Cruce de frontera
El comandante del equipo médico de auxilio no parece demasiado contento al ver a Alex, solo bajo la helada luz de las últimas horas de la noche, en el exterior del hotel. Cuando los dos jeeps llegan y Alex se adelanta para reunirse con ellos, el comandante recorre con la mirada la desierta plaza y pregunta severamente:
—¿Dónde está la mujer?
Eso es algo que a Alex le gustaría saber. Katrina y él tuvieron otra fuerte pelea la pasada noche, pero al final ella accedió a venir.
—Por ahora —dijo—. Pero como esos cabrones empiecen a hacer el idiota, se acabó.
—En este momento ésa es la menor de nuestras preocupaciones.
—Yo me ocuparé de ese supuesto equipo médico. Pero aunque no lo haga, lo peor es que nos van a llevar con Glass y tu preciosa dama oscura.
—Sí, pero no quiero ir con las manos vacías. Ray dice que necesita nuestra ayuda, no la de ella, y yo le creo.
—Ese pequeño bastardo. Nos vendió en París y volverá a hacerlo.
—Las cosas han cambiado —dijo Alex, pero Katrina no estaba convencida. Se marchó dos horas antes de la salida del sol y ahora el equipo médico se encuentra aquí y ella no.
Alex le dice al comandante:
—Ha tenido que irse a hacer un pequeño recado. Se reunirá con nosotros más tarde, estoy seguro.
—Eso no era lo acordado.
—Bueno, siempre pueden marcharse sin mí.
—Por supuesto que no. ¿Ése es todo su equipaje?
Alex ha traído su ordenador y un pequeño petate. Deja que uno de los hombres se haga cargo de sus cosas y luego, con dificultad, sube al jeep y se sienta junto al comandante.
Toman la carretera de Kakavia. Katrina los está esperando un kilómetro después del pueblo, sentada entre la maleza seca que hay a los lados de la carretera y en sentido contrario al viento, que sopla desde una horca de la que cuelga el cadáver de un hada picoteado por los cuervos. El señor Avramites no está con ella. Alex tiene un mal presentimiento, pero ahora no es el momento de preguntar.
Los dos jeeps del equipo médico de socorro son modelos semi-inteligentes equipados con ruedas de tejido graso que se adaptan perfectamente a los irregulares contornos de la destrozada carretera conforme se adentra en el paso. El pequeño convoy avanza a una velocidad constante de cincuenta kilómetros por hora, dejando tras de sí una estela de polvo. El sol cae a plomo desde un cielo color blanco. Alex, con la parte trasera de la camisa empapada de sudor, está contento de llevar su sombrero negro. Detrás de él, Katrina esta tendida en el estrecho compartimiento trasero del jeep, fingiendo dormir y esperando a que llegue su momento.
El comandante del equipo médico es un joven musculoso de espalda recta, con un fino bigote pulcramente recortado y un inglés pasable que hace acto de presencia de tanto en cuanto. Alex le habla del tiempo que pasó prisionero en Macedonia y él se encoge de hombros y dice que por allí la gente está loca.
—Aseguran que han vivido allí durante tres mil años y podría ser cierto. Unos hombres como ésos podrían haber luchado con los espartanos, créame. Son como lobos.
—Porque saben que la luna corre delante del sol —dice Alex:
El comandante finge no comprender. Mantiene la mirada fija en la carretera mientras suda en el interior de su camisa de innumerables bolsillos y se atusa el bigote con un dedo. Los otros cinco miembros del equipo, todos hombres, llevan pantalones de camuflaje y camisetas blancas. Igualmente podrían vestir de uniforme. Alex se pregunta cuándo sacarán las armas.
Después de una hora, una pequeña forma negra que zangolotea bajo el calor que se alza desde la carretera aparece frente al pequeño convoy. Conforme la forma se hace más grande, Alex advierte que se trata de la señora Powell, montada de lado en un burro famélico. Lleva una cazadora y pantalones de estameña, y porta una sombrilla de encaje para protegerse del salvaje sol. Mientras el jeep pasa a su lado saluda a Alex, y Katrina despierta cuando éste trata en vano de conseguir que el comandante se detenga.
—Mientras os esperaba pasó por allí —dice Katrina—. Parecía muy feliz.
—Ésta es una zona de bandidos. No podemos dejar que vaya sola por ahí.
—Ustedes son nuestros únicos pasajeros —dice el comandante.
—Uno más no supondría ninguna diferencia —dice Alex, pero el comandante se limita a encogerse de hombros.
El pequeño convoy abandona la carretera y asciende zigzagueando por empinados y crecidos campos de pasto, realizando un largo desvío para evitar la aldea de Kakavia. Las ruinas de la aldea, blancas como huesos, brillan en la distante ladera. Es una guarida de monstruos, dice el comandante. Licántropos, gigantes, mántidos, muchas otras clases de criaturas malvadas. Alex preguntaría más, está profesionalmente interesado en los usos que los insurgentes y las hadas han encontrado para la ingeniería genética y la morfización por fembots, pero el comandante no está dispuesto a hablar sobre ello.
—Comen carne humana —dice, y se lleva el nudillo del pulgar a los labios, el signo de protección contra el mal. Le da a Alex una idea que sabe que a Katrina le gustará.
Cruzan la frontera justo antes del mediodía y regresan a la carreta cerca de los calcinados restos de los viejos puestos fronterizos y edificios de aduanas griegos y albaneses. Medio kilómetro más allá hay un bunker, medio enterrado detrás de un arcén y coronado con un escudo cerámico, como un caparazón de tortuga decolorado. Sobre los árboles que crecen hasta la misma valla de la frontera se alza una torre cubierta de antenas de transmisión de microondas. Unos pocos refugiados acampan allí, y cuando aparcan junto a las puertas de acero varios niños desnudos se reúnen alrededor de los jeeps. Alex le compra un cartón de Coca Cola a una anciana y trata de no prestar atención al puñado de soldados nacionalistas que pasean por los alrededores del bunker. Nadie parece estar al mando. Un soldado mira con desinterés el fajo de tarjetas de identidad que el comandante le entrega; otro abre las puertas; indican a los dos jeeps que pasen.
Hay una nueva carretera a lo largo de la frontera, de malla de fibra de carbono armada en roca vitrificada. Ruge y ruge bajo las anchas ruedas de los jeeps. Los abiertos bosques de robles han sido quemados hasta un centenar de metros a ambos lados; los jeeps se separan, en prevención de una emboscada.
Después de atravesar un estrecho puente que discurre en arco sobre un profundo barranco, los dos jeeps se detienen junto a una amplia extensión de árboles muertos a causa de algún síndrome asociado al Gran Cambio Climático. En el cambio de siglo, antes de que los sistemas climáticos se estabilizasen en un nuevo patrón de inviernos más fríos y húmedos, y veranos más cálidos y secos, llovió casi continuamente durante tres años por toda la costa mediterránea de Europa. Las blancas osamentas de los árboles, privadas hace tiempo de corteza, se yerguen en medio de polvorientos campos de helechos.
Hay un momento de inquietud cuando el comandante saca su pistola. Alex piensa que Katrina podría tratar de quitarle el arma al joven, pero ella permite mansamente que la maniaten con esposas de plástico. El comandante dice que a Alex se le ahorrará esta indignidad y a la mujer se le perdonará la vida si ambos cooperan. Les cuenta más o menos lo que Katrina y él habían supuesto, que el equipo de socorro médico es en realidad parte de las pequeñas fuerzas de seguridad de Glass.
Katrina, hay que reconocérselo, realiza una interpretación creíble. Maldice al comandante y, con las manos esposadas en la espalda, logra ponerse en pie y corre hacia él. Uno de los hombres la hace caer. En medio de las carcajadas de los demás, el comandante le dice:
—Nos han dicho que no le hagamos nada al hombre, pero nada de ti. Estate quieta o te dejo aquí.
Katrina se pone de rodillas. Le sangra la nariz. Dice con voz tensa:
—Me pelearé con cualquiera que tenga los huevos de enfrentarse a mí con las manos desnudas. Si ganamos, dejas que nos marchemos.
—Cállate, Kat —a Alex le hierve la sangre.
—Que te jodan, Sharkey. Les estoy dando a estos idiotas la oportunidad de una pelea justa. Es su problema si se niegan.
—Puede que más tarde juguemos a algo contigo —dice el comandante—. Por el momento, estate quieta. Os daremos algo de comer y algo de beber. Son ocho horas más de viaje, por malas carreteras.
Los guardias de seguridad abren sus raciones. No establecen un perímetro de seguridad, advierte Alex. No son soldados.
La comida es reconstituida pero de buena calidad. Después de darle su parte a Katrina, Alex come por dos, saboreando con especial deleite los pastelillos de miel.
—Dos minutos —dice Katrina.
Hace mucho calor. Los grillos cantan entre los helechos. Algunos de los hombres están echando un sueñecito. El comandante lleva unas video gafas de última generación y manipula el aire con sus manos enguantadas mientras participa en lo que parece ser una conversación unilateral.
Alex tapa las fosas de Katrina con sendos filtros y luego hace lo mismo con las suyas. Se oye un ruido sordo detrás de ellos al estallar el bote de gas. Katrina lo escondió entre los sacos vacíos de tela del compartimiento trasero del primero de los jeeps, y ahora estos sacos, ardiendo algunos de ellos, vuelan por los aires. El comandante da un respingo. Sólo uno de los hombres se encontraba fuera del radio de acción del gas narcótico, pero corre hacia sus caídos compañeros y se desploma. A Alex le pican los ojos a causa del gas. Los filtros le estorban y le cuesta no respirar por la boca.
—Pan comido —dice Katrina mientras Alex abre las esposas con la llave que ha encontrado en el bolsillo de la camisa del comandante. Le quita la cruz que el joven lleva alrededor del cuello y se la cuelga del suyo.
—Considerándolo todo —dice Alex—, no estoy completamente seguro de que eso sea apropiado.
—No pretende ser una señal de lealtad. Puede que me proteja contra los vampiros.
—Eso no es más que mala semiótica —dice Alex.
—Que te jodan, Sharkey. Nunca entiendes los chistes.
Katrina encuentra una pistola ametralladora y destroza el motor de uno de los jeeps. Utilizando el visor y los guantes del ordenador del comandante, se acurruca junto al otro jeep y negocia con él. Alex reúne las armas del resto del equipo, las arroja por el barranco y luego vuelve de costado a los hombres inconscientes para que no se ahoguen si el gas les hace vomitar.
—Deberías meterles un tiro en la cabeza —dice Katrina. No se ha quitado el visor. El jeep no está cooperando.
—No creo que vayan a seguirnos —dice Alex—. No son lo que yo llamaría soldados de verdad. E incluso si deciden hacerlo, hay algo que podemos hacer para asegurarnos de que no llegan muy lejos.
Le cuenta su idea a Katrina y ella sonríe y dice que es la cosa más estúpida que ha oído en toda su vida.
—Ya sabía que te gustaría. Por cierto, ¿qué le hiciste al señor Avramites?
—¿Tú qué crees?
—Ha sido una estupidez, Kat. Deberías pararte a pensar las cosas antes de hacerlas. Ahora no podemos regresar.
—Bien.
—Tenemos que tomar las decisiones entre los dos.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Ese viejo cabrón nos vendió.
—Por supuesto que lo hizo. En una guerra todo el mundo está a la venta. ¿No puedes conseguir que esa cosa te obedezca? El gas no dura para siempre.
—Deberíamos meterles un tiro en la cabeza —vuelve a decir Katrina—. Entonces sabríamos que no iban a seguirnos.
—Pero sus amigos lo harían. Ella quiere encontrarme, Kat. ¿No lo ves?
—Ella quiere meterte en una celda, quitarte de su camino. Si es que todos estos cabrones vienen de su parte. Cosa que no sabemos.
—El comandante dijo que estaba trabajando para Glass.
—Eso no es lo mismo.
—Pero yo tenía razón, ¿no? Cuando lo del Reino Mágico, Morag Gray lo vio. Durante todo el tiempo, ella estuvo escondida a la vista de todos…
—Espera un segundo —dice Katrina—. ¿Quién coño es ésa?
Alguien se está acercando por el puente, Al cabo de un momento, Alex ríe. Es la señora Powell.
—Mierda —dice Katrina—. Dime que no la vamos a llevar con nosotros.
—Debe de haber atravesado el pueblo maldito. No es tan supersticiosa como nuestros amigos.
La señora Powell los saluda y tira vigorosamente de las riendas de la mula, que no varía su cansino trote ni un ápice. A pesar de la sombrilla, el sol ha ornado su carnoso rostro de un color rojo ladrillo. Cuando llega junto a Alex y Katrina, baja la mirada hacia los hombres dormidos y dice:
—Veo que han tenido alguna diferencia de opiniones.
Alex dice, porque siempre ha querido hacerlo:
—Estábamos mal informados.
—Mi difunto marido siempre decía que antes confiaría en un tiburón que en un abogado. Oh, perdóneme usted, señor Sharkey[4]. No pretendía ofenderlo.
—No se preocupe señora Powell.
—Debo decir que el salvoconducto que el señor Avramites me vendió ha funcionado, aunque el soborno fue considerablemente mayor de lo que me habían hecho creer. Me preguntaba si podrían llevarme. Este burro no se acerca demasiado a mi ideal de comodidad.
Katrina dice:
—No vamos a ningún lugar al que usted quiera ir.
—No estaba pensando en ningún destino particular —dice la señora Powell—, de modo que el suyo será tan bueno como el mejor.
Mientras Katrina trabaja en el jeep, Alex comparte lo que queda de la comida de los guardias con la señora Powell. Cree que, a pesar de la fantasiosa fe de la señora Powell en un país de las hadas acogedor, ecológica y políticamente correcto, la mujer cuenta con recursos que pueden resultar útiles. Puede que sea una chica feliz que nunca ha terminado de crecer, pero ha logrado llegar hasta allí. Lo cual, como mínimo, dice mucho sobre su resistencia.
—Usted sabe algo sobre las hadas salvajes —le dice a Alex—. Estoy segura de que es así, señor Sharkey.
—Ésa es la razón de que me encuentre aquí.
—Y yo. Tenemos un interés común. Lo supe en cuanto descubrí quién era usted. Espectro, ¿verdad?
Alex está sorprendido y halagado.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Era una droga muy interesante. Es una lástima que ya nadie se dedique a esa clase de trabajo. Los fembots son tan poco elegantes, ¿no le parece?
—Esta usted tratando de adularme, señora Powell.
—No trato de adular a nadie, señor Sharkey.
Finalmente, Katrina profiere un grito triunfal, da un puñetazo al aire y se quita las manoplas y el visor. Ha vencido al jeep. Su motor cerámico cobra vida con un zumbido; ella desconecta el ordenador y se pone al volante.
Conducen dos kilómetros por la carretera hasta encontrar, como les habían prometido, una pequeña vía lateral que se interna en el bosque. No ha sido utilizada desde hace mucho tiempo y el jeep deja tras de sí un rastro de arbolillos destrozados que hasta un ciego podría seguir. Después de unos tres kilómetros se detienen y descargan su equipaje. El jeep realiza un cuidadoso giro en tres maniobras antes de alejarse a poco más que velocidad de paseo.
Katrina le dice a la señora Powell:
—Llegará con esos idiotas poco antes de la puesta de sol. Me cargué el otro jeep, así que se alegrarán de volver a ver a éste y largarse de esta zona de licántropos antes de que salga la luna.
Echa la cabeza atrás y aúlla.
—No creo que deba usted hacer eso, querida —dice la señora Powell—. No es buena idea burlarse de los Poderes.
Alex dice:
—Me estaba preguntando cómo logró usted atravesar Kakavia. Nuestros amigos no querían ni acercarse a ella.
—Digamos que los Poderes no son caprichosos —le cuenta la señora Powell—. Por lo menos, no durante el día. Durante el día, somos para ellos poco más que sueños.
Katrina dice:
—Ésa es la primera cosa cierta que dice. Por lo que se refiere a los sueños, nosotros también tenemos.
Grapa una pequeña fuente de rayos infrarrojos al tronco de un árbol y fija el sensor y el pequeño proyector a otro árbol situado al otro lado del camino. No tarda ni siquiera un minuto.
Alex le explica a la señora Powell:
—Cualquiera que nos siga hará saltar un holograma. Un pequeño fragmento de una película antigua de terror.
Katrina vuelve a aullar, sólo para molestar a la señora Powell.
A su alrededor, los desperdigados robles se alzan en dirección a la luz del sol de la tarde. Bajo sus tupidas copas hace fresco y reinan las sombras. Sus mohosas raíces se enroscan alrededor de rocas salpicadas de líquenes. El aullido de Katrina ha sido absolutamente absorbido por al intenso silencio de los árboles que beben luz de sol y exhalan agua y oxígeno.
Entonces, tenue, lejanamente, otro aullido se alza en respuesta.
La señora Powell se estremece. Katrina sonríe y sacude la pequeña cruz de plata que le quitó al comandante.
La señora Powell dice:
—No creo que eso sirva de mucho. Los Poderes son mucho más antiguos que nosotros, después de todo. ¿Me equivoco al pensar que hemos perturbado a un licántropo?
—Como usted dijo, sólo salen de noche —Katrina da unas palmaditas sobre la culata de la pistola ametralladora que les quitó a los falsos médicos—. Además, estoy mejor armada.
—No necesariamente —dice la señora Powell—. Creo que han estado consiguiendo armas de los musulmanes. Cuando estaba viviendo en los bosques vi muchas cosas. Una vez vi un troll…
—Los trolls no son nada —dice Katrina—. Sufren a causa de sus articulaciones soldadas y son tan estúpidos como un montón de piedras por culpa de los desequilibrios hormonales.
—Éste estaba armado con un lanzagranadas, querida. Uno automático, de esos que tienen el cargador grande.
Tardan dos horas en recorrer el resto del camino. La señora Powell sigue el firme e inmisericorde paso de Katrina con más facilidad que Alex. La vereda cubierta de maleza se interna en un valle estrecho y describe un acusado giro alrededor de un afloramiento, y entonces una de las laderas del valle desaparece.
La señora Powell da una palmada con deleite infantil.
La capilla en ruinas se yergue en medio de una especie de arboleda. Apenas es una línea de pilares truncados y desgastados por el tiempo y los restos de un muro de piedras toscas, sin mortero, que apenas llega a la altura de las rodillas y está cubierto de malas hierbas. La hierba que hay entre los muros no ha crecido demasiado gracias a la acción de los conejos, pero el suelo de mosaico blanco y negro por el que la iglesia es famosa (aunque ningún turista se ha atrevido a visitarla desde el fin de siglo) está ahora cubierto de plantas trepadoras. A un lado una pared de roca desnuda, y al otro una ladera cubierta de árboles que desciende abruptamente.
Mientras entran en las ruinas, algo se aleja a toda prisa desde el extremo más alejado de la línea de pilares. Alex entrevé al ciervo blanco mientras atraviesa de un salto una franja de luz de sol: al instante ha desaparecido. Katrina suelta su mochila pero Alex le dice que lo deje ir.
—Podría ser uno de los suyos. Recuerda lo que le ocurrió a Acteón.
—Trato de no pensar en toda esa mierda —dice Katrina—. En cualquier caso, vamos a necesitar alguna clase de sacrificio. El cabroncete disfrutó mucho dándome las instrucciones precisas.
La señora Powell la mira fijamente pero no dice nada.
—No es más que un presente de buena voluntad —le dice Alex antes de tomar asiento en una gran piedra.
La caminata lo ha dejado sin aliento y empapado de sudor. Hay sudor en su pelo y sus cejas, y no puede dejar de pestañear para impedir que se le metan en los ojos las perlas de sudor que se acumulan en sus párpados. Siente una fatiga acuosa en las rodillas y los latidos de su corazón detrás de los ojos. Es demasiado viejo y está demasiado gordo para esta clase de aventura. El fibroso e hiperactivo Max debería estar aquí, mientras Alex asiste a todo desde la Web. Sólo que Max nunca accedería a modificar su sistema inmunitario. A pesar del fingido desinterés que muestran por sus cuerpos, la carne que encadena y aprisiona sus mentes, los piratas informáticos se muestran asombrosamente remilgados a la hora de someterse a la ingeniería genética.
Katrina dice:
—Hay muchos ciervos por aquí, a pesar de la guerra. O quizá a causa de ella, porque ahora los hombres cazan hombres en vez de animales. También hay jabalís y gamuzas. Conseguiré todo cuanto necesitamos.
—Quizá deberíamos haber traído mi burro —dice la señora Powell—. Aunque creo que sería demasiado duro hasta para un licántropo.
—Vamos a necesitar algo —dice Alex—, y será mejor que sea mayor que un conejo.
—Lo que tú digas, jefe —dice Katrina y al instante está bajando la ladera a toda velocidad.
La señora Powell se quita el sombrero de paja y se limpia de forma teatral la frente con un pañuelo blanco.
—Me alegro de que me hayan traído con ustedes —dice—. Puedo serles muy útil.
—Es posible —dice Alex.
—Voy a recorrer el lugar —dice la señora Powell, y empieza a pasear despreocupadamente entre las piedras cubiertas de maleza ojeando su guía de viajes de bolsillo.
Alex se fuma un pitillo mientras deja que la anciana descubra los restos del altar y la fuente que brota del pequeño acantilado contra el que se apoya la capilla. Se tiende sobre la fresca hierba bañada por el sol y despierta con el regreso de la señora Powell.
—Mi guía dice que este lugar estaba consagrado a Asklepios, el dios ilirio de la ciudad costera de Butrini —dice la señora Powell—. Es una ciudad preciosa, señor Sharkey. Debería usted visitarla. Yo estuve allí para protestar por el uso de mano de obra esclava en los puertos.
Alex enciende un cigarrillo y dice:
—La admiro, señora Powell.
—Antes eran criaturas inteligentes. Los carniceros de Butrini vuelven a convertir a las hadas en muñecas. O en algo peor que muñecas, porque no viven demasiado y sufren terriblemente. ¿Qué otra cosa podía hacer en conciencia?
Alex dice:
—¿Qué tiene Butrini que ver con la aldea?
La señora Powell dice:
—Butrini fue una colonia romana y, hace unos dos mil años, este lugar era un puesto-avanzado de esa colonia. Tienen exactamente las mismas vibraciones, ¿sabe usted? Las vibraciones perviven si nadie las perturba. Aquí son tenues pero resultan absolutamente inconfundibles.
—Antes de eso estaba consagrado a la diosa triple —dice Alex—. Encontrará una arboleda de laureles consagrados a Dafne algo más allá.
—Le interesa la historia antigua —la señora Powell espanta las moscas que revolotean a su alrededor—. En estos tiempos eso es raro.
Alex está encantado de poder mostrar los resultados de su investigación.
—Su verdadero nombre era Daphoene, la sangrienta. Se supone que las Ménadas, sus sacerdotisas, masticaban hojas de laurel para sumirse en un frenesí orgiástico. En África la llaman Ngme. En Libia, Neith. También es Hécate, la Diosa Blanca de Pelion en la obra de Graves, la Belle sans Merci de Keats y Mab, la Reina de las Hadas de Thomas de Inglaterra. Apolo trató de violarla, y cuando ella se convirtió en un laurel él se hizo una guirnalda con sus hojas como consuelo. Nosotros todavía la recordamos, cada cuatro años; pero quizá hemos olvidado que nunca murió —mira a la señora Powell—. Creo que vamos a encontrarnos con alguien que muy pronto podrá reclamar su lugar.
—Lo sabía —dice la señora Powell—. Debo decir que es usted una incógnita para mí, señor Sharkey. ¿A quién espera encontrar aquí en realidad? Nunca me lo ha dicho.
Alex dice:
—La gente con la que cruzamos la frontera estaba ansiosa por continuar el viaje. Los humanos sólo gobiernan este lugar durante el día. Ésta es una tierra de nadie, literalmente.
—Muy peligrosa —dice la señora Powell—. O eso me han dicho. El señor Avramites mencionó que estaba usted interesado en la Cruzada de los Niños.
—El señor Avramites mencionó demasiadas cosas para su propio interés.
—Entre ellas que a la Cruzada de los Niños no se le permitirá atravesar la frontera.
—Oh, claro que sí. Ése es el problema. Cruzará la frontera albanesa y entrará en zona neutral, pero si no estoy equivocado, no sobrevivirá para entrar en Grecia. Por eso tenemos que encontrarla. Creo que la novia de Glass quiere algo de ella, y de este modo ella y yo tendremos la oportunidad de negociar.
La señora Powell dice, con una perspicacia que sorprende a Alex:
—Entonces todo esto tiene que ver con la mujer a la que conoció hace tanto tiempo. Quizá quiera hablarme sobre ella. Le veo como el perfecto caballero galante, en busca de su amor de juventud perdido.
Alex sonríe. Es feliz aquí, en medio de las ruinas apacibles e inmemoriales. Acaba de darse cuenta de ello.
Dice:
—¿Quién es? Quiere que se piense en ella como en una descendiente directa de Daphoene, la cazadora de la luna, la diosa triple del aire, la tierra y las aguas secretas de la muerte. Resulta simbólico que estas piedras fueran erigidas en triunfo por hombres sobre un lugar consagrado originalmente a las mujeres. Ellos derribaron los santuarios de la diosa, mataron a sus pitones y engancharon a sus carros de guerra sus caballos sagrados. Talaron también las arboledas de laurel, pero el laurel ha regresado.
—Oh, sí —murmura la señora Powell con los ojos medio cerrados—. Eso es muy cierto.
Alex dice, ahora inmerso por completo en su relato:
—La Edad de la Razón fue un golpe casi fatal para la diosa triple, pero su ocaso es para ella un nuevo comienzo. Porque el último siglo ha presenciado el derrocamiento del Dios patriarcal, instalado en el trono de Zeus que antaño fue el de ella. En Occidente, la Edad de la Teocracia estaba ya en declive cuando, en nuestro país, Cromwell abolió por la fuerza las ceremonias que ocultaban el rostro de Dios al hombre común. Él no podía saber que la Edad de la Razón, en la que correspondía a cada hombre la lectura e interpretación de las Escrituras, traería también consigo la idea de la muerte de Dios. El dios de la ciencia y la razón, Apolo, fue alzado en Su lugar y a ambos lados de Apolo se encontraban Plutón y Mercurio. Cuando era joven yo reverenciaba a Apolo y a Mercurio, pero ahora es Plutón el que está en auge. Plutón, el codicioso, dios de los viejos y las viejas, dios de todos aquellos que se ocultan en las arcologías y en la virtualidad, celosos de los jóvenes, negándose a la muerte porque significaría perder todo cuanto han acumulado. Pero yo creo que Apolo se cobrará su venganza. El último esfuerzo de la tecnología engendró a las muñecas, esclavas sin alma, animales semejantes al hombre. La mujer a la que estoy buscando, aunque por entonces no era más que una niña pequeña loca e inteligente, las hizo evolucionar, les dio almas. Y creo que ahora quiere que la veneren. Cree que es la reencarnación de la triple diosa. En los países católicos nunca terminó de desaparecer, porque el culto de María era en realidad su propio culto diluido. Los cruzados trajeron a Inglaterra una versión de esta historia, aunque María se transformó rápidamente en Marian, la compañera de Robin Hood. Ella está esperando, una semilla plantada en tierra amarga.
—Algunos de nosotros nunca perdimos la fe —dice la señora Powell.
—Por supuesto. Al final del siglo XX se creyó que había nacido una nueva diosa: Caía, la misma Tierra. Pero Gaia es el mundo, no el significado del mundo. Gaia existió antes que nosotros y seguirá existiendo después de que desaparezcamos. No necesita adoración porque ya formamos parte de ella. Fue la diosa triple la que intercedió por nosotros delante de Gaia. Fue ella quien organizó las vidas de nuestros antepasados. Sin ella no había sacrificios a los dioses temporales; sin ella no había estaciones, ni cosechas. Y está aquí de nuevo, encarnada como la autoproclamada reina de las hadas. Ella me marcó, ¿sabe? Hace mucho tiempo, cuando estaba creando la primera hada. Desde entonces he estado tratando de comprender. Creo que ahora empiezo a hacerlo. Creo que sé lo que ella pretende y no me gusta, ni me gusta la manera en que pretende alcanzarlo. Creo que la Cruzada de los Niños fue un primer paso. Una prueba para comprobar si podía extender una meme religiosa. Pero ella no es dueña de las hadas. Han crecido y han escapado a su control. Vuelven a existir cosas extrañas y no sólo a causa de la guerra, sino porque pueden hacerlo. Las hadas pueden rehacer las cosas a voluntad. Pueden controlar directamente los fembots que corren por sus venas. Creo que Glass quiere utilizar esa habilidad para sus propios fines, y por eso ha ofrecido santuario a la Cruzada de los Niños. Pero no creo que deba hacerlo. No creo que tenga derecho a hacerlo.
La señora Powell dice:
—La verdad es que tenemos mucho en común.
Alex dice:
—No. Usted cree que es la verdad literal. Yo creo que es una metáfora con la que mi oscura dama ha estado jugando. Ahora ha perdido el control y ha reclutado la ayuda de ese tecnócrata.
—¿Y pretende usted hacerle la guerra a la Cruzada de los Niños por sí solo? Nada me gustaría más que poder ayudarlo. La existencia de la Cruzada se utiliza como excusa para justificar la persecución y destrucción de las hadas.
—Yo sólo quiero desperdigar la Cruzada, no destruirla. El componente humano no es importante. Lo importante es lo que cambió a la gente. Cuento con ayuda. Por eso estamos aquí. Pero quizá también usted pueda ayudar.
La señora Powell dice:
—Creo que he visto algo. Nos estaba observando desde detrás de esos pilares.
Alex mira cuidadosamente, pero la luz que se cuela por entre las tupidas copas de los robles lo deslumbra. Le dice a la señora Powell que tiene mejor vista que él.
—Hace cinco años adquirí unas córneas nuevas en el mercado gris —dice la señora Powell—. Teniendo en cuenta lo que pagué por ellas, no debería ver cosas que no están allí.
Ha estado observando con la mirada entornada la línea de pilares que se alzan bajo la luz del sol entre las paredes de piedra cubiertas de vegetación. Ahora se vuelve hacia Alex y dice:
—Si ella quiere ser la reina de las hadas, ¿qué es usted, señor Sharkey?
—Una vez me llamó Merlín, hace tiempo. Entonces éramos mucho más jóvenes, pero quizá hubiera algo de verdad en ello. Bien, pues si yo soy Merlín, ella es Nimue. Le he entregado mis secretos y ella me ha dejado enterrado en la caverna de mi cráneo. Supongo que he venido hasta aquí para ser liberado, pero no sin dones o aliados. Estoy completamente decidido a sobrevivir a todo esto, pero será peligroso.
—Está tratando de decirme que puedo marcharme, pero resulta muy emocionante encontrarse aquí, señor Sharkey. Haré todo lo que pueda. Creo que empiezo a percibir este lugar con claridad. Está completamente henchido de energía.
Alex saca su ordenador y, mientas extiende su antena de ferrita, se come una tableta de chocolate y se fuma otro cigarrillo. Luego envía un mensaje a Max, para confirmarle que todo va bien y comprueba los progresos de la Cruzada de los Niños. Está exactamente donde esperaba, justo al norte de Corodova, a no más de dos días de marcha forzada de la frontera. Ahora sólo puede continuar por un camino, siguiendo el valle de Vjoses hacia la aldea abandonada de Leskoviku y luego a través de las agrestes Montañas Grammos. Katrina estará decepcionada: Ray estaba diciendo la verdad.
La señora Powell se está tomando su tiempo para colocar en el suelo una serie de alambres doblados en la parte alta, de los que penden cordeles con lágrimas de cristal al otro lado, y ajustar un difractómetro láser para medir los movimientos de los cristales. Bajo la cálida luz de sol del final de la tarde, Alex dormita y sueña con Milena tal como fue una vez, aunque la está persiguiendo a través de las ruinas del Reino Mágico, seguido muy de cerca por hadas de piel azul y ojos rojos. Es un sueño tonto, trivial, pero su urgencia claustrofóbica es perfectamente real. Se les está acabando el tiempo.