12

La caza salvaje

Claude el Cocinero tiene un itinerario perfectamente establecido que discurre entre las aldeas de recicladores situadas más allá de las arcologías, a través de los suburbios medio abandonados, hasta el centro de la ciudad y luego de vuelta. La mayoría de los trabajadores sociales sabe dónde encontrarlo en cualquier día determinado. Hoy, su Colectivo de Comidas está montado bajo la sombra de los árboles en un rincón del Jardín des Plantes, al pie del altozano coronado por el cedro de Jussieu, que trajo este caballero a París desde Londres cuando no era más que una planta de semillero en su sombrero de tres picos.

Claude está supervisando el perol de la cocina, un gran caldero redondo de hierro que humea en el frío aire matutino sobre una hoguera de troncos. Como de costumbre, contiene alubias rojas y arroz. Una veintena de hombres y mujeres está desayunando en platos de papel. La mayoría de ellos apenas mira un instante a Morag, pero Claude la saluda con alegría.

Siempre parece estar alegre, un hombre fuerte y barrigón con una amplia sonrisa que arruga su rostro ajado. Perdió el brazo izquierdo en la guerra civil americana y la manga de su camisa de franela a cuadros está plegada hasta la axila. No es francés, sino un cajún de los pantanos de Luisiana, y lo más probable es que su nombre no sea Claude. Todo el mundo en el Equipo Móvil de Socorro conoce a Claude el Cocinero y él sabe más sobre el submundo que cualquier otra persona de París o sus alrededores.

Claude está especialmente feliz hoy porque ha conseguido una tonelada de pan de ayer. Espera a mucha gente más tarde, cuando llegue el camión con el pan. Morag le dice lo que está buscando y, mientras él piensa, ella revuelve el guiso de alubias y arroz con una pesada cuchara de madera de un metro de longitud que tiene el borde chamuscado.

Por fin, Claude dice:

—No conozco a ese tipo, pero Justin, ése de ahí, estuvo en la Legión. Puede que él lo conozca.

Justin es un hombre muy joven y muy tímido, con gruesas muñecas que asoman por las deshilachadas mangas de su asquerosa chaqueta abombada. Le cuenta a Morag que antes salía a veces con un par de tipos de la Legión, y sí, uno de ellos se llamaba Armand.

—Pero hace un año que no lo veo, un año como mínimo.

—¿No sabes dónde fue?

Justin se encoge de hombros.

—Puede que haya muerto. Puede que no. Dejó la Legión antes de que lo licenciaran, así que tiene buenas razones para esconderse.

Morag le pregunta a Justin si tiene algo más que contarle y Justin lo piensa.

—Recuerdo su etiqueta de combate. El nombre con el que se le conocía cuando estaba en acción.

—¿Algo así como un mote?

—Más que eso. ¿Sabe cómo son las cosas en la Legión? Te colocan un chip cargado con lo que llaman una personalidad parcial. Aprende de ti hasta que puede tomar el control en combate. Entonces los oficiales pueden inicializarlo durante el combate, convertirte en un lobo. Así que no eres tú el que lucha, el que hace lo que es necesario para sobrevivir en situaciones intensas. Es el parcial.

Justin se abraza a sí mismo y empieza a balancearse adelante y atrás. De pronto, su mirada parece encontrarse a mil metros de allí.

—Es como… ni siquiera estás allí —dice—. El parcial te utiliza. Piratea tu carne, ¿comprende? Tiene reflejos que tú ni siquiera has aprendido a utilizar y carece por completo de moral. Es un no sé qué compulsivo.

—¿Psicópata?

Justin sonríe.

—Sí.

—Pensé que lo único que se hacía con los soldados era otorgarles reflejos extra.

—El parcial tiene acceso a chips conectados a tu organismo y mierdas de ésas, claro. Pero también te apaga para que toda la mierda social que te han metido en la cabeza desde que eras crío no lo inhiba. No le conviene que tus reflejos interfieran con los suyos, de modo que simplemente aprieta ese gran interruptor rojo de tu cabeza, enciende los dispositivos y tú desapareces. Cuando ha terminado regresas, porque la Legión no quiere a tíos sueltos que estén constantemente locos. Tú no recuerdas lo que has hecho. Eso es lo que dicen. Sólo que algunas veces tienes sueños. Sueñas con todo eso y está mezclado con tu vida normal. Es duro.

—Ya me lo imagino.

—Puede que creas que te lo imaginas —dice Justin sin alterarse—, pero no tienes ni puta idea. Cuando te licencian irradian tu chip para borrarle los códigos, de modo que el parcial desaparece. Yo me escaqueé, más o menos, pero igualmente me aseguré que irradiaran mi chip. Nadie quiere tener esa clase de cosas en la cabeza más tiempo del necesario. Pero, ¿sabe?, a pesar de que te irradien el chip y te lo saquen, todavía sigues soñando.

Morag mira a los ojos de aquel joven miserable y atormentado y dice:

—Lo siento.

—Quería saber algo sobre Armand. Ahí lo tiene. ¿Sigue vivo?

—Creo que sí.

—A su parcial le llamaban señor Mike. Él era operativo de comunicaciones, ¿sabe? Así que cuando inicializaban su dispositivo lo llamaban señor Mike. ¿Sabe por qué le estoy contando esto?

—Continúa.

—Se rumorea que el viejo Armand se convirtió en un licántropo. Un renegado, ¿entiende? La última vez que lo vi su chip seguía siendo funcional. Me dijo que le daba miedo que se lo irradiaran. Que el señor Mike le había dicho que no lo hiciera. Pobre Armand, estaba más grillado que la mayoría. Ahora discúlpeme, mademoiselle —dice Justin y se levanta abruptamente y se marcha. Cuando Morag le da las gracias no mira atrás.

—Vuelve más tarde —le dice Claude—. Haré correr la voz a ver qué descubrimos sobre ese cabrón.

Es posible que la policía lo haya cogido, pero Morag lo duda seriamente. Está segura de que la muñeca —el hada— había venido para liberarlo. Incluso en aquel mismo momento podría estar detrás de su pista.

Por primera vez desde que volvió de África, Morag compra un paquete de cigarrillos. El primero le sabe asqueroso y la dosis de nicotina es tan intensa que se marea. El segundo es mejor. Qué coño. Como si fuese a provocarle cáncer.

Se encuentra en un pequeño café, calentándose. Café y cigarrillos. ¿Quién fue el primero en toparse con esta bendita combinación? Deberían canonizarlo.

Cuando ha logrado calmarse, llama al Dr. Science. Tarda veinte minutos en atravesar todos los filtros y cuando por fin le responde, al principio se niega en redondo a verla.

—Acudiré a la prensa —dice Morag. Un silencio. Ella insiste—. Lo digo en serio. Esto no puede continuar.

—¿El qué, Morag?

—No quiero hablar por teléfono. ¿Va a venir a hablar conmigo?

El Dr. Science sugiere que sea ella la que vaya al depósito de vehículos y ella le dice que no y le explica dónde puede encontrarla. Él accede de mala gana y eso le proporciona a Morag una tenue satisfacción, como una capa de hielo sobre un profundo y frío lago negro. Al menos ha conseguido un poco de control.

El Dr. Science llega tarde, diciendo que ha tenido problemas para encontrar este garito inmundo. ¿Por qué no podían hablar en el depósito, o al menos en algún restaurante decente? El lugar que Morag ha elegido lo pone nervioso: bien. Es un café barato que sirve a los estudiantes de la cercana facultad de Medicina, escondido en una pequeña callejuela llena de basura situada en el centro de la Ribera Izquierda. La guillotina fue perfeccionada justo al otro lado de la esquina, en la puerta contigua a la imprenta de Marat, pero la Ribera Izquierda ha estado decayendo constantemente desde que las tiendas caras se trasladaron, y ahora apenas viene por aquí un solo turista. Incluso el café tiene un guardia armado en la puerta.

Morag se sienta frente al Dr. Science en una mesa de caballetes que comparten con media docena de estudiantes. La mayoría de la ruidosa concurrencia que los rodea lleva bata blanca de laboratorio y reina en el ambiente un penetrante olor a formaldehído que se abre paso entre la neblina del humo de los cigarrillos. Las camareras dejan caer los platos y las jarras de vino con estudiado descuido, gritan sus comandas al chef que trabaja tras un biombo.

—El filete no es ternera —le dice Morag al Dr. Science cuando la camarera les sirve la comida—. En realidad es caballo.

Ahora está sintiendo con placer la abundancia de la adrenalina en sus venas. Está quemando sus naves y no le importa. Quizá más tarde sienta remordimientos, pero por el momento está experimentando una especie de regocijo extático.

—Muy pocos lugares sirven carne de caballo de calidad en estos tiempos —dice el Dr. Science con frialdad.

Su ecuanimidad está regresando, aunque todavía se siente incómodo. Su chaqueta vaquera con el logotipo de Harley Davidson cosido en la espalda, sus vaqueros Roughrider, sus botas de motero, son demasiado nuevos, demasiado pulcros. Lleva un pañuelo escarlata anudado al cuello que en alguno de los garitos que frecuenta sería un detalle de estudiado descuido pero aquí resulta afectado. Es un figurín de moda pasado de moda hace más de cincuenta años, y a Morag nunca le ha parecido tan viejo como ahora.

Morag no puede comer. Juguetea un rato con la comida del plato antes de ir al grano y pedirle el favor. Quiere que se sepa la verdad sobre el asesinato.

El Dr. Science se reclina para apartarse de ella y dice algo que ella no logra oír a causa del ruido.

—No —repite—. Eso es imposible —sus ojos esquivan los de ella.

—No es sólo por el asesinato de la niña pequeña. Puede que su hermano siga con vida. Puedo contárselo yo misma a la policía. No tiene por qué saber de dónde proviene la información…

—Existen… compartimentos —el Dr. Science traza divisiones en el aire—. La información de uno no puede filtrarse a otro. Eso provoca problemas. Ya veo que no lo comprendes pero es así. Si queremos ayudar a los habitantes de los poblados, tenemos que trabajar en una especie de burbuja de inocencia. Y de hecho los ayudamos, ¿no es cierto?

—¿A qué coste?

—Morag, deberías hacer un esfuerzo por ver la escena completa. Sólo estás considerando una parte muy pequeña.

—Hadas —dice Morag—. Una nueva clase de hada. Eso es lo que se llevó al niño. Eso es lo que está matando a las niñas pequeñas.

—¿Lo ves? Tú no deberías saber eso.

—Jules está muerto. Creo que mi compañera de piso está muerta. Si no tengo cuidado, también yo correré la misma suerte. Dígame que no sabe nada de lo que ocurre en el Reino Mágico. Dígame que las compañías que trabajan en la Interfaz no saben nada sobre ello.

—Deja que te explique, querida. El efecto de la tecnología sobre las tendencias sociales es sumamente impredecible. No es una ciencia exacta, no más de lo que puede serlo la predicción del tiempo. Cuanto más te centras en los detalles, más borrosos se vuelven los datos. Por lo que se refiere a las hadas, tratar de aplicarles la lógica humana es como tratar de predecir el tiempo que hará en Marte extrapolando a partir de lo que sabes sobre el tiempo en la Tierra. Es muy difícil. Durante mucho tiempo no se comprendió que los asesinatos formaban parte de los cambios que dieron lugar a la Interfaz. Ahora que lo sabemos, puedes creerme, se están haciendo los máximos esfuerzos por…

—Ya he visto las furgonetas verdes. Pero no son los elfos los que están haciendo esto. Son las hadas del Reino Mágico.

El Dr. Science levanta las manos.

—No cuentas con toda la información. Tienes parte de ella pero no toda. No te corresponde a ti hacer juicios.

—He visto a un elfo. He hablado con él. Esto no puede seguir ocultándose.

El Dr. Science parte en dos la última tajada de carne de su plato, se come primero una mitad, luego la otra. Dice:

—Quizá si vuelves conmigo a la oficina, pueda hacer algo.

—No tengo tiempo.

—Morag; debes confiar en mí.

Morag se da cuenta de que no confía en él en absoluto. Con un repentino miedo que le constriñe las entrañas, siente que se encuentra en medio de una especie de emboscada. Arroja dinero sobre la mesa y se abre camino a empujones entre la multitud que llena el café, sin volverse para comprobar si el Dr. Science la está siguiendo o no. Luego empieza a correr.

Baja de dos en dos los escalones de la estación de Odeón y viaja en metro hasta Les Invalides, donde pasea alrededor de los fríos y recargados espacios de la Église du Dôme hasta sentirse más calmada. Un grupo de muñecas controladas por turistas virtuales se agolpa en la suntuosa galería que rodea la tumba hundida de Napoleón. Por vez primera, Morag ve a las muñecas como esclavos, títeres movidos por la voluntad de gente que podría encontrarse al otro lado del mundo. Las observa durante tanto tiempo que el guardia armado que las acompaña se le acerca y le pide que se marche.

Cuando por fin regresa al Jardín des Plantes, ya está oscureciendo. Hay un flujo constante de gente que se dirige hacia el parque. Entre los indigentes es un lugar muy popular para pasar la noche, y los polis suelen dejarlos en paz siempre que levanten el campamento tan pronto como salga el sol.

A lo largo de las veredas se han dispuesto numerosos puestecillos bajo las farolas en los que los pobres venden a los pobres toda clase de cosas, desde paquetes de comida medio usados hasta flamantes aparatos de televisión nuevos. Un grupo de piratas se ha apoderado de una cabina telefónica y ofrece acceso a la línea a precios reducidos. Se trafica a la vista de todos con drogas y dosis de fembots; los compradores caminan tambaleándose por la hierba, manteniendo intensas conversaciones con Dios, con los alienígenas, o contemplan arrobados el aire vacío, viendo catedrales o ángeles, dragones o estrellas muertas. En una zona del parque, un grupo de personas infectadas con la meme de la percusión se ha instalado ya, y sus ritmos polifónicos suben y bajan como un oleaje distante.

Mientras camina entre los sin techo se le ocurre a Morag que tampoco ella tiene un techo bajo el que cobijarse.

Los mejores puestos, situados bajo los árboles o contra los muros, ya están ocupados. Hombres y mujeres solos, y a veces familias enteras, merodean por el lugar buscando un lugar en el que instalarse. Los televisores portátiles murmuran. Sus parpadeantes pantallas, la mayoría de las cuales despide el rojizo resplandor de Marte, hacen que parezca que un campo de estrellas se ha desplomado sobre el parque.

Claude el Cocinero y sus ayudantes están muy atareados ocupándose de tres grandes ollas y sirviendo a la gente tan deprisa como pueden. El latido de la luz del fuego sobre el césped pisoteado hace que se muevan las sombras de los árboles que crecen inclinados en la pendiente del altozano. Los cartones de pan procesado forman pilas que alcanzan la altura de un hombre. Un par de saxofonistas ambulantes ofrece un concierto gratuito; sus aullantes y convulsos solos se pierden enroscándose en la oscuridad. Cuando no está dando órdenes a sus ayudantes, Claude interpreta un burdo contrapunto con una armónica que sostiene con la boca para dejar libre su única mano. Lleva el ritmo con un gran cucharón de madera, arrojando por todas partes judías y arroz.

Morag se fuma un pitillo y espera hasta que Claude tiene tiempo para hablar. Cuando se le acerca, ella le ofrece lo que, descubre consternada, es su último cigarrillo. ¿Cómo ha conseguido acabar tan deprisa con un paquete?

—He vuelto a dejarlo —dice Claude—. No puede haber ceniza en la comida, ¿sabes?

—Es un sitio asombroso.

—Hay un par de tipos que van por ahí haciendo pequeños jardines en terrenos baldíos. Puede que hayas oído hablar de ellos.

—Creo que vi uno de los jardines en un viejo polígono industrial. Había un estanque, flores, un banco hecho con cajones de embalaje. Montones de hiedra en un muro.

—Exacto. Si sabes dónde mirar, puedes encontrar esos pequeños jardines por todas partes. Mantiene cuerdos a esos chicos y recupera pequeñas porciones de la ciudad. Somos un país invisible que está a tu alrededor, por todas partes, si sabes cómo mirar. Existen señales que indican los caminos y los lugares de encuentro. Siempre han existido sitios para beber, por supuesto, y los yonquis y los chorizos se reúnen porque eso es lo que hacen los yonquis y los chorizos. Pero hay lugares en los que puedes encontrar gente parecida a ti con la que jugar al ajedrez, darle a la lengua, lo que quieras. Esos dos tíos que tocan el saxofón son parte de un colectivo que ofrece clases y jam sessions en los que la gente puede mejorar su forma de tocar. ¿Sabes a qué me refiero?

—He visto algo de eso.

Claude sonríe. Está sudando a pesar del frío. Despide un intenso olor a sudor y humo de madera. Lleva una bandana atada alrededor de la frente y un delantal blanco sobre el mono.

—Apreciamos tu trabajo. Ese comedor de beneficencia que hay junto a la entrada principal… ellos también tienen buena intenciones. Pero nosotros hacemos las cosas a nuestra manera. Una vez intenté establecerme, tener un trabajo regular. Era un cocinero de verdad pero… que le jodan a esa mierda, que te digan lo que tienes que hacer, trabajar para el sistema. Aquí tenemos nuestro propio sistema.

—Entiendo.

—He hecho correr la voz. Les he dicho a todos que era alguien del Equipo Móvil de Socorro el que preguntaba. Hay un grupo de tíos, argelinos, que vende joyas por las calles. De esas hechas con chatarra de cobre. Han oído hablar de ese tío. Un par de ellos está esperando allí, junto a los árboles, por si quieres hablar con ellos. Oye, ¿me das ese cigarrillo?

Morag le tiende el paquete. Claude saca el pitillo, lo sostiene en alto y lo destroza entre sus grandes dedos.

—El tabaco es malo para ti. Ahora me debes dos favores.

Y se ríe antes de marcharse para gritarle un poco más a sus ayudantes.

Morag se presenta a los dos argelinos y el mayor de los dos le dice, con una voz tan seca como el polvo, que sí, que conoce bien al tipo. Todos los que viven en el Reino Mágico lo conocen bien.

—Repite eso.

—Ya lo has oído —dice el hombre. Lleva subida la capucha de la sudadera, de modo que sólo puede verse el extremo de su barba blanca.

—¿Vivís allí?

Morag es incómodamente consciente de que el otro argelino la está mirando con intensidad. Pero parece nostálgico más que amenazante. Le devuelve la mirada y él dice:

—El hombre al que buscas tiene la mente herida, pero mantiene a los efretis alejados de nosotros.

—¿Efretis? —Morag está descubriendo que, cuanto más sabe, menos comprende. Entonces dice—. ¡Claro! ¡Hadas!

—Algunos las llaman así —dice el más viejo. Algo se mueve entre las sombras de la capucha, alrededor de su cara: es una rata blanca. Los bigotes del extremo de su hocico rosado se agitan mientras olisquea el aire.

Morag recuerda entonces algo que la niña pequeña le dijo y se le eriza toda la piel.

Un helicóptero de patrulla cruza el negro aire sobre el Jardín des Plantes. Su foco es un brillante lápiz de luz blanca que se balancea de un lado a otro. Las ramas de los árboles que crecen en la pendiente que hay sobre el comedor trepidan tras la estela dejada por el helicóptero al pasar sobre ellos.

Morag pregunta:

—¿Alguna vez habéis oído el nombre «señor Mike»?

El segundo argelino contesta tranquilamente:

—Pronto estarán aquí.

—¿Quiénes? ¿Quiénes?

Pero ninguno de los dos contesta.

El helicóptero está regresando. Vuela bajo y con mucha lentitud, girando de un lado a otro con abruptos movimientos de insecto. La lanza blanca de su localizador láser se clava en un punto, parpadea y se apaga, se fija en otro. Por todo el parque, la gente se pone en pie para observar. Al otro lado de la puerta principal pueden verse los destellos azulados de las luces de los vehículos policiales.

Morag se da cuenta de que, de alguna manera, el Dr. Science ha logrado tenderle una trampa. El helicóptero se desliza lentamente a un lado sobre la improvisada cocina de Claude. El humo de las hogueras en las que cocina se dispersa en todas direcciones. Las cajas de cartón se vuelcan y desperdigan rebanadas de pan como en un repentino milagro. Una lanza de luz perfora el aire hasta el suelo y paraliza a Claude en el acto de sacudir con aire desafiante un cucharón de madera sobre su cabeza. El torbellino creado por el rotor del helicóptero hace que su mono revolotee y cruja. Está gritando.

La luz se aleja, regresa de nuevo sobre un montón de tierra pisoteada. Parpadea y luego ilumina a los dos argelinos. No están mirando al helicóptero: miran a Morag. El más joven está llorando en silencio. Las lágrimas brillan sobre sus mejillas y caen silenciosamente de su barbilla. Tiene la boca abierta. Su lengua se enrosca y se retuerce como una serpiente atrapada, pero no puede hablar.

Morag retrocede hasta los árboles, entonces se vuelve y corre. El helicóptero se alza sobre la ladera. El puntero láser sube y baja como un rayo entre las ramas entrelazadas. Morag atraviesa corriendo un campamento, está a punto de pisar a una mujer envuelta en mantas sucias. Salta por encima de una valla baja y se corta las manos con la malla de alambre, y corre por un espacio asfaltado que hay en lo alto de la colina. Las ramas del viejo y elegante cedro se agitan como si estuviesen en medio de una tormenta y una ventisca de hojas fragantes se arremolina a su alrededor.

La luz perfora el aire, difractada por el follaje en un dibujo de muaré. El helicóptero está justo encima de ella. Resuena una voz amplificada, interrumpida por un estruendo electrónico. Morag se aleja corriendo del árbol y baja los empinados escalones del otro lado. Un hombre aparece en la oscuridad y trata de sujetarla por el brazo, pero ella lo aparta de un empujón y pasa corriendo junto a él sin torcer el paso. El hombre grita a su espalda pero ella ya ha desaparecido.

Hay un pequeño jardín al final de las escaleras, con un estanque en el que las hojas redondas de las lilas de agua flotan sobre al agua negra. Morag se topa con él y se arroja hacia delante, lanzando un grito de sorpresa al entrar en contacto con el agua helada.

Se pone en pie, mientras el agua chorrea de sus empapadas ropas, y luego se sumerge bajo la superficie del estanque mientras el helicóptero pasa sobre ella. La luz cae a una docena de metros de distancia, iluminando la estatua de piedra blanca de una mujer desnuda, se apaga, el helicóptero se aleja.

Fembots. De alguna manera, el Dr. Science logró colocarle fembots de rastreo. No es demasiado difícil. Un simple contacto puede transferir millares de diminutos grabadores de sonido, transmisores y cámaras de ojo de pez de un solo disparo cuyas imágenes pueden ser reveladas después de la recuperación. El agua se los ha llevado y el rastro que el helicóptero estaba siguiendo ha sido destruido.

Morag se arrastra hasta el borde del estanque. Mientras trepa penosamente a la orilla, tirita hasta los huesos. Hay un hombre junto a la estatua de la mujer. Parece haberse materializado allí, un espectro formado por las sombras y el brillo verde de una lámpara cercana. Es el hombre de aspecto famélico de su apartamento. Levanta un par de esposas de plástico y las tensa con un movimiento brusco y seco. Se produce un zumbido sordo y Morag sabe que es el licántropo, y que lo que tiene entre las manos es un cable de monofilamento, un cable de estrangulador.

—Armand —le dice, asombrada por poder hablar, tan asustada está—. Armand, no lo hagas. Puedo ayudarte.

El licántropo sonríe y se abalanza corriendo sobre ella. Una luz explota dentro de la cabeza de Morag. La arroja al suelo y la inmoviliza. El licántropo la agarra del pelo y tira, tratando de levantar su cabeza. Ella grita y se debate, sabiendo que si logra pasar el monofilamento alrededor de su cuello podrá cortarle las venas principales con una simple torsión.

Y alguien grita una cadencia estridente:

—¡Sirio! ¡Sirio! ¡Sirio!

El pelo de Morag es soltado tan bruscamente que su cabeza rebota contra el suelo. Se queda allí, aturdida, mientras el hombre se aparta de ella. Alguien la ayuda a levantarse. Es Katrina. Está sonriendo como una idiota.

El licántropo, Armand, está tendido de espaldas a un par de metros de distancia. Solloza, emitiendo extraños sonidos estrangulados. Sharkey se inclina sobre él y dice con torpeza:

—Calma, calma.

Morag se da cuenta de que todo ha sido preparado. Dejaron que se marchara y que se metiera de cabeza en esto.

—Cabrones —dice, furiosa—. Estúpidos cabrones.

Katrina se rasca la cresta de piel de leopardo de lo alto de su cabeza. Está vestida con pantalones de cuero negro y un blusón de cuero negro que oculta a medias una bolsa de basura de un rojo borroso.

—Ha funcionado, ¿no?

Morag le propina una patada en el tobillo. La mujer se dobla sobre sí misma y Morag logra darle un par de golpes en la cabeza antes de que la otra la sujete por la muñeca, la haga girar y le ponga un brazo detrás de la espalda.

—Deberías mostrar más agradecimiento —le dice al oído—. Me refiero a que acabamos de salvarte el culo.

—¡Cabrones! —grita Morag, tan fuerte que le duele la garganta. El eco regresa desde el altozano.

Katrina se ríe y la suelta.

—Es cierto —dice.

Morag flexiona la mano. Le duelen los nudillos. Dice:

—Tienes una roca por cráneo.

—¿Por qué estás tan furiosa? No has hecho lo que te pedimos que hicieras. Te fuiste sola.

El tono agraviado de Katrina vuelve a inflamar la rabia de Morag.

—Mi compañera de habitación está muerta. Él la mató y me estaba esperando a mí. Sabíais en lo que me estaba metiendo, ¿verdad? Y no me lo dijisteis.

—Bueno —dice Katrina con aire conciliador—. No lo preguntaste.

Alex Sharkey dice:

—Te dije que no volvieras a casa. Pensaba que algo como esto podía ocurrir.

Morag empieza a alejarse.

Alex dice:

—Los polis todavía te buscan.

Morag se vuelve.

—Sí. ¿También habéis preparado eso?

—Por supuesto que no. De hecho, resulta un inconveniente considerable. Pero si quieres salir del parque sin que te arresten, tendrás que confiar en nosotros.