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Salvada

Seis meses más tarde, Morag recibe una postal de Alex. Ha regresado a Edimburgo y vive con sus padres en la casa familiar de la tranquila calle sombreada de árboles de Morningside. La poca atención que atrajo entre los medios de comunicación se ha disipado ya: la historia del pequeño niño desaparecido se perdió muy pronto en la inundación de especulaciones sobre las causas de la desaparición del Reino Mágico y la ruina de la Interfaz.

Tan pronto como le fue posible había dejado un mensaje para Alex en la Web. Si no llegaba hasta él, quizá algún miembro de su círculo de teóricos de la conspiración pudiera hacérselo llegar. El mensaje no era más que lo que la mujer le había dicho, y no esperaba una respuesta.

Mientras tanto, recibió terapia intensiva con fembots para eliminar la cosa que se había alojado entre los músculos de su lengua y había extendido sus seudoneuronas en el interior de su sistema límbico. Los doctores querían hacerle algunas pruebas antes de quitárselo, pero ella insistió en que se lo extirparan de inmediato. Al fin y al cabo, el niño todavía tenía el suyo y su padre estaba vendiendo su historia a los canales de noticias, y sin duda estaría complacido de poder vender también los derechos de investigación.

Eso es lo que más le duele, aunque no debería haber esperado otra cosa. En cierto sentido, el padre del niño tiene razón. Ella se impuso el deber de rescatarlo sin que nadie se lo pidiera. No debería esperar recompensa alguna.

Resultó sorprendentemente fácil reincorporarse al programa de ayuda social. Le duele el brazo izquierdo a causa de la inyección de una variedad de fembots que modificarán las células T4 de su sistema inmunitario para permitirles reconocer un amplio espectro de virus y bacterias infecciosos. Ya ha realizado todos los informes pertinentes. Dentro de una semana estará en Yibuti, donde ha vuelto a estallar una guerra civil entre dos grupos étnicos rivales, los afars y los issas, que ha obligado a un millón de personas a huir de la capital.

Cuando Morag regresa de Tiso con unas botas recias para la sabana, una docena de camisetas y un sombrero con mosquitero, su madre dice que ha llegado una postal para ella.

—Alguien la ha entregado en mano. Una de esas jovencitas con esos trasplantes de pelo tan divertidos.

Es la foto de una impresionante fortaleza, murallas blancas que se alzan desde unos acantilados de piedra caliza gris contra un horizonte de montañas cubiertas de nieve. En el reverso, Alex ha escrito con una caligrafía apretada pero pulcra, Escucha cuidadosamente.

—No es pelo —dice su madre— sino una especie de gorro de plumas brillantes. Como las de un pavo real.

—¿Ha dicho algo?

—Que era para ti. Sabía tu nombre. Luego se ha marchado. ¿Quieres un té? Todavía queda una pizca de Earl Grey.

Morag pulsa el diminuto interruptor de voz de la postal. En un inglés con un acento muy marcado, le dice que se trata de una foto de la ciudadela de Gjirokastra, uno de los mejores ejemplos de las fortalezas bizantinas y otomanas de los Balcanes.

—… que ha fascinado a los viajeros occidentales desde que Byron y Edward Lear se aventuraron por esta zona en el siglo XIX. Algunos aseguran que la fortaleza de Berat es un ejemplo más característico del estilo otomano, pero la espectacular situación de Gjirokastra contra las montañas de Buret…

Morag acerca la postal a su oído y vuelve a encenderla. La voz suena de nuevo y, por debajo de ella, distingue el acento londinense de Alex. Sólo dice siete palabras, y ella tiene que hacer callar a su madre y volver a escuchar el rollo de la postal antes de comprender el mensaje…

—Sigo buscando el País de las Hadas —dice.