16

El Reino Mágico

Cuando vienen a buscar a Armand, éste trata de derribar a uno de los guardias y escapar corriendo, pero otro de los guardias entra primero con una porra de goma y Armand cae, mientras su rodilla derecha estalla de dolor. Tienen que arrastrarlo hasta el ascensor que los conduce al nivel de servicio del gran hotel, aunque él apenas se da cuenta. Está tan hambriento de soma que todo, hasta el dolor de su rodilla, parece ocurrir a una gran distancia, en un mundo frío, gris y muerto.

Unos guardias que parecen agobiados por algo y que hablan constantemente por los micrófonos montados sobre sus cabezas indican con gestos a los dos hombres que llevan a Armand que sigan adelante. Detrás de ellos trota un hombre vestido con un traje de una pieza diciéndoles que se apresuren. En el exterior de la entrada de servicio hace frío y está oscuro. Un jeep los espera allí y Armand no se sorprende al ver al hombre gordo sentado en el asiento trasero. Él tiene que sentarse junto al conductor. Sus esposas están atadas a la barra antichoque y uno de los guardias, una mujer grande y rubia, se sienta detrás de él y le dice que si le causa el menor problema le meterá el táser por el culo, tan adentro que le saldrán las chispas por la boca.

El señor Mike se comería su hígado, piensa Armand, y se ríe para sus adentros. No saben que no han matado al señor Mike. Se ha enroscado como una serpiente en el interior del cráneo de Armand.

El hombre gordo le pregunta cómo se siente y Armand responde, desafiante:

—Nunca he estado mejor.

—¿Qué te prometieron?

La guardia rubia dice con severidad:

—Silencio los dos.

—Vamos a movernos señores —dice el hombre del traje. Es muy joven, tiene la cabeza rasurada y las cejas depiladas. Lleva los pómulos teñidos de colorete, lo que le presta la apariencia agitada de un tuberculoso. Dice—. El tiempo corre.

—No necesitamos a este gordo cabrón —dice la guardia rubia—. Se supone que ésta es una simple incursión, no un viaje turístico. Es mi culo el que está en juego.

Armand se da cuenta de que van a llevarlo al Reino Mágico y sonríe para sí. Una vez que estén allí, Ellos se ocuparán de estos idiotas y luego todo volverá a estar bien.

—No solo el tuyo —dice el hombre joven—. Todo el equipo te acompaña.

—Sólo estoy aquí para ayudar —dice el hombre gordo con voz suave—. He hecho un trato con tus jefes, no contigo.

La guardia rubia atrae al joven hacia sí, lo besa y luego lo aparta de un empujón. Dice:

—Ahora yo estoy al mando —y le dice al conductor que se ponga en marcha.

El trayecto entre la Interfaz y el perímetro del Reino Mágico es corto. El jeep no pasa de tercera una sola vez. Armand lo observa todo con interés. Nunca ha estado en la Interfaz antes de hoy. Levanta la mirada hacia las gigantescas figuras transparentes que penden del negro aire sobre los edificios, observa a las diferentes personas que el jeep deja atrás. Cree ver a la mujer a la que se suponía que debía matar, pero, cuando se vuelve, la guardia rubia le da un golpecito con el táser en un lado de la cabeza.

Probablemente fuera un fantasma, piensa Armand, pero no puede sacarse de la cabeza la forma en la calle que se ha detenido y lo ha mirado directamente. Llevaba un voluminoso mono naranja. Se ha cortado los negros cabellos.

El jeep salta sobre los anchos badenes que cruzan la carretera, mientras el viento se arremolina a su alrededor, deja atrás las plantaciones de las altas y estilizadas trampas de aire y por fin aparca a un lado de la carretera. La guardia rubia suelta a Armand de la barra antichoque, cierra las esposas alrededor de su propia muñeca y lo conduce por una ladera cubierta de hierba hacia las vías del tren que hay debajo, junto a la entrada del túnel. A la luz de las poderosas linternas de los guardias, distingue el contorno vago de uno de los signos de las hadas. Sonríe al saborear cómo recuerda el señor Mike la carnicería.

Un hombre, voluminoso a causa del rígido chaleco antibalas que lleva bajo una chaqueta acolchada sin abrochar, espera al otro lado de las vías. Su cinturón está lleno de bolsillos y pequeñas bolsas. Lleva la frente y las mejillas embadurnadas con algo negro. Es uno de los que andan haciendo el tonto en los linderos del Reino Mágico, uno de los pequeños y sucios espías a los que las hadas les gastan bromas cuando no tienen nada mejor que hacer.

Al igual que la guardia rubia, este idiota no se siente complacido al ver al hombre gordo. Éste dice:

—He hecho un trato con los peces gordos, Bloch, lo mismo que tú. No te preocupes, seguirás llevándote tu porcentaje.

Armand dice:

—Estáis todos muertos al venir aquí.

—Cierra la boca —le dice la guardia rubia.

El hombre gordo dice:

—A ti también te matarán, Armand. Eres un arma rota. Ya sabes lo que les pasa. Tu única oportunidad es ayudarnos.

Es lo mismo que no han parado de decirle en la habitación del hotel, después de que los técnicos le hubieran sacado muestras de sangre y hubieran puesto su cabeza en un armazón y examinado las diferentes secciones de su cerebro, pintadas con falsos colores en una pantalla de televisión. Mentiras. El Pueblo no lo abandonará.

Armand dice astutamente:

—Dejadme ir con él —señala con su mano libre al hombre gordo— y os traeré lo que queráis.

El hombre gordo dice:

—Es una posibilidad.

Bloch dice:

—Eso te gustaría, ¿verdad?

Armand dice:

—Sólo lo ayudaré a él. A nadie más.

—Necesitas el soma —dice Bloch—. Puedo ver lo hambriento de soma que estás. En cuanto lo olisquees nos seguirás ayudando. Claro, y yo me lo creo.

—¡A callar todos!

La guardia rubia se lleva una mano al oído izquierdo. Armand ve que está apretando un botón de color carne.

Ella dice:

—El gusano de vigilancia está en el sistema, preparado para activarse. Una vez que lo haya hecho, tendremos diez minutos como máximo, pero probablemente no más de seis, para atravesar el perímetro. La seguridad humana tendrá las manos ocupadas con los manifestantes, pero las IA ni siquiera pestañearán. Vosotros dos seguiréis el plan previsto, punto. Ahora estáis en nuestro equipo. Cagadla y me encargaré de vosotros en el acto.

Se coloca una máscara sobre la boca, unas gafas en los ojos. Lo mismo hacen los dos hombres. Alex sonríe. Son tan débiles que ni siquiera se atreven a respirar el aire viviente del País de las Hadas.

La guardia rubia dice:

—Antes de que a alguno de vosotros se le ocurra alguna idea ingeniosa, recordad que el gusano sólo desvía parte de la información recibida por las cámaras, no la destruye. Haced alguna estupidez y os destruirán mientras salimos —vuelve a tocar el botón de su oreja—. Está activado.

Hay un hueco poco profundo bajo la valla y uno por uno ruedan por debajo de ella. Armand se asegura que la guardia rubia tiene que tirar de él, aunque eso le hace daño en la muñeca. Una vez dentro, ella saca una pistola ametralladora del interior de su chaqueta de cuero.

—Eh —dice Armand—. He oído hablar de ésas —pero nadie le está prestando atención, están demasiado ocupados mirando a derecha e izquierda.

Una ancha franja de hierba seca y alta se extiende en todas direcciones, brillando bajo la distante luz de los focos. Bloch les dice que esperen y se mueve entre la hierba interpretando una danza de culebra que no le servirá de nada.

El hombre gordo le susurra a Armand:

—¿Dónde están tus amiguitos?

—A nuestro alrededor, por todas partes. Pueden oírnos. Pueden oler tu sangre mientras se mueve por debajo de tu piel.

Armand está excitado. Tiene una erección. Toda su piel trepida con pequeñas sacudidas de electricidad nerviosa. Quiere atravesar corriendo la hierba, atravesar corriendo salvaje el Reino Mágico. Quizá esta vez pueda perseguir a las Gemelas. Quizá pueda asustarlas tanto que no vuelvan a mofarse de él ni vuelvan a dispararlo. La Reina se ha ido y quizá él pueda gobernar. Podría ser el Rey. Echa la cabeza hacia atrás y le aúlla a la noche, y al instante se encuentra tendido de bruces sobre la hierba seca mientras la guardia rubia le aplasta la cara contra la fría tierra y le dice en un susurro amortiguado por la máscara que cierre la puta boca.

Bloch regresa y todos siguen adelante hasta llegar a la estrecha entrevía cubierta de maleza. Delante de ellos, los caminos brillan en la semi-oscuridad. La gran montaña de la mitad del lago le da un negro y desigual mordisco al resplandor de neón proveniente de la Interfaz. Por un momento, nada se mueve; entonces una nube de pequeñas polillas se levanta su alrededor, agitando sus alas de papel seco contra la piel de los hombres y dejando rastros semejantes a polen en sus gafas. Armand les lanza dentelladas porque despiden un tenue olor a soma, pero entonces Bloch rocía algo con un aerosol y las polillas se dispersan tan rápidamente como habían aparecido.

El hombre gordo dice:

—¿Es eso un helicóptero?

Armand puede oírlo.

Bloch dice:

—Está al otro lado. Probablemente es un equipo de las noticias que está filmando la manifestación.

Armand suelta una risilla.

—Viene a por vosotros —dice.

Lo ignoran. Bloch abre la marcha hacia la estación del ferrocarril al tiempo que observa la pantalla de un pequeño detector de movimiento portátil. Armand utilizó uno de esos en África, mientras iba de casa en casa limpiándolas de francotiradores.

El dispensario de billetes no es más que una cáscara de ladrillos sobre una estructura de madera tosca. En su interior huele a pis y a las cenizas de fuegos antiguos. Bloch aparta de una patada los restos que cubren la tapa de acceso, rocía las agarraderas con aceite penetrante y utiliza una llave transversal para hacerlas girar. El hombre gordo y él levantan la tapa.

Una luz roja ilumina el pequeño espacio. Más abajo, algo profiere una especie de rugido tronante. Entonces la luz se extingue y el rugido se escucha desde más cerca. Algo está trepando por el pozo.

Armand trata de apartarse de la guardia rubia. Hay un centinela en el pozo y los centinelas no se detiene para comprobar si eres amigo del Pueblo o no.

Bloch deja caer la tapa y logra asegurar dos de las abrazaderas antes de que algo lo golpee desde abajo con un tremendo y sordo estruendo. Se levanta una nube de polvo y Bloch retrocede tambaleándose.

—¡Fuera! —dice—. ¡Fuera, fuera!

En el exterior, la guardia rubia dice:

—Tres minutos. Luego no hay garantía de que las IA no hayan atravesado el camuflaje del gusano.

El hombre gordo dice:

—Sólo nos dejarán entrar si quieren que entremos, Bloch. Lo sabes.

—Las Tierras Fronterizas —dice Bloch—. Hay una docena de vías de entrada por los almacenes de allí.

La guardia rubia dice:

—Se suponía que ya habías explorado esta zona.

—Creo que hemos tocado su campana —dice el hombre gordo al mismo tiempo que señala hacia la montaña.

Figuras, pequeñas y flacas como niños, se escabullen aquí y allá entre las rocas, o se yerguen perfiladas contra el resplandor del cielo.

Bloch dice:

—Saben que tenemos a su licántropo. No les conviene intentar nada.

Armand puede oler su sudor.

—Iremos por los almacenes de las Tierras Fronterizas.

Avanzan. El camino está cubierto de trozos de metal: fragmentos de las máquinas enviadas por los espías y los idiotas. Armand propina patadas a los restos hasta que la guardia rubia le da un tirón a las esposas. Un puente cruza un trecho alargado del lago. Debajo de él, flotan y giran islas de espuma tan rígidas como huevos revueltos endurecidos. Al otro lado hay una corta calle formada por edificios del viejo Salvaje Oeste, un decorado de cine tridimensional de escrupulosa fidelidad a un ideal que nunca existió. Los edificios resplandecen tenuemente, como si se hubiese esparcido sobre ellos una fosforescencia plateada. Los signos de las hadas trepan como serpientes negras entre el débil brillo. Hay hadas en cada portal, mirando desde los balcones y desde los planos tejados.

El hombre gordo dice:

—Guíanos, Armand. Llévanos hasta ella.

De pronto, aparecen dos gigantes corriendo por la calle… o no, son pequeños niños humanos que cabalgan sobre los anchos y encorvados hombros de sendas muñecas musculosas y achaparradas. Las monturas están ensilladas y cae baba de sus mandíbulas erizadas de dientes mientras los jinetes las hacen girar con destreza para detenerse frente a los cuatro humanos.

Son las Gemelas. Señalan a Armand y dicen al unísono:

—El señor Mike os matará lenta y dolorosamente.

La guardia rubia se adelanta, arrastrando a Armand consigo.

—Hemos venido a hablar —dice—. Llevadnos dentro. Aquí fuera todo el mundo puede ver lo que está ocurriendo.

Sobre sus cabezas se escucha el ruido de un helicóptero y luego el resonar de una voz amplificada.

La guardia grita:

—¡Si no lo hacéis lo mato!

—Es demasiado tarde…

—… demasiado tarde ya para hablar con los bárbaros…

—… los bárbaros están a las puertas.

Las Gemelas alzan las manos sobre sus cabezas en un gesto grandilocuente. En los portales, en los balcones y en los tejados, las hadas retroceden y regresan a la oscuridad.

El hombre gordo dice:

—No es la manifestación, ¿verdad? Es ella.

—Necio…

—… necio idiota…

—… necio idiota pequeño y vano…

—… nosotros no la tememos…

—… no del modo que la temes.

—Hemos hecho todo lo que necesitábamos…

—… todo lo que queríamos…

—… y ahora ha llegado el momento de marcharse.

Las Gemelas se miran, para ellas es el equivalente de un encogimiento de hombros, y luego se ríen y espolean a sus torpes monturas.

La guardia rubia levanta su pistola-ametralladora y Armand se abalanza sobre ella: la corta y rápida ráfaga del arma arranca fragmentos de hormigón al suelo, alrededor de ellos. Ella le propina un golpe a Armand en la cabeza y después de eso todo parece ocurrir con lentitud submarina.

La guardia rubia aúlla mientras desaparece bajo una masa de cuerpos azules. Levantan a Armand por los brazos y las piernas. Algo húmedo pende de su muñeca; es una mano amputada, colgada de un anillo de acero. Mientras lo llevan boca abajo, ve cómo cruzan la superficie del lago los haces de los focos. Una turba se precipita corriendo hacia los puentes, pero entonces las cosas que lo transportan se hunden en un marco de oscuridad hacia el familiar laberinto de corredores tenuemente iluminados por nodos de fosforescencia azulada. Los trasgos corren rápidamente mientras se ríen los unos con los otros. Despiden calor y un hedor almizclado. Sus garras se clavan en los bíceps y las pantorrillas de Armand. Los trasgos ignoran sus intentos de razonar con ellos y, cuando empieza a gritar, uno de ellos le tapa la boca y la nariz con una garra que parece recubierta de cuero duro hasta que está a punto de desvanecerse. Nunca le han gustado los trasgos. Son criaturas estúpidas, leales porque sus cabezas sólo pueden contener una idea a un tiempo.

Rápidamente, lo llevan por un corredor alargado y ancho que no había visto antes. Sopla un viento frío a su alrededor y de pronto se encuentran en el exterior, más allá del perímetro del Reino Mágico. Armand gira la cabeza y ve que un grupo de Hadas los está esperando. Pero éstas no pertenecen al Pueblo; tienen los rostros agudos, crueles y astutos de los elfos, y portan armas automáticas.

Por un momento, ambos grupos se observan. Entonces los trasgos dejan caer a Armand y, mientras se forman gruñidos en sus gargantas, se lanzan hacia delante. Armand se pega todo lo que puede al suelo mientras el martilleo de las armas de fuego restalla brevemente. Mientras el resto de los elfos corta las orejas de los trasgos como trofeos, el líder se acerca a Armand y se arrodilla a su lado.

Armand vuelve la cabeza y mira al interior de los oscuros y líquidos ojos del elfo. Está resignado a la muerte.

El elfo dice:

—La Reina quiere verte. Ven con nosotros si quieres vivir.