Fiebre
En la oscuridad, en la jaula en la oscuridad, en la jaula en la oscuridad bajo los árboles, la fiebre de los fembots abandona lentamente a Alex. Una breve guerra acaba de librarse en su cuerpo y ahora casi ha concluido.
Su sistema inmunitario potenciado ha manufacturado millones de depredadores microscópicos para perseguir a los fembots feéricos por las corrientes y remansos de su flujo sanguíneo. Cada depredador posee una clase de receptores ligeramente diferente, de modo que por lo menos uno se adose a cualquier tipo de fembot invasor y lo inmovilice. Cuando esto ocurre se libera una señal que estimula la producción de más depredadores del tipo apropiado. Al contrario de lo que ocurre con los sistemas inmunitarios omnipotentes que protegen a los acaudalados, estos depredadores arrebatan a los invasores sus códigos, que son transformados en bibliotecas de ensambladores almacenadas en la médula de los largos huesos de Alex. Pero éste no puede alterar los códigos más de lo que puede hacerlo con su propio ADN. Sólo los elfos pueden utilizar estas bibliotecas para producir antídotos que combatan las memes de la Cruzada.
Lentamente, copias de las bibliotecas de códigos de los fembots feéricos se escriben en las cadenas de diminutas esferas enmarañadas, que se entregan a los linfocitos-T de Alex dentro de cubiertas de proteínas derivadas de virus del HIV modificados.
Lentamente, la fiebre feérica retrocede.
Lentamente, su sangre se convierte en un libro.
Los barrotes de la jaula ya no parecen serpientes vivas sino meramente ramas verdes atadas con alambre de memoria para formar una especie de cesto. La jaula no es mucho mayor que Alex y éste debe elegir entre permanecer de cuclillas o de pie y encorvado, y constantemente está revolviéndose en busca de alivio para el dolor de sus pobres articulaciones y el roce de las ramas.
Las criaturas radiantes que se pavonean alrededor de la jaula de Alex pierden su resplandor hasta convertirse en meras hadas, apenas diferentes de las muñecas que un día fueron. No son como los elfos salvajes, con sus rostros angulosos y de fina osamenta y sus ágiles cuerpos, sino criaturas achaparradas con pequeños ojos que brillan bajo unas frentes prognatas. La mayoría de ellas están desnudas y armadas con poco más que cuchillos. Paradójicamente, a medida que la fiebre de Alex se disipa, resultan menos fáciles de seguir en la oscuridad porque ya no parecen esparcir tras de sí un reguero de motas chispeantes mientras se escabullen de acá para allá.
Un poco apartada del camino hay una manada de lobos modificados por ingeniería genética, con collarines de espinas de fibra de carbono, cuartos delanteros tan musculosos que parecen jorobados y grandes mandíbulas de cocodrilo llenas de dientes triangulares de tiburón. Los lobos están atados a postes para que no puedan alcanzarse los unos a los otros. Apoyan las alargadas cabezas sobre las gruesas almohadillas de las patas y observan a sus dueños feéricos con los ojos amarillos medio entornados. El mamut pigmeo, Aníbal, está atado al otro extremo del claro. Mueve la trompa adelante y atrás y de tanto en cuanto da un tirón a la cadena de hierro que lo sujeta por la pata delantera derecha.
A juzgar por los puntos lumínicos del reloj tatuado de Alex, queda uno hora más o menos hasta el alba (se pregunta si puede confiar en el reloj; hay variedades de fembots que pueden modificar los biomecanismos). Las hadas le han quitado su reloj mecánico y cualquier otra pieza metálica, incluyendo las cremalleras de los pantalones y la chaqueta. Hasta han registrado el interior de su boca. Sin duda lo han explorado con un escáner en busca de mejoras del sistema nervioso creadas con fembots, pero los ensambladores están bien escondidos en el interior de las células de la médula de sus huesos, y los depredadores son en sí mismos poco diferentes de los fembots que cualquiera que se haya dotado de un sistema inmunológico omnipotente tendría en su sangre.
Debe ser paciente. Se ha puesto en manos de sus enemigos. Ellos vendrán a él cuando decidan que ha llegado el momento.
Se queda adormecido y despierta, aturdido por el sueño y la falta de azúcar, frente a un hombre que lo mira fijamente. El hombre es alto y membrudo y se sienta en cuclillas a cierta distancia de la jaula. Entre las ramas de los árboles alcanza a distinguir pedazos de cielo gris. Mientras observa a Alex bajo la débil luz del amanecer, el hombre acaricia con aire ausente las orejas de uno de los lobos modificados por ingeniería genética: la cosa se muestra tan solícita al contacto del hombre como un gato, la roja lengua colgando de unas fauces que podrían arrancarle un brazo de un solo mordisco.
Alex le devuelve al hombre la mirada. De sus sienes sobresale una cornamenta hecha de material de almacenamiento de datos, y de la base de su cráneo, antenas en forma de púas. Su cuerpo es mucho más voluminoso de lo normal por la presencia de músculos hipertrofiados o un blindaje sub-dérmico… quizá arabas cosas. Alex se pregunta para qué sirve toda esa capacidad extracraneal, pero no es tan necio como para preguntarlo.
Detrás de él, la voz de una joven dice:
—Ya nos hemos visto antes —Alex se vuelve como puede en la jaula y al instante es presa de una salvaje mezcla de desesperación y esperanza.
Lo primero que piensa es que se trata de Milena.
Lo segundo es que es demasiado joven.
Tiene que mirar dos veces para acostumbrarse, porque estaba esperando encontrarse por fin con su antiguo amor. Pero no es ella. La hubiera reconocido en cualquier parte, por muy bien que se hubiera disfrazado, por mucho que hubiera cambiado o por mucho que la hubieran cambiado.
Y entonces una segunda niña avanza desde detrás de su hermana. Alex las vio la pasada noche y pensó entonces que se trataba de un sueño febril. Son gemelas idénticas, vestidas con trajes de camuflaje cortados. Aunque las dos tienen la piel azul y la cabeza afeitada, el parecido que guardan con Milena resulta asombroso: su descuidada y desafiante pose es idéntica al vivido recuerdo teñido de amor que conserva Alex de la brillante y demente niña pequeña que tomó su vida y la arrojó a un lado, que dejó en su memoria un vacío que todavía sigue allí, todavía sangrante, la habitación blanca donde algo extraño y maravilloso y terrible le ocurrió. Estas pequeñas gemelas no son mucho más jóvenes de lo que Milena era entonces, se da cuenta Alex. Son las niñas pequeñas del Reino Mágico.
Las Gemelas miran a Alex con una maliciosa mezcla de diversión y desprecio. El azul de sus rostros es alguna clase de maquillaje.
—Tú eres el que ayudó a derribar…
—… ayudó a destruir…
—… nuestro nido.
Las dos se ríen. No es un sonido agradable.
—Creía que os encontraría con la Cruzada de los Niños.
Alex está tratando de permanecer en calma. Por fin está ocurriendo. No puede dejar que la excitación lo abrume o podría fallar.
—Oh, están de camino…
—… y ahora estamos…
—… más cerca de lo que crees.
—Ya se está disgregando —dice Alex—. Es el individualismo. Así ocurre siempre con cualquier clase de movimiento. Incluso aquellos que deben su cohesión a las infecciones meméticas de las hadas.
Repentinamente, las Gemelas sonríen, con aire travieso y divertido y cómplice a un tiempo, y al instante la doble sonrisa ha desaparecido.
—Tú piensas que los cambios son malos…
—… una mala cosa. Estás equivocado…
—… muy equivocado.
—Estáis enfadadas por la caída del Reino Mágico. Lo comprendo.
Las Gemelas se encogen de hombros en el interior de sus enormes chaquetas. ¿Qué edad tienen? ¿Ocho años? ¿Nueve? No más que eso, sin duda. Milena debió de lograr el milagro de la partenogénesis muy poco después de huir con aquella primera hada. ¡Cuánto han conseguido! Alex siente sobre sí el peso de la Historia.
Las Gemelas dicen:
—Oh, el Reino Mágico fue divertido…
—… nos divertimos con él durante algún tiempo…
—… pero sabíamos que no podía durar. Era una cosa exponencial…
—… tenía que crecer y crecer. La gente que había a su alrededor…
—… los que querían los juguetitos que creaba nuestro pueblo…
—… se volvieron demasiado codiciosos.
—¿Sabéis para qué estoy aquí?
—Estás solo en tu jaula, señor Alex…
—… ése es tu nombre…
—… pero te traeremos las cabezas de tus amigos, una…
—… por una. Las clavaremos de estacas…
—… estacas alrededor de tu jaula…
—… las alimentaremos con el mana del País de las Hadas. Entonces podrás hablar con ellas…
—… podrás hablar, pero no te gustará lo que oirás. Los muertos no mienten…
—… y ellos estarán muy muy muertos.
—Puedo ayudaros.
—Oh, claro que nos ayudarás…
—… y la mujer también, cuando la cojamos…
—… Katrina, así se hace llamar…
—… Katrina, pero su verdadero nombre es Dania…
—… Dania Haessing. Ah, no lo sabías…
—… nosotras lo sabíamos…
—… pero él no lo sabía.
—Los nombres no son tan importantes. ¿Dónde está Milena?
—Pero es que los nombres sí son importantes, señor Alex. Tenemos que saber quién es alguien…
—… tenemos que saber su nombre…
—… antes de poder matarlo.
Las niñas pequeñas pintadas de azul dicen todo esto con espeluznante calma. Una de ellas añade, con tono jovial:
—¿Qué te parece nuestro Rey?
—Es interesante. Más complicado que el licántropo.
—El señor Mike tenía su utilidad…
—… pero nuestro rey es algo más.
—Su capacidad parece impresionante. Espero que no lo hayáis llenado por completo.
—Llegará su hora…
—… porque tenemos planes…
—… tenemos planes para él.
—¿Dónde está Milena? O como quiera que se haga llamar ahora.
—Ella interfirió —dicen las Gemelas al unísono. Repentinamente parecen indignadas.
—Ella nos abandonó…
—… nos dejó solas…
—… y entonces regresó e interfirió. Pero ahora…
—… ahora tenemos otros amigos…
—… amigos que nos hacen presentes.
Las Gemelas se vuelven y se alejan.
—Cuidaos de los presentes de los griegos —dice Alex, pero ellas no miran atrás. El hombre astado las sigue hacia los árboles.
Nadie se acerca a Alex durante largo rato.
Lentamente, la luz va en aumento. El sol se cuela entre los árboles; el aroma de la resina de los pinos es intenso en el aire caliente y pegajoso. Pronto, Alex deja de esforzarse por espantar las moscas que se posan sobre él para saborear su sudor. Cambia de posición en la estrecha jaula, apoyándose sobre una pierna y luego la otra. Las hadas van y vienen. Una de ellas se lleva a los lobos. Otra arroja un cubo de agua sobre la jaula, empapando a Alex. Éste recoge la poca agua que puede de su camisa y se la bebe, pero no tarda en volver a estar sediento. Tiene las entrañas sueltas a causa del miedo y el hambre: muy pronto tendrá que defecar.
Lentamente, se percata de que un hombre lo está observando. El hombre viste de negro. Las punteras de sus botas son tan alargadas que tiene que sostenérselas con sendas cadenas anudadas alrededor de los tobillos. Cuando se da cuenta de que Alex ha reparado en él, comienza a pavonearse. Es alto y delgado, pálido como el papel bajo una mata desarreglada de cabello rubio ceniciento. Lleva unas gafas de sol de espejo pequeñas y redondas, de esas que pueden sobreponer la imagen de dunas marcianas fósiles o una gruta de coral a tu visión. Se sienta en cuclillas, a una distancia respetable de la jaula, y le pregunta a Alex qué tal se encuentra.
—No demasiado bien. ¿Puede dejarme salir?
El hombre parece divertido por la pregunta.
—Ésa es buena. Sí, ésa sí que es buena.
Alex se lame los labios. Siente una sed infernal, pero cuando pide agua el hombre se limita a sacudir la cabeza.
—Me gustaría poder dársela. Pero es parte del proceso.
—He venido aquí para ver a Milena.
El hombre se encoge de hombros.
—La madre de esas niñas.
—¿Tienen madre? Cuesta creerlo.
Lo dice con demasiada despreocupación. Muy bien, lo sabe. Es un pirata de la Web, de eso no hay duda, y sólo existe una razón para que alguien como él pueda estar aquí, en medio de los bosques.
Alex dice:
—¿Es usted uno de los hombres de Glass? ¿Cuándo se entregó a las hadas?
—Nunca. Fue traicionado. Le nublaron la mente, transformaron su cabeza. Pero al final no importará. Ahora está más allá de todo eso del bien y el mal. Está más allá de los bandos. Donde él está, todo eso es irrelevante.
—Donde yo estoy ahora, puede creerme, todo eso es irrelevante. ¿Puede llevarme a verlo?
—No puedo, amigo. Verá, aquí estamos en el mundo, pero para Glass el mundo ha dejado de ser una prisión. Toda esta naturaleza, la evolución de la materia, ha terminado. Ya no existe. En los últimos cincuenta años se han extinguido más especies de las que destruyó el cometa en tiempos de los dinosaurios. No hay un solo lugar de la Tierra que no hayamos tocado. Ya no existe la naturaleza. De modo que la hemos trascendido. Estamos buscando el siguiente paso.
—¿Es eso lo que dice Glass?
—Es lo que yo digo.
—Es un montón de mierda.
El hombre asiente solemnemente.
—Todavía conserva el sentido del humor. Eso es bueno. Es importante. Va a necesitarlo.
Alex dice:
—Si no puedo hablar con Glass, quizá pueda hacerlo con Milena.
El hombre se toca los labios con el índice de una mano. Lleva un anillo de plata con una calavera, con dos minúsculos rubíes por ojos. Dice:
—Debería tener cuidado, amigo. Dejar caer el nombre equivocado en el sitio erróneo puede resultar peligroso. Si cuenta con la ayuda de esa ramera, está metido en la mierda más profundamente de lo que cree. La he sacado del escenario. Ahora todo es mío. Si quiere hacer un trato o necesita ayuda, tiene que hablar conmigo. Yo soy todo lo que queda aquí, en el mundo.
—¿Cómo se llama usted?
—Frodo. Frodo McHale.
El hombre se pone en pie y se aleja. Alex tiene tiempo de sobra para pensar en lo que ha dicho. Se pregunta qué planes tiene Frodo McHale para las hadas y para las hijas de Milena. Se pregunta qué planes tiene Frodo McHale para él.