La Interfaz
Llegan a la Interfaz sin ningún problema. Alex paga la carísima entrada con un chip de crédito de platino y hacen pasar al taxi al gran estacionamiento, que está vacío en su mayor parte.
Armand está asintiendo, suda copiosamente y no para de tiritar. Morag reconoce los síntomas. Tiene el síndrome de abstinencia y existe la posibilidad de que sufra un colapso vascular. Ella querría estabilizarlo, pero Alex le dice que no será fatal y tiene que creérselo. No obstante, le da un poco de zumo de naranja antes de dejarlo en el taxi con Katrina y cruza el aparcamiento con Alex.
La Interfaz ha crecido alrededor de las ruinas de la entrada principal al Reino Mágico y el mayor de los hoteles. La estructura original del hotel tiene plataformas y torres que se agolpan como plantas en pugna por la luz, extendidas en dirección al Reino Mágico. Hay incluso plataformas para cámaras colgadas de zeppelines con cuerdas. Estos dirigibles, rechonchos y plateados, giran y destellan como guppys embarazadas sobre el extendido caos que es la Interfaz. Junto al perímetro del Reino Mágico, trampas filtro, como plantaciones de girasoles gigantes, aspiran el aire para acabar con los fembots y microbios modificados genéticamente que liberan las hadas.
Los equipos de investigación de las corporaciones alquilan el espacio del propio hotel, pagando cifras astronómicas por cualquier habitación que tenga vistas al Reino Mágico. Pero la mayor parte de la vigilancia y el muestreo es llevada a cabo por agentes libres. Viven y trabajan y juegan en caravanas y casas de bloques prefabricadas, en tiendas hinchables dispuestas a lo largo de carreteras llenas de baches o caminos polvorientos y en embarcaciones que flotan en el alargado lago.
La Interfaz es una zona sin planificar gobernada por la Invisible Mano de la libre empresa. Como un campo de mineros durante la fiebre del oro del siglo XIX, los máximos extremos de la opulencia y la miseria se sientan en ella frente a frente. Hay una docena de sistemas de comunicación diferentes y una red de líneas de conducción eléctrica y de cable se extiende sobre las cabezas de sus habitantes. Las paredes están cubiertas de pintadas y carteles sensibles: un paso en falso puede significar una rociada en plena cara de portadores de memes publicitarios. Hay puestos de comida rápida y lavabos a crédito, y decenas de diminutos bares. Sobre las caravanas y los tejados planos de las casas prefabricadas levitan los hologramas, desde las agudas y diminutas señales de operaciones unipersonales hasta los serenos y majestuosos iconos de las megacorporaciones. Virtuality, Sanyo, Sega-IBM, InScape; personajes surgidos de sueños electrónicos caminan amenazantes por el cielo, tan enormes e insustanciales como dioses, las mismas figuras luminosas que Morag ve cada noche mientras trabaja en las aldeas de recicladores que se extienden al sur y al este de la Interfaz.
Alex guía a Morag a través de este laberinto de callejuelas a un buen paso para un hombre de su tamaño. El pavimento de hormigón da paso al astrocésped y éste al barro pisoteado y éste de nuevo al pavimento. Un equipo de televisión japonés está grabando una entrevista con un espía adolescente que, con aire holgazán, ataviado con sus vaqueros negros, su chaqueta de cuero negro y sus video-gafas de sol, está envuelto en un resplandor irreal que proyectan sobre él unas lámparas flotantes. Una calle está bloqueada por una barricada con la señal de peligro biológico, y un equipo ataviado con trajes de descontaminación que les hace parecer un grupo de astronautas de Marte trabaja en el interior de la burbuja que cubre una casa prefabricada.
—Algunas veces las cosas no salen como deberían —dice Alex a Morag.
El palpable zumbido del desbocado comercialismo de la Interfaz lo excita. Su rostro está cubierto de rubor y su respiración resulta alarmantemente estentórea.
—Deberías haberla visto al principio —dice—. Ahora las grandes corporaciones han marginado a todos los demás, pero en aquel momento era una lucha constante de la que cualquiera podía emerger como ganador. Ahora la mayoría de las pequeñas organizaciones está tratando de obtener algo a partir de los desechos de las grandes, elementos sobrantes que no merecen el esfuerzo necesario para aislarlos. Las hadas parecen estar fabricando sus creaciones por medio de selección natural hiperrápida. No diseñan nada, se limitan a establecer un medio preparado a medida y se sientan a esperar a que algo se imponga a todo lo demás. Como resultado, existe un millón de variedades de fembots que parecen no hacer nada pero que podrían contar con algún rasgo nuevo y comercialmente útil. Una gran parte de la mercancía modificada genéticamente también es basura, y la mayor parte del resto no es más que una suma de homeocajas vacías, cadenas de ADN codificadas para series de proteínas concretas pero carentes de cualquier activador o regulador. La gente da con toda clase de instrucciones de trascripción y la mayoría de las veces no funcionan. Y cuando funcionan, la mayoría de las veces resulta que esas cadenas no hacen nada o empiezan a replicarse en ciclos fútiles de ADN basura. Y normalmente, cuando logras que algo funcione, no te sirve de nada lo que hace. La única cosa que está regulada aquí es la contención, pero algunas veces falla. O se hace que falle.
Morag se ha dado cuenta de que la mitad de los transeúntes lleva la misma clase de máscaras y gafas que la mujer rubia les dio cuando la Cruzada de los Niños atacó la casa de Max. No sólo existe el riesgo de los fembots, pequeños como esporas bacterianas, que flotan desde el reino Mágico; están los productos de un millar de laboratorios de nanotecnología y biotecnología sin licencia. Cada mes, algún miembro del Parlamento Europeo pide el cierre del mayor biorreator incontrolado del mundo, el Chernobil de este siglo y otro Sellafield en potencia. Nada de lo que las hadas envían o liberan o truecan ha resultado ser infeccioso, pero eso no significa que algún pirata genético no vaya a modificarlo para que lo sea, a propósito o por error. O que un día las hadas no vayan a liberar algo que haga que los virus del HIV o el Ebola se parezcan al del viejo resfriado. Pero el hecho desnudo es que Europa necesita dinero; las demandas de su vasta infraestructura social están desbordando su cada vez más pequeña base industrial.
Todo es posible en la Interfaz pero, a pesar de saberlo, Morag se asombra cuando doblan una esquina y se topan con un encuentro de recreación de la Cruzada de los Niños. Un instante Alex y ella están caminando por una vereda llena de barro entre paredes de bloques de hormigón; al siguiente, se encuentran en medio de una visión holográfica de un cielo pastoral extraído de las pinturas milenaristas de John Martin, con una ciudad celestial que brilla como un montón de pompas de jabón doradas más allá de una gaseosa extensión de praderas inglesas. Ángeles tan hermosos como estrellas de opereta se precipitan hacia ellos, y Alex sujeta a Morag por el brazo y la empuja hacia el camino por el que han venido, fuera del alcance de los sensores de la reunión.
—Cualquiera que se lo pueda permitir se puede establecer aquí —dice Alex—. Ya comprenderás que la Cruzada de los Niños tiene más razones que la mayoría.
Lleva a Morag hasta un pequeño lago en el que se amontonan casas flotantes y balsas, unidas por pasarelas o simplemente anudadas formando filas, de modo que tienes que saltar de puente en puente para llegar a donde quieres. En el extremo exterior de este desarrapado archipiélago hay un bar construido en el interior de una gran barcaza encallada hasta la borda en el barro del fondo del lago. Su cubierta es una tambaleante cascada de plataformas, algunas con pequeños jardines, otras que ostentan antenas de radio o parabólicas, una con una miniatura holográfica del molino paradójico de Escher que brilla con luminosos colores en este día gris. En la más elevada de las plataformas hay un telescopio de pago de esos que pueden verse en los paseos de todas las playas de Europa. Apunta a las lejanas torres del Reino Mágico. En un esquelético mástil de microondas ondean banderas y oriflamas con el cráneo y las tibias cruzadas; la mayor de ellas proclama, en letras hechas de calaveras y largos huesos, que éste es el Oncogen.
El interior está hecho de pegajosa felpa rojiza y acero industrial. Las superficies, brillantes como espejos, están recorridas por las cicatrices azules y broncíneas de las soldaduras. En un extremo hay una mesa de billar de tapete negro y bolas con dibujos que las hacen parecer huellas monocromas de Bridget Riley. Al otro lado hay una barra apoyada sobre una enorme pantalla de televisión, como las de información de los aeropuertos en la que pueden verse acrónimos y cadenas numéricas que se suceden ininterrumpidamente línea tras línea.
Un camarero con aspecto aburrido está viendo un culebrón en un televisor de mano. Aparte de ellos, el único cliente es un hombre larguirucho que se sienta con las piernas cruzadas sobre un sofá mientras escribe en una pizarra. Es el contacto de Alex. Se llama Pieter Bloch. Tiene un rostro alargado y malhumorado y una mata de pelo revuelto y gris que parece lana con alambre electrificado. Examina a Morag con la mirada entornada mientras toma su empapada chaqueta forrada y le dice a Alex:
—No me dijiste nada sobre esta persona. ¿Dónde está Katrina?
—Las cosas cambian —dice Alex con tono afable—. Ya sabes cómo va.
Morag aguanta la mirada del hombre hasta que éste tiene que apartarla. Bloch dice:
—No me gustan los cambios inesperados. Primero ese escape masivo y ahora esta extraña mujer a la que no conozco de nada.
Alex dice:
—¿Qué escape masivo?
—¿No os habéis enterado?
—Vamos a tomar una cerveza —sugiere Alex—. Luego podrás contármelo.
El camarero abre tres Heineken —Heineken, rubia o negra, es lo único que sirve el bar— contra el borde de la barra. Bloch toma un largo trago de cerveza, se limpia la boca y le dice a Alex que enormes cantidades de un único tipo de fembot han sido liberadas desde el Reino Mágico poco después de que amaneciera.
—Corre un sinfín de rumores sobre su propósito, créeme, pero nadie lo sabe todavía. Todo el mundo cree que es un portador de memes.
—¿Logró atravesar las barreras de aire?
—Por supuesto. Nunca han funcionado. Además, los vientos dominantes soplaban hacia París.
Morag dice:
—¿Es peligroso?
Bloch se encoge de hombros.
—Así que —dice Alex— las hadas atacan París con un bombardeo de amor. Interesante coincidencia.
—Sabes que no es ninguna coincidencia. El Reino Mágico se está viniendo abajo o está experimentando algún cambio drástico. Este ataque forma parte de la situación. ¿Tienes al agente humano? ¿Dónde está retenido?
—Está a salvo.
Morag siente un arrebato súbito de cólera. Está empezando a darse cuenta de lo mucho que la han utilizado. Todo aquello ha sido planeado, y ahora que la han utilizado como cebo para atrapar al licántropo no le queda papel alguno que desempeñar.
—Entonces podemos entrar esta noche —le dice Alex a Bloch.
—No te preocupes por esa parte. Ahora está en mis manos. Confía en mí.
Morag, que no confía en ninguno de ellos, dice:
—¿Y qué hay de la seguridad por aquí?
Bloch suelta una especie de bufido por la nariz.
Alex dice con paciencia:
—Cualquiera puede tratar de penetrar en el Reino Mágico, pero nadie quiere destruirlo. Las grandes corporaciones están tratando de sondearlo continuamente pero nadie logra llegar muy lejos. Ni quiere hacerlo, por cierto, siempre que las hadas continúen produciendo. En este lugar, el objetivo de la seguridad es prevenir los ataques contra el Reino Mágico y las infraestructuras de la Interfaz, mantener fuera al exterior. Por eso necesitamos la ayuda de especialistas para poder entrar sin ser detectados: Por centímetro cuadrado, el Reino Mágico es probablemente el lugar más vigilado de todo el planeta.
Morag recuerda lo rápidamente que aparecieron los guardias de seguridad y se percata de que el espía de perímetro no estaba huyendo de ellos, huía de ella. Asociación para delinquir. Y entonces cae en la cuenta. El asesinato —los asesinatos— debió de haber sido presenciado por docenas de cámaras y dispositivos de vigilancia.
Dice:
—Decidme una cosa. ¿Yo formaba parte de vuestros planes desde el principio? ¿Cuándo visteis el asesinato de la niña pequeña, cuando visteis a quien lo hizo, cuando me visteis, cuando visteis cómo encontrábamos el cuerpo Jules y yo, se os ocurrió entonces? ¿O estabais simplemente esperando a que algo como esto pasara?
Alex dice:
—Las hadas llevan por lo menos un año tomando ovarios de niñas pequeñas.
—Pero les estorbamos y querían librarse de nosotros. Fue entonces cuando visteis a Armand, ¿verdad? Fue entonces cuando decidisteis utilizarme como cebo.
Alex dice:
—Aun en el caso de que fuera así, ¿qué más da? Te llevaremos con nosotros. No te preocupes.
Bloch dice:
—Si el niño sigue vivo, lo encontraremos.
Quizá este último pretendía tranquilizarla, pero el modo despreocupado con que lo ha dicho revela que para él ésa es una parte trivial de la operación.
—Pieter es un buen explorador —dice Alex—. Ha estado aquí desde el principio.
—Y no estaré mucho más —dice Bloch. Observa su pizarra, la borra y la guarda en un bolsillo de la camisa suelta que lleva. Dice—. Este lugar está casi agotado. Hace mucho que no sale nada nuevo. Esos pequeños cabroncetes sólo están estafando a las corporaciones. Se están echando un farol. Salta a la vista que se han quedado sin mercancías para comerciar. Más tarde o más temprano alguien va a entrar ahí por la fuerza y ése será el fin del asunto.
—Por eso vamos a entrar ahora —dice Alex.
—Oh, no —dice Bloch—. Por eso no vais a entrar ahora. Porque si lo hacéis, hasta el último de los hijos de puta harapientos os seguirá y nadie logrará sacar nada de allí. Siéntate, Alex. Y tú también, mademoiselle.
Morag llega a la escalera helicoidal delante de Alex. A su espalda, Bloch grita:
—De veras, no hay lugar al que escapar.
Morag sube con dificultades las escaleras y sale al aire frío y gris. Cuatro guardias de seguridad vienen atravesando la casa flotante amarrada junto al Oncogen. Los guía la mujer que la insultó hace tres noches. Ya no lleva la máscara, pero Morag podría reconocerla en cualquier parte. La mujer señala a Morag y grita algo que se lleva el viento helado que sopla sobre el lago.
Morag corre hacia la proa del Oncogen. Atraviesa sin detenerse el holograma de Escher y trepa por el mástil de microondas. Agua negra dos metros por debajo; los guardias llegan al pie del mástil. Morag se quita la chaqueta y los guardias tratan de atraparla y se quedan con la acolchada prenda color plata mientras ella se sumerge en las aguas.