Bienvenida a la cúpula del placer
Los olivares iluminados por las luces se pierden de vista mientras el helicóptero se dirige hacia el mar. El piloto, pequeño como un niño, se cubre el rostro con un casco de cristal negro y está envuelto en un capullo de transmisión. No quiere o no puede responder a las preguntas de Todd; lo mismo que el soldado que lo ha acompañado, un niño alto que debe acurrucarse con las rodillas alrededor de las orejas para caber en uno de los asientos eyectables de la diminuta cabina del cóptero. El soldado pone los ojos en blanco y acaricia la culata de su Kalashnikov. Parece nervioso. Lleva un osito de peluche atado al cinturón de cinchas. Ésta es una guerra de niños.
El helicóptero es rápido, ligero y manejable. Describe una amplia curva sobre el mar, inclinándose hacia el oleaje iluminado por la luz de la luna, y luego vira hacia la negra costa y al instante está volando un metro por encima de las copas de los árboles, elevándose y descendiendo como una interminable montaña rusa.
—Ese cabrón no es humano —dice Spike, refiriéndose al piloto.
El negro bosque termina. Delante de ellos se extiende un lago iluminado por la luz de la luna como un resplandeciente escudo de plata, en uno de cuyos extremos se agolpa descuidadamente una especie de collar de luces. Mientras el helicóptero se aproxima, Todd se da cuenta de que las luces pertenecen a un edificio alargado y bajo. Se trata de una serie de hexágonos y pentágonos interconectados, de un solo piso, construidos en estromalito arquitectónico y tendidos en saledizo sobre la rocosa costa del lago, un tributo a los edificios construidos en Arizona por Frank Lloyd Wright en su último arranque de creatividad. Un centenar de ventanas estrechas arden con luz. Todd escucha el enroscado ritmo del pop marroquí por encima del estrépito del rotor del helicóptero mientras vira sobre el eje de un tejado plano y se posa delicadamente en una cruz señalada por luces rojas parpadeantes.
Un hombre ataviado con librea de mayordomo —chaqué negro y pantalones grises, camisa blanca almidonada, pajarita y guantes blancos— abre la escotilla del cóptero y baja la escalerilla. El niño soldado se pone rápidamente en pie, desmonta de un salto y apunta a Todd y Spike mientras salen.
—Eso no será necesario —dice al mayordomo. El alto soldado lo mira con los ojos muy abiertos. El mayordomo suspira y dice algo en albanés que hace que el soldado se encoja de hombros, sonría y levante el arma.
—Eso está mejor —dice el mayordomo. Debe de rondar los sesenta años y se recoge los plateados cabellos en una cola de caballo que llega hasta la mitad de su espalda. Le dice a Todd—. Confío en que hayan tenido un buen viaje. Tengo entendido que las muñecas piloto son muy capaces, aunque yo nunca le confiaría mi seguridad a una de ellas. Hagan el favor de seguirme.
Spike se carga la bolsa de la cámara robotizada sobre el hombro y bajan por una escalera de caracol hacia una amplia terraza de contorno libre, llena de maceteros con geranios que bajo las brillantes luces parecen austeros e irreales. Todd le dice al mayordomo:
—Estoy aquí para ver a Glass.
—Por supuesto.
—O a Antoinette. Ya he hablado con ella, aunque no en persona.
—Oh, ella debe de estar por aquí. En uno u otro lugar. La verdad es que estamos pasando por una especie de crisis. Una pequeña dificultad local con algunos antiguos empleados.
—Nos han traído aquí a punta de pistola —dice Spike. Parece resentido por el tono altanero del hombre. Todd se pregunta si se trata de algún asunto clasista británico.
El mayordomo dice:
—No me sorprende oírlo, pero ya no es necesario. Estamos en el interior de un perímetro de seguridad muy estricto.
—Creo que Antoinette me está esperando —a estas alturas, Todd sólo está seguro a un cincuenta por ciento de que fuera ella la persona con la que habló en aquel pequeño y polvoriento patio de Tirana.
—Entonces me atrevo a decir que ella lo encontrará, señor.
Spike suelta una carcajada.
—Qué salado es este cabrón. ¿De dónde eres, tío? Me apuesto algo a que no naciste con ese jodido acento tan fino.
—Me llamo Ralph —dice el mayordomo.
Al final de la terraza hay una escalinata que desciende hasta una vereda de gravilla que se interna serpenteando en un jardín de cactus. Luces camufladas iluminan altos saguaros y mamilliarias con forma de barril. Todd camina con cuidado, sintiendo hasta la última de las afiladas piedras a través del delgado tejido de sus calcetines de seda. Hace más calor aquí que en el mar. Los grillos dan puntadas a la noche con el latir de un lenguaje de insectos. Más allá del jardín de cactus se escucha el ruido de una fiesta, el rumor de muchas voces sobre la música pop.
El mayordomo, Ralph, dice:
—Esta parte del complejo es una casa abierta. Es mejor no hacer preguntas relacionadas con asuntos políticos. Aquí la gente no está interesada en ellos. Aparte de eso, les ruego que disfruten de la fiesta.
—No te preocupes —dice Spike.
Se aleja con paso largo en dirección a la fiesta, con el morro de su cámara robotizada asomado sobre el hombro, y se pierde entre la multitud. La mayoría de los hombres y mujeres luce los brillantes estampados que están de moda este año, una confusión de rojos y verdes cambiantes que semejan una manada de intentos de solucionar el problema del mapa de los cuatro colores. La mayoría de ellos son más viejos que el mayordomo.
Spike regresa y le tiende a Todd un cartón de cerveza Ashai, húmedo y con forma sensual de mujer. Éste toma un trago de aquel bebedizo helado y con sabor a grosella y mira a su alrededor. El cosmopolita mayordomo y el niño soldado han desaparecido.
—Estoy teniendo un día muy raro —le cuenta Todd a Spike—. Quizá deberíamos montar un número aquí. Si no, nadie se lo va a creer. Se supone que esto está en el medio de la jodida zona neutral.
—Eso sería muy grosero —dice Spike—. Es una fiesta estupenda. Hay comida allí.
Desplegados sobre un lecho de hielo picado, en torno a la escultura en hielo de un pez que se yergue sobre su cola doblada que empieza a fundirse, hay sushi, caviar amarillo y rojo y negro y finas lonchas de salmón ahumado. Mientras Spike se atraca de caviar, Todd observa cómo discurre lentamente la multitud alrededor de sí misma. Son miembros de la generación del baby-boom, viejos y viejas de casi setenta años que, gracias a la terapia con fembots, el reemplazo de hormonas y la microcirugía, aparentan tan solo la mitad de esa edad. Todd ve a una mujer a la que recuerda vagamente de algunos anuncios; escoltada a través de la muchedumbre por un hombre alto y canoso vestido con un traje de chaqueta; ella lleva un mu-mu y la aguja de su cabello, negro como el azabache, está decorada con resplandecientes varillas de colores. Al otro lado de la terraza, las imágenes de los canales de televisión por satélite cambian de forma incesante en unas pantallas de gran tamaño, fragmentos de cinco segundos que se suceden en un parpadeo de luces enloquecidas. Entre los invitados se mueven muñecas vestidas de satén llevando bandejas con copas; una muñeca tiene una cabeza desprovista de pelo y con forma de yunque, y la superficie plana de su coronilla azul está cubierta de rayas de polvo blanco. De tanto en cuanto, alguien se inclina sobre ella y se mete un tiro. Spike se pregunta en voz alta si habrán fabricado a la muñeca con esa forma o habrán tenido que recurrir a la cirugía.
Todd dice:
—Esto es extraño, Spike. Profunda, gravemente extraño.
—El caviar es muy bueno. Deberías probarlo mientras tienes oportunidad.
Todd toma un puñadito de los suaves granos con el pulgar. Es bueno. Dice:
—Voy a preguntar un poco por ahí. Puede que luego hagamos algún montaje. Guárdame algo de caviar.
—No te preocupes —dice Spike.
La mayoría de la gente con la que Todd trata de entablar conversación no quiere o no sabe hablar inglés. Hay algo vidrioso en ellos. Muchos ni siquiera parecen oírlo, pero finalmente da con un hombre que lo escucha educadamente y le explica que todo esto es por Glass.
—Estamos aquí para tratar de animarlo. Es una fiesta espléndida, ¿no le parece?
—Oh, lo es sin la menor duda.
Con su intenso moreno, el rostro agrietado, la ensortijada mata de pelo gris y la túnica escarlata con ribetes dorados, el hombre parece un rey pirata. Dice:
—Es un poco pasado de moda por nuestra parte, lo sé, pero el hecho de estar aquí ya es importante. Entre nosotros es lo que cuenta.
Todd dice:
—Tengo negocios con Glass. Y con Antoinette.
—Él debe de estar disfrutando de la fiesta. Vigilándonos a todos —el hombre repara entonces en la chaqueta manchada de sangre de Todd y en que no lleva zapatos.
—¿De dónde viene usted, joven?
—De Albania.
—En tal caso, tiene suerte de estar aquí.
—Podría decirse que he sido secuestrado. ¿Está Glass realmente aquí?
—Todos hemos venido por él —dice el hombre. Por un momento, su mirada se pierde en el infinito y entonces parpadea y dice—. ¿De qué estábamos hablando?
Todd se da cuenta de que el hombre está a punto de marcharse. Dice:
—¿Qué hay entre Antoinette y Glass?
Eso logra llamar la atención del hombre. Sonríe y dice:
—Si él es John F. Kennedy, ella es Marilyn Monroe.
—Salvo que estamos en el siglo veintiuno —dice otra persona. Es un hombre delgado de aproximadamente la misma edad que Todd, con la palidez malsana del habitante de una cueva.
—Por supuesto —dice el anciano—. Y es una época asombrosa para estar vivo, ¿no les parece? Ahora lo siento, pero no me queda más remedio que hablar con una antigua amiga muy querida que no me lo perdonará si continúo ignorándola. Debe usted disculparme, señor… ah…
—Hart. Todd Hart.
Pero el hombre ya le ha dado la espalda. En su lugar hay un espectro alto y pálido vestido completamente de negro, con un rostro blanco y muerto y una mata desgreñada de cabello pálido. Sus ojos están ocultos tras unas gafas de sol pequeñas y redondas. Esta aparición sonríe a Todd, mostrando una dentadura descolorida y ladeada sobre unas encías pálidas.
—Tendrá que disculparnos por la manera de presentarme —dice mientras extiende su mano. Lleva un anillo de memoria en cada dedo, de esos a los que se accede a través de un sistema nervioso secundario tendido por fembots a lo largo de la epidermis.
—Me llamo Frodo, Frodo McHale. No puedo hablar demasiado tiempo. La seguridad es terriblemente mala en este lugar, pero al final acabarán por derrotar a mi programa de morfización y dejaré de ser el Hombre Invisible.
Todd le estrecha la mano a Frodo McHale.
—Glass tiene algunos amigos extraños. ¿Quiénes son?
—No se preocupe por ellos. La mayoría está un poco ida y, además, nunca fueron más que carcasas gastadas que datan de antes del cambio de milenio. Todavía creen que las posesiones cuentan, todavía están enganchados al fetiche del dinero. Quieren vivir para siempre, congelarse en sus imágenes ideales. Rechazan el cambio, rechazan la diversidad, rechazan la libertad. No pueden apreciar lo que Glass enseña.
—¿Cómo es Glass?
—Es un misterio. Un acertijo envuelto en un enigma. Es él mismo. Eso es lo que tiene que aceptar. Bien, mal, ésas son cosas humanas. Una dualidad creada por nuestro cerebro en su nivel animal. Nuestro trabajo trascenderá tales conceptos.
—Admito que me hayan traído hasta aquí a punta de pistola. Creí que estaba aquí para hablar con Antoinette.
—Esa maldita puta —dice Frodo McHale sin alterarse—. No se imagina usted cómo han ido últimamente las cosas por aquí. Ella sedujo a Glass, nos prohibió que habláramos con él, clausuró el proyecto. Pero vamos a reiniciarlo. Quédese por aquí y lo verá. Lo verá antes de lo que ella espera. Entonces sus planes serán historia, puede usted creerme. He venido para advertirlo.
Todd pregunta:
—¿Puede usted decirme dónde está? ¿O cómo hablar con Glass? Seré honesto con usted. No estoy en absoluto de humor para participar en un debate sobre ética posthumana —se está preguntando qué clase de trabajo podría estar desarrollando aquí una supermodelo de la virtualidad. Calistenia brasileña para las tropas quizá, o la presentación de la campaña de publicidad. Todas las bandas rebeldes y todos los grupos de luchadores por la libertad, incluso uno tan pequeño y extraño como el de Glass, especialmente uno tan pequeño y extraño como el de Glass, cuentan con algún material publicitario preparado para descargar. Si ella está aquí para eso, supondrá una diferencia con respecto a las típicas voces serias e impasibles que hablan con un inglés fracturado, como fondo para unas tomas lentas y mal enfocadas camaradas que hacen la instrucción con el rostro cubierto por pañuelos.
Frodo McHale muestra su fea dentadura. Uno de los incisivos está completamente verde.
—Hable y él le oirá. Este lugar es su piel. Su presencia está por todas partes. Ella lo ha hechizado pero él es más sabio de lo que ella cree. Recréese en cuanto le rodea mientras pueda. Muy pronto hablaremos más. Ahora tengo que desaparecer, regresar a nuestro lado de la valla. El exterior, ¿puede usted creerlo después de todo lo que hemos hecho? Pero ella no podrá contenernos para siempre.
Frodo McHale se vuelve y se abre camino a empujones entre la multitud. Todd se aleja en otra dirección, pensando que un pequeño reconocimiento no sería una idea tan mala. Coge una botella de Metaxa y explora una serie de habitaciones abiertas y vacías comunicadas entre sí, todas exquisitamente decoradas, todas deshabitadas. En la esquina de una habitación, encuentra un ordenador sobre un secreter Luis XV. En uno de los frágiles cajones del secreter hay visores y manoplas disponibles.
Todd se conecta y se dirige al conjunto de programas de edición de la red. Se despliega a su alrededor pero todos los cajones están a oscuras, y cuando trata de dejar un mensaje explicando dónde se encuentra, la libreta de notas no responde y el teléfono no funciona. Hace que su parcial salte a otro cajón… el mismo problema. Y lo que es todavía más extraño, el ordenador se niega a dirigirse a ninguna otra parte.
Hay un destello de movimiento y Todd se vuelve y ve al hombre ardiente al otro lado de la habitación. Al principio parece que está ataviado de llamas azules, como si lo hubiesen empapado de brandy y le hubiesen prendido fuego. Entonces Todd se da cuenta de que puede ver a través de esta aparición: el hombre ardiente no es más que un montón de llamas con forma humana. Está inmóvil, mira a Todd.
Todd ordena a su parcial que recorra los programas de edición, pero el hombre ardiente ya ha desaparecido. Se quita el visor y las manoplas y las deja caer sobre una papelera que imita la pata de un elefante. La habitación está sumida en una oscuridad incompleta. El ruido de la fiesta como el oleaje en la distancia. Máscaras africanas en las paredes, pieles de león sobre los alargados sofás. Alfombras de piel falsa de cebra. Por lo menos él supone que son falsas, pero con estos viejos uno nunca puede estar seguro. Algunos llevaban abrigos de pieles en su día. Se toma un largo trago de Metaxa y se estremece. Está perdido en esta tierra extraña y parece que el siguiente movimiento le corresponde a su anfitrión.