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Por su propia seguridad

Antes de que lleven a Todd y a Spike a ver al líder de los mercenarios, el capitán Spiromilos, los obligan a punta de pistola a desvestirse y darse una ducha. Su guardián, un joven con el pelo cortado a cepillo y ataviado con un traje de cuero negro de una pieza, desabrochado sobre su pecho triangular de culturista, les explica que el capitán Spiromilos siente verdadera paranoia con respecto a la contaminación por fembots. Se hurga los dientes con la punta del cuchillo mientras observa cómo se embuten Spike y Todd en los monos naranjas y las chanclas que les ha proporcionado. El guardián se llama Kemmel. Dice:

—El capitán Spiromilos cree que Antoinette quiere cambiar su mente de una manera radical.

—Ya hemos oído cosas parecidas —dice Todd. Se aparta el húmedo cabello de la cara—. Os asusta, ¿no es así? No os culpo. Es una señora espeluznante.

—Créeme —dice Kemmel—, ella no es el problema.

Se pone unos guantes de látex desechables y ordena a Todd y a Spike que se pinchen la base del pulgar con una lanceta y viertan una gota de sangre en una pajita de plástico. Inserta las pajitas en un analizador y comprueba las lecturas.

—Lo hacemos todos los días —dice Kemmel—. Es una prueba de lealtad. Estáis limpios. Ahora podéis ver al capitán.

El capitán Spiromilos ha establecido su puesto de mando en el punto más alta del amplio complejo, junto a la pista de aterrizaje del helicóptero. Mientras Todd y Spike siguen a Kemmel, pueden ver que la destrozada ala oeste sigue humeando. Un puñado de antenas parabólicas pende sobre el agujero ennegrecido abierto por el misil. Los escombros de estromalito se han desplomado sobre la orilla del lago. Los mercenarios todavía están peinando el complejo en busca de Antoinette. Apenas ha habido resistencia a su asalto, lo que resulta llamativo. Los cuerpos de media docena de muñecas yacen en un extremo del jardín de cactus, y una veintena más, vestidas con uniformes de satén color melocotón, se sientan dócilmente bajo la vigilancia de un mercenario aburrido.

El capitán Spiromilos se sienta en una silla de lona a la sombra del helicóptero negro mientras observa un montón de pantallas de televisión. Es un hombre severo y rígido, con una mirada reservada y controlada. La clase de tío, piensa Todd, que lleva faja y es capaz de contar calderilla con el culo. Lleva un chaleco antibalas encima de una camisa apretada sobre cuyo cuello abierto asoma un pañuelo rojo. La camisa está remangada hasta los codos; tiene un águila azul tatuada en el antebrazo izquierdo.

Cerca del borde del tejado plano, un adolescente vestido con anchos pantalones azules y una sudadera arrugada está conectado a un ordenador que descansa sobre su delgado regazo. Sus manos enguantadas cortan el aire: parece como si estuviese practicando karate a ciegas. El visor está medio escondido tras una cascada de greñas sucias. Otro chico sale del helicóptero de un salto y dice que se ha conectado al piloto y no ha encontrado nada.

El capitán Spiromilos dice:

—Te va la vida en ello si estás equivocado.

—Eh, jódete, tío. Sé cómo hacer mi trabajo, ¿vale? —el muchacho lleva una sudadera roja suelta y unas mallas de un rojo brillante. Una carrera en su muslo revela la palidez de su carne. Mira a Todd y a Spike.

—¿Qué hay de estos gilipollas de naranja? ¿Quiere que me encargue de ellos también?

—Están limpios —dice Kemmel.

—Son mis invitados —dice el capitán Spiromilos.

—Ah, claro —dice el muchacho mientras vuelve a subir al helicóptero—. Los periodistas.

Les ofrecen bebidas a Spike y Todd. Spike pide un Chivas Regal; Todd, un Jack Daniels. El capitán Spiromilos expresa lo mucho que lamenta haber tenido que mantenerlos encerrados la mayor parte del día.

—Ha sido por su propia seguridad, caballeros. Pero ahora hemos asegurado el lugar y estamos preparados para marcharnos.

El capitán Spiromilos tiene una voz suave con un ligerísimo ceceo. Su inglés es muy bueno.

Todd toma un sorbito de su Jack Daniels. No lleva hielo, pero uno no puede tenerlo todo en una zona de guerra. No es tan tonto como para empezar a quejarse porque los tengan retenidos a punta de pistola. El capitán Spiromilos les explicará lo que está ocurriendo cuando lo crea conveniente. A los tíos como él siempre les gusta mantenerte tenso. Les gusta que sientas la amenaza, aunque no sea verdadera.

Todd dice:

—Esperaba ver a Frodo McHale aquí. Quiero decir, asumo que ustedes trabajan para él.

—Tenemos un acuerdo.

—¿Que incluye tratar de asesinar a Antoinette?

—Creemos que se ha suicidado.

—Eso resulta bastante difícil de creer. Yo estaba hablando con ella justo antes de que empezasen el ataque.

El adolescente del extremo del tejado pasa la mano por el aire y dice:

—No está exactamente muerta, tío. Sólo se ha… traducido. Ha logrado la Hazaña Definitiva.

El capitán Spiromilos dice:

—Se suponía que los civiles debían impedirlo. Fallaron.

Todd comprende lo que están diciendo.

—Jesús, se ha ido a donde está Glass. Ha cruzado al otro lado.

El capitán Spiromilos dice:

—Ése es un problema menor.

—Pero seguro que resulta molesto, ¿verdad?

El muchacho levanta el visor y se quita los guantes con la boca. Sus ojos son tan pálidos como la leche.

—La cogeremos, nota. Está escondida pero daremos con ella. No será difícil.

El capitán Spiromilos dice:

—Creo que habló con usted sobre el País de las Hadas.

—En realidad, no. ¿Qué es esto, un interrogatorio? Vamos, capitán, ¿qué sé yo sobre este asunto? No más de lo que usted quiera contarme.

Pero Todd empieza a sospechar que Antoinette no ha terminado con él. Ella no se habría tomado las muy considerables molestias de traerlo hasta allí sólo para que fuera capturado por mercenarios, a menos que eso fuera exactamente lo que quisiera que ocurriera. ¿Por qué otra razón hubiera hecho que los encerraran a Spike y a él en la terraza?

El capitán Spiromilos dice:

—Aquí todos estamos del mismo bando. Tomen otra copa, caballeros. Relájense. Nos espera una larga marcha.

—No se prive, capitán. A juzgar por su acento yo lo situaría en algún lugar próximo a Boston, y ésa es una ciudad con una gran tradición de bebedores.

—Ah. Creía que había perdido el acento.

—También debería perder ese tatuaje. Sólo los ciudadanos norteamericanos pueden servir en los Marines.

El capitán Spiromilos dice:

—Sé que estuvo usted en Atlanta, señor Hart, después de que los Cristianos utilizasen su artefacto nuclear. Aquélla fue una atrocidad muy famosa, pero hubo otras. Yo estaba en la avanzadilla que recuperó Des Moines. Encontramos a cincuenta mil personas muertas. Suicidio en masa. Los reporteros de noticias como usted estaban por todas partes, tapándose la nariz con pañuelos empapados en güisqui mientras filmaban los cadáveres hinchados. Supe en ese momento que América estaba acabada. Nunca me he arrepentido de haberme marchado cuando lo hice. Mi abuelo emigró a América al terminar la Segunda Guerra Mundial, cuando los comunistas se hicieron con el poder en Albania. Venía de una pequeña ciudad, Himara. Está a unos cien kilómetros de aquí y mi familia tenía considerable influencia en ella. Por derecho de nacimiento soy Archigôs, líder del Consejo de Ancianos de Himara. Mi familia siempre mantuvo viva la esperanza de recuperar algún día nuestro país. Ahora me corresponde a mí el hacerlo.

—¿Quiere un país propio?

—Tengo un país propio —dice el capitán Spiromilos—. Los comunistas nos lo quitaron y yo lo recuperaré.

—Es un sitio guapo —dice el muchacho—. No muy grande. Poco más que una aldea de pescadores. Pero fue un país de verdad en el pasado. Los países son un concepto decimonónico superado, pero todavía pueden hacer cosas que para las compañías resultan imposibles: condenar a muerte a la gente, emitir moneda, establecer paraísos de datos. Cosas así.

—¿De modo que está reclutando a la Cruzada de los Niños para ayudarlo?

El capitán Spiromilos dice:

—Soy cristiano y creo que las hadas son bestias salvajes y sin alma, no deje que nada le convenza de lo contrario. Los cruzados han destruido sus almas al abrazar el credo de las hadas. Cuando los utilizamos, tal como usted lo ha expresado, de hecho podemos redimirlos.

—De modo que tiene hadas trabajando para usted.

—Pero descontaminadas. Al modo albanés. Ahora las manejamos como si fueran marionetas desde un ordenador de mando. Cuando hayamos terminado, prescindiremos de ellas. No hacemos nada que la Policía del Orden no esté haciendo en la Unión Europea. Nos enfrentamos a una plaga que nos es ajena y pretendo contribuir a su erradicación en la medida de mis posibilidades.

El muchacho dice:

—Allí está lo que el capitán quiere y lo que nosotros queremos, y existe un modo para que todos obtengamos lo que queremos. Es bastante lógico.

—Nosotros arriesgamos nuestras vidas —dice el capitán Spiromilos— mientras ellos se sientan aquí y juegan con sus aparatitos.

El muchacho dice:

—Nadie ha dicho que la vida sea justa. Y Frodo…

—Frodo McHale tiene sus propios intereses.

Es interesante observar cómo reprime el capitán el impulso de quebrar el cuello delgado como un lápiz del muchacho.

Se vuelve hacia Todd y dice:

—Será usted el primero en informar sobre el restablecimiento de la soberanía de Himara, pero el resto de sus colegas estará aquí en cuanto sus imágenes aparezcan en la Web. Espero que me lo agradezca.

Les devuelven la ropa a Todd y a Spike y a éste último la cámara robotizada. A estas alturas ya está oscureciendo. Hay luces en el jardín de los cactus, donde un par de mercenarios se mueve entre las muñecas de Antoinette, disparándoles en la cabeza. Mientras finge estar examinando su cámara robotizada, Spike logra filmar unos pocos segundos.

—No sirven para combatir —les explica Kemmel.

Todd se pregunta qué le pasará al grupo de zombis festivos de Glass, pero no es el momento ni el lugar de formular preguntas delicadas.

El helicóptero despega y se dirige al norte. Para recoger a un par de cómplices de Antoinette, dice el capitán Spiromilos. En el área de servicio del complejo, un grupo de hadas está subiendo a un camión en fila de a uno. Parecen niños famélicos con la piel azul y vestidos de uniforme. Tienen dientes muy afilados: de hecho, a una de ellas le están creciendo colmillos a través del labio inferior. La mayoría no supera el metro de estatura. Están armadas con rifles de plástico de cañón corto con cargadores superiores e inferiores, de esos que se fabrican en Palestina y que disparan balas de goma subsónicas.

—Antes eran hadas —les explica Kemmel—. Ya no lo son. Las han… —el mercenario se pasa un dedo por el cuello.

El capitán Spiromilos dirige a sus hombres en una breve plegaria. Los mercenarios se descubren y agachan las cabezas con mansedumbre, y a continuación se dispersan en dirección a sus vehículos. A Todd y Spike los hacen subir a un jeep conducido por un hombre de cráneo afeitado que sonríe al ver sus monos naranjas. Kemmel pasa junto a ellos montado en una motocicleta para tomar posición como escolta. Alguien sopla una diminuta cometa y el convoy se pone en marcha, con los faros encendidos, hacia la carretera que discurre en dirección norte a lo largo de la orilla del lago, internándose en el bosque.