7

Los Enfurecidos

Cuando Alex despierta, la luz se está desvaneciendo y el aire empieza a enfriarse. Están a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, en lo alto de las montañas inmemoriales de lo que una vez se llamó Iliria, y las noches estivales son frías. Alex consulta su reloj, dos líneas y un simple punto generados por un chip implantado bajo la piel de su muñeca. Los efectos del gas narcótico deberían de haberse disipado hace casi una hora, tiempo más que suficiente para que los guardias de Glass hayan seguido el camino hasta el santuario. Siente una cierta mengua en la presión. No están allí. Posiblemente tomaron el jeep y huyeron. Empieza a pensar que es posible que la cosa haya funcionado.

No hay señal de Katrina, pero eso no preocupa a Alex. Ella puede cuidar de sí misma. La señora Powell está sentada con la espalda apoyada contra los restos bajos de un muro mientras habla suavemente con su guía de viajes. El difractómetro láser hace tictac a sus pies, lanzando en rápida sucesión un haz de luz roja a cada una de las varillas. Cuando Alex se agita, levanta la mirada hacia él y le dice que el santuario está completamente empapado de energía.

—Pero es tan tranquilo… Nada ha perturbado este lugar desde hace mucho tiempo.

Alex va a la fuente para lavarse la cara y es entonces cuando el hada sale de detrás de un antiguo muro en ruinas.

Es Primeros Rayos del Nuevo Sol Naciente, alegre como de costumbre. Lleva una chaqueta nueva, una prenda de camuflaje acortada con bolsillos de cremallera y manchas deslizantes de color verde y pardo que cambian constantemente de forma. Brilla con docenas de talismanes y lleva una pistola de gran calibre en el pantalón.

—Mucho tiempo sin verte —dice Ray.

Alex le tiende la mano y Ray le da una palmada. Las afiladas uñas del elfo le arañan la palma.

Ray dice:

—Te has librado de esos tíos. Sabía que lo harías.

—¿Eran hombres de Glass?

—Eso debes averiguarlo tú, gran hombre.

—Quizá debería haber ido contigo.

—Tenía cosas que hacer.

—¿Qué tal tu viaje?

Ray se encoge de hombros, dejando que sus talismanes tintineen al unísono de forma discordante.

—Los lobos me persiguen durante un día, hace dos. Me subí a un árbol. No es problema. Me meo en sus caras y huyen.

—¿De veras?

Ray sonríe y muestra su afilada dentadura.

—Son lobos licántropos, gran hombre. Lobos con cuerpos humanos e impulsos militares. Los roció con algo que se carga sus chips.

—Son los humanos de verdad a los que deberías temer —Alex se arrodilla y se moja la cara con el agua fría que se escurre por la resbaladiza superficie de la roca.

Ray señala:

—Te estás arriesgando, gran hombre. A que sea una fuente sagrada.

—La fuente sagrada desapareció hace mucho tiempo. Un terremoto la enterró y otro terremoto abrió ésta algún tiempo después.

—Aquí todo es sagrado porque esto es tierra sagrada. Deberías tener cuidado —Ray enseña los dientes. Todos tienen el mismo tamaño y están muy afilados. No ha perdido ni un ápice de su malicioso y travieso sentido del humor—. ¿Quién es la vieja? ¿El sacrificio? La veo de vez en cuando dando vueltas por los bosques de Gjirokastra. Tuve que espantar a un troll que se disponía a comérsela.

—Cree en las hadas. Le encantará conocerte, pero no dejes que se te suba a la cabeza. ¿Cómo estás, Ray? En París no pudimos despedirnos de forma adecuada.

—Te engañe allí —dice Ray, sonriendo.

—Y que lo digas. Utilizaste a cada bando contra el otro.

—Yo también fui engañado. Ella me utiliza como yo te utilizo a ti. Me utiliza y me escapo. Ella nos convierte a todos en esclavos, si puede.

Hay una pregunta que Alex quiere formular desesperadamente pero éste no es el momento de hacerlo. Si ahora le pregunta por Milena, Ray mentirá o hará un chiste. Con su fuerte instinto de supervivencia y su frágil sentido del yo, las hadas pueden ser presa de la cólera o del miedo con muy poca provocación. Su consciencia no es en modo alguno equivalente a la de los humanos. Es una realidad vulnerable, erigida con personalidades parciales, generada por chips implantados que interactúan a lo largo de una red neural de alta conectividad. Su memoria no es distribuida, sino discreta y lineal: la alargada cadena llena de nudos que Ray lleva alrededor de la muñeca es una representación externa de los recuerdos integrados que dotan de solidez a sus yoes. Es como su línea de vida. Las hadas pueden utilizar vastas cantidades de potencia de procesamiento pero carecen de la perspicacia instantánea de los humanos, a quienes consideran criaturas perturbadoramente caprichosas y privadas de límites.

—Bueno —dice Alex en vez de formular su pregunta—, aquí estamos, juntos de nuevo.

—Sabía que morderías el anzuelo, gran hombre —una de las grandes orejas puntiagudas de Ray tiembla—. Ella viene —dice y desaparece corriendo.

Un momento después se oye un grito tenue y sofocado. La señora Powell ha visto su primera hada salvaje. Cuando Alex sigue a Ray por las ruinas, descubre a la señora Powell, sentada y en silencio, mientras mira a Ray con las dos manos sobre la boca. El libro yace a sus pies como un pájaro herido, hablando para sí mismo en un enmarañado susurro.

Katrina aparece entre los árboles, al otro lado de la capilla en ruinas. Lleva sobre los hombros un cerdito de vello erizado, al que le falta la mayor parte de la cabeza. No parece sorprendida de ver a Ray. Deja el cuerpo sobre la hierba y dice.

—Este cabronazo de piel azul se piró cuando llegó el momento de cargar con esto.

Ray dice:

—Sin mí nunca lo coges —pasea por la hierba, mira por encima del hombro a Katrina y se ríe—. Tienes los pies pesados.

—Lo que tengo es una pistola Glock semiautomática inteligente que dispara cien proyectiles Glaser por minuto. Ella hizo el trabajo, no tu estúpido rastreo ni el cañón ese que llevas en la chaqueta.

—Ésta es una buena arma —dice Alex mientras la empuña.

—Asegúrate de que tiene el puto seguro puesto —dice Katrina.

Alex dice:

—¿Qué clase de arma es, Ray?

—Una buena pistola americana. Una Colt Python calibre 357. Mira.

Ray la muestra orgullosamente. El cañón está decorado con las intrincadas formas entópticas hundidas sobre sí mismas que suelen utilizar las hadas.

Ray dice:

—Dispara balas mágicas.

—Será mejor que lo haga —dice Katrina—, porque tú no le acertarías a nada.

—Ella le vuela la cabeza al cerdo —le cuenta Ray a Alex—. Lo sangramos para que ella pueda transportarlo. No es manera de cazar. Los elfos persiguen a los ciervos y se beben su sangre hasta que se desploman de fatiga. Eso sí es cazar. Cazar a personas es lo más divertido pero de eso no os cuento nada. Quizá os cace algún día.

—Muérdete la lengua y desángrate —le dice Katrina.

—No te preocupes, te mato deprisa si llegamos a eso —dice Ray—. Pero tú no corres peligro, gran hombre. Tu sangre sabe a vinagre y a pis y nadie quiere bebérsela.

—Puede que tengas que bebértela de todos modos —dice Alex.

—Lo sé. Mejor que comas mucho azúcar para endulzarla.

Este chiste no esconde la profunda incomodidad de Ray. Las hadas beben la sangre de otras hadas durante las relaciones sexuales, cuando intercambian variedades de fembots, o después de una pelea, cuando el vencedor toma parte de la del perdedor. Beberse la sangre de Alex podría llegar a ser necesario, pero incluso así seguiría siendo una profunda perversión.

La señora Powell logra ponerse en pie y dice:

—Debe usted presentarnos, señor Sharkey.

—Oh, por supuesto. Señora Powell, éste es Primeros Rayos del Nuevo Sol Naciente. Ray, aparta esa pistola y saluda a la señora Powell. Es posible que luego, cuando tengamos tiempo, la señora Powell tenga muchas preguntas que hacerte.

Katrina dice:

—Con suerte, no tendremos tiempo.

Alex dice al elfo:

—Entonces, ¿vendrán a buscarnos?

Ray sonríe. Está disfrutando con esto.

—Puede que pronto. Puede que no.

Katrina empieza a desollar el cerdito. Alex le dice a la señora Powell:

—Deberíamos reunir leña.

Una vez que se han alejado lo suficiente por el camino como para que ni siquiera Ray pueda oírlos, añade:

—Ray no es como la mayoría de los elfos.

—No tiene que disculparse —dice la señora Powell.

—Es una advertencia, no una disculpa. Ray es un coqueto. Un pedazo de mierda con un tremendo ego al que le gusta ser el espía más chulo del lugar. Salió trasquilado cuando trató de cambiar de bando y ahora está resuelto a borrar esa humillación. Podemos explotar esta actitud para que nos ayude, pero los otros elfos no son tan humanos como él. Ni se le ocurra hacer enfadar a uno. Ray habla de asesinar a seres humanos… y creo que en general no es más que palabrería. Otros elfos lo harían sin pestañear si creyeran que su honor había sido mancillado. El honor es algo muy importante para ellos. Me costó mucho conseguir que accedieran a esto. Tienen que pensar que son más importantes que nosotros.

—Quizá lo sean —dice la señora Powell.

—Pronto oscurecerá, así que será mejor que recojamos algo de leña. Debe haber una ofrenda. Sólo es cuestión de diplomacia. La diplomacia es lo que nos salvará.

Recogen una buena cantidad de leña y la apilan ordenadamente en el interior de un agujero que Katrina ha abierto en la tierra utilizando su cuchillo de caza. Ray trae ramas de romero salvaje. Katrina las introduce en la cavidad torácica del cerdito destripado y luego unta la carcasa con una capa de arcilla.

Una vez que el fuego está bien encendido, la arcilla que recubre al cerdito empieza a cuartearse. Pequeñas estrellas amarillas de grasa se inflaman y estallan en las llamas. Alex vierte un bote entero de feromonas sobre el humo, sólo para asegurarse. El olor de la carne asada le hace la boca agua. Les cuenta a los demás que, en Italia, al cerdo asado con romero se le llama aristo.

—Es una comida funeraria.

—Romero para el recuerdo —dice la señora Powell.

Se sientan a la luz del fuego. Pequeños y voraces insectos revolotean alrededor de sus cabezas. La señora Powell les ofrece un spray repelente. Ray lo huele y estornuda, como un gato. Mientras Alex contempla con aire soñoliento el fuego y mordisquea una barrita de chocolate de emergencia desoladoramente dulce, Katrina escudriña la oscuridad del bosque. Está muy tensa pero finge encontrarse en calma. Alex sabe que no debe decirle nada. En silencio, todos ellos vigilan y esperan.

Por fin, Ray dice:

—Vienen.

Alex oye a los elfos antes de verlos. Se llaman los unos a los otros en la oscuridad. Unas voces agudas se funden en un canto que hiela la sangre:

¡Euan! ¡Euan! ¡Eu-oi-oi-oi!

Katrina se pone en pie de un salto y saca la pistola ametralladora. Alex le dice que la guarde. Ella titubea un instante antes de volver a esconderla en la chaqueta. Le dice a Ray:

—Cabrón. No nos dijiste que eran los Enfurecidos los que iban a venir.

—No lo preguntáis —dice Ray con una sonrisa afilada que muestra toda su dentadura.

La señora Powell dice:

—Sólo es la canción que cantan los pastores de las colinas cuando están borrachos. Eso es todo.

—Confiemos en que sea así —dice Alex. Está tratando de no mostrar su miedo. Ray le prometió que reuniría a los salvajes y reservados elfos que pueblan esta zona. Los Enfurecidos son algo muy diferente.

—Sin embargo —dice la señora Powell con aire dubitativo—, es una canción muy antigua.

Por vez primera su indomeñable espíritu inquisitivo parece estar debilitándose.

—Los elfos roban lo que necesitan —dice Alex—. Los Enfurecidos son hedonistas que viven sólo para el momento, para el placer. Están en un viaje permanente. Si fueran los seguidores tradicionales de Baco, como el grupo que mató a Orfeo, estarían bebiendo constantemente vino, o cerveza aderezada con hiedra, o Amanita muscaria, dependiendo de la teoría en la que uno crea. Los Enfurecidos se infectan con nanoorganismos que inducen la producción de sustancias químicas sicoactivas en neuronas específicas. De hecho, siento una cierta nostalgia por ese método. Yo…

—Esperamos que hayan oído hablar de nosotros —dice Katrina—. Esperemos que hayan oído hablar de lo que hicimos en Ámsterdam. Si es así, tendremos todo el respeto que queremos.

—Nada de muertes —le dice Alex—. Lo prometiste. Si hay muertes todo se irá al garete.

—No sabía que iba a ocurrir esta mierda —sisea Katrina—. Este cabrón nos ha jodido y nos ha vendido. Por segunda vez.

Katrina incurre en esta clase de jerga de tía dura cuando está nerviosa. Aprendió a hablar inglés en los juegos de tiroteos virtuales. La luz del fuego favorece a su rostro. Parece joven y fiera y alerta, una princesa guerrera de leyenda vestida con una chaqueta de cuero negro, botas de motorista, polainas negras. Lo único que le falta es un par de gafas de espejo.

Ray dice:

—Siempre te engaño.

—Esta vez te has engañado a ti mismo —dice Katrina—. Los Enfurecidos no nos servirán de nada en este asunto. ¿Dónde están los otros elfos? Incluso dos o tres serían mejores que esa banda.

—Éste es un asunto de los elfos —dice Ray, enseñando los dientes—. Nosotros decidimos.

Lentamente, algunas figuras empiezan a hacerse visibles entre las titilantes sombras de los extremos de la luz de la fogata. La señora Powell mira a su alrededor mientras las agudas voces de los elfos se alzan, primero desde un lado del claro y luego desde el otro. Katrina observa a Ray con una mirada rencorosa. Alex mira hacia delante, el corazón le late a toda prisa. Le tiemblan las manos. No puede conseguir que dejen de hacerlo y finalmente las posa sobre sus gruesos muslos.

Aparecen y desaparecen rostros en la vacilante oscuridad. Afilados rostros de zorros, rostros chatos de cerdos, los alargados y tristes rostros de caballos. Los elfos vienen enmascarados y, la mayoría de ellos, desnudos. Los verdaderos elfos desdeñan la ropa como una afectación humana aunque algunos de ellos llevan pieles de animales, echadas sobre los hombros y anudadas alrededor de las caderas. Algunos se decoran con hojas de romero los largos cabellos. Algunos se cubren la piel azulada con manchas rojas. La savia de romero y la orina hacen un tinte de color laca. Las manchas parecen negras a la luz de la fogata.

Memes, piensa Alex. Milena las enterró profundamente pero en las circunstancias apropiadas siempre emergen a la luz. Estos elfos no son tan salvajes ni tan libres como creen. Los fembots psicoactivos liberan las viejas historias enterradas en el interior de sus cabezas.

Uno de los elfos, cubierto con una trágica máscara humana, lleva consigo a un osezno tan joven que apenas ha debido de abrir los ojos. Se yergue delante de los humanos y los observa mientras sus hermanos avanzan lentamente hacia el fuego y el cerdo asado.

Katrina desliza la mano al interior de la chaqueta de cuero y Alex susurra:

—Calma.

En un arrebato súbito, los elfos arrancan el cerdo del fuego, rompen la carcasa de arcilla, lo desmiembran con los cuchillos y se retiran para devorar las partes que han conseguido. En la oscuridad algo grande se adelanta. Es un pequeño mamut, no mucho mayor que un caballo pero de constitución más sólida y cubierto con un tupido y largo pelaje rojo. Entre los colmillos curvos recubiertos de acero, la trompa se agita de un lado a otro, olisqueando el aire. Transporta sobre el lomo una plataforma de madera sobre la que descansa un asiento tallado en una única pieza de madera.

Alex se pone en pie. La señora Powell ha sacado su cámara pero uno de los elfos se la arrebata. Los demás observan a través de sus máscaras mientras Ray se acerca al mamut y le da unas firmes palmadas en la trompa. La criatura se arrodilla y la levanta por encima de su ovalada cabeza. Ray se vuelve y les dice a los humanos con aire triunfante:

—¡Ha llegado la hora!