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Emergiendo

Morag sale a la superficie bajo un pontón flotante y jadea ansiosamente en el diminuto espacio de aire negro y viciado. Por encima de ella, el estrépito y el traqueteo de pasos que se alejan. Agarrándose al borde se dirige hacia una pequeña franja de luz gris, vuelve a hundirse en el agua helada y emerge entre los costados de dos casas flotantes, en medio de una capa de hojas muertas, envoltorios de comida y cartones descoloridos de Coca Cola.

El frío le ha entumecido las manos por completo y el peso de las botas está empujándola hacia el fondo. Logra pasar un brazo alrededor del cabo de una amarradera y se queda allí, respirando sin más. Entonces aparece Katrina sobre ella, la rasurada cabeza perfilada contra el cielo gris. Sujeta a Morag por las axilas y la levanta.

La casa flotante es un dormitorio vacío. Katrina desconecta los circuitos de alarma, destroza un panel de la puerta y arrastra a Morag al interior de un camarote alargado que alberga varios jergones alineados. Después de encontrar una sábana, deja sola a Morag para que se quite las empapadas ropas y se seque. Cuando regresa con unos cuantos monos color naranja con el logotipo de InScape grabado en la espalda, Morag está sentada y envuelta en la sábana, tratando de dejar de tiritar. Los monos son grasientos y están desgarrados y por lo menos dos de ellos son demasiado grandes, pero al menos están secos.

Katrina abre un cartón de sopa de tomate y Morag lo sostiene entre las manos mientras se calienta. El primer trago le escalda la lengua pero se bebe ansiosamente el resto en cuanto le es posible.

Katrina le explica que los guardias de seguridad vinieron a buscar a Armand. Le prendió fuego al taxi y escapó mientas ellos trataban de apagarlo y rescatar al licántropo. Luego los siguió hasta el Oncogen.

Morag dice:

—Ese hombre, Bloch, lo sabía todo. Os ha traicionado. Tienen a Alex.

Katrina se rasca la cresta de piel de leopardo de lo alto de su cabeza y dice:

—Bloch debe de haber hecho un trato con esa gente o con la compañía para la que trabajan. He hablado con Max y eso es lo que él cree.

—¿Qué van a hacer?

Katrina enciende un pitillo.

—¿Y a ti qué coño te importa? Llevo diciéndote desde el principio que esto no es asunto tuyo. No deberías estar aquí.

—Dame uno de ésos.

—Creía que no fumabas.

—He vuelto a empezar.

El efecto de la nicotina es mucho menos intenso que la otra vez, pero después de unas pocas caladas, Morag se siente más calmada. Dice:

—Pensé que podríais ayudarme. Alex y tú. Háblame de Bloch y sus amigos. ¿Qué le van a hacer a Alex?

—Alex es capaz de cuidarse solo. Hará un trato con esa gente. Sabe cosas que ellos necesitan.

—Podrían entregárselo a la policía. ¿No nos estarán buscando a nosotras?

—En el peor de los casos lo retendrán hasta que hayan entrado y luego lo soltarán. Para entonces no podrá hacerles ningún daño.

—Pareces muy segura.

Katrina dice, con exagerada paciencia:

—Las patrullas de seguridad están compuestas por empleados de las tres grandes corporaciones, uno de cada una. No confían los unos en los otros, ¿lo entiendes? Es algo así como Berlín o Viena tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, esa gente pertenecía a una única compañía, o al menos todos vestían el mismo uniforme y llevaban el mismo modelo de táser. ¿Te has terminado la sopa?

—¿Qué? Oh, sí.

Katrina le tiende a Morag un cartón de café y abre otro para ella.

—Esperaremos aquí dos o tres horas. Trata de calentarte. Luego nos marcharemos. No tengas miedo. Estaremos bien. He arreglado las cosas.

—¿Sigues queriendo entrar en el Reino Mágico?

—Por supuesto. Max dice que los cabrones que se han llevado a Alex actuarán esta noche, por si se nos ocurre hacer nuevos planes. Ha habido un importante escape de fembots esta mañana. Las cosas se están viniendo abajo.

—Lo sé. Quiero decir, Bloch le contó a Alex más o menos la misma cosa. Katrina, tenemos que entrar en el Reino Mágico antes que ellos.

—Admiro tu determinación. Te rescaté del agua porque saltar de esa manera demuestra agallas. No sabías que sólo iban armados con tásers.

—Fue algo estúpido. No me paré a pensar.

—Si te paras no lo haces. Y ahora que tenemos tiempo para hablar, cuéntame, ¿por qué quieres detenerlos?

—No les preocupa si están poniendo en peligro la vida del niño. Creo que si entran, las hadas podrían amenazar con matarlo, y sé que a esa gente no le importará que lo hagan.

—Las hadas no piensan de esa manera —dice Katrina—. Ahora descansa.

Katrina se tiende en uno de los jergones y no tarda en quedarse dormida. Morag encuentra un espejo en uno de los baños del dormitorio y con los dedos se peina lo mejor que puede los cortísimos cabellos. Luego se sienta junto a una ventana y, uno detrás de otro, se fuma cuatro de los cigarrillos de Katrina mientras observa el segmento del horizonte de la Interfaz que resulta visible por encima de la superestructura de la casa flotante contigua. Tres gigantescas figuras holográficas de supermodelos de series de inserción, sorprendidos en gestos heroicos, rotan lentamente en el cielo. Una de ellas es la santa de las aldeas de recicladores, Antoinette. Morag cree reconocer a una de las otras, Joey no sé qué. Sentano, Serpico, algo parecido. Al tercero, un hombre de pelo blanco vigorosamente bello, no lo conoce de nada. No tiene demasiado tiempo para dedicarle a las sagas de inserción, en las que puedes meterte dentro de los cuerpos de uno de estos héroes como si fuera un traje, pero ahora mismo le gustaría poder hacerlo. Le gustaría ser fuerte y estar segura, en vez de estar helada y asustada, le gustaría no ser tan intensamente consciente de su vulnerabilidad. Ha estado demasiadas veces en contacto íntimo con la muerte como para no temerla.

Las figuras holográficas parecen ganar en brillo conforme el cielo se oscurece. Por fin suena el reloj de Katrina, dando a Morag un susto de muerte. Katrina despierta de inmediato y dice que es hora de marcharse.

Katrina alquila una línea telefónica segura a una holandesa gorda cuya oficina se encuentra en la estrecha habitación de una de las casas prefabricadas. Morag espera fuera de la cabina sellada, observando nerviosamente a todo el que pasa junto a ella, con los brazos cruzados sobre el pecho. Hace frío y el circuito calefactor del mono es defectuoso y le quema la espalda al mismo tiempo que no calienta nada más. Morag espera que en cualquier momento doble una esquina el equipo de seguridad y se eche sobre ella.

Katrina pasa un largo rato en la cabina. Cuando vuelve a salir parece sombría y le dice a Morag que la siga.

—He vuelto a hablar con Max. Ha hecho algunos preparativos. Envía un coche para buscarte.

—Vas a hacer algo, ¿verdad?

—Puede que Alex hiciera un trato contigo. Pero no conmigo. Lárgate, no tienes por qué avergonzarte.

—No sin el niño.

Katrina dice:

—No puedes salvar a todo el mundo. Sí, ya ves que sé algo sobre ti. Vete a casa. No tienes por qué avergonzarte.

—¿Estás diciendo que no vas a ayudarme?

—¿Por qué razón iba a hacerlo?

Morag se detiene. Están en el extremo del vasto aparcamiento cubierto de maleza y casi vacío. Sólo unas pocas luces funcionan. La forma chamuscada del taxi espera debajo de una de ellas, en medio de un charco medio seco de espuma blanca.

Morag dice, con toda la dignidad que es capaz de reunir:

—Buscaré a esa gente y me ofreceré a acompañarlos. Ellos pueden tomar lo que quieran y yo buscaré al niño. Es exactamente el mismo trato que hice con Alex y contigo. No me preocupan vuestros estúpidos juegos. Sólo el niño y poner fin a los asesinatos.

—Sólo que ellos no accederán. ¿Por qué iban a hacerlo?

—Quizá no. Pero si tú no quieres ayudarme, no me queda otra elección.

Katrina dice:

—Ven conmigo. Ya se nos ocurrirá algo.

—Vas a huir, ¿no es cierto?

—Piensa lo que quieras —dice Katrina, repentinamente furiosa—. Vente conmigo o quédate aquí y que te follen. A mí me da igual.

Katrina se aleja en dirección a la puerta principal. Morag deja que se vaya. Katrina no mira atrás y, al cabo de un minuto, Morag se vuelve y se encamina hacia las puntiagudas torres del Reino Mágico.