Problemas en Tirana
Mientras Todd Hart está esperando en las escaleras del Holiday Inn a que aparezca su contacto, presencia un asesinato en el mercado de coches usados del lado oeste de la Plaza Skandenberg. Todd no está buscando problemas. Acaba de afeitarse y cortarse el pelo en la peluquería del hotel y lleva unos pantalones cortos de lino perfectamente planchados y una camiseta blanca. Se cuelga sobre el hombro la chaqueta de piel de tiburón faux, iridiscente gracias al millón de diminutas escamas tejidas por fembots, y que guarda su libreta de notas electrónica en un bolsillo; se calza el salacot con la banda de piel de tigre, igualmente faux, en ángulo agudo sobre la cabeza. Se siente terriblemente guapo. Incluso se ha tomado una dosis de Serenidad en su habitación y le está sentando maravillosamente; ni siquiera le preocupa que su contacto se retrase.
Acaba de empezar la tarde. La gente pasea por la gran plaza bajo el agradable frescor. A la sombra del ruinoso Palacio de Cultura hay media docena de cafés al aire libre y sus radios emiten una mezcla de melodías de polka, ópera y pop Thai. Alrededor del pedestal en el que antaño descansara una colosal estatua del viejo dictador, los vendedores ambulantes ofrecen acceso de banda ancha a la Web, alquileres de teléfonos móviles, sherbet helado, limonada y cigarrillos. Los cambistas de moneda están haciendo su agosto: muchos albaneses albergan el sueño de hacer una fortuna jugando de forma juiciosa en los mercados internacionales del dinero.
Desde la posición ventajosa en la que se encuentra, Todd ve aparecer a alguien corriendo desde las filas de destartalados Mercedes y Peugeots aparcados al otro lado de la plaza. El hombre corre en un zigzag desesperado y errático, agitando los brazos como si tratara de espantar algo. La gente se desperdiga: saben que va a ocurrir algo. El hombre es el objetivo de un abejorro, un pequeño misil auto-impulsado que sigue a su presa por el olfato. Todos los periodistas extranjeros toman cada día píldoras que alteran el contenido en feromonas de su sudor; un abejorro puede ser cebado con un calcetín viejo o con un periódico abandonado por descuido. Son máquinas asesinas implacables. Los dos bandos de esta guerra civil los utilizan, así como los señores del hampa que gobiernan el mercado negro.
El hombre se para y empieza a arrancarse la camisa… y entonces se produce un estallido y cae de espaldas y se queda inmóvil.
—Otra deuda pagada —dice Eduard Marku.
Marku debe de haber llegado al mismo tiempo que el abejorro alcanzaba a su víctima. No es una coincidencia demasiado tranquilizadora. Es un hombre lánguido y sardónico que ronda la cincuentena. Como de costumbre, viste un arrugado traje negro y fuma sin descanso Camel italianos: una señal de que tiene contactos, porque los Camel, los cigarrillos favoritos de los albaneses, no pueden encontrarse ni siquiera en el mercado negro. Todd lo conoció hace tres años. Al igual que la ciudad, Marku se ha ido volviendo cada vez más amargado, hosco y despreocupado por las amenazas. Todd recuerda cuando Tirana era una ciudad abierta que daba la bienvenida a los visitantes. Los policías te estrechaban la mano cuando se enteraban de que eras un periodista; te invitaban a sus casas. Ahora merodean por todas partes en grupos de tres o cuatro, hostigando a los transeúntes, arrestando a los periodistas y dejándolos ir al cabo de unas pocas horas con el consejo vagamente amenazante de que, como extranjeros que son, tengan especial cuidado por las calles.
Por aquel entonces, Marku trabajaba para el servicio de información del gobierno. Fue a prisión cuando aquel gobierno cayó y fue liberado en la amnistía para los presos políticos que se declaró con motivo del primer aniversario del actual régimen (el Presidente fue hace tiempo consejero ejecutivo de la MTV y hay que concederle, cuando menos, que los gestos y la retórica se le dan bien). No es un informador ni fiable ni especialmente digno de confianza, pero a Todd le gustan su estilo y su sentido de lo macabro.
Cuando Todd regresó a Tirana, Marku le dijo que apenas hacía una semana un hombre había sido asesinado a navajazos en el vestíbulo del hotel. Fue una venganza: cuarenta años atrás, en una aldea del norte, el padre de la víctima había matado al prometido de su hermana. Marku insistió en mostrarle el lugar exacto del asesinato.
—La sangre tiene un curioso efecto sobre el mármol. Parecen sentir afinidad el uno por la otra.
Tuvieron que mover una alfombra y un sillón para poder verlo. Todd tomó un par de fotografías para contentar a Marku, pero fue algo embarazoso y bastante macabro. Quizá por el hecho de encontrarse en el vestíbulo de un hotel. Más tarde descubrió que la mayoría de los reporteros albaneses insisten en que sus jefes echen un vistazo a la sangre: un asesinato por una deuda de honor es para ellos una noticia más importante que la guerra civil.
Marku dice ahora:
—Si quieres informar sobre ese asesinato puedo averiguarlo todo para ti. Espera unos pocos minutos y aparecerán sus parientes clamando venganza. Ellos nos lo contarán todo. Un poco de color local para tu reportaje.
Todd dice:
—No tengo tanto tiempo. Esta reunión es más importante.
Marku exclama, como si fuera culpa de Todd:
—Entonces, ¿qué haces ahí parado chismorreando tontamente?
Mientas caminan, Marku dice.
—Supongo que comprendes por qué no puedes traer a tu cámara. No confían en nadie. Ni siquiera en mí.
Todd dice:
—¿Simpatizas con esa gente?
Marku se encoge de hombros.
—Son soñadores. Como vuestro Lord Byron. He oído que te marchas de la ciudad hoy. Deberías tener cuidado.
—Yo no estoy con ninguno de los bandos.
—Algunas personas podrían decir que si vives en la ciudad no deberías hablar con quienes están fuera de ella. Especialmente con la Cruzada.
—¿Tú piensas eso?
Marku sonríe y dice:
—Yo sólo me preocupo por tu seguridad. En este país, a nadie le gusta la Cruzada. Pero cuenta con protectores y dinero, así que el odio y el miedo de mis compatriotas se dirige hacia quienes se asocian con ella.
Todd no confía en esa sonrisa. Dice:
—Bueno, no voy a regresar. La ONU nos tuvo arrestados un buen rato para asegurarse de que captábamos el mensaje y, en cualquier caso, ésta es la historia que he venido a buscar.
—Ah, todavía eres el Hombre Salvaje de la leyenda —dice Marku—. Es un honor volver a trabajar para ti.
—Guárdate esa mierda para la entrevista, Eduard. Algo me dice que vamos a necesitar todo el encanto que podamos reunir.
—No te preocupes. Ella quiere hablar contigo. Dice que eres el único periodista lo suficientemente famoso como para contar su historia.
—Entonces está mintiendo más que tú. Podría hablar con Vogue o Rolling Stone cuando le viniera en gana.
—Ah, pero no quiere cualquier entrevista con un periódico de la Web que hoy puede leerse y mañana ha desaparecido. Ella quiere hablar con el Hombre Salvaje de Atlanta.
—Estás sacando una diversión barata de todo esto, Eduard. No estoy seguro de si eso resulta halagüeño o perturbador.
—Confío en sacar un buen dinero —dice Marku—. No me importaría marcharme de este país. Tengo demasiados enemigos.
Todd y Marku cruzan un pequeño río canalizado, el Lanu, y pasan junto al memorial de Enver Hoxha, una extraña estructura que es como un enorme platillo volante de hormigón preparado para remontar el vuelo. Aunque los albaneses siguen llamando al viejo dictador «el feo» y la mayoría de ellos maldice su recuerdo, en estos tiempos atribulados algunos desearían que regresara. Su figura está empezando a confundirse con la del antiguo héroe, Skandenberg, que logró expulsar a los turcos y unió el país. Se dice que nunca murió, sino que yace esperando a ser llamado para salvar a Albania de nuevo.
Una vez que está seguro de que nadie los está siguiendo, Marku se interna en el furioso tráfico, esquiva un peditaxi como un torero y hace parar a un taxi marca Mercedes. Su motor ha sido modificado para que consuma alcohol en vez de gasóleo, y frecuentemente no arranca o se cala. Avanza por la carretera en mal estado a una velocidad que hace que Marku esté consultando constantemente su viejo reloj LED y apremiando al imperturbable conductor.
Esta parte de Tirana no ha sido reconstruida todavía después del terremoto del 2009; hay bloques enteros de ruinas sin tejado y medio desplomadas. Los refugiados que huyen de los campos delante de los rebeldes pro-griegos acampan entre montones de ladrillos cubiertos de maleza. El aire está azul a causa del humo de las fogatas. Los murciélagos, colgados de los destrozados y denudados árboles que se alzan a ambos lados de la carretera, se mueven nerviosamente como pequeñas maletas de piel a punto de abrirse. Una vaca muy flaca se interpone en su camino y permanece allí, con aire confuso, mientras el conductor del taxi toca el claxon con impaciencia y al fin un niño pequeño, vestido con un largo suéter hecho jirones, la obliga a apartarse con un palo.
—Puedes sacar al campesino del campo —comenta Marku—, pero no el campo del campesino, ¿eh?
Se le ha subido la chaqueta y Todd repara en que lleva una pistola bajo la cinturilla de los pantalones. Dice:
—¿Qué clase de arma es ésa?
Marku la saca y se la enseña. Tiene el cañón corto y grueso y un mecanismo de recámara flotante. Cuando Marku saca el cargador, el conductor del taxi los observa un instante por el espejo retrovisor y al momento aparta la mirada. Marku dice:
—¿Te gusta? Es rusa. Hacen buenas automáticas.
—Es un arma bastante grande, Eduard.
—Si quieres parar a un hombre, esto lo consigue de un solo tiro. Balas de punta hueca sin casquillo, mira láser. Lo hace —Marku sonríe, vuelve a cargar el arma y la guarda—. En esta ciudad necesitas un arma —dice—. En casa tengo una mini-Mac 10.
Todd se inclina hacia delante en el blando asiento y contempla las ruinas a través del polvoriento parabrisas. Hay pequeños grupos de hombres fumando y bebiendo en las esquinas de las calles. La mayoría de ellos lleva rifles semiautomáticos colgados del hombro. El sol poniente lo baña todo en una luz apocalíptica.
Marku dice:
—No te preocupes. Es seguro hasta que anochece.
—He visto cosas peores en Nueva York —dice Todd. Que lo asalten por la calle o lo secuestren es la menor de sus preocupaciones. Un nerviosismo acerado empieza a abrirse paso a través del benigno resplandor de la Serenidad. Está transgrediendo una importante regla de precaución al penetrar solo en territorio peligroso. Añade—. Creía que teníamos paso franco.
—Hasta cierto punto —dice Marku vagamente. Despide un abrumador olor a colonia. El sudor forma medias lunas bajo las axilas de su chaqueta de lino. A Todd se le ocurre que está todavía más asustado que él.
El taxi deja el bulevar y se introduce en un laberinto de callejuelas serpenteantes que discurren entre casas de dos pisos con muros de adobe, tan apretadas que sus tejados casi se tocan. El conductor enciende los faros, toca un arpeggio impaciente con la bocina e introduce el Mercedes en cada cruce con el que se topa en medio de una nube de polvo.
Cuando aparca por fin, frente a una casa que no se diferencia en nada de cualquiera de las demás, Marku habla rápidamente con el conductor y Todd tiene que pagarle cincuenta dólares.
—Le he dicho que habrá el triple de esa cantidad para él si nos espera. Dice que lo hará.
—Será mejor que esto lo merezca —le dice Todd.
—Te vas a quedar asombrado —dice Marku.
A un lado de la casa, junto a una puerta en forma de arco, holgazanea un grupo de soldados armados. Son jóvenes gigantes, musculosos y de piel suave, adolescentes a los que se ha dotado de tratamientos de crecimiento y mejora muscular y redes neurales tejidas por fembots. Capturar a los hijos del enemigo y convertirlos en asesinos de corta vida es una moda que se ha impuesto en el centenar aproximado de guerras civiles que tiene lugar actualmente por todo el mundo. Más adelante, los tratamientos les causarán a estos jóvenes superhombres cáncer de médula y de hígado, y les harán propensos a contraer pseudo-Parkinson y sufrir ataques de grand mal, pero la mayoría de ellos no vivirá lo suficiente como para que estos efectos secundarios se conviertan en un problema. Están armados con fusiles de alta velocidad de cañón corto que disparan munición sin casquillo, principalmente agujas que se expanden y extienden púas al impactar. Uno de los soldados lleva al otro extremo de una cadena algo que quizá un día fue un pastor alemán. Sus inmensas mandíbulas hacen que su cabeza parezca la raíz de un árbol enfermo arrancada de la tierra.
Como jugadores de béisbol en un video pasado a alta velocidad, los altos soldados se agolpan y se dan empujones y codazos alrededor de Todd y Marku. Llevan la insignia con la cabeza de la muerte del gobierno nacionalista. Cuando Todd lo comenta, Marku le dice que han sido contratados para la ocasión.
—Últimamente, en la ciudad no hay nada parecido a la lealtad. Como puedes imaginar, eso hace mi trabajo mucho más interesante.
Todd y Marku son cacheados. Todd tiene que mostrarles a los soldados cómo funciona la libreta de notas electrónica para convencerlos de que no se trata de ninguna bomba. Luego los irradian con microondas de baja energía para desactivar cualquier fembot que puedan transportar en su organismo y finalmente les permiten entrar en un patio empedrado donde brillan varias lámparas entre limoneros y naranjos plantados en cubos. De la alta tapia que rodea el patio cuelgan racimos de luces de colores. Una mujer alta y esbelta, vestida con pantalones y chaqueta militares y botas altas, se sienta en una silla de camping de lona, dentro de un círculo de luz. Los dos soldados que esperan de pie a su lado son reales; ella no lo es.
Antoinette. Su imagen despide un tenue resplandor luminiscente, como si estuviera recubierta de aceite. Parece una abstracción extraída de un mundo más perfecto, donde incluso la luz es más fina y más pura.
Todd ha visto incontables fotografías de la esposa de Glass pero en persona es todavía más hermosa de lo que ellas sugieren. Hasta hace un mes, era una supermodelo de los medios virtuales, rescatada de una aldea de recicladores de los alrededores de París. El suyo es el clásico cuento de hadas de la andrajosa convertida en millonaria que trazó un arco predeciblemente intenso a través del mediaverso saturado de información y desembocó en un contrato con InScape que ella rompió, organizando un escándalo, al cabo de seis meses. Después de hacer público un manifiesto de una sola página en el que clamaba por la deconstrucción de los roles masculinos y femeninos en el seno de todos los medios virtuales (que un comentarista comparó sin demasiada fortuna con el pronunciamiento de una Antoinette anterior, diciendo que al menos la última reina de Francia ofrecía pastel, mientras que esta testaruda gamine no ofrece nada más que retórica), desapareció de la faz de la Tierra para reaparecer en la fortaleza de Glass.
Todd se la ha imaginado como, bien una desgraciada niña rica en busca de un figura paterna poderosa, o bien una manipuladora de la imagen en los medios de comunicación increíblemente inteligente. Sea lo que sea, ella es su llave para llegar hasta Glass. Y sí, es muy hermosa, aun considerando que su imagen puede estar sutilmente manipulada. Tiene la piel de un profundo color negro, el cuello alargado y el cráneo poderoso y bicefálico de una princesa faraónica. Lleva el cabello peinado en un moño apretado y sujeto con etiquetas de silicona que despiden constelaciones intermitentes de pequeñas luces blancas. Sus ojos son de color dorado, las cejas, una barra sólida por encima de estos ojos, un sencillo defecto que, sencillamente, la torna más hermosa que la mera perfección. Su sonrisa es delicada y perezosa y muy amplia en aquella boca generosa. Es la sonrisa de una leona.
Uno de los altos soldados saca una botella de Johnny Walker Etiqueta Negra y un frasco de turbio raki. Todd no deja de advertir el tenue temblor de sus manos y el sudor que empapa su frente. Sus mejillas están salpicadas de acné provocado por los esteroides.
Marku presenta a Todd, se sirve un trago de güisqui y brinda formalmente frente a la imagen de Antoinette.
—Jete te Gjate.
Larga vida.
Todd lo imita y Marku repite el brindis, pero en esta ocasión con raki. También Todd se toma un trago de esta bebida. Está empezando a sentirse un poco mareado pero al menos ya no está asustado.
Por fin, la imagen de Antoinette se agita y suena su voz desde el aire, por encima de sus cabezas. Le dice a Todd lo mucho que le ha gustado su reportaje sobre la Cruzada de los Niños.
—Siempre es útil contar con una nueva perspectiva sobre ese problema en particular —dice.
Tiene acento británico. Todd recuerda que asegura haber aprendido su inglés en documentales de la BBC.
Replica:
—Confiaba en que pudiera usted contarme algo sobre la Cruzada.
Antoinette esboza una sonrisa lenta y depredadora. Su mirada está centrada en Todd de una manera muy precisa: el equipo de sensores remotos que está utilizando es muy bueno, aunque él no esperaba menos.
Ella dice:
—La Cruzada tiene algunos intereses en común con nuestra causa, pero también otros que no compartimos. No podía ser de otra manera, por supuesto. Después de todo, la Web es una arena de discurso acelerado. «En su seno existen todas las cosas y todas las configuraciones posibles de las cosas». Es una cita de una de las disertaciones de Glass.
—Una mujer de la Cruzada me pidió que me uniera a ellos.
Antoinette le resta importancia con un leve ademán. Las palmas de sus manos están teñidas de rojo. Dice:
—Eso es irrelevante ahora.
Todd dice:
—Acaba de citar a Glass. ¿Lo único que tiene para mí son citas?
—Ésta es una historia en sí misma, ¿no?
—Cierto —dice Marku.
Todd dice:
—No lo es si no tengo a mi cámara.
—Le entregaremos una grabación de esta entrevista.
—Tendrá que emitirse con una advertencia.
—Que sea así.
—¿Cuántas preguntas puedo formular? ¿Tres? —Todd se da cuenta de que no sólo está un poco borracho. Puede que no haya sido buena idea meterse esa dosis de Serenidad. Sin embargo, tiene el presentimiento de que, si se muestra agresivo, puede descubrir algo importante y, además, no se le da demasiado bien la adulación que todas las estrellas de los medios esperan.
Antoinette dice:
—Una restricción extraña para un hombre ambicioso.
—He oído que es lo tradicional —dice Todd—. Cuénteme algo sobre la Cruzada.
—La Cruzada de los Niños no es peligrosa por lo que cree, sino por lo que es. En las manos equivocadas podría cambiarlo todo.
—¿Pero no de la manera en que pretende usted que cambie?
Antoinette responde volviendo a citar a Glass:
—«El metaentorno de la Web, que contiene todos los posibles entornos virtuales, es real y no conoce límites; las naciones ya no son más que ficciones que se mantienen unidas por una ilusión común. La democracia es una ficción dentro de otra ficción. Sólo es un caso especial de la experiencia humana. En la Web todo es posible porque todo está permitido».
—Todo eso puedo conseguirlo en los archivos. ¿Por qué se ha aliado Glass con la Cruzada?
Antoinette dice:
—Le hemos ofrecido un refugio a la Cruzada. Eso ya lo sabe, señor Hart. Todo el mundo lo sabe. No ofrecemos más que eso; es todo lo que podemos ofrecer. Dice usted, señor Hart, que sigue queriendo crecer. Yo no estoy tan segura.
—La mujer era bastante vieja y tenía la pinta del culo de un elefante. Creo que quería besarme. Quería convertirme. Me largué de allí antes de que lo intentara.
—No hay por qué avergonzarse —dice Antoinette—. El pánico sexual es una reacción natural cuando ciertos hombres sienten que han perdido el control de una situación.
Todd se enfurece. La furia se abre un camino ardiente a través del calor del alcohol de sus venas. Dice:
—Lo cuento tal como lo veo. Puede usted creer lo que le parezca. Ni siquiera sé si usted es real.
—Por supuesto que no soy real.
—Me refiero a si es la verdadera Antoinette y no una imagen morfizada y manipulada por un sistema experto.
—¿Tanto le importa? Podría usted sernos útil, señor Hart. ¿Le gustaría saber más?
—Para eso estoy aquí.
—Está usted aquí porque lo están siguiendo y porque la habitación de su hotel está llena de micrófonos.
—Todas las habitaciones del Holiday Inn están llenas de micrófonos.
—Parasitar la red de cable multimedia del hotel no ha sido una idea demasiado buena. Todas sus emisiones están siendo vigiladas.
—Razón por la cual quiero hablar con Glass cara a cara. ¿Qué me dice a eso?
Antoinette se ríe y entonces su imagen se desploma sobre sí misma hasta condensarse en un punto de luz blanca que flota en el aire un momento antes de alzarse hacia la oscuridad que se cierne sobre el pequeño patio. Los dos soldados avanzan. Han sacado sus pistolas, sordos a las protestas de Todd.
—Gritar no servirá de nada —dice Marku mientras los echan del patio. Parece resignado a este giro de los acontecimientos.
—No creo que vayan a matarnos, o ya lo habrían hecho en el patio, ¿verdad?
Marku dice con aire sombrío:
—El río se considera un lugar conveniente para esta clase de cosas.
—Puede que vayan a llevarnos con Glass. ¿Es así, chicos? Quiero verlo, pero primero tengo que hacer el equipaje y necesito a mi cámara. ¿Qué tal si vamos primero al hotel? Comemos un poco, tomamos un trago, no creo que nos lleve demasiado. Quiero decir —dice Todd mientras lo empujan a la oscura calle—, ¿qué prisa hay?
El taxi se ha marchado. Los dos soldados retienen a Todd y a Marku mientras uno de sus compañeros habla por radio y es respondido por una voz apremiante y furiosa. Cierra la mano sobre el pequeño transmisor, le dice algo a sus compañeros.
—Están esperando a alguien —dice Marku cuando Todd le pregunta qué ocurre.
Entonces todos los soldados se revuelven al escuchar el rumor de un motor demasiado acelerado, aparecen las luces de unos faros y un camión del ejército entra atronando en la estrecha calle. Los soldados permanecen donde se encuentran y empiezan a gritar. El parabrisas del camión se convierte en una malla de encaje y estalla en pedazos. Su motor escupe un geiser de chispas calientes y el vehículo para en seco con una lluvia de fragmentos de ladrillos de adobe. Más disparos, insoportablemente ruidosos en tan confinado espacio. Los disparos vienen de los tejados y los soldados se refugian en los portales y devuelven el fuego. Marku, cogido en medio del fuego cruzado, es arrojado contra un muro. Un soldado sujeta a Todd, le da la vuelta, lo levanta… y entonces se estremece y se desploma encima de él.
Durante un horrible momento, Todd cree que también ha sido alcanzado, pero la sangre sólo es la del soldado. Da patadas y más patadas y pierde el salacot y un zapato, pero logra quitarse de encima el peso muerto del soldado y se refugia corriendo en el patio. Hay una puerta. Está abierta. Mientras la abre arrojándose sobre ella se magulla el hombro y la cadera.
Entra corriendo en una habitación vacía, abre de una patada otra puerta y sale a un estrecho pasillo, se detiene un momento para recuperar el aliento y entonces simplemente corre. No ve al abejorro hasta que le acierta en el pecho. El intenso dolor le hace creer que está sufriendo un ataque al corazón, pero entonces ve a la pequeña máquina aferrada a su camiseta con sus ocho patas diminutas como alambres. Trata de quitársela de encima a manotazos, pero la cosa retrocede haciendo un círculo y se le clava en el cuello. Logra correr unos pocos pasos más pero entonces tiene que sentarse en un portal, que es donde, después de haber matado a los atacantes y prender fuego al camión, lo encuentran los soldados.