17

La reina de las hadas

Morag ve a Armand volverse en su asiento mientras el jeep pasa a su lado y se aleja, y empieza a correr detrás de él. Alex Sharkey también se encuentra en el jeep, sentado junto a la guardia de seguridad que la expulsó del perímetro del Reino Mágico. El jeep dobla una esquina y se pierde en la noche. Morag continúa a paso firme en dirección al único lugar al que pueden haberse dirigido.

Otros jeeps empiezan a adelantarla, dirigiéndose todos en la misma dirección. Morag sacude el pulgar y casi al instante uno de ellos se detiene. Está tan asombrada que no se mueve hasta que el conductor le grita y entonces sube al asiento trasero. Otras dos personas vestidas con monos naranja como el suyo le hacen sitio.

El vehículo pasa junto a los badenes de las cortinas de aire y gana velocidad en la carretera del perímetro, en medio de un convoy de jeeps y camiones. La mujer que está sentada junto al conductor mira un televisor de pantalla plana que descansa sobre sus rodillas y en un momento dado se vuelve y grita:

—¡Han dejado la carretera! ¡Se dirigen al perímetro!

Entonces el jeep cruza la vía férrea y corona un alto y Morag puede ver lo que está ocurriendo. La gente marcha a través de las suaves colinillas y depresiones del vertedero en pos de media docena de excavadoras y volquetes que se dirigen con los faros encendidos hacia la iluminada frontera del Reino Mágico. Sobre ellos, el estruendo de un helicóptero, que sondea a la multitud con un puntero láser.

El jeep se desvía bruscamente para detenerse junto a dos camiones aparcados espalda contra espalda, y Morag desciende con los demás. Varias personas vestidas con monos naranja están descargando rollos de alambre de espino. Más allá de los camiones, los rollos que son activados saltan y bailan mientras se colocan en posición, soltando pulcras bobinas que trepan las unas encima de las otras y despliegan racimos de agujas afiladas como navajas. Otras personas con tanques a la espalda llevan atomizadores con forma de varita y levantan enormes terraplenes de goma espuma.

Ahora Morag puede oír a la multitud aullando como un solo hombre frases penetrantes y contundentes, pero no logra distinguir qué están gritando. El helicóptero desciende. Braman sus altavoces y entonces una voz que es como la voz de Dios le dice a la gente que se disperse.

La multitud reacciona como un solo organismo. Un bosque de brazos se agita en el aire y luego la muchedumbre sigue adelante. Las excavadoras escupen nubes de humo mientras aceleran y derriban las vallas del extremo de los vertederos. La primera de ellas choca contra la alambrada y sigue adelante, arrastrando tras de sí una gran longitud de alambre hasta que se topa con el muro del perímetro del Reino Mágico. Se para, como si estuviese aturdida, la hoja enterrada bajo una avalancha de bloques de hormigón.

La gente se lanza hacia delante y arroja arcos de líquido a los terraplenes de goma espuma, que empieza a disolverse rápidamente conforme fembots de multiplicación exponencial devoran los enlaces cohesivos del material.

Dos excavadoras arrojan montones de basura sobre una sección de las alambradas y la gente empieza a trepar por esta rampa improvisada.

Morag corre para unirse a ellos, sonriendo como una maníaca, gritando que es una amiga, que está de su lado. Un hombre abre los brazos y la coge y da vueltas con ella. Es uno de los conductores del Equipo Móvil de Socorro, Kristoff.

Juntos, avanzan corriendo en medio de la multitud.

—Es ella —no deja de decir Kristoff a cuantos los rodean—. ¡Es ella! ¡Es Morag Gray! ¡La mujer de la televisión!

Y la gente sonríe y le estrecha la mano a Morag. La conocen. Una anciana vestida con media docena de jerséis deshilachados la besa en la mejilla; un hombre le ofrece un trago de vino de un cartón sin marca. Kristoff le dice que la llamada se extendió por la Web hace pocas horas, cuando alguien insertó una emisión pirata en las programaciones de la mayoría de las emisoras de televisión locales. Gente de las aldeas de recicladores, vagabundos e indigentes llegados desde París, radicales y ciudadanos ordinarios: todos han venido juntos. Es una manifestación espontánea, instantánea, que ha tomado por sorpresa a la policía y a las fuerzas de seguridad de la Interfaz. Morag piensa en Max y luego se pregunta cómo iba a poder él organizar ni una décima parte de todo esto.

Kristoff dice:

—¡Se produjo! ¡Se produjo sin más! ¡Organización espontánea!

Un gran vítor se eleva a su alrededor. Morag se da cuenta de que se encuentran en el interior del Reino Mágico. Una docena de mujeres vestidas con una especie de uniforme hecho de chaqueta de cuero negro y vaqueros blancos se lanza inesperadamente hacia uno de los puentes que cruzan el lago. La gente se está dispersando en grupos confusos. A un lado, el tejado de una casa de falso gótico flamígero está de pronto ardiendo y sus llamas se reflejan en las negras aguas manchadas de espuma del lago. Hay gente por todas partes, corriendo de pronto libre por todo aquel escenario de fantasía.

Morag también corre. En algún lugar bajo el Reino Mágico se encuentra el niño raptado por las hadas. Corre hacia las puntiagudas torres del gran castillo sólo porque es un centro. Las llamas de los edificios incendiados proyectan una sombra danzarina delante de ella.

Alguien se yergue en el puente levadizo que conduce al interior de las altísimas murallas grises.

Es el elfo, Primeros Rayos del Nuevo Sol Naciente.

Espera mientras Morag recupera el aliento. La espalda está caliente bajo el mono y el resto del cuerpo helado de sudor húmedo. Al fin logra decir:

—He venido a buscar al niño.

Ray muestra toda su afilada dentadura.

—No es mío para dártelo. Pero ven conmigo de todas maneras. Lo encontramos.

—Si es un truco te partiré la columna vertebral.

—Estás pensando como esa mujer grosera. Confía en mí. He hecho un trato.

—¿Por qué debería confiar en ti?

—¿Y por qué no?

Ray toma una de las manos de Morag. Su piel está caliente y seca. Morag deja que la guíe a través de la puerta del castillo. De pronto, el elfo deja ir su mano y grita a la oscuridad:

—¡Ésta es la mujer!

Otro elfo salta sobre la espalda de Morag. Ella se revuelve pero el elfo está aferrado a su cintura con las piernas. Unos dedos fuertes le tapan la nariz hasta que tiene que abrir la boca para respirar. Le meten un pegote de algo que tiene la textura del hígado, y cuando trata de escupirlo ya se ha disuelto en el interior de su lengua.

—¡Es ella la que quiere esto! —está gritando Ray—. ¡Es ella la que quiere esto! ¡Yo no!

Entonces levantan a Morag y la cargan sobre unos hombros musculosos. El hocico de un animal se pega a su cara. Unos colmillos le pinchan las mejillas. Los colmillos están cubiertos de plata. Las garras atraviesan el mono mientras la cosa la sujeta con más fuerza y se la lleva por largos corredores iluminados por una tenue fosforescencia.

Morag está tendida bajo las ramas desnudas de un gran árbol, sobre una alfombra de piel que genera calor animal y se eriza debajo de ella, mientras trata de ponerse de rodillas en el frío aire. Extraños rostros azules emergen y se sumergen en el amplio círculo de luces parpadeantes dispuesto alrededor del árbol. Rostros alargados y lúgubres con anchas bocas sin labios, rostros con bocas coronadas por dientes desiguales, como viejos cuchillos de sierra, o rostros envueltos en una pelaje de púas, rostros con hocicos de cerdo o alargados y hoscos morros, rostros tan redondos como la Luna, con diminutos rasgos en el centro, gente, pequeña, extraña, de piel azulada.

Hadas.

—Ya casi es la hora —dice Ray.

Morag se vuelve. Ray está de pie junto a una mujer que se sienta en una silla sencilla de respaldo alto. La mujer se cubre con una larga capa de terciopelo forrada de piel. Un yelmo de fantasía erizado de escarpias y cuernos oculta su rostro. En vez de ranuras para los ojos, tiene cuatro lentes facetadas del tamaño de platillos, que hacen parecer que tiene la cabeza de una mantis. Un cable discurre desde la parte trasera del yelmo hasta un ordenador que descansa sobre la hierba marchita.

—La he traído —dice Ray—. Soy fiel a mi palabra.

La mujer alza una mano y se quita el yelmo. Su rostro, el perfil tan aguzado como el de un cuchillo, es el mismo rostro que, desde carteles y paginas arrancadas a las revistas, desde las pantallas de televisión, desde el aire sobre la Interfaz, bendice con su presencia a cada una de las chabolas y las cabañas de las aldeas de recicladores de París.

Un hada se pone en pie y toma el yelmo de manos de la mujer. Ésta le dice a Ray:

—La hubiéramos cogido de todas maneras.

Ray muestra los dientes.

—He hecho mucho por vosotros, aparte de ella. Ya hablamos de esto, dijiste que me ayudarías, que ayudarías a los míos.

—No hago tratos con los elfos. Me has ayudado porque sabes lo que soy. No deberías esperar nada a cambio.

Hace un ademán y un hada musculosa y estevada se adelanta. Sonríe a Ray. Sus dientes están fundidos en dos curvas irregulares de marfil.

Ray mira a Morag con algo parecido a la desesperación y ésta dice, mientras el corazón le late a toda prisa:

—No puedo ayudarte, Ray.

Ray profiere un aullido y se abalanza sobre el círculo de hadas. Lleva un cuchillo en la mano y su filo negro y curvo lanza estocadas a derecha e izquierda, pero las hadas se limitan a apartarse y dejarlo, y él se sumerge, todavía aullando, en la oscuridad.

La mujer dice a Morag:

—Ya ves que no soy cruel.

—Has utilizado a Ray. Creo que también me estabas utilizando a mí. Y a Alex.

—Por supuesto.

—No voy a juzgarte. Pero no creo que seas buena.

—Quieres recuperar al niño y lo tendrás. Para empezar, nunca debieron llevárselo.

—Alex dice que te hacías llamar Milena, pero ése no es tu verdadero nombre, ¿no es cierto? Quiero decir, no más que…

—He cambiado y muy pronto volveré a hacerlo. Muy pronto no importará cómo me haga llamar. Me queda poco tiempo aquí, pero es tiempo más que suficiente para que veas con tus propios ojos lo que vas a arrebatarle al niño. Después de todo, es lo justo.

La mujer señala a un hada y ésta se adelanta, se arrodilla delante de ella y la observa con mirada expectante. La mujer extrae una pequeña botella de plástico medio llena con un fluido denso y lechoso que derrama en la boca del hada. Ésta se acerca a Morag, toma su cara entre sus calientes y secas manos y la besa. Morag se debate, da patadas y la derriba, pero no antes de que el dulce sabor de su lengua haya penetrado en la de ella. Y entonces la violación deja de tener importancia, porque Morag ve.

La noche está viva de luz, un río de estrellas transportado por seres de rostros graves, hermosos, secretos, que se alzan de la oscuridad y se pierden en la lejanía en un ciclo interminable.

—Camina conmigo un rato —dice la mujer mientras extrae una delicada y luminosa varita. Vierte un resplandor lechoso sobre la negra piel de su semblante. El árbol parece alargar las ramas hacia abajo, hacia la luz, como podría hacer un hombre con las manos hacia el fuego.

Morag puede notar el anhelo que siente el árbol por la luz mientras se alejan; por un momento cree posible que saque las raíces de la tierra y las siga, negándose a permitir el discurrir del mundo hacia la primavera.

La mujer dice:

—He enviado mis palabras con el viento, y aquellos que pueden reconocerlas sabrán adónde deben ir.

—Quieres que el Reino Mágico sea destruido, ¿verdad?

—Fue un error permitir que siguiera viviendo cuando dejó de serme útil. Lo hice por indulgencia hacia mis hijas y ellas me han traicionado ¿Sabes quién vivía aquí antes de la Historia?

Morag dice que no lo sabe. Tiene la sensación vaporosa de estar caminando en un sueño.

—Eran seres velludos, principalmente, y vivían en agujeros de la tierra. Cuando las primeras personas de verdad se establecieron aquí, con sus hachas de cobre puro, los seres velludos les robaban a sus hijos. Algunas veces los niños podían ser recuperados, pero nunca podían volver a ser humanos. Puedes llevarte el niño que se llevaron mis hijos, con esa advertencia. Él siempre estará conmigo.

Han estado ascendiendo por una ladera y ahora llegan a la cima. Más allá, una larga procesión recorre la tierra. Desde aquel punto elevado parece interminable, aunque Morag sabe que eso no es posible, porque de ser así habría estado marchando desde el principio de los tiempos, o no tendría destino sino un fin en sí misma, después de haberse tragado su propia cola. Se aleja marchando de una ciudad en llamas donde enormes espectros de luminosa palidez merodean por el aire, donde zumban y castañetean insectos gigantes. Un enorme castillo se alza entre las llamas, irguiendo hacia los cielos sus enroscadas torres.

Morag sabe que ése es el verdadero aspecto del Reino Mágico, y al mismo tiempo sabe también que es una alucinación, pero no le importa. La manera en que el mundo ha sido transformado le provoca un gozo vertiginoso y espeluznante. Es feliz. Su miedo se ha convertido en felicidad, y eso es precisamente lo que la asusta.

—Caminamos hacia el futuro, como siempre hemos hecho, segundo a segundo, pero el tiempo es mucho más rico ahora que cada segundo contiene una gavilla entera de años en su tictac. El País de las Hadas no es un lugar —dice la mujer—, es un potencial hiperrevolucionaro. Es el lugar en el que podemos soñarnos a nosotros mismos y darnos a luz. No olvides decirle esto a Alex si lo ves —hace un gesto en dirección a la oscuridad—. El pobre rey de mis hijos.

Un grupo de hadas, esbeltas y hermosas, asciende la ladera charlando animadamente y se inclinan mientras pasan junto a la mujer. Detrás de ellas camina penosamente un hombre alto, fornido y tuerto, vestido con algunas piezas de armadura y harapos de piel. Una serpiente venenosa se enrosca alrededor de su muñeca izquierda y muerde la carne tierna e hinchada. Lleva hojas de hiedra en el pelo y su ojo destrozado vierte gotas de sangre que se trocan por vapor cuando tocan el helado suelo.

La mujer le ordena que se aproxime. Él se arrodilla y dice:

—He fallado. Perdonadme.

—Te perdono porque has fallado —dice la mujer. Toca la sangrante herida de su ojo con sus largos y blancos dedos—. No puedo curarte, y quizá sea mejor así.

—Fueron las Gemelas —dice el hombre—. Ellas hicieron salir al señor Mike.

—Sí, sí —dice la mujer con impaciencia brusca.

Morag sabe quién es este Rey.

Él dice con voz suplicante:

—Yo no las creí cuando dijeron que gobernarían el mundo, pero puede que el señor Mike sí lo hiciera, ¿no creéis?

—Puede que mis hijos gobiernen el mundo un día… ¿quién sabe? Pero no será aquí, todavía no. Ahora descansa.

Y el Rey se transforma por completo en piedra, a excepción de una hilera de brillante sangre que discurre por su mejilla de granito y cae sobre su pecho gris como una condecoración.

La mujer se vuelve hacia Morag y dice:

—¿Sabes algo sobre el moho del limo?

Morag sacude la cabeza. Apenas alcanza a recordar quién es; el corazón le late con tal fuerza en el pecho que teme que en cualquier momento pueda desbordarla la fuerza de su propia sangre.

—Supongo que la biología básica ya no forma parte de la instrucción médica. No hay necesidad de que lo sepas, salvo que puedes decirle a Alex que habrá una gran diáspora y que se producirá una unión todavía mayor. Él me seguirá, mi pobre y fiel Merlín. Puede incluso que llegue a averiguar lo que pretendo hacer, pero para entonces será demasiado tarde. Puedo hacer lo que se me antoje. Ninguna corporación o gobierno puede detenerme por sí sola, y no se unirán hasta que sea demasiado tarde. Siempre ocurre así. Nadie de los que cuentan se toma seriamente el futuro porque no pueden sondear los votos de los que todavía no han nacido y mucho menos beneficiarse de ellos. Y cada vez más, la gente vive en el pasado, refugiada frente los vientos del futuro. Bien, un día, bastante pronto, derribaremos sus casas. Ya lo verás.

—El niño —dice Morag, y al instante está caminando por un prado, empapada de luz de sol. Conejitos blancos como la nieve, aunque también podrían ser ratones o ratas, la luz es demasiado brillante, se asoman tras la hierba cubierta de rocío. El niño corre delante de ella, riendo de gozo.

La mujer dice:

—Es mi nieto, ¿sabes? Todos lo son, y así he sido castigada por las muertes de todas esas niñas.

Vuelve a ser de noche. Morag dice lentamente:

—Todas ellas vivían cerca del Reino Mágico. Todas habían nacido después de la llegada de las hadas.

—Mis propios hijos decidieron crear más hijas y, por accidente, un hijo. Debería haber sabido lo que estaban haciendo, pero estaba… preocupada. Vivía otra vida mientras esperaba a que mis propios planes madurasen. Fueron muy listas. Tomaron los núcleos de sus propios ovarios y los implantaron en espermatofitos artificiales. Cómo se rieron al ver concebir a las mujeres, al ver crecer sus vientres, etcétera. Eso ocurrió hace cuatro años, cuando fundamos el Reino Mágico. Y entonces cosecharon a sus medio-hermanas.

—Las mataron.

—Mis hijas fueron concebidas para sobrevivir. Pensaron que ésta era la manera de conseguirlo, y quizá hubiesen logrado reunir un extraño y terrible ejército contra mí. Parte de su castigo es que no las interrogaré ni dejaré que se expliquen. ¿No hay más preguntas? Bien. Estoy cansada. Cansada de las preguntas.

Morag advierte que la mujer ha estado menguando. Cuando dice la última palabra, ella y su séquito le llegan a Morag por las rodillas. Entonces se da cuenta de que no es que estén menguando, sino que se alejan volando de ella. La velocidad de su marcha hace que sus ropajes ondeen y se agiten a su alrededor como banderas. Sólo el Rey gris permanece inmóvil. Morag cae de rodillas, se tiende sobre el suelo, para observarlas desaparecer en inconmensurables distancias, y entonces despierta.

Está tendida sobre una fría y desolada ladera, en una pequeña isla de hierba rodeada por un mar de tierra pisoteada. El árbol que extiende su red de ramas contra la luz gris llena de manchas no es más que un árbol. Entre sus raíces, cubierto por una manta naranja de la beneficencia, yace el niño, durmiendo ruidosa, dulce, inocentemente. Salvado.