Las novias de Frankenstein
Alex escucha cómo Katrina sube por la colina mucho antes de que ella llegue hasta allí. Primero sus llamadas elevándose tenuemente y luego un escándalo de cencerros mientras un rebaño de ovejas se desperdiga a su paso. Alex está tendido, dormitando, en una empinada ladera cubierta de césped y bañada por el sol. Debajo se encuentra la aldea de Gjirokastra, sus colinas y sus pinos y sus callejuelas, sus casas pintadas de blanco con sus tejados rojos y grises, el racimo de bloques de apartamentos de hormigón, salpicados de viruela con las huellas de los combates del último año, los minaretes de sus mezquitas como cohetes a punto de ser lanzados. Encima de él, las empinadas murallas de la ciudadela se alzan desde los pedregales de las laderas. Durante algún tiempo albergó prisioneros políticos del antiguo régimen comunista y hoy en día hay elfos en él, esperando a ser enviados al campo de procesamiento de Vlora, en la costa. Alex trata de no pensar en ello, pero es difícil. Mientras esperaba a encontrarse con su contacto, ha adquirido la costumbre de subir aquí cada día, en teoría para comprobar sus datos pero en realidad para escapar a las atenciones de la señora Powell, una formidable inglesa de edad indeterminada que cree, apasionada, romántica, completamente, en las hadas. Vino a este lugar después de participar en una sesión de espiritismo con un mapa de Europa y un péndulo de cristal, pero no es ni una estúpida ni una ingenua. Ha ido a ver al comandante de la ciudadela para informarse de las condiciones del internamiento de los elfos y ha elevado una protesta a la ONU por la señal de la carretera de Kakavia, todo ello en vano. Dado que Alex es el único otro inglés que hay en Gjirokastra, la señora Powell lo ha elegido como potencial converso para su causa.
Alex está empezando a creer que es una especie de castigo divino por el papel que desempeñó en la creación de la primera hada. No es que no le guste la señora Powell —en algunos sentidos le recuerda a Darlajane B.—, pero es que es incansable. Si Alex encuentra a Milena y ella se niega a liberarlo del encantamiento que le impuso hace tanto tiempo, enviará a la señora Powell detrás de ella.
La comprobación de las ratas de datos y los progresos de la Cruzada de los Niños no le lleva demasiado tiempo. El ordenador despliega una antena sobre la hierba, una maraña de hilos de monofilamento de hierro, delgados como seda de araña, y se conecta a la Web vía un satélite espía de órbita baja de la ONU. El daemon de Alex le dice que Max no está conectado, pero que le ha dejado un mensaje. No son buenas noticias. Algún pirata ha descubierto la puerta trasera a la Biblioteca de los Sueños y aunque por el momento se trata de información privilegiada, más tarde o más temprano alguien la hará pública en la Web.
Después de desconectarse, Alex se dedica principalmente a observar cómo revolotean unas pequeñas mariposas marrones sobre las flores que tapizan el prado, o a contemplar las distantes montañas que se elevan como una especie de neblina azulada más allá de Gjirokastra. Se fija en las ovejas desperdigadas por la ladera y piensa medio adormilado en un algoritmo que podría describir la manera en la que se reúnen y se disgregan. Si las ovejas tuvieran las patas de un lado más cortas se moverían más deprisa por la ladera, pero sólo en una dirección. Dando vueltas y vueltas hasta llegar a lo alto de la colina. Luego hacia abajo hasta llegar al pie, protegidas por su tupida lana y vuelta a empezar.
Las ovejas de este lugar son criaturas trasquiladas y flacuchas que comparten una misma expresión de perenne sobresalto. Mientras Katrina sube la colina para reunirse con Alex, se apartan de ella con movimientos súbitos y desgarbados, justo antes de olvidar de qué estaban huyendo y seguir mordisqueando la hierba seca.
Katrina está sin aliento. Su rostro resplandece de sudor y tiene el cráneo quemado por el sol a ambos lados de la cresta de piel de leopardo obtenida por ingeniería genética. Su dama de la muerte. No tiene a nadie más que a él para derrochar sus intensas energías, al servicio de una causa que apenas comprende. Cree que está loco por pensar siquiera que puede llegar a encontrar a Milena.
—Busca una cura —le dice—. Esa obsesión no es real, es algo que te han provocado los fembots.
Ayer mismo tuvieron una pelea por ello, después de que el señor Avramites les confirmara que les había conseguido un paso seguro por la frontera, y Alex le dijo entonces:
—Todo el mundo tiene que tener una enfermedad con la que esté a gusto.
—Eso es una mierda. Yo pienso vivir para siempre.
—Entonces has venido al lugar equivocado.
—Tú espera y verás —dijo Kat antes de agitar el puño delante de su cara. El muñón de los dos dedos que perdió en la batalla del Reino Mágico (después de atravesar el muro del perímetro con una excavadora, agarró el táser de uno de los guardias por el lado equivocado) está casi curado.
Ahora se encuentra delante de Alex, tapándole el sol y respirando con dificultades a causa de la subida.
—Vas a tener cáncer —le dice—. Te pondrás rojo y te llenarás de grandes y sangrientos tumores.
—Comportarse como un perro loco y dar vueltas bajo el sol de mediodía es un privilegio británico.
Katrina no lo entiende. Realmente piensa que está loco.
—¿Cómo estás tú, Kat? ¿Qué tal en los bosques?
Katrina dice:
—Llenos de árboles. ¿Dónde está la Cruzada?
—A unos tres días de distancia de la antigua frontera.
—Y después de eso estarán en zona neutral y nosotros estaremos jodidos. ¿Algo más?
Alex ha liberado un enjambre de ratas de datos auto-replicantes en la Web. Están programadas para buscar rastros de Milena y regresar a su nido, la bandeja de entrada de la lista de correo que Alex tiene en el foro de vida-a de la Universidad de Kansas, con cualquier detalle de aspecto interesante que encuentren. En este momento debe de haber más de diez mil activas, pero durante los últimos días no ha habido informe alguno, lo que podría indicar que Milena no está haciendo nada o que algún controlador de la Web ha colocado una trampa para ratas. Alex debe pedirle a Max que compruebe esa posibilidad; podría perturbar sus otras actividades.
Le dice a Katrina:
—Todo está muy tranquilo. El hombre ardiente no ha escapado todavía. O si lo ha hecho, nadie lo ha visto.
Katrina dice:
—Yo tengo algunas noticias del mundo real.
—Has visto a…
—Ese cabroncete ha venido, sí.
Katrina ha pasado el día anterior vigilando la carretera que atraviesa el valle de Drinos en dirección a Kakavia. Acampó en los bosques que hay unos pocos kilómetros al sur de Gjirokastra y le cuenta a Alex, mientras regresan a la aldea, que ha sido una experiencia espeluznante.
—Siempre había un perro ladrando en la lejanía. Una vez me desperté y vi algo grande que se movía bajo la luz de la luna, entre los árboles. Había unas huellas redondas. ¿Hay elefantes aquí?
—Pero viste a…
—El cabroncete, sí. Es como la falsa moneda.
—El mal penique.
—Sí. Siempre cae de cara, con esa actitud suya.
—Es un superviviente y se está arriesgando muchísimo al venir aquí. Ahora está de nuestro lado.
—Sólo porque cree que queremos ayudar a su señora.
—Ella lo utilizó, Kat, igual que nos utilizó a nosotros.
—Además, sabe que muy pronto habrá campos de reciclaje en toda Europa. Sabe que tal y como están yendo las cosas, muy pronto no habrá lugar alguno para esconderse. Quiere salvar el culo y no seré yo la que lo critique por eso. Me contó algo sobre esos supuestos colaborantes. Creo que debemos creerlo.
—Asumo que no son colaborantes. Ha sido demasiado conveniente que de pronto pudieran llevarnos precisamente a donde queríamos ir.
—Ese cabrón de Avramites nos ha vendido. Ya te dije que lo haría.
—Te creí entonces. Te creo ahora. Pero el señor Avramites es un mal necesario.
El señor Avramites es un abogado que, en la mejor tradición de los intérpretes del fís, la compleja colección de leyes y costumbres tribales codificadas en el Kanun de Lek, organiza las negociaciones y los intercambios entre las diferentes facciones de la región. Por el momento, Gjirokastra está en manos de un señor de la guerra pro-griego y, aunque el gobierno federal de Grecia no lo reconoce oficialmente, permite un cierto tráfico clandestino a lo largo de la frontera. El señor Avramites les ha conseguido transporte a Alex y Katrina con un convoy de jeeps que trajo suministros médicos a la aldea. Ocurre, les ha dicho, que una de las compañías griegas que patrocina la ayuda humanitaria empleó en una ocasión al equipo de Glass para piratear una nueva estructura de distribución.
Katrina dice con tozudez:
—Podríamos entrar por nuestra cuenta. Sé que dices que la frontera está infestada de sensores y trampas de la ONU. Sé que dices que además es una tierra de bandidos, pero nuestro amiguito de piel azul dice que conoce un camino para entrar.
—Kat, ¿confías en él? ¿Confías en él por completo?
—Tú mismo dices que está de nuestro lado. Lo que digo es que confío en él tanto como en Avramites.
Alex no puede por menos que esbozar una sonrisa.
—¡Ella está aquí, Kat! ¡Lo sé! Y me necesita. ¿Por qué otra razón iba él a estar aquí?
—Tendré que encargarme de esos falsos colaborantes cuando llegue el momento. Además, debería matar a Avramites, aunque supongo que no me dejarás hacerlo. ¿De verdad tienes que volver a sentarte? Te estoy llevando el puto ordenador, ¿sabes?
Pero Alex tiene que pararse y descansar. El camino es largo y hace mucho calor. Katrina, dopada con algo más que la adrenalina de la pasada noche, no puede estarse quieta. Corre detrás de una cabra, la atrapa, la derriba, se ríe y deja que se ponga trabajosamente en pie y huya al trote.
Alex le dice:
—Es una suerte que no haya pastores por aquí. Te echarían los perros.
Los perros de los pastores están dotados de mejoras de combate, chips de comportamiento, mandíbulas modificadas por ingeniería genética y dientes de cerámica, para proteger al ganado de los lobos en los pastos de alta montaña.
Katrina dice:
—Que lo hagan. Estoy preparada —se limpia las manos en las caderas y adopta una pose desafiante—. Estoy harta de esta jodida espera. Aunque muriera mañana mismo, no me importaría siempre que nos marchemos de este lugar dejado de la mano de Dios.
Aquella tarde se encuentran con el señor Avramites en uno de los pocos restaurantes que todavía quedan abiertos en Gjirokastra. Alex tiene que discutir durante una hora con Katrina antes de conseguir que ella acceda a acompañarlo. Le hace prometer que no dirá nada y que no tratará de clavarle un cuchillo al señor Avramites.
—Más tarde tal vez haya tiempo para eso, pero por el momento nos puede ser útil. Además, cuando nos diga que después de todo no va a poder venir con nosotros, sabremos que nos ha vendido.
—Eso ya lo sabemos —dice Katrina con una mueca de repugnancia.
Pagan precios inflados por la guerra por un estofado de cordero y un áspero vino tinto. En Gjirokastra, las clases profesionales todavía se arreglan para la cena, los doctores y los profesores y los funcionarios locales con sus trajes limpios y planchados, sus mujeres con sus almidonados vestidos de algodón. Alex lleva un arrugado poncho de terciopelo sobre un traje de una pieza que, para ser sinceros, le está un poco pequeño. Katrina viste de cuero y patea las losas del suelo con sus botas de motorista. El maître los acompaña mientas musita lo que probablemente es una colección de comentarios poco halagadores. Los mercenarios no son bienvenidos en este lugar y salta a la vista que Alex y Katrina, por mucho que sean amigos del experto local en fis, son mercenarios extranjeros.
El señor Avramites parece más un peón caminero que un abogado, con ese gorro flexible de tela que cubre su calva cabeza, la chaqueta negra con mangas hasta los codos y el pañuelo rojo anudado al cuello. Se pone unas gafas de montura dorada para leerles los términos del salvoconducto que ha obtenido para ellos. Está en griego y albanés. Katrina mira a Alex con una mueca en el rostro y Alex le sonríe serenamente. De hecho, a Alex le gusta el señor Avramites. La codicia del anciano es honesta y franca, y le gusta ser tu amigo al mismo tiempo que desliza su mano al interior de tu bolsillo o, como ahora, te está vendiendo a tus enemigos.
Se supone que el señor Avramites debe acompañarlos; Alex lo ha contratado como traductor. Perdió a su familia hace diez años, cuando las fuerzas gubernamentales volvieron a ocupar Gjirokastra. Junto al resto de los hombres de la comunidad greco-albanesa, el señor Avramites huyó a los bosques de las montañas para continuar la lucha desde allí. Pagó para que escondieran a su mujer y a sus hijas en una bodega en la aldea, pero la familia que se había comprometido a hacerlo no cumplió con lo prometido y huyó al norte mucho antes de que los griegos recuperasen la aldea. Nadie sabe con exactitud lo que le ocurrió a la familia del señor Avramites, pero lo más probable es que fuera fusilada y enterrada en una de las fosas comunes de las afueras del pueblo al poco tiempo de producirse la ocupación. Algunas veces el señor Avramites se sume en un silencio sombrío mientras recuerda todo aquello, pero en este momento parece bastante contento… demasiado contento para ser un hombre que está a punto de embarcarse en una arriesgada expedición, piensa Alex.
El señor Avramites pliega el documento, lo cierra con el sello holográfico y se lo tiende a Alex.
—Guarde esto bien, señor Sharkey.
De modo que ahí está. Alex puede sentir la mirada de Katrina posada sobre él, pero mantiene los ojos fijos en el señor Avramites.
—Seguramente será mejor que lo lleve usted.
—Ah. En realidad… —el señor Avramites realiza un complejo encogimiento de hombros que implica la mayor parte de su cuerpo—. Me he enterado de que el comandante del equipo médico habla un inglés aceptable y, además, tengo negocios que atender en el pueblo… Por supuesto, no espero cobrar el dinero que habíamos convenido por mis servicios.
—Vaya, qué generoso.
—Kat, cállate.
—Estarán en buenas manos, se lo aseguro —dice el señor Avramites—. Un anciano como yo podría suponer un problema.
—Lamento que haya decidido no venir con nosotros —dice Alex.
—Ah, pero todavía estamos aquí —dice rápidamente el señor Avramites para llenar un momento de silencio incómodo—. Celebremos que por fin pueden marcharse después de tan larga espera.
Con el dinero de Alex, el señor Avramites compra un litro de raki; en el lugar al que se dirigen, les dice, sólo hay ouzo, y eso sólo lo beben hombres que no están seguros de su masculinidad.
Katrina lanza a Alex una mirada sombría. Dice:
—Quizá deberíamos dejar al señor Avramites que siguiera con sus asuntos.
El señor Avramites no advierte, o finge no advertir, el sarcasmo que esconden las palabras de Katrina. Dice con serenidad:
—Hay tiempo de sobra para eso. Esta noche estoy aquí para ustedes.
Alex dice:
—Kat, ¿por qué no le cuentas al señor Avramites lo de ese gran animal que viste?
El señor Avramites escucha y luego se encoge de hombros.
—Cosas de la guerra. No conviene saber demasiado sobre ellas. Además, muchas de ellas no son de verdad. Las colinas están llenas de fantasmas. Si te topas con uno puede que no lo cuentes. Las llaman lamias. Ya conocen la vieja historia. Un contemporáneo de Lord Byron, John Keats, escribió un conmovedor poema sobre el particular.
Byron es una especie de héroe para los albaneses. Aunque finalmente terminó por alinearse con los griegos, lo hizo por una serie de buenas razones, el honor entre ellas. Alex ha descubierto que los albaneses esperan que todos los ingleses estén íntimamente familiarizados con Byron y su obra, pero lo único que él conoce sobre ella es que tiene algo que ver con La novia de Frankenstein o alguna otra antiquísima película de terror en blanco y negro.
Katrina deja su vaso sobre la mesa con un golpe. La pareja de la mesa de al lado, que lleva toda la velada muy junta y hablando en susurros, se vuelve y pestañea lentamente, como si acabase de despertar. Katrina la mira y dice:
—Esa cosa no era ningún fantasma. Era tan grande como un puto elefante.
—Quizá fuera un caballo —dice el señor Avramites—. En esta guerra cogen caballos y los transforman. Y también a los hombres. A las hadas les gusta hacerlo.
Katrina dice con voz desafiante:
—También escuché voces. Como susurros. En lo alto. Es un boque muy shakesperiano, ¿no?
—Yo pasé un invierno entero en ese bosque —dice el señor Avramites, con la intensa gravedad de los muy borrachos— y no vi una sola hada. Había algunas muñecas en Tirana. En los hoteles para turistas. Para entretenimiento de los hombres de negocios, no sé si me entienden. Esas cosas. Pero se las llevaron y las fusilaron el año pasado cuando el nuevo gobierno se hizo con el poder. Una cosa en la que los musulmanes y los griegos estamos de acuerdo es en que las muñecas y las hadas son abominaciones a los ojos de Dios. Esas hadas que hay ahora por aquí vienen de otros países. Igual que su amiga, la señora Powell. No comprende que debemos ocuparnos de ellas a nuestra manera.
Alex ha estado contemplando la llama de la vela. Algo parece vivir allí, algo pequeño y serpentino, enroscado alrededor de la vela, respirando la hermosa y firme llama. Ha trabajado demasiado durante los últimos días, siguiendo el rastro de Milena y entrando en contacto con sus aliados en los intersticios de la Web. Las visiones hipnogógicas lo acosan cuando está fatigado.
Dice con voz neutra.
—La señora Powell no es ninguna amiga mía. Cree en algo que es cierto, pero por razones equivocadas.
El señor Avramites se encoge de hombros.
—Allá en los bosques tendrán que preocuparse más por los bandidos y los guerrilleros nacionalistas, créanme. Las hadas no son nada por aquí. Ya no. Hemos inventado nuestra propia solución.
Alex piensa que el anciano tiene mucho que aprender. Dice:
—Eso no es lo que Glass cree.
—Primero tenemos que atravesar los controles de los jodidos guardias fronterizos nacionalistas —dice Katrina—. Tenemos que salir de este puto país. Te dije —dice, mientras señala a Alex con su mano mutilada— que habíamos empezado en el lugar equivocado.
—Está borracha —dice Alex. ¿Cómo ha podido emborracharse tanto?
El señor Avramites dice:
—Los nacionalistas están muy lejos. Han perdido la zona sur del país. Ahora la controlamos nosotros. Vayan con el convoy y no tendrán problemas para atravesar la frontera. Los bandidos no atacarán a nadie que lleve la bandera griega.
Alex dice, con tanta sinceridad como es capaz de fingir.
—Estoy seguro de que sus amigos griegos nos llevarán sanos y salvos hasta allí.
—De veras, no me necesitarán. Ellos se ocuparán de ustedes, se lo juro.
Todos callan, Katrina tiene aire beligerante, el señor Avramites se retira hacia su interior, hacia el pasado, y Alex trata de adivinar el futuro. Todos saben lo que ha ocurrido, lo mismo el traidor que los traicionados. Se terminan el raki y a la mañana siguiente, cuando despierta antes del amanecer para tener tiempo de reunirse con el convoy en las afueras de la antigua ciudadela, Alex tiene una resaca tremenda.