él. Su cabeza se golpea contra el parabrisas del jeep con tanta fuerza que éste se agrieta.

El jeep advierte el problema y se detiene. Juntos, Todd y Spike depositan a Kemmel sobre los derrubios. El rostro del mercenario está cubierto de sangre, pero todavía respira.

Todd está tratando de imaginar cómo engañar a la IA del jeep cuando algo aterriza sobre el capó y le apunta con una pistola. Grita:

—¡Americano! ¡Periodista americano! —antes de darse cuenta de que la cosa es una muñeca… no, un hada, vestida tan solo con unos pantalones de camuflaje cortados, con anillos en los pezones y una boca llena de dientes puntiagudos. Un par de colmillos curvos, amarillos como el marfil, sobresalen por sus mejillas. Los dientes están recubiertos de acero.

—Venid conmigo —dice con voz espesa— si queréis vivir.