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Vacaciones baratas a la miseria de otras personas

Lo que hoy es el Holiday Inn de Tirana fue hace algún tiempo la primera y única estructura elevada de Albania, el Hotel Tirana, construido en 1979. A pesar de la extensiva remodelación sufrida, que incluye una fachada puntiaguda de stromalito arquitectónico, equipamiento de hiperconectividad nanotecnológica subterránea y microacondicionamiento de repuesta al medio, el hotel conserva todavía la osamenta de hormigón de la funcional arquitectura soviética original. Y aunque es semi-inteligente y genera su propia potencia utilizando energía eólica y diferencias de temperatura, en estos tiempos atribulados no es raro que los ascensores no funcionen, y lo mejor que puede decirse sobre el suministro de agua es que es errático.

Todd Hart ha recibido una habitación con vistas a la Plaza Skandenberg, lo cual no es en modo alguno tan bueno como podría parecer, porque eso supone estar frente a las montañas. Allí es donde se encuentran los rebeldes pro-griegos, que actualmente llevan las de ganar en la última guerra civil albanesa. Hace media hora Todd se encontraba en el tejado con Spike Weaver, su cámara, observando cómo corrían las balas trazadoras hacia los oscuros tejados de la ciudad como columnas de colibríes incandescentes. Los bombardeos parecían estarse concentrando en los suburbios orientales, un extenso laberinto de calles en las que no se ve el menor rastro de metal y casas de un solo piso hechas con ladrillos de adobe y tejados planos. Nada importante, había dicho Spike, y tenía razón, ni uno solo de los otros periodistas se había molestado en dejar el bar para echar un vistazo. Spike se encuentra ahora en el bar, recordando viejas guerras y misiones, rehusando las ofertas de sexo barato y drogas que realizan las prostitutas artificialmente morenas e ignorando en general a los pelotas y parásitos que le pagan copas a los periodistas, con la esperanza de que eso los persuada para pagarles algunos euros a cambio de informaciones de dudosa validez.

Si Todd tuviera algo de sentido común, ahora mismo estaría emborrachándose con los demás, intercambiando chismorreos y contando chorradas. Dios sabe que no ha tenido suerte ni con el cónsul de EE. UU. ni con el agente de prensa de las Naciones Unidas. El cónsul era un joven y asombrosamente ingenuo licenciado de Yale con un doctorado en Arqueología Paleocristiana del Mediterráneo Meridional; el agente de prensa, el habitual y hastiado reptil burocrático que no se esforzó demasiado en dar la impresión de que la ONU esté haciendo otra cosa que no sea asistir a la guerra civil desde la barrera. No sólo intentó evitar que Todd sobrevolase el campamento de la Cruzada de los Niños, sino que trató de hacer que lo arrestaran después de que lo hubiera hecho. Todd y Spike pasaron dos horas en una habitación vacía del recinto de la ONU, sin aire acondicionado y sin acceso a la máquina de refrescos que zumbaba justo al otro lado de la puerta, antes de que alguien con una pizca de savoir-faire en relaciones públicas se diese cuenta de que podía no ser una idea demasiado buena fastidiar a una acreditado miembro de los medios de comunicación americanos.

Todd está ansioso por coger una buena borrachera, pero primero debe enviar su artículo. Lleva tres días aquí con un contrato asqueroso como corresponsal a tiempo parcial, el único modo que tenía para conseguir una acreditación y entrar legalmente en el país. Tiene que entregar algunas historias al sistema y ser un buen chico hasta que esté lejos de la capital y se dirija hacia el interior del país para buscar su historia.

De modo que Todd está en su habitación, con las luces apagadas y las pesadas cortinas echadas (los francotiradores tienen la costumbre de disparar a las habitaciones de hotel), sentado en una silla voluminosa con el portátil en el regazo. Su cable parasitario, después de escurrirse por un agujero que Todd abrió en el marco de la ventana con su taladro de punta de diamante portátil (la ventanas no pueden abrirse a causa del microacondicionador de respuesta al medio), ha encontrado una conexión con el cableado principal que trepa por un costado del hotel hasta las antenas parabólicas del tejado. Todd está esperando a que el ordenador transmita las imágenes de la Cruzada de los Niños que Spike y él han obtenido aquella tarde. La Cruzada es una noticia vieja, cada vez más desprestigiada en la jerarquía de las cadenas, pero no mucha gente se atreve a tomar primeros planos, y eso demostrará a los de la cadena que por lo menos lo está intentando.

Todd recuerda la primera visión de la Cruzada desde el cóptero alquilado. Se extendía como un ejército de hormigas a lo largo de la campiña seca y parda, a unos cincuenta kilómetros al sur de Tirana. Todd recuerda lo llena que estaba de luz del sol la cabina del cóptero mientras descendía hacia la columna, recuerda lo seca que tenía la garganta cuando comenzó su crónica con el lento deambular de la Cruzada como telón de fondo, ya en el suelo, envuelto en calor y polvo arremolinado, con el zumbido de un cóptero de las Naciones Unidas sobre su cabeza.

Necesitó tres tomas para poder grabar su pequeña crónica: eso es lo que el ordenador está transmitiendo, junto con las tomas fijas y las imágenes de las breves incursiones de Todd en la propia columna. Una vez que el voluminoso flujo de imágenes comprimidas fractalmente ha sido transmitido, Todd se pone el visor y las manoplas y, al otro lado del escritorio que ha aparecido de pronto delante de él, su editor le pregunta lo que ha conseguido. El editor considera lo que le ha mostrado y luego se encoge de hombros.

—Es tu programa, chico. Pero yo esperaba que el Hombre Salvaje de Atlanta se presentara con algo más original.

Esa etiqueta lleva colgada del cuello de Todd desde hace doce años, y aunque la ha explotado sin el menor rubor cada vez que le ha sido posible, empieza a cansarse de ella. Cumplirá los cuarenta el año que viene y, al contrario de lo que asegura su leyenda, no es capaz de desentrañar una historia con una bebé en una mano y una botella en la otra. El recorrido por la tormenta de fuego de Atlanta fue un golpe de suerte que se ha apoderado de su vida. Dice:

—Dentro de unos pocos días tendré algo que no te podrás creer.

—Me creo lo que sea siempre que pueda verificarlo.

El editor, Barry Fugikawa, lleva la tradicional camisa blanca remangada, unas gafas de sol de color verde y un puro encendido que cuelga de su prominente labio inferior. Tiene un rostro caído de bulldog que parece haber tomado prestado de Walter Matthau en Primera Plana. Es uno de los morios que utiliza por defecto el sistema de entorno virtual. Todos los trabajadores experimentaos utilizan los morios por defecto en vez de los comerciales, no tan elegantes, o los hechos a medida: Todd aparece como un joven Robert Redford de rostro fresco, que data más o menos de la época de Todos los hombres del presidente.

Aunque han interactuado una docena de veces en la Web, Todd no conoce el verdadero aspecto de Fugikawa, o siquiera dónde se encuentra cuando él accede a este simulacro de oficina de periódico, con sus interminables filas de escritorios vacíos, su techo bajo y la clásica luz agonizante de la tarde que entra por las ventanas. Nadie se molesta jamás en asomarse a las ventanas, que ofrecen una vista en tiempo real de Washington DF. Aquí y allí puede verse una burbuja de luz, donde una o dos figuras trabajan frente a un escritorio como aquél. Puedes alargar la mano hasta la pantalla para manipular el texto y las imágenes, su papelera de reciclaje, su gráfico de memoria y las filas de iconos y herramientas que flotan sobre un secante de genuino cuero.

—Otra cosa —dice Todd—. Un funcionario gilipollas de las Naciones Unidas ha estado a punto de arrestarme.

El ordenador de Fugikawa está comprobando y descomprimiendo los códigos de encriptación que verifican que los datos descargados por Todd son genuinos y no están comprometidos. En estos tiempos, cualquiera que tenga un ordenador barato y un programa gráfico puede crear una imagen falsa de cualquier cosa que se le antoje. Los equipos de captación de datos de los reporteros de campo de las agencias de noticias acreditadas introducen códigos de verificación en las imágenes digitalizadas que cambian el bit menos significativo de algunos de los millones de números de ocho bits que definen los colores de los píxeles. Los códigos se distribuyen por toda la imagen de modo que cualquier manipulación realizada por un reportero perezoso o demasiado entusiasta puede ser detectada. Sólo las agencias de noticias poseen los códigos de desencriptación y se reservan el derecho a editar las imágenes.

El ordenador emite un pitido y Fugikawa levanta la mirada y dice con voz reflexiva:

—¿Te arrestaron?

—No exactamente.

—Bueno, la próxima vez consigue que lo hagan. Ahí está tu historia. Censura de la información por parte de la ONU.

—Por eso precisamente me dejaron ir. Si lo que quieres son historias sobre periodistas, la próxima vez haré que me peguen un tiro en la cabeza. No es demasiado difícil. Las cosas se están poniendo duras por aquí. O puedo coger el SIDA o una tuberculosis vírica de alguna de las putas de renta baja que deambulan por el hotel y sufrir una muerte lenta y agónica. Con eso podrías hacer una serie.

Fugikawa deja caer un centímetro de ceniza blanca en la papelera. Su cigarrillo nunca mengua, por mucho que finja estar fumando. Dice:

—Tú eres el interés humano, Dios salve a la Marca. Eso es lo que el público quiere de ti. El Hombre Salvaje de Atlanta metido en un lío. No necesitan hechos. Ya hay suficientes hechos en el mundo.

Todd piensa que Fugikawa está sobreactuando su cinismo. Quizá sea parte del paquete de morfización. Dice:

—Puede que esta vez esté detrás de una historia de verdad.

—No te sobrestimes —dice Fugikawa—. Haz lo que puedas. Vamos a tratar de sacar algo de todo esto.

El cóptero deja a Todd y a su cámara cerca de la cabeza de la columna de la Cruzada de los Niños y remonta el vuelo antes de que el que sigue a la columna reciba autorización para salir en su persecución.

Los Cruzados avanzan en medio de nubes arremolinadas de polvo blanco. Los hay de todas las edades pero cada uno de ellos ha sido transformado en un niño, de mente si no de cuerpo, por las memes de las hadas. Algunos levantan las manos hacia el cielo. Algunos tocan flautas o pequeños tambores o sonajas, creando un ritmo desigual que se alza y desciende pero nunca desaparece del todo. Algunos conducen motocicletas o triciclos de tracción solar pero la mayoría camina, sin llevar nada más que un mínimo equipo de acampada, la ropa en las mochilas, una tarjeta de crédito respaldada por la Cuenta que posee la Cruzada en el Credit Lyonnaise y la convicción de que están marchando para salvar a la humanidad, mientras atraviesan Albania a cinco kilómetros por hora durante incluso dieciocho horas al día.

Hasta hace un año, la Cruzada de los Niños no era más una de las muchas sectas derivadas de una meme que proliferaban en las comunidades marginales y privadas del derecho al voto de la Unión Europea. Entonces, repentinamente, casi todos ellos fueron curados, de forma espontánea o deliberada, y un núcleo residual de aproximadamente un millar de miembros se reunió en la frontera albanesa y comenzó a marchar hacia su tierra prometida.

Caminan de neblina blanca en neblina blanca. Esto fue antaño una buena tierra de labranza, pero fue bombardeada con virus por las tropas gubernamentales que se retiraban de los rebeldes y desde entonces nada crece en ella. Las plantas de trigo muertas se desmoronan como fantasmas cenicientos bajo los pies de los caminantes.

Después de hacer un par de tomas de la entradilla, Todd se pone una máscara facial y camina por el borde desigual de la columna. Encima de ellos, el cóptero de la ONU pasa zumbando de un lado a otro como un abejorro furioso. Todd habla con una docena de Cruzados. Sólo uno de ellos, una mujer de mediana edad con prominentes quijadas grises, parece conservar algo de cordura, pero no le dice nada nuevo y entonces, inevitablemente, le pregunta si ya ha sido salvado.

—Un beso —le dice—. Un beso y vivirás para siempre. Vivirás libre.

A su alrededor, algunos otros convierten sus palabras en un canto:

—¡Virarás libre! ¡Vivirás libre!

Todd inventa una excusa y retrocede. Una vez que se encuentra fuera de la columna, saluda con un gesto al piloto del cóptero de la ONU mientras éste pasa a su lado a muy baja altura y trepa por la pendiente para reunirse con Spike.

—¿Has cogido esa última toma?

Spike levanta sus gafas de tele-presencia. Las lentes están cubiertas de fino talco. Dice:

—A través de una nube de polvo. ¿Por qué no se eleva ese cabrón, o se larga?

—Está esperando autorización para aterrizar. Entonces nos arrestará.

—Esperemos que lo haga. No pienso volver andando.

Spike pasa de nuevo la cinta para Todd y le dice que ha tenido suerte: hace seis meses, la mujer le hubiera arrancado la máscara y le hubiera dado un beso de tornillo sin contemplaciones.

—Los cabrones están aprendiendo —dice Spike—. A los lugareños no les gusta demasiado que esas cosas vayan tratando de convertirlos. Son ortodoxos y todo eso.

Todd se quita el sombrero y se limpia un grumo de polvo y sudor de la nuca. Es un hombre alto, fornido, con el cabello rubio y una cara angulosa y abierta. El sudor empieza a llevarse el protector solar de su piel y se ha quemado la punta de la nariz. Le dice a Spike:

—Los dueños de estas granjas son en su mayor parte musulmanes. Los rebeldes son griegos ortodoxos, ¿lo recuerdas? Por eso Glass se convirtió a la Iglesia Ortodoxa. Trata de no olvidarlo.

—Glass era un musulmán americano antes de eso —dice Spike como si eso lo explicara todo.

Glass es el profeta de la Web que ha jurado proteger a la Cruzada de los Niños. Comenzó su carrera como profesor de Estudios Mediáticos en alguna escuela de bellas artes del Medio Oeste y luego se convirtió en anfitrión de la Web y empezó a moderar simultáneamente a una docena de grupos de usuarios, dando una forma definida a su interminable cháchara. Hizo una fortuna con un proyecto de investigación complejísimo que le permitía identificar breves ventanas de previsibilidad en los furiosos Mercados de Valores Mundiales, dilapidó la mayor parte de ella en toda clase de investigaciones absurdas y se trasladó a Grecia, donde erigió un medio virtual legendario al que bautizó como la Biblioteca de los Sueños. Hace un par de meses contrajo matrimonio de forma muy pública con Antoinette, una de las más recientes supermodelos de la virtualidad, y ahora ha prometido salvar la Cruzada de los Niños y traer la Edad de Oro.

El contacto de Todd en Tirana asegura que a su vez tiene contactos que pueden conducirlo hasta Glass. Una entrevista con Glass le supondría a Todd el dinero suficiente como para mantener a raya a sus acreedores durante unos pocos meses. La última de ellas es su hija, que acaba de demandarlo por alienación de afecto. Violetta sólo tiene siete años, por el amor de Dios, y Todd está seguro de que la zorra de su tercera mujer está detrás de todo el asunto. Marcy consiguió que el tribunal le denegara sus derechos de visita, alegando que su estilo de vida estaba afectando a la curva de aprendizaje social de Violetta, y sería algo muy propio de Marcy remover el cuchillo una vez que ha logrado clavártelo en la espalda. Incluso si gana, Todd tendrá que pagar a los dos equipos de abogados y todavía debe dinero por el caso de los derechos de visita.

Todd y Spike observan cómo se aleja lentamente la Cruzada de los Niños por los polvorientos campos. Al otro lado de los mismos hay álamos blancos y, más allá de éstos, un riachuelo medio seco; pero, a pesar del calor y del polvo, nadie abandona la columna.

Todd abre un cartón de Coca Cola Light, toma un trago y se lo tiende a Spike.

—Detrás de todo este asunto hay una historia. ¿Qué puede querer un tío importante como Glass de un puñado de tarados milenaristas?

—Puede que Glass se haya vuelto loco. Puede que esté desesperado por conseguir publicidad.

Spike enciende uno de los mal liados cigarrillos locales y lo enciende con un pesado mechero hecho con un casquillo de bala. Se frota las marcas rojizas que las gafas de telepresencia le han dejado alrededor de los ojos. Es del sur de Londres, duro y estevado y tozudamente pesimista.

—Son como los chinos —dice Todd mientras le sobreviene una inesperada inspiración.

Spike escudriña con los ojos entornados la lejanía donde, por encima de la nube de polvo, las lentes de su cámara robotizada reflejan destellos de luz de sol. Le ha ordenado que siga al cóptero de la ONU para que su LA vaya adquiriendo práctica.

Todd dice:

—La Larga Marcha. El presidente Mao. China.

—¿No estuvimos en China hace un par de años?

—Aquello era el Tíbet.

—Es lo mismo.

—Sabes que no lo es, bastardo.

—Sé que es el sitio en el que cogí la peor diarrea de mi vida.

Todd arroja el cartón vacío de Coca a la cabeza de Spike.

—Tú nunca tienes diarrea. Lo único que comes es McBasura.

—Debió de ser una hamburguesa de yac —dice Spike. Y añade, con aire reflexivo—. Aquélla fue una buena historia, la de los budistas clandestinos.

—Fue una historia triste de cojones.

—Sí, bueno, éste es un mundo triste de cojones, jefe.

La Cruzada de los Niños continúa avanzando a buen paso entre la polvorienta neblina. Hay cerca de un millar de personas viviendo en la arcología de Denver en la que Todd posee un apartamento de una habitación. Bajo nombre falso, claro, porque tres de sus cuatro ex esposas tienen derechos legales sobre cualquier cosa que adquiera hasta final de siglo. Nunca había pensado en toda la gente que vivía a su alrededor, como gusanos en celdillas en el interior de un madero podrido. Pues allí están. La tórrida luz del sol atraviesa el polvo blanco. En la lejanía, un segundo cóptero azul pólvora está describiendo un amplio giro sobre los campos esterilizados por los virus para acercarse a ellos.

—Ahí vamos —dice Spike. Da una última calada al cigarrillo, lo apaga y guarda lo que queda en el bolsillo delantero de su chaqueta.

Todd dice:

—¿Qué pasaría si todos ellos se dispersasen y empezasen a convertir a otros? Nadie ha pensado en ello, ¿verdad? Quiero decir, ¿cuánta gente en Albania puede permitirse un programa de inmunización universal?

—¿Cómo si fueran vampiros? —Spike vuelve a ponerse las gafas—. A ese lo mataron. Le clavaron una estaca en el corazón y lo colgaron en un cruce de caminos. Piensa en ese rollo de la Larga Marcha. Podría valer para abrir la crónica.

Sobre la columna de la Cruzada de los Niños, la cámara robotizada se abalanza, gira y vuela delante del cóptero que no tardará en aterrizar para arrestarlos.

Todd y Barry Fugikawa utilizan las imágenes en las que aquél hace la comparación con la Larga Marcha mientras la columna avanza por detrás, y después unas tomas con individuos de la multitud, algunos de los cuales resultan todavía reconociblemente humanos mientras otros han sido profundamente modificados por los fembots de las hadas. Fugikawa pega algunos videos de archivo, vagabundos que cruzan Francia y Alemania y las pequeñas repúblicas y monarquías de los Balcanes, la reunión de la Cruzada y el inicio de su marcha final en la frontera entre Albania y Montenegro. Una imagen fugaz del rostro azulado y anguloso de un hada y luego un corte de vuelta a Todd en el que se le ve preguntándose a dónde se dirige toda esta gente, cuál es el pensamiento que los impulsa antes de concluir que nadie lo sabe todavía. Una toma del cóptero de la ONU descendiendo, mientras una voz explica que después de hacer su declaración, Todd Hart fue arrestado.

Le consigue dos minutos de emisión en la Cadena de Noticias Rolling. Mañana nadie lo recordará excepto los aproximadamente diez mil fans de las interminables guerras de los Balcanes. Sin embargo, en su habitación del hotel, con el visor y las manoplas, Todd se estremece con una estúpida oleada de orgullo excitado. Aun cuando está haciendo un simple trabajo de relleno, siempre experimenta la emocionante sensación de estar transmitiendo una revelación desde el interior de las cosas.

Fugikawa le dice que la mención a la Larga Marcha es un cliché pero, qué demonios.

—A nadie le importa esta mierda salvo a los teleadictos, y a éstos ni siquiera demasiado.

—Les importaría si las plagas meméticas volvieran a estallar —dice Todd, y el editor lo mira con una profunda fatiga pintada en sus tristes ojos de bulldog y le pregunta si es que tiene alguna pista.

—Puede que sí —dice Todd, y se acuerda de ordenarle a su parcial que le guiñe un ojo al parcial de Fukigawa. Esta idea de la paga es una mentira flagrante, pero las noticia son un estadio en el que las mentiras resultan a menudo el comienzo de una senda tortuosa hacia una verdad u otra.

La imagen de la anciana pende de la ventana del ordenador. Fugikawa la anima y conecta el bucle en el que le pide una vez tras otra a Todd que se reúna con ella.

—No te aproximes demasiado —dice Fugikawa—. Seguro que no quieres terminar teniendo este aspecto.

Por un momento deja de ser Walter Matthau y se convierte en un Buda, completamente desnudo a excepción del taparrabos, con piel dorada y orejas prominentes, un tercer ojo pintado en la frente y una flor de loto blanco en las manos unidas.

Buda dice:

—Espera a que la historia vaya a ti —y entonces Walter Matthau vuelve a estar allí. Se da unos golpecitos en su bulbosa nariz—. En los viejos tiempos te hubieran llamado gacetillero, y los gacetilleros nunca duraban demasiado. Espabila. No estás informando sobre el fin del mundo. Sólo sobre el final de una secta moribunda.

Todd dice con aire despreocupado:

—Eh, ¿cuánto tiempo llevo en este oficio?

—Lo suficiente como para tener una reputación, y no me digas que no lo sabes. Tráeme algunas historias de color local. Deja que la gente importante se preocupe de la visión de conjunto.

—Gracias por el consejo.

—No nos gustan los reporteros a tiempo parcial que van dando tumbos por ahí sin saber qué hacer. Incluso si ese reportero a tiempo parcial es el Hombre Salvaje de Atlanta. Lee tu contrato.

—Mi agente lo leyó. Dice que es un pedazo de mierda.

—Pero lo firmaste.

Alguien llama a la puerta. Todd dice:

—Tengo que irme. Puede que sea el Presidente de Albania con un trago.

Es Spike.

—Caza de hadas —dice—. Todo el mundo va a participar. Espabila. Te hará bien.

De modo que Todd pasa la siguiente hora persiguiendo por corredores oscuros a un hada que el corresponsal de Reuters asegura haber visto mientras se dirigía hacia la escalera de emergencia. Los demás periodistas están colgados de brandy y kif locales y hacen un montón de ruido mientras bajan las escaleras en dirección al sótano, y corren por pasillos vacíos y lavaderos que ya no se utilizan.

Todd ve un pedazo de papel azul que asoma detrás de una esquina, se lanza tras él y se topa directamente con una alta figura que se desploma a su alrededor en una maraña de papel plástico de color azul y cables de memoria. Los demás se ríen mientras se desenreda. Una cámara robotizada choca contra el techo mientras enfoca sus lentes sobre la escena.

—Cabrones —dice Todd—. ¿Quién paga esta ronda?

Beben y luego beben más. Alguien compra al gerente nocturno una botella de champaña para aplacarlo y éste les pregunta afablemente si se sienten solos. Aquí todas las chicas y chicos son muy limpios, les dice, él mismo se asegura de ello. El champaña es búlgaro y tan amargo como aceite quemado.

Todd regresa tarde a su habitación. El ordenador sigue conectado y entra en la oficina. Barry Fugikawa se ha marchado hace tiempo —la sala de noticias está desierta, lo que es raro—, pero el bucle de la anciana sigue funcionando en la pantalla del ordenador. Todd lo observa con lo que cree que es satisfacción profesional, y está a punto de desconectarse cuando un movimiento en el extremo más lejano de la sala de prensa vacía llama su atención. Hay un hombre envuelto en llamas sentado frente a un ordenador. El fuego recubre su piel y forma una titilante y espectral corona alrededor de su cabeza. Señala a Todd y al instante desparece.

Todd envía a su parcial al lugar, sospechando que se trata de otra broma. La mesa frente a la que se encontraba el hombre ardiente está marcada con dos huellas de pie chamuscadas, y la plataforma de memoria humea mientras sus bordes hierven de chispas que se forman y vuelven a formarse con patrones de jeroglíficos extraños.

—Buen truquito, chavales —dice Todd al aire vacío. Arroja la humeante plataforma a la papelera y se va a la cama.