9

La caza salvaje

Alex despierta sobresaltado y se encuentra con Ray montado a horcajadas sobre su pecho. Bajo la luz de la luna, los pequeños y cercanos ojos del elfo parecen los agujeros de una máscara. Dice:

—Nos han encontrado.

—¿Quién nos ha encontrado, Ray?

—Graves problemas —dice Ray, y Alex se da cuenta de que el elfo está asustado.

—Me voy a levantar —dice Alex, pero Ray le coge la cara con las dos manos. Las afiladas uñas del elfo le aguijonean las quijadas.

—Escucha —dice el elfo. Lejos, en las profundidades del oscuro bosque, algo emite una prolongada y lúgubre nota con una corneta cuyo tono se eleva mientras se desvanece.

—Ha empezado —dice el elfo, que se aleja corriendo para despertar a la señora Powell.

Las piedras del santuario brillan como huesos bajo la brillante luz de la luna. El cielo nocturno está lleno con una cosecha de estrellas. Los Enfurecidos han desaparecido. La hoguera sacrificial se ha extinguido. Al otro lado del claro, el mamut pigmeo se agita con aire incómodo cambiando el peso de una pata a otra.

El sonido del clarinete vuelve a elevarse, y el mamut pigmeo alza la trompa y responde.

Ray sonríe a Alex.

—¿Crees que hay más de uno? Éste es el hogar de la población de elfos más antigua del mundo. Están aquí desde el principio. Sus hijos son muchos y extraños en el bosque.

Los elfos no hacen distinciones entre las muñecas a las que han transformado y las criaturas a las que han creado por ingeniería genética.

Alex dice:

—¿Estás asustado, Ray? Tengo que saber la verdad.

—Nada de juegos, gran hombre —dice el elfo—. Estamos rodeados. Son más y hay al menos un licántropo entre ellos. Creo que también tienen más armas. Aquí los elfos utilizan todo cuanto encuentran, y encuentran muchas cosas porque vosotros los humanos siempre estáis luchando. Pero su suministro de munición es desigual y esos otros traen material de fuera. Mal karma.

Alguien aparece corriendo en la nave lateral cubierta de hierba de la capilla en ruinas y se dirige hacia ellos. Es Katrina. Se ha quitado la camiseta y los pantalones de cuero y se ha cubierto el rostro y los brazos desnudos con camuflaje nocturno. Lleva placas acolchadas protectoras en las rodillas y los codos. Hay una diminuta linterna infrarroja bajo el cañón de su pistola ametralladora y tiene unas gafas de visión nocturna sobre la frente.

—Han penetrado —dice—. Si tenemos suerte, se trata tan solo de un grupo de exploración, pero no sé cuantos son. El jodido Avramites nos ha echado a esos cabrones encima, os lo juro.

—Estás cambiando el aire en leguas a la redonda —dice Ray.

Alex le dice a Katrina:

—Necesitamos a uno de ellos. Vivo o muerto, eso no importa. Sólo el chip y unos pocos mililitros de sangre si no puedes traer el cuerpo, pero sería mejor contar con él.

—Nos convierten —dice Ray—. Su hechizo es poderoso.

—A ti no te convertirán, Ray —le dice Alex—. Tu encantamiento es igualmente poderoso.

—Bueno, eso es cierto —dice Ray. Desenfunda la pistola—. Y además tengo estas balas mágicas.

Alex dice:

—Si consigo un chip y un poco de su sangre, quizá podamos pensar en convertirlos a ellos. O al menos en desconectarlos.

—Estarán en el perímetro en dos minutos —dice Katrina.

Regresa a toda prisa por donde ha venido, pero sin moverse en línea recta e inclinada hasta casi tocar el suelo. Un momento después de que desaparezca, se produce entre los árboles una ráfaga de fuego automático. El eco del estrépito rebota en los acantilados que hay tras las ruinas del templo.

La señora Powell dice:

—¿Qué puedo hacer, señor Sharkey? No soy una completa inútil, ¿sabe? Sí hay una pelea, sé algo de primeros auxilios. Durante algún tiempo trabajé con un médico ambulante en África.

—Entonces empiece a preparar vendajes —dice Alex.

Recoge su mochila y saca de su interior las gafas de visión nocturna. El santuario iluminado por la luz de la luna se convierte de pronto en un sobrecogedor claroscuro. Puede ver pequeñas formas corriendo de acá para allá entre los árboles de la ladera, pero, incluso con los intensificadores de color falso, no puede distinguir a los Enfurecidos de los enemigos. Hay muy pocas detonaciones de armas de fuego; las hadas prefieren pelear cara a cara, reservando las armas de factura humana para las situaciones verdaderamente desesperadas. Lo cual da igual, porque la mayoría de las balas de las hadas son proyectiles de punta hueca, que contienen fembots que se dispersan por el fluido sanguíneo de la víctima y devoran los vasos más importantes. Las detonaciones que estallan de tanto en cuanto provienen posiblemente del arma de Katrina.

Alex extrae la caja de pistolas de aire comprimido de su equipaje y las carga con pequeños proyectiles empenachados de punta hueca.

La señora Powell dice:

—Soy una tiradora decente, señor Sharkey.

Alex le entrega una de las pistolas.

—Eso es bueno, porque yo soy terriblemente malo. Son dardos soporíferos. No toque las puntas. Uno bastará para derribar a un hada, dos para un hombre o un licántropo, una docena para el pequeño mamut de ahí. Quiero capturar a alguno con vida si es posible. Así que trate de no disparar a la cabeza. Si consigo un chip, es posible que pueda recuperar los códigos de control. Normalmente, sólo puede accederse a los códigos de los chips por medio de entradas de datos visuales: el patrón de luz adecuado puede desconectarlos. Quédese usted aquí. Iré a cazar un poco por mi cuenta.

La señora Powell lo mira. Media docena de disparos iluminan la boscosa ladera pero ella no se encoge.

—No duraría ni un minuto ahí afuera —dice Alex.

—Sé lo que son, señor Sharkey.

—No, no lo sabe. Ni siquiera yo sé lo que han hecho. Las hadas pueden ordenar a sus fembots que realicen cambios específicos en los genes de las criaturas a las que infectan. Como el pequeño mamut de allí o el troll que vio usted.

—Lo sé todo sobre su magia. Conozco a las criaturas de los bosques. Las he estudiado durante mucho tiempo. Sé que han creado dragones de verdad, por ejemplo.

—Nadie utiliza un dragón en una refriega como ésta. Cuando todo haya terminado, le explicaré por qué. No se deje sorprender por nada de lo que pueda ver. Sólo dispárele a cualquier cosa que se le acerque. Y proteja la mochila. Contiene toda mi magia.

Ray lo acompaña mientras Alex avanza cuidadosamente entre los nudosos robles en dirección a las furiosas e instantáneas trayectorias y colisiones. Alex se siente poderoso y rápido y excitado. Se siente como si flotase sobre el afilado aire de la noche. Lo más espeluznante de la batalla entre las hadas es el poco ruido que hay. Nada de gritos o aullidos de dolor: sólo algunos disparos cada cierto tiempo, pisadas rápidas y gritos sobresaltados rápidamente sofocados.

Ray le toca el brazo y Alex se vuelve y ve a un hada muerta tendida sobre un emparrado de helechos secos.

—Uno de los Enfurecidos —susurra Ray.

Cuidadosamente, Ray vuelve el cuerpo. Los ojos están cubiertos por una densa mucosa; le han desgarrado la garganta. Ray mira a su alrededor y luego dice:

—Tres más por allí.

Pero todos ellos son Enfurecidos.

Alex le dice a Ray que también podrían esperar a que la pelea fuera a ellos. Se esconde entre las raíces de un roble partido. Las gafas de visión nocturna revelan en falsos colores detalles en los que sus ojos meramente humanos jamás hubieran reparado. A unos cien metros de distancia, algo está persiguiendo a otra criatura entre unos zarzales. Hay una conmoción breve y fiera, y después de un minuto de silencio una figura encorvada se aleja corriendo. Alex la sigue con la mira de su pistola de aire comprimido, pero ya está fuera de su alcance y desaparece rápidamente ladera abajo.

Ray realiza una rápida e impaciente incursión en un lado del escondite de Alex, regresa describiendo un amplio círculo. Es entonces cuando lo atacan.

Algo largo y ágil se abalanza sobre él y las dos criaturas ruedan enzarzadas. Alex dispara un dardo al suelo, lo que distrae momentáneamente a la cosa y Ray se libera y se aleja rodando. Se pone en pie de un salto, dispara su gran pistola y el retroceso lo derriba hacia atrás. La cosa vuelve a abalanzarse sobre él y esta vez Alex logra un disparo claro. La cosa cae con un sonido sordo, se muerde el flanco y queda inmóvil.

Es un zorro, pero un zorro con enormes orejas y un hocico arrugado y alargado. De su mandíbula inferior cuelgan glándulas hipertrofiadas semejantes a zarzos: sacos de veneno, supone Alex, pero Ray sacude la cabeza y levanta los labios de la criatura para mostrar sus dientes delanteros. Es un vampiro, capaz de inyectar fembots desde las bolsas con forma de zarzo.

—La mitad de los míos es transformada por cosas como ésta —dice Ray.

Alex se pone unas gafas desechables y utiliza una aguja hipodérmica para extraer parte del lechoso fluido de las bolsas del zorro vampiro. Introduce la muestra en un equipo de pruebas, advierte la luz roja que indica la presencia de fembots. No tiene sentido realizar más pruebas: si Ray está en lo cierto, Alex sabe de qué clase de fembot se trata, estrechamente relacionados, si no idénticos, con las variedades que infectan a los miembros de la Cruzada de los Niños. El zorro tiene ojos diminutos sellados por un grueso callo de epidermis. No tiene chip.

—Al menos podemos utilizar la sangre —dice Alex.

Ray alza la cabeza y sus orejas se agitan nerviosamente. Alex entrevé algo que se arroja en busca de cobijo tras el grueso tronco de un roble centenario. Algo más se arrastra bajo una capa que imita la coloración y la temperatura del suelo del bosque. La atraviesa con un dardo y el hada que había debajo sale dando un salto. Alex falla su segundo disparo, se vuelve y ve a otra hada a no más de veinte metros de distancia. Muy alta y muy delgada, sacude la cabeza de una manera imposiblemente sinuosa y un escupitajo de saliva ciega las gafas de Alex. Cuando trata de limpiarla, la sustancia le quema la mano.

La pistola de Ray dispara mientras Alex se quita las gafas. El hada que escupe veneno ha desaparecido pero, bajo la mera luz de la luna, Alex puede ver que varias más se mueven hacia él entre los árboles. Una figura humana las alcanza. Tiene cuernos de antílope, con los que alcanza quizá los tres metros de altura.

Alex y Ray retroceden, abandonando el cuerpo del zorro vampiro. Alex dispara un dardo a donde Ray le indica pero no parece acertarle a nada y, para cuando regresan al santuario, se ha quedado sin munición.

Katrina y los Enfurecidos supervivientes se encuentran ya allí. No son demasiados. La señora Powell está anudando un vendaje alrededor de la cabeza de uno. La criatura le lanza una dentellada y ella la abofetea en pleno rostro y termina tranquilamente la tarea.

Katrina, respirando con tal fuerza que casi está hiperventilando, le dice a Alex que por lo menos ha matado a dos, pero que a uno de ellos se lo llevaron y al otro lo abatió de un tiro en la cabeza.

—Pero lo habrás traído, espero —dice Alex.

—Está allí —es una cosa achaparrada, desnuda y cubierta de púas, con brazos largos y musculosos que, cuando todavía estaba viva, arrastraría sobre el suelo. Su piel es tan dura como la de un tejón y Alex tiene dificultades para encontrar una vena. Hace las pruebas de fembots y luego introduce el resto de la sangre en una pequeña jarra de plástico y se la bebe de un trago. Está fría y sabe a rayos, pero a pesar de las arcadas se obliga a terminársela.

Ray dice.

—¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo hasta el cambio?

—Medio día, quizá menos —dice Alex. Siente frío y luego calor. Ahora está comprometido. En el plazo de pocos minutos los fembots feéricos estarán cruzando las membranas mucosas en dirección a los lindes de sus capilares, se abrirán camino hasta las venas y luego hasta el corazón. Dentro de unos minutos su presencia activará su sistema inmunitario. O, al menos, ése es el plan.

Algo pasa como una exhalación sobre el dosel de los oscuros árboles y estalla sobre sus cabezas, derramando una radiación azulada que llena las ruinas de luz y sombras danzantes. Todo el mundo levanta la mirada.

—No es un grupo de exploración —dice Katrina—. Es una partida de guerra completa.

Ray se aproxima al mamut pigmeo y le susurra algo, luego regresa corriendo y le dice a Alex con voz excitada:

—Te vas, volvemos a vernos. Monta, gran hombre. Sólo dile lo que tiene que hacer. Se llama Aníbal. Es seguro. Conoce a los humanos.

El mamut lo demuestra doblando una de sus patas delanteras para formar una especie de escalón cuando Alex se le aproxima. Con alguna dificultad, resistiendo la tentación de tirar de la melena del animal, logra encaramarse al asiento de madera tallada que transporta sobre el lomo. Allí sentado, sobre algo que se parece más a un banquillo que a una silla de montar, con sólo unas cinchas de cuero para sostenerse, le parece que el suelo se encuentra muy lejos.

Ray le alcanza su mochila y le dice:

—Pon las piernas delante de ti. Es más cómodo. No te preocupes, Aníbal conoce el camino —se inclina hacia él y añade en voz baja—. Dejamos a la vieja, ¿eh? No tiene mucha carne en los huesos, pero agradecerán cualquier cosa que consigan.

La bengala azul está extinguiéndose mientras desciende flotando con lentitud. Una capa de humo dulzón emana de ella. Su menguante luz proyecta la sombra de Ray por todo el claro.

—Vamos todos juntos —dice Alex—. No pienso viajar solo.

—Ray tiene razón —dice Katrina—. Tú eres el único que puede desarmar a la Cruzada. Ahora lárgate, ya te alcanzaremos.

—¿Se supone que tengo que viajar en un elefante peludo a lo largo de treinta kilómetros de terreno quebrado, mientras mi interior está siendo transformado por fembots feéricos?

—Nos encontraremos por la mañana —dice Katrina con firmeza—. No hay problema. Tú preocúpate por tu gordo culo, Sharkey. Lárgate de aquí cagando leches.

Alex le dice a Ray.

—Cuida a la señora Powell. Lo digo en serio.

—De acuerdo, gran hombre. No me la comeré.

—Y asegúrate de que Kat no hace algo estúpidamente heroico para conseguir que la maten.

Se alza un aullido en el sombrío bosque. Un hombre musculoso, medio desnudo, abandona el cobijo de los árboles y emerge a la luz de la luna. Media docena de Enfurecidos trata de derribarlo pero él los dispersa con mandobles de su larga vara. Las puntas de metal de la vara despiden relámpagos que inician pequeños incendios en la hierba seca.

—¡Licántropo! —grita Ray. Al instante, está agarrado a la espalda del mamut pigmeo, escondiéndose detrás de Alex.

El hombre vuelve a aullar y extiende los brazos al completo en señal de triunfo. Katrina se adelanta un paso y, con toda calma, le dispara en la cabeza. El licántropo se desploma, pero al instante dos cosas del tamaño de hadas sobrevuelan el claro con alas amplias y membranosas. El fuego desde tierra derriba a una de ellas; la otra hace un medio giro y se cobija entre las sombras cambiantes de los árboles. Ray le da un buen manotazo al mamut en el velludo flanco y salta al suelo con un grito victorioso.

El mamut pigmeo se pone en marcha con un trote sorprendentemente rápido y uniforme. Es como encontrarse en un bote mientras gana velocidad; las olas son los músculos que trabajan bajo la velluda piel del animal. Alex se aferra a las cinchas de cuero que hay a ambos lados del asiento hasta que, por fin, Aníbal frena su marcha hasta convertirla en un trote. Un intenso calor que huele a humedad emana de su cuerpo. Alex contiene el aliento, hincha las mejillas. ¡Buf! Se siente como si hubiera estado corriendo tan deprisa como el mamut.

Entonces, mientras la criatura pasa bajo las extendidas ramas de un roble, un hada tiende una emboscada a Alex.

Aterriza sobre su espalda, lo coge por el pelo y echa su cabeza atrás de modo que puede apoyar la hoja de su cuchillo contra su garganta. Unas garras prensiles se aferran a sus costados. La cabeza de la criatura serpentea alrededor de Alex en un cuello alargado y le sonríe. Tiene demasiados dientes, afilados como agujas, en una amplia mandíbula, ojos que a la luz de la luna no son más que agujeros negros bajo la protuberancia ósea de su frente.

—Ríndete —le dice.

Alex dice lentamente, sintiendo con cada sílaba la hoja del cuchillo:

—Llévame ante tu líder.

El hada se ríe, un sonido balbuciente y acuoso semejante al que hace una tetera al hervir.

—Hombre malo —dice—. Es-s-s-s-s-pía.

—¡No! —grita Alex, creyendo que la criatura le va a cortar el cuello por el mero placer de hacerlo. El hada vuelve a reír… y entonces florece una burbuja de color a su alrededor. Un hombre vestido de negro se abalanza hacia ellos, con las manos, sendas garras, alzadas, y una capa negra forrada de terciopelo rojo ondeando detrás de sí. Tiene el rostro blanco y ojos ardientes. Es el fantasma que Katrina preparó para asustar a cualquiera que los siguiese.

Aníbal comienza a correr, asustado por la aparición. Alex sujeta al hada por el brazo. Es ágil y fuerte pero, Alex es más grande y más pesado y puede ejercer mayor presión. El cuchillo cae. El hada se abalanza salvajemente hacia él para tratar de recuperarlo y Alex la sujeta por detrás con rapidez y le rompe el cuello.

El hada muerta sigue aferrada a él; el sistema nervioso secundario tejido por sus fembots ha paralizado los músculos. Mientras él trata de soltarla, los fembots que ha ingerido empiezan a operar en su interior. Lentamente, como una televisión antigua que se calienta, una nueva capa de realidad se sobrepone a su visión. El aire está vivo con brillantes motas que revolotean por la noche, cada una de ellas tan única como un cristal de nieve. Es como si cada árbol, cada rama y cada hoja estuvieran cubiertos por una capa de fotones. Delante de él se alza en interminable armonía una música gloriosa.

—Bienvenido a nuestro país —gime el hada. Su cabeza cuelga fláccida del cuello roto. Sus ojos son sendos puntos de llama roja. Líneas de luz dorada trazan mapas arcanos bajo su piel azul.

Alex no está asustado. Es como si el niño que permanecía de pie con su madre en la vieja terraza de un piso en una torre de apartamentos, contemplando la madeja de las luces de Londres, el niño que de alguna manera, por alguna extraña y sutil transformación acabó por convertirse en él, hubiera regresado y estuviera mirando con sus ojos.

Escucha la voz de Lexis, con bastante claridad, diciendo:

—¡El País de las Hadas! —mientras Aníbal entra al trote en un claro que hay tras un recodo del camino cubierto de maleza.

Todo resulta tan claro, tan brillante… Sobre su cabeza pende un dosel de enormes y borrosas estrellas. El resplandor de la media luna suspendida sobre la línea de los árboles parece estar enfocado en una especie de templo de vaporosa iluminación que hay en mitad del camino. Bajo aquella luz destilada, una hueste de hadas y otras criaturas flanquea a dos figuras sentadas en puntiagudas sillas de respaldo alto, construidas con delicados listones blancos que podrían ser los huesos de pájaros extintos.

Un hada se adelanta, pasa un hilo dorado alrededor de uno de los colmillos de Aníbal y lo arrastra hacia las dos figuras que esperan sentadas.

—Mis Señoras —dice el hada de la espalda de Alex con su voz llana, muerta—. Aquí está al fin.

Entonces sus músculos ceden por fin a la muerte y cae a sus pies. Como un solo ser, ambas levantan la mirada hacia Alex, los semblantes pálidos bajo la luz de la luna, y con asombro él ve que las dos tienen el rostro de Milena tal como era cuando la vio por primera vez.