13

Flujo de información

Katrina pone al máximo la calefacción del coche mientras conduce a lo largo del río. Envuelta en el abrigo de Alex Sharkey, Morag se acurruca frente al estruendo de las rejillas por las que entra el aire caliente. Está tiritando furiosa y apenas es consciente de a dónde la llevan. Tiene la nuca especialmente fría: como parte de la estrategia para conseguir que lograse atravesar el cordón policial, Katrina le ha hecho un rápido pero experto corte de pelo. Morag no deja de tocárselo. No lo ha llevado tan corto desde que estaba en el colegio.

Alex está en el asiento de atrás del taxi con el licántropo, Armand. Le dice a Morag que ha descubierto la palabra de desactivación, la orden que utilizan los oficiales para desconectar los dispositivos de la cabeza de sus soldados.

—Si existe una palabra para conectar el dispositivo, entonces debe de existir otra para desconectarlo —dice con aire de suficiencia—. La encontré en un nodo de la Web hace algún tiempo. Alguien pirateó los ordenadores del Ministerio de Defensa y se descargó las especificaciones de los chips de los licántropos, las comprimió y las puso en la Web. Nada les gusta más a los piratas informáticos que mostrar la información que han obtenido. La orden de desactivación estaba escondida entre los comandos por defecto. Ha funcionado como un hechizo, ¿no te parece?

Morag cree que se está comportando como uno de esos piratas a los que finge despreciar. Ya se ha calentado lo suficiente como para quitarse los guantes de pseudodermis que le han proporcionado las falsas huellas dactilares correspondientes a la tarjeta de identificación falsa que han utilizado en el control policial. El material se pega tenazmente a su piel y sólo sale en tiras y jirones.

—Ha funcionado como un conjuro mágico —dice Katrina, y suelta su cascada carcajada.

Se detiene en una calle estrecha, frente a una tienda cerrada. Una mujer joven los deja pasar. Es un espectro pálido y nervioso, de fibroso cabello rubio que, cuando Alex empieza a explicarse, se encoge de hombros, toma a Morag de la mano y la conduce hasta un diminuto cuarto de baño que hay más allá de las cabinas de exhibición. La rubia entrega a Morag una toalla grande y raída y se marcha sin decir palabra. La toalla es púrpura y está bordada con criaturas marinas de color amarillo.

Morag se quita el abrigo de Alex y sus propias y empapadas ropas, y se envuelve en la toalla. Su recién cortado cabello ya está sólo un poco húmedo. Siguiendo el sonido de las voces, sube por una escalera de caracol hasta lo que antaño debió de ser una gran oficina sin tabiques. Las mesas y los paneles que formaban los compartimentos siguen en su lugar. Por el techo discurren los cables entre los azulejos agrietados. Las ventanas están cubiertas con papel de aluminio.

Por un instante, Morag cree ver algo que se escurre tras un pilar y sube en espiral hasta el agujero que hay tras una rejilla de aire acondicionado. Parpadea con fuerza: era una minúscula hada con alas y un vestido blanco y una varita con una estrella. Ha dejado tras de sí un rastro de motas plateadas que se apagan una detrás de otra.

A su espalda, Katrina dice:

—Bonito vestido.

Se ha quitado la chaqueta de cuero y está haciendo vigorosas flexiones utilizando una tubería del techo. Bajo las mangas de su camiseta gris hay oscuras manchas de sudor. A su espalda, el licántropo está tendido sobre una mesa con la completa relajación muscular propia de un muerto reciente.

—Le hemos dado una dosis —dice Katrina con aire alegre. Ni siquiera le falta el aliento—. El pobre cabrón estaba tan atontado que no hacía más que llorar. Puedes hacerle lo que quieras. No diré una sola palabra.

Morag se cubre mejor con la toalla.

—¿Qué tienes pensado?

—Yo —dice Katrina mientras se cambia suavemente de mano y vuelve a elevarse hasta pasar la barbilla sobre la tubería— le daría una patada en los huevos para empezar. Luego quizá una o dos en los riñones para que mee sangre durante un par de días. Unos cuantos golpes en las costillas para que le duela al respirar. Además, eso lo hará más lento. Y luego empezaría a pensar en algo de daño permanente.

—No fue él. Quiero decir, estaba siendo controlado.

—Mierda, cariño, ¿y tú qué sabes? Los soldados empiezan a confundirse con sus personalidades parciales porque, para empezar, esas personalidades vienen en parte de ellos mismos. Lo demás es en su mayoría rutinas y reflejos reprogramados.

—Aunque hubiera sido él, no quiero hacerle daño.

—Supongo que tú se lo entregarías a la policía.

Morag replica:

—No. No lo haría. Porque él conoce el camino para entrar en el Reino Mágico.

Katrina se levanta con ambas manos y luego cambia la posición de las manos para poder alzarse paralelamente a la tubería. Mira a Morag desde arriba y dice:

—Buena idea, pero Alex te dará las malas noticias sobre eso. Vamos. No le haré ningún daño a tu novio.

Morag puede oler el café. El aroma se arrastra directamente hasta su cerebelo. Sujetando la toalla, sigue el olor hasta un lugar situado en la mitad del polvoriento laberinto de la oficina. Sentado en una desvencijada silla giratoria acolchada, iluminado por un tubo bioluminiscente vertical que le otorga a su voluminoso rostro un color reptiliano, Alex le está repitiendo su historia a un hombre vestido con una chilaba azul cielo que se sienta sobre un taburete alto.

En la mesa que hay detrás del hombre, formas transparentes se giran y se enroscan sobre la holoplataforma de un ordenador. Un cable de monofilamento de fibra óptica, más delgado que un solo cabello pero capaz de transportar más información que todo el cableado de esta vieja oficina, sale de la parte trasera del ordenador y desaparece en dirección al techo. Hay media docena de frascos plateados en el interior de un baño de agua a temperatura constante, y una plataforma termostática ejecuta un programa cíclico con un staccato de clics mientras el calentador se enciende y se apaga. Detrás de la plataforma hay una cafetera Braun con la jarra medio llena.

El hombre mira a Morag y luego le dice a Alex:

—Tuviste suerte de que la palabra clave funcionara, nota.

Alex sopla el humeante interior de una taza llena, toma un sorbito y le dice al hombre:

—Era un desertor y su chip estaba limpio. Quienquiera que lo esté utilizando no se ha molestado en cambiar el código o no sabe cómo hacerlo —sonríe a Morag.

—Dame un poco de café —dice ella.

—Éste es Max —dice Alex—. Ése no es su verdadero nombre, por supuesto.

Max le ofrece a Morag una taza de café. No pasa de los veinte y tiene el pelo muy corto y la piel muy negra. Sus pupilas son de un dorado apagado; lleva esa clase de lentes de contacto que transmiten las imágenes directamente a la retina. En la piel que hay sobre sus pómulos le han grabado cicatrices tribales, un patrón de pequeñas lunas crecientes.

—Eres una chica con suerte —dice Max—. No hay leche.

—Lo tomaré solo. ¿Y qué eres tú? ¿Otro colgado con una teoría?

Hay un destello plateado en el extremo de la visión de Morag. La pequeña hada flota justo delante de sus ojos, le da un beso y se desvanece en un una bocanada de copos plateados.

Alex dice:

—Max trabaja las artes visuales.

—Es un terrorista del amor —dice Morag—. Estás cultivando fembots aquí mismo, sin protección. Una de tus creaciones acaba de infectarme.

Max sonríe.

—¿Campanilla? Ella no es ningún fembot.

—Un holograma entonces. Emitido sobre mi retina por proyectores ocultos. Mira, no soy tan estúpida como ambos pensáis. No necesito que seáis condescendientes conmigo. Me hubiera largado ya de aquí de no ser porque vosotros, idiotas, parecéis encontraros en el centro de lo que quiero saber.

—No hay necesidad de acudir a la policía —dice Alex mientras levanta las manos en un gesto apaciguador—. Tenemos nuestra propia manera de ocuparnos de esto. Adelante, Morag. De ese modo todos tendremos lo que queremos.

—Salvo Jules y Nina. Están muertos. Y la niña pequeña, todas esas pobres niñas —sus ojos se llenan de lágrimas—. Maditos seáis —dice.

Aparece la rubia teñida, con la ropa de Morag sobre un brazo. Está seca pero no limpia. Le tiende a Max dos cuadrados de cinta adhesiva en un envoltorio de cristalina y dice:

—Positivo.

—Ahora lo veremos —dice Max.

—Había fembots en tu ropa —le dice Alex a Morag—. Y también en la del licántropo.

Morag deja la taza de café y se seca los ojos con la palma de la mano.

—Armand. Se llama Armand. ¿Qué vais a hacerle?

—Quitarle el chip podría ser una buena idea. ¿Quieres ayudarnos?

—Pensé que podía conducirnos al Reino Mágico.

—Puedo pedírselo, pero no garantizo nada. La última vez que traté de utilizar la persuasión, su chip se activó. La personalidad parcial salió a la superficie y trató de estrangular a Kat.

Max dice:

—Al ejército no le gusta que sus soldados sean interrogados, de modo que frente a la menor amenaza lo peor de ellos sale a la luz.

—Quizá nos ayude si se lo pedimos.

Alex dice:

—Quizá, pero a pesar de todo debemos quitarle primero el chip. Incluso sin él sigue estando seriamente perturbado, pero al menos no tendremos que preocuparnos de hacer saltar a la personalidad parcial. ¿Nos vas a ayudar a sacarle la información?

—¿Y si no lo hago?

—Entonces tendremos que ocuparnos de él —dice Alex—. La verdad es que preferiría no tener que hacerlo. Dejando a un lado las consideraciones morales, es muy caro y resulta un desperdicio innecesario de recursos.

Morag se pregunta si Alex Sharkey ha tenido una sola consideración moral en toda su vida. Parece una especie de anti-Buda, sentado allí en la silla giratoria con aire benigno, ataviado con su traje blanco y su camisa de tartán verde y naranja, las manos cruzadas sobre su considerable panza. Sea lo que sea lo que quiere sacar de esto, es más que la historia que le ha contado, ese cuento de hadas sobre estar sometido al encantamiento de una loca con el intelecto de un genio que supuestamente creó a las hadas por sí sola, y que incluso ahora las está manipulando con sus propios fines. Está tan profundamente implicado en esto como el pobre Armand, pero sus motivos permanecen ocultos. Morag no está segura de si en realidad está trabajando contra la Cruzada de los Niños o si simplemente quiere estafarlos de alguna manera que todavía no alcanza a comprender. De lo que sí está segura es que no piensa abandonar. Por respeto a la memoria de Jules no puede hacerlo. Está casi segura de que Armand, o al menos su licántropo, asesinó a Jules y a Nina y también a las pobres niñitas. Si no quiere o no puede ayudarla, entonces al menos se lo entregará a la policía a la primera oportunidad.

Morag piensa todo esto mientras, detrás de uno de los paneles, se pone el rígido y enmarañado suéter y los arrugados pantalones sobre la ropa interior todavía húmeda. El forro de lana de su chaqueta está muy manchado y hay barro seco en las costuras plateadas de su guateado. Pero al menos vuelve a estar caliente.

Max ha colocado uno de los cuadrados de cinta, con el lado adhesivo hacia arriba, sobre una diminuta montura de acero inoxidable. Ahora lo introduce en la plataforma de un microscopio electrónico conectado a una de las salidas externas del ordenador. La bomba de vacío de la plataforma zumba y al instante las formas que giran sobre la holoplataforma se disuelven y se transforman en un paisaje en diferentes tonalidades de verde brillante, cuyas colinas y valles están moteadas de diminutas pastillas de bordes afilados. Max aproxima la visión a una de estas pastillas. Es alguna clase de fembot, un trapezoide de una micra de lado, cuya superficie superior está formada por una serie de diodos colectores de luz que forman una especie de ojo compuesto.

Max da vueltas a una esfera para trasladar la visión hacia uno de los costados de la máquina microscópica y luego incrementa la resolución hasta que la pantalla está ocupada por un patrón de borrosas esferas: las moléculas insufladas que forman el fembot. En lo alto de la pantalla, una serie de líneas rojas y rosas suben y bajan y luego se estabilizan.

—Germanio y oro —dice Max—. Esa configuración corresponde al tipo de puerto para lectura de salida que utilizan los maderos. El bicho toma una única fotografía con fecha y hora y la almacena. Los polis recuperan luego una cierta cantidad de bichos, un millón más o menos, y utilizan técnicas heurísticas para obtener una secuencia temporal. Tosco pero eficaz.

—Estaban siguiendo cada uno de tus movimientos —le dice Alex a Morag mientras Max inserta el segundo cuadrado de cinta adhesiva—. Lo sabías, ¿verdad? Por eso te tiraste al agua.

La segunda muestra consiste en una serie de fembots diferentes, grumosos y amorfos como una aglomeración de pompas de jabón. Cada uno de ellos tiene una ranura en su borde delantero que puede utilizar para adosarse a una célula ribosoma para obligarla a producir proteínas nuevas e insólitas, y apéndices semejantes a palas que utilizan las fluctuaciones de carga para propulsarse en un medio fluido.

—Un material cojonudo —dice Max mientras los observa ensimismado uno detrás de otro y graba las imágenes en su ordenador.

—Polvo de hadas —le dice Alex a Morag—. Algunos de ellos parecen no hacer nada; otros pueden cambiar la mente de una persona de manera permanente si se les da la oportunidad. ¿Sabes cómo funcionan? Nuestros recuerdos se distribuyen por nuestro cerebro en una serie de cadenas ramificadas. Estos fembots encuentran una cadena de recuerdos y la rescriben. Pierdes el recuerdo y ganas una creencia. Creo que algo así me ocurrió a mí cuando era mucho más joven. Las diferentes clases de fembot transmiten diferentes memes. Algunas de ellas son muy fuertes, como las plagas de lealtad utilizadas en África…

—Sé cómo funciona —dice Morag.

Repentinamente tiene una visión clara de los campos de refugiados, un millón de hombres, mujeres y niños conectados por una única cadena con una miríada de ramificaciones, una cadena urdida por la plaga de la lealtad del Papa Zumi. Las pocas personas que lograban liberarse o se curaban espontáneamente eran cazadas y asesinadas por agentes del gobierno ataviados con trajes negros y video-gafas de sol. Aquellos jóvenes… ellos no estaban infectados. Habían elegido hacer lo que hacían. Aquello era lo terrible y lo triste. Habían entregado una parte esencial de sí mismos a cambio de sus trajes y sus lustrosos zapatos y sus habitaciones en hoteles de cinco estrellas, por acceso a la hospitalidad de un bar y un televisor por satélite. Eran los portadores de un poder, pero este poder no les pertenecía. Cuando llegó el momento, a instancias del gobierno en el exilio del Papa Zumi, entregaron las clínicas. Cuando las negociaciones entre la ONU y el imperturbable Papa Zumi se rompieron, aquellos jóvenes expulsaron a todos los colaboradores internacionales a punta de pistola. Al día siguiente los jóvenes estaban muertos, junto con un millón de refugiados.

Alex la observa con mirada astuta.

—Las hadas del Reino Mágico están liberando miles de variedades diferentes de virus sicoactivos y fembots. Estamos casi seguros de que no son ellas las que los diseñan; los hacen evolucionar al azar y seleccionan los más eficientes para hacer lo que se supone que deben hacer. La Interfaz toma muestras de aire y trata de separar los que son útiles de los que no lo son. Pero éstos son contaminantes del aire que el licántropo traía desde el interior. Algunos de ellos podrían ser la propia plaga de la lealtad de las hadas.

—La mayoría de ellos encaja en la categoría de «muestras de la Interfaz» —dice Max—, pero hay elementos extraños muy significativos.

Se produce un destello de luz sobre la holoplataforma y muestra media docena de formas desiguales que rotan lentamente.

Alex dice:

—Los fembots de las hadas y los de la Cruzada son muy diferentes de los que utilizan los piratas meméticos. Por una cuestión: son producidos por ensambladores capaces de reproducirse sexualmente. Por eso hay tantos fembots diferentes asociados a la Cruzada. Es como el acto sexual en los organismos simples, en el que los progenitores actúan como sus propios gametos. Los ensambladores se fusionan, intercambian al azar pequeños paquetes de información genética, en este caso, algoritmos, y luego se separan. Creo que en este punto hay también un cierto grado de mutación inducida. Los dos nuevos ensambladores son sendas quimeras creadas a partir de la combinación de la información genética de los progenitores. Los vástagos más aptos son aquellos que pueden infectar a la gente y crear fembots que pueden a su vez convertirlos en miembros de la Cruzada de los Niños con más eficacia. No es más que evolución artificial…

—Salvo —dice Max— que no sabemos a dónde conduce.

—Ni siquiera sabemos si conduce a algún lugar —dice Alex—. Los ensambladores se extienden como el virus del HIV. O peor, de hecho, puesto que basta con un beso para transmitirlos. Pero aquí no hay ningún ensamblador, sólo sus productos que, además, están todos muertos… sólo pueden sobrevivir en suero fisiológico. ¿Ves que están un poco hundidos?

Alex sonríe a Morag pero ella no está impresionada por su cháchara técnica. Dice:

—Ya sabemos de dónde viene.

Max dice:

—Se cree que esto es una especie de película. Deberías dejar que se fuera.

Alex dice:

—¿Qué me dices? ¿Quieres irte?

—Por supuesto que no. No pienso que sea ninguna película. Es sólo que me resulta demasiado familiar.

—Bien, si quieres quedarte, puedes ayudarnos —dice Alex—. ¿Alguna vez has quitado un chip de control?

Morag lo ha hecho, muchas veces. Durante su instrucción como paramédico, pasó un mes en la clínica de la prisión de Leith, donde insertaba chips de control a los zeks recién condenados y se los sacaba cuando habían cumplido sus sentencias. Como pequeñas consciencias independientes, como copias del Jiminy Cricket de Pinocho, los chips de control están permanentemente alertas hacia el mal comportamiento. Limitan los movimientos de los zeks en las áreas proscritas e inducen una reacción cataléptica si toman alguna clase de droga sicoactiva o se involucran en alguna actividad prohibida.

El chip del licántropo no parece diferente de los que llevan los civiles en libertad bajo palabra. Se aloja en una diminuta terminal implantada en la órbita de su ojo derecho. Morag anestesia los músculos de ojo con un spray de curarina, desplaza ligeramente el globo ocular y saca el chip utilizando un pequeño andamio que se ajusta a los contornos de la órbita del ojo del licántropo. No puede hacer nada con las seudoneuronas que los fembots habrán fabricado para conectar el hardware del chip con las neuronas del propio córtex del licántropo, pero sin el chip de control no hay peligro de que se activen. El chip no es mayor que un alfiler. Max lo examina y anuncia que se trata de un genuino dispositivo militar.

Alex abre las mandíbulas del hombre y mira en su interior, pero cuando Morag le pregunta qué está buscando se limita a encogerse de hombros.

—Vamos a despertarlo —dice—. Quizá pueda contarnos algo.

—Eso sí que sería una sorpresa —dice Katrina.

Está en lo cierto. Armand no hace más que temblar y sollozar durante una hora, más o menos, y luego no les cuenta nada que no sepan. Max le muestra un plano del Reino Mágico pero Armand dice que no sabe dónde está el nido de las hadas. En algún lugar subterráneo. Un interrogatorio más exhaustivo revela que está centrado en un generador; Max localiza uno en el centro del propio parque temático y un sistema de emergencia bajo el complejo hotelero.

—Salvo que éste todavía funciona —dice Max.

Armand no les dice mucho más. Al principio se muestra solícito, luego hosco, de una manera tozuda y entonces casi histérica, y empieza a negarlo todo.

Finalmente empieza a sacudir salvajemente los brazos. Katrina lo sujeta con una lleve detrás del cuello y lo conduce hacia el laberinto de cubículos separados por paneles. Morag escucha cómo le grita que lo va a moler a palos como no se calme, luego el sonido apagado y carnoso de un par de golpes y por fin el silencio.

—Necesita desahogarse un poco —dice Alex, como para apaciguar a Morag.

Pero Morag siente muy poca simpatía hacia el hombre. Es una especie de cáscara, devorada desde dentro, patéticamente obsequioso, perverso y violento. Algo en él exuda su condición de víctima: más que simpatía, lo que le induce es un deseo de arrastrarlo hasta la ventana y acabar de una vez.

Katrina regresa y dice que ha puesto a dormir al cabronazo. Es tarde, más de medianoche. Morag se prepara un jergón de plástico de embalaje en una esquina de la sala y apoya la cabeza sobre su chaqueta plegada. Se sume en un sueño ligero e incómodo del que despierta en mitad de una pesadilla para encontrarse en la sombría luz de los tubos bioluminiscentes y al murmullo sordo de la conversación que tiene lugar en otra parte de la sala. Las ristras de cables semejan serpientes y a las grietas y agujeros del techo, distribuidas al azar, les falta muy poco para cobrar alguna clase de sentido, pero Morag vuelve a quedarse dormida antes de que lo hagan.

Despierta zarandeada por la rubia teñida que, cuando Morag empieza a preguntar qué pasa, posa un dedo sobre sus labios. Hace frío y reina el silencio. Las luces del techo derraman un brillo verdoso e intemporal sobre los cubículos, las mesas rotas, la moqueta grisácea y polvorienta.

Mientras Morag se levanta, entumecida de frío, se escucha un martilleo amortiguado proveniente del piso de abajo.

—Deprisa —dice la rubia antes de alejarse corriendo.

Max se ha ido aunque todo su equipo sigue allí, encendido, zumbando y parpadeando como una especie de Marie Celeste electrónica. Las luces del resto del edificio están apagadas y Morag debe buscar a tientas la escalera en espiral. La rubia sisea que debe darse prisa, que no hay tiempo.

—¿No hay tiempo?

Entonces se detiene el martilleo.

—Han entrado —dice la rubia, y coge a Morag de la mano y tira de ella—. ¡Deprisa!

Alex Sharkey está esperando en compañía de Katrina en una diminuta habitación del sótano. Armand está tendido en el grasiento suelo de hormigón, hecho un ovillo. Alex sonríe a Morag y le dice:

—Yo tenía razón desde el principio. Es la Cruzada de los Niños. Es ella.

Katrina tiene un pequeño televisor de pantalla plana.

—Ahora mismo están en la parte trasera —dice—. Hay una furgoneta allí. Es ahí donde pretenden cogernos.

—Ha venido a buscarnos —dice Alex—. Sabía que lo haría.

La rubia cierra lo que parece ser una salida de incendios. Tiene gruesas pestañas de goma arriba y abajo, así como a ambos lados. Vuelve a cerrarla con algún esfuerzo y echa tres grandes cerrojos, uno detrás de otro.

—De modo que estamos atrapados aquí —dice Morag. Sigue medio dormida. Todo aquello no le parece real.

Junto a la puerta hay dos grandes cilindros de aire colgados de la pared. La rubia abre sus válvulas y un silbido agudo llena la habitación. A Morag le duelen los oídos, y cuando traga se destaponan. Ahora comprende. Presión positiva. Dice:

—Max es un terrorista de amor.

Katrina, sonriendo como un lobo, da golpecitos a la pequeña esfera de control de su pantalla plana con movimientos exagerados de los hombros y los codos mientras revisa las diferentes cámaras de seguridad del edificio.

—Han entrado por la puerta principal —dice—. Suben por las escaleras. Saben cómo moverse por los pasillos. Avanzan agachados y dejan que sus armas doblen primero los recodos. Esos chicos están dotados de algunas mejoras cibernéticas. Y una interesante elección de armas, también. Sprays de cinta inmovilizadora, tásers. Parece que quieren cogernos con vida. Ah, esto está bien, ahora los tenemos. Están mirando a su alrededor. No terminan de creerse lo que está ocurriendo. Oh, ahora sí se lo creen. Se lo creen de verdad. Parece que ahí arriba se está celebrando una misa.

La rubia permanece con la espalda frente a la puerta sellada. Dice, con una voz débil, neutra:

—Habíamos hecho tantas cosas aquí… Este edificio ni siquiera existe en las bases de datos. Fuimos muy concienzudos. Siento tener que dejarlo.

—Max dice que nunca hay que apegarse a las cosas —dice Alex.

—Eso es porque él roba todo lo que necesita —dice la mujer—. Para él, el mundo no es más que unos grandes almacenes y nosotros, los ratones que viven en las grietas. Lo único que él necesita son sus datos.

—Ha abandonado su ordenador —dice Morag.

La rubia dice:

—Eso no es más que una terminal. Los datos están por todo el mundo, encriptados en servidores de la Web y en redes comerciales. Estábamos utilizando un cero coma cinco por ciento del sistema del Mercado de Valores de Rusia. Eso es mucha capacidad de procesamiento.

De repente, la pequeña hada está revoloteado delante del rostro de Morag. La espanta de un manotazo y la criaturilla le hace un gesto soez antes de lanzarse volando hacia el brillo del zumbante fluorescente circular y desaparecer en una repentina nevada de copos plateados.

La rubia dice con voz apagada:

—Además, estábamos fabricando mucha mercancía en el edificio. Todo perdido.

Alex dice:

—Es por un bien mayor.

—Y una mierda —dice la rubia terminantemente—. Esto te costará muy caro aunque no logres entrar.

—Oh, por supuesto.

—O te buscaremos y te encontraremos.

—Oh, no habrá necesidad de hacer tal cosa.

Katrina dice:

—La mitad de esos cabrones ya está rezando. Un pobre imbécil está corriendo por todas partes, agarrándose la cabeza con las manos… puede que no fuera un verdadero creyente, después de todo.

—Oh, todos ellos son verdaderos creyentes —dice Alex.

—Ahora mismo están entrando en un frenesí piadoso —dice Katrina.

Morag pregunta:

—¿Quiénes son?

Alex dice:

—Una unidad de la Cruzada de los Niños. Al fin he llamado su atención. Pero éstos no son más que soldados de a pie. No son ellos lo que busco. ¿Hay alguien fuera, Kat?

—Dos en el tejado del edificio de enfrente. Todos los demás están en la parte trasera.

—Es un espacio confinado —dice la rubia. Le tiende a cada uno de ellos unas gafas de plástico transparente y pequeñas máscaras antigás que les cubren la boca y la nariz—. Los fembots sólo pueden penetrar por las membranas mucosas —le dice a Morag—. La máscara está equipada con un filtro reactivo, que ayuda a entrar el aire cuando aspiras y suelta una pequeña descarga que expulsa cualquier cosa cuando expiras. No se atasca, aunque puede darte un poco de calor si la llevas durante demasiado tiempo. Respira profundamente.

Los bordes de la máscara y de las gafas parecen deslizarse y retorcerse mientras forman un sello estanco con la piel de Morag.

Katrina le pone una máscara y unas gafas a Armand; entonces se lo carga al modo de los bomberos mientras la rubia abre la puerta.

Hay dos niños junto a la escalera y otros dos en el corredor que conduce a la zona de carga, situada en la parte trasera del edificio. Murmuran y sollozan con las miradas perdidas en el aire y los ojos en la distancia, como si estuvieran asistiendo a alguna terrible y gloriosa aparición.

Morag pasa junto a ellos, respirando profundamente. La pequeña máscara no ofrece la menor resistencia; sólo una banda de presión alrededor de la boca y la nariz le recuerda que hay una barrera entre su sistema nervioso y los millones de fembots que invaden el aire, preñado cada uno de ellos con una visión deslumbrante.

Hay una furgoneta aparcada en la zona de carga de la parte trasera del edificio. Tiene el suelo acolchado, bancos a ambos lados y correas que penden del techo. Morag se sujeta en una de éstas mientras Katrina sale a toda velocidad al gris amanecer. Armand gira adelante y atrás sobre el acolchado de algodón mientras Katrina dobla una curva muy cerrada sin detenerse. La parte trasera de su cabeza golpea una vez tras otra las botas de Morag.

Pasan varios minutos, mientras Katrina vira a derecha o izquierda al azar y por fin la rubia dice que ya es la hora. Se quita la máscara y las gafas. Tiene marcas rojizas allí donde los sellos le han succionado la piel.

—Está bien —le dice a Morag—. No se multiplican y tienen un sistema de autodestrucción.

Morag se quita la máscara y descubre que la parte trasera de la furgoneta huele a incienso barato. Katrina para el motor y sale del vehículo. Alex abre la puerta trasera, Katrina recoge a Armand y lo lleva hasta su taxi, que está aparcado donde lo dejaron la pasada noche. La rubia desmonta de un salto y se aleja por la calle sin mirar atrás, ni siquiera cuando Alex grita a su espalda que piensa mantener su parte del trato y que espera que Max haga lo mismo. Ella dobla una esquina, desaparece.

Morag dice:

—¿Qué trato?

—Max está vigilando a la Cruzada de los Niños. Ha pirateado sus comunicaciones. Por eso sabíamos que existía la posibilidad de que se produjera un asalto.

—Y salió corriendo.

—Tiene que montar un nuevo centro de operaciones.

—Te gusta todo esto, ¿verdad? Esta estúpida conspiración.

Alex dice:

—No tengo demasiada elección.

—¡Vamos! —grita Katrina.

Un grupo de niños, vestidos con camisas blancas y monos azules de tela vaquera, corre hacía ellos. Morag sube al asiento trasero del taxi, junto a Armand, y Alex se sube al asiento del copiloto mientras Katrina enciende el motor.

Hay un golpe en el techo. Un momento después, el rostro de un niño aparece cabeza abajo en el parabrisas. Tiene la vacua belleza de un querubín, con una melena de rizos rubios y unas mejillas rollizas y sonrosadas. Katrina aprieta el botón que conecta la batería del taxi a la carrocería. Un destello azulado. El niño rueda de costado y cae sobre manos y rodillas a un lado del taxi y Katrina se marcha tan rápido como le es posible.

Cuando el taxi llega a la entrada del impasse, Katrina apoya a Armand contra el respaldo del asiento del copiloto y le dice a Morag que espere allí y lo vigile. Pero Morag no piensa quedarse sentada en el taxi con el licántropo, por mucho que le haya quitado el chip con sus propias manos, así que bajo la desapacible luz de la mañana sigue a Alex y a Katrina por el puente del ferrocarril hasta su alta y estrecha casa.

La puerta está rota. Sobre el marco, alguien ha pintado un signo de infinito con una cruz de color blanco en el interior. Dentro de la casa, han arrancado las pesadas cortinas y han tratado de prender fuego a la alfombra persa, pero el agua de las tuberías arrancadas de la pared ha extinguido las llamas, dejando en el ambiente un hedor a chamusquina mojada.

Ha desaparecido el ordenador. Alex dice que sólo era una terminal, como la de Max, que los datos están almacenados en otra parte. Pero parte de su optimismo parece haberlo abandonado y se sienta en una silla de plástico, y su mirada se pierde muy lejos e ignora las preguntas de Morag, mientras Katrina recorre ruidosamente la casa. Cuando regresa, dice que hay signos parecidos por todas partes.

—El cabrón de Ray nos ha jodido bien.

Morag pregunta si es cosa de las hadas pero Alex dice que no, que es obra de la Cruzada de los Niños.

—Creo que no puede negarse que ya contamos con su atención —dice él—. Vamos. Han debido de sembrar todo esto de monitores y no puedo confiar en que mis carroñeros los encuentren a todos.

Fuera, Katrina dice:

—Ese cabronazo. Si vuelvo a ver su rostro azul y su estúpida sonrisa me lo cargo.

Alex dice:

—No estamos seguros de que haya sido él.

Katrina dice:

—Eres demasiado confiado. El cabrón está trabajando para los dos bandos. Como de costumbre. Ha estado espiando para ella desde el principio. A estas alturas debe de saberlo todo.

—No, no todo. Creo que todavía tenemos una oportunidad.

—¿Sin Ray?

—Bueno, no confiabas en él, así que eso no debería suponer ninguna diferencia para ti. Tenemos a Bloch y tenemos al licántropo. La última vez estábamos sólo tú y yo.

—La última vez estuvieron a punto de matarnos, joder —dice Katrina—. Y una cosa más. Yo digo que la dejemos aquí.

—Inténtalo —le dice Morag.

Katrina le obsequia con una mirada dura y fría.

—Hicimos un trato —dice Alex—. No me lo pongas difícil, Katrina. Ya tenemos suficientes problemas tal como están las cosas.

Armand ha despertado mientras estaba en el taxi y ha estado tratando de liberarse. Apesta a sudor y tiene las muñecas en carne viva de tanto tirar de las esposas. Los mira ferozmente a través del grasiento cabello que ha caído sobre su rostro famélico.

—Ya me las pagaréis —dice—. Tengo amigos.

Repite esto una vez tras otra mientras salen de la ciudad y se ríe cuando Katrina se vuelve para abofetearlo.

—Ya verás —le dice—. Ya verás.

Alex dice:

—Estás solo, amigo. El asesino de tu cabeza ha desaparecido, y sin él no les eres demasiado útil a tus pequeños colegas. Piensa en ello.

Esto logra que se calle durante un rato. Paran en un café de carretera situado a un lado de la autopista. Katrina se queda en el taxi para vigilar a Armand. Dentro, Morag bebe un café con aroma de nuez moscada mientras Alex devora tres hamburguesas con queso, una detrás de otra.

—Deberías comer algo —le dice en inglés—. Recuperar fuerzas.

—Quiero saber por qué estás haciendo todo esto —le dice Morag.

Alex se limpia la grasa de los labios con una servilleta. Está incómodo y ansioso, encajonado tras la mesa de fibra de madera del pequeño reservado. Ahora que está resulto a actuar se da cuenta de que depende de esta decidida pero ingenua joven más de lo que puede admitir. Y es muy posible que no pueda explicarle el encantamiento que se conjuró sobre él hace tanto tiempo, y que todavía lo sigue llamando por mucho que sepa que lo utilizaron y luego lo abandonaron.

Dice:

—Conocí a un tío en Ámsterdam. Me contó algo sobre la clase de hadas que se han apoderado del Reino Mágico.

—¿Fue entonces cuando conociste a Katrina?

—Justo antes. El Dr. Luther tenía un prostíbulo y utilizaba zeks como ayudantes. ¿Sabes cómo funciona eso?

—Trabajé en una clínica de libertad bajo palabra durante algún tiempo.

—El Dr. Luther era un sujeto especial. Utilizaba zeks con conocimientos médicos para ayudarle a convertir muñecas en juguetes sexuales, y sabía cómo superar las limitaciones de sus chips de control. También trabajaba con hadas, una especie de negocio alternativo. Uno de sus ayudantes se mezcló con las hadas y le dieron a probar algo especial.

Morag traza la conexión.

—Armand necesita algo, ¿verdad? Algo que las hadas le dan.

—He oído que lo llaman soma, pero ciertamente no se parece demasiado a la droga de los vedas. Transforma tu percepción del mundo y te proporciona una sensación inmediata de bienestar. Pero te permite permanecer funcional. Además, es muy adictiva. Alguien me dijo una vez que aparta el velo del mundo, que te muestra cómo brilla la luz de la creación a través de los objetos sencillos. Me dijo que te transporta al País de las Hadas. Pero no sólo necesitas la droga sino también ser infectado con algo que se une al músculo de tu lengua y empieza a crecer en tu sistema límbico. Eso es todo lo que sé.

—¿La gente pagaría por algo como eso?

—Por supuesto. Las drogas suelen reflejar las preocupaciones de su tiempo. Piensa en la moda de las drogas que alteraban el estado de ánimo a finales de siglo, cuando la gente estaba luchando por ajustarse a un nuevo ideal. Ahora existe una reacción a la clase de psicosis de masas que prevalecía a finales del siglo veinte. La gente quiere viajes individuales. Piensa en todos esos tíos en sus pequeñas celdas de las arcologías, que cuentan sólo con la intimidad artificial de la Web para contactar con otros seres humanos. Pasan gran parte de sus vidas en el interior de sus propias cabezas. Una de las cosas que Max vigila son las tendencias sociales. Hay miles de mobots desperdigados por la Luna y por Marte a los que la gente puede conectarse cuando quiere. Muy pronto, sólo en Marte, habrá por lo menos un millón, porque los astronautas están montando una fábrica allí. Y luego está la sonda auto-replicante de Júpiter. La gente que vive en las arcologías pasa al menos la mitad de su existencia en la realidad virtual o conectada a una máquina que experimenta el mundo para ellos.

Morag piensa en los grupos de muñecas que marchan obedientes en fila de a uno por las calles y los museos y los monumentos de París, cada una conectada a un turista virtual que observa a través de sus ojos.

Alex dice:

—El siguiente paso es el que cruzará la barrera mente-máquina. Ya es posible hacerlo desde hace cinco años aunque resulta demasiado caro. Pero eso es lo que quiere una porción de la humanidad cada día mayor. Ésta es una era de solipsistas y yo antes me dedicaba a satisfacer sus demandas. Así es como me ganaba la vida. Empecé fabricando drogas sicoactivas y más recientemente he entrado en contacto con terroristas de amor como Max. Y en el mundo hay cosas mucho más extremas que nada que yo haya hecho jamás. Incluso más extremas que el soma, puedes creerme.

Morag dice con impaciencia:

—¿Y qué tiene todo eso que ver con el rescate del pobre crío?

—Armand necesita soma. Es sicológicamente adictivo y muy pronto empezará a pasarlo muy mal. Le dejaremos ir y lo seguiremos. Tengo un contacto en la Interfaz que nos ayudará. Por un precio.

—¿Y qué haréis entonces?

—Ya lo hemos hecho antes. Confía en nosotros.

—¿Hasta que consigas averiguar cómo preparar soma? ¿Eso es lo que realmente buscas?

—Ya te dije lo que busco. El soma no es más que el medio de financiación.

—Esa mujer. Ojalá pudiera creer que es algo tan sencillo como eso.

—El amor nunca es sencillo.