Primeros Rayos del Nuevo Sol Naciente
El nombre del hada es Primeros Rayos del Nuevo Sol Naciente; Alex la llama Ray. Aunque Ray tiene la piel azul y la complexión enjuta y fuerte de un metro de altura de una muñeca, posee también ojos grandes y llenos de vida, salpicados de oro, y unos pómulos protuberantes y afilados que una modelo tardaría un día bajo el bisturí en conseguir. Las orejas prominentes de Ray son puntiagudas como las del señor Spock y las puntas sobresalen por encima del gorro de tejido con el que se cubre la cabeza. Sus bordes están llenos de cortes y se ha ensartado la izquierda con anillos de oro y clips.
Ray es un hada solitaria, un elfo, creado hace cinco años en un garito de las afueras de Ámsterdam, y que ahora vive en los márgenes de la marginalidad. Ha viajado por toda la costa de Europa hasta llegar a la punta de España y luego ha regresado. Mientras juguetea con los nudos de una larga cadena que se anuda alrededor de la cintura, les cuenta que cada vez más gente marginal se está uniendo a la Cruzada de los Niños. Se llaman a sí mismos los salvados. Quieren que todo aquel con el que se encuentran, lo mismo humanos que hadas, se unan a su causa.
—Están mal de la cabeza —dice Ray. Se sienta en cuclillas sobre la raída alfombra turca y habla un francés cuidadoso y preciso con voz grave, mientras sonríe, mostrando sus afilados dientes de tiburón—. Permanezco apartado de ellos. Sé que pueden cambiarme con una sola mirada.
—Es una meme de fembots —le explica Alex a Morag—. Una serie de creencias transmitida por una infección de nanomáquinas. Las hadas son más susceptibles que los humanos.
—Muchas hadas forman parte de ello —asiente Ray mientras sonríe a Morag—. Encontré a muchas viviendo en un viejo bunker de defensa civil de las afueras de Brest —su sonrisa se ensancha—. Ahora los humanos sirven a las hadas. Un cambio bueno.
Morag siente una calma asombrosa. Quizá sea a causa del antídoto para el alcohol que Alex le administró en el taxi. No encuentra amenazante a Ray, a pesar de sus dientes afilados. Algunas veces, su rostro semeja el de una mujer hermosa, otras el de un muchacho preternaturalmente alerta y al mismo tiempo no es ninguna de estas cosas. No es ni animal ni humano, sino una síntesis que los trasciende a ambos. Morag ha escuchado su historia sin una interrupción, pero ahora pregunta:
—¿Qué quiere la Cruzada de los Niños?
—Todos quieren lo mismo, pero uno sólo sabe lo que es si es uno de ellos —el pensamiento hace que Ray se estremezca delicadamente.
Alex dice:
—Es ella. Es su religión.
Katrina se pasa una mano sobre la cresta de pelaje que crece en lo alto de su cráneo. Dice:
—Niños. Les gusta llevarse a los niños. Lo mismo que a esas jodidas hadas.
Ray dice con candidez:
—Es mejor llevarse a los niños porque aprenden muy deprisa. Tienen menos que olvidar. Además, os sobran y os ocupáis muy mal de ellos. Siempre me sorprende lo fácil que es asesinar niños humanos.
—Os los lleváis porque están indefensos —dice Katrina—. Los débiles se ceban sobre los más débiles.
—No pretende ofenderte —le dice Alex.
El elfo sonríe a Katrina:
—Yo camino a solas —dice.
Morag dice:
—Pero ayudas a esta gente.
—La gente me ayuda. Yo ayudo a la gente.
Katrina dice a Morag:
—Este mierdecilla le vende información a cualquiera que le pague por ella. Es un desvergonzado.
—Es cierto —dice Ray. Su amplia sonrisa muestra al completo su afilada dentadura—. Así es como me gano la vida. No soy un animal, no como algunos de mis hermanos. Se comen cualquier cosa. Carne de niño, suculenta incluso cruda.
—¡Cabrón! —la silla de Katrina cae al suelo mientras se pone en pie de un salto. Agarra a Ray por las solapas de la chaqueta y lo alza en vilo.
Ray pende sin resistirse de sus manos mientras sonríe con fiereza y la mira directamente a los ojos. Dice:
—Te desgarro la garganta. Un mordisco. Te veo desangrar hasta morir. Ésta es una vida confortable, te vuelves débil. Yo vivo ahí fuera, todo el tiempo. Cada día sobrevivo a ello.
Katrina bufa de asco y suelta a Ray. Él vuelve a adoptar la misma postura, impertérrito.
Morag dice:
—Ray, tú sabes algo, ¿verdad? Sabes algo sobre ese niño pequeño.
—Oigo que está vivo pero oigo cosas malas y me alejo. No me detengo para cuidarme de ningún niño.
Morag dice:
—Pero podrías llevarme allí. Al interior del Reino Mágico.
Katrina dice:
—Yo no confiaría en él ni para que me ayudara a cruzar la carretera.
Alex dice:
—No se trata tan sólo de entrar. El lugar es un verdadero laberinto, una ruina peinada de túneles y cámaras. O bien no verás una sola hada o te matarán antes de que llegues al corazón.
—Hay guardias —dice Ray—. Cosas con las que no te gustaría toparte.
Morag recuerda que el espía de perímetro dijo algo sobre trasgos. Dice:
—Pero el niño allí está. Y tú has dicho que podías ir a donde quisieras, Ray.
Katrina dice:
—No sabes en lo que te estás metiendo. En la última incursión contra uno de esos laberintos en la que participé, me atacó una cosa parecida a un perro pero con cabeza de cocodrilo. Me abrí camino a través de un sinfín de túneles infestados de trampas y todo lo que encontré fue un montón de muñecas muertas. No vi una de ellas viva ni por un instante.
—Nos hacemos invisibles —dice Ray—. Es un truco nuestro.
—Siempre hay vías de escape —dice Alex—. Por cada camino de entrada hay dos de salida. No tienen necesidad de ser invisibles.
Katrina dice:
—A las que maté cuando recuperé a mi hermano no eran invisibles.
—Puede que no fueran hadas —dice Ray.
—Puede que tú no lo seas.
—Folladora de muñecas —dice Ray sin alterarse.
—Ya te gustaría —dice Katrina.
Morag dice:
—Sólo quiero entrar en ese lugar. ¿Qué me dices, Ray? ¿Cuánto me cobrarías por llevarme hasta allí?
—No quiere dinero —dice Alex—. Quiere lo que yo puedo proporcionarle.
—Es cierto.
—Determinadas drogas —dice Alex—. Hormonas. Comercia con ellas.
—Alex es el número uno.
—Es cierto que yo fui el primero, aunque por aquel entonces no sabía en qué me estaba metiendo, Morag, de veras que no se trata de entrar allí. Es más bien como combatir una pequeña guerra. Quiero que lo comprendas porque necesitamos tu ayuda.
—Alex, esta idea es absurda —dice Katrina.
Morag dice:
—Eres un traficante de drogas.
—En tiempos lo fui. De hecho, era más bien un pirata genético y traficaba con retrovirus sicoactivos. ¿Alguna vez has probado el Espectro? Bueno, supongo que eso fue hace ya algunos años y los virus están pasados de moda. Ahora trabajo con fembots.
—¿Qué quieres sacar de esto?
—Información, si puedo conseguirla. Todo está relacionado, Morag. Todo deriva de una única fuente. Quiero encontrar su rastro.
—El de esa mujer.
—Sí. Oh, sí.
Alex lo dice con un tono tan desesperanzado y nostálgico, como un despechado amante de opereta, que Morag tiene dificultades para permanecer impasible. Katrina le obsequia con una mirada franca y silenciosa que comunica un mundo de simpatía. Cada uno de ellos está herido a su manera, piensa Morag. Cada uno de ellos comprende al otro.
Morag dice:
—¿Y qué se supone que debo hacer yo?
—Tú vas a ser el cebo.
Morag no entiende.
—Dejamos que su agente humano venga a por ti. Luego le sacamos cómo entrar.
—Estás loco.
Ray dice:
—Ellas están completamente locas. Locas[3]. Quieren saber cosas que el hombre no debería saber.
Katrina dice:
—Quieren niños. Raptan más y más cada día que pasa. He destruido dos de sus nidos hasta el momento y la segunda vez no contaba con información correcta. Estuve a punto de morir. Voy a ir allí muy pronto. Puedes ayudarme a sobrevivir.
Morag le dice al hada:
—¿Y qué hay de ti, Ray? Soy paramédico. Puedo conseguirte drogas si las quieres.
—No son de la clase que a él le interesa —dice Alex.
—Es cierto —dice Ray.
—Será mejor que te quedes aquí —dice Alex a Morag—. El agente humano te estará buscando y no te conviene toparte con él sin estar preparada. Tengo muchas razones para creer que es peligroso.
Morag se da un largo baño en una vieja bañera esmaltada con patas en forma de garras, en una habitación vacía con paredes ennegrecidas de moho y una ventana con un bastidor roto por la que entran ráfagas de viento helado. La habitación se llena de vapor y ella está a punto de quedarse dormida, así que sale de la bañera y se envuelve en una toalla y se toma una pequeña píldora excitante de color negro. Sabe gracias a una larga experiencia que con la ayuda de un poco de química puede pasar sin dormir un par de días.
Su teléfono sigue en el bolso y lo utiliza para llamar a su apartamento. No hay respuesta. Ni siquiera la casera responde. De pronto Morag tiene toda la piel de gallina, tirita violentamente en la fría habitación llena de vapor. Llama al hospital, pide que le pongan con el servicio de cirugía y pregunta por Nina.
La recepcionista le dice que Nina está de guardia, que no se puede contactar con ella salvo en el caso de una verdadera emergencia. Morag empieza a decir que es una emergencia y entonces un hombre se pone al aparato y le dice que Nina no se ha presentado en su turno.
—Soy su compañera de piso. Tengo que hablar con ella.
—No está aquí —dice el hombre, y corta la comunicación.
Rápidamente, Morag se seca con la toalla y se viste, se deshace el moño y se cepilla el cabello. Registra la intrincada y oscura casa y encuentra a Alex en la cocina embaldosada. Está de pie frente a la encimera y tiene un cruasán con queso y jamón en la mano.
El miedo y las anfetaminas le han secado la boca a Morag. Se bebe un vaso de agua y le pregunta si está prisionera allí.
Alex parpadea con soñolienta sorpresa.
—Por supuesto que no. ¿Quieres algo para desayunar?
—Tengo que marcharme a toda prisa ¿Me vas a dejar ir? No le diré una sola palabra a la policía.
Alex la mira y luego dice:
—Tampoco importaría si lo hicieras. Pero ten cuidado. No sabes lo que hay ahí fuera. Kat…
—Me iré sola. Te prometo que regresaré.
—Eso está bien. Sabemos dónde vives —y luego—. Eh, sólo era una broma.
—Demasiada gente sabe dónde vivo.
Morag se obliga a salir de la casa andando y no corriendo. No se le ocurre que debería contarle a esos dos marginados que algo anda mal en su apartamento. El hecho es que no confía en ellos. Se ocupará del asunto por sí sola.
Ya ha llegado el amanecer, gris y triste. Todavía pueden verse luces en algunas de las casas situadas a lo largo del impasse; más de la mitad han sido tapiadas. Una mujer ataviada con un vestido de flores que está vaciando un lavadero eléctrico junto a su puerta le desea buenos días. Un lento tren de mercancías pasa por la intersección mientras Morag cruza el puente. Después de algunos minutos de pánico logra recuperar la calma, y media hora más tarde se encuentra en el edificio de su apartamento.
El ascensor tarda una eternidad en bajar hasta el vestíbulo, casi tanto como lo que tarda en subir. Gente que se dirige al trabajo o a la universidad se sube en cada piso. Morag llama al hospital, todavía está tratando de pasar por encima del ayudante al cargo de la planta de Nina cuando el ascensor llega a su piso.
La puerta se abre en cuanto la toca. El apartamento está en silencio. Inmediatamente, Morag se pone alerta, porque el apartamento ha aprendido a saludarla cuando regresa a casa. Entonces repara en el agujero quemado del panel de sistema experto y sabe que debería correr. Pero sabe también que si empieza a correr ahora nunca se detendrá.
Sin dejarse ganar por los nervios, sigilosamente, empieza a avanzar por el pequeño pasillo. El televisor está encendido pero el sonido está desconectado. Alguien ha movido las alfombras y hay manchas en las paredes. Con un estremecimiento, Morag se da cuenta de lo que son las manchas… y un hombre abre inesperadamente la puerta del baño y se abalanza sobre ella. Patina salvajemente sobre una alfombra suelta y Morag escapa corriendo del apartamento y golpea el botón del ascensor, lo vuelve a golpear y se vuelve para encontrarse con el hombre, de pie en la puerta del apartamento.
Un hombre alto, huesudo, sin afeitar, de veintipocos años, vestido con un suéter deshilachado en el dobladillo y unos pantalones de camuflaje manchados. Sus ojos recorren todo el lugar, se posan en todo menos en ella.
—Ayúdame —dice. Avanza un paso, se encoge y retrocede. Es como si hubiese una alambrada invisible allí, una frontera que no puede atravesar—. Ayúdame —vuelve a decir—. Quiero escapar. Ayúdame, por favor.
—¿Trabajas para Alex? ¿Alex Sharkey? ¿Lo conoces? ¿Está Nina ahí dentro? ¡Nina!
La sonrisa del hombre va y viene pero resulta suficientemente elocuente para Morag.
El jodido ascensor sigue descendiendo hacia ella, piso por piso. Morag se precipita hacia la puerta giratoria que conduce a las escaleras de servicio y baja tan deprisa como puede. El conserje no está, así que utiliza su propio teléfono para llamar a la policía y luego pide un taxi.
Está acurrucada en una esquina del apartamento, temblando, tratando de no llorar. Un grupo de estudiantes la mira de soslayo mientras se marcha a clase a toda prisa. Entonces una muñeca vestida con un mono de mantenimiento aparece en la puerta. Mira directamente a Morag y ésta pierde los nervios. Sale corriendo a la calle y casi es atropellada por el taxi al que ha llamado.
Mientras el taxi arranca, Morag le dice al conductor que ha cambiado de idea, que no quiere ir al depósito de vehículos del Equipo Móvil de Socorro que hay junto al aeropuerto, sino que prefiere que la lleve a la ciudad. El taxista se encoge de hombros y cambia de sentido delante de los coches de policía que han aparcado frente al edificio de apartamentos.
Morag pasa la mitad de la carrera con las manos apretadas entre los muslos, dejando que las intensas sacudidas agoten la adrenalina que corre por sus venas. Ya escapó una vez, está resuelta a no volver a hacerlo, pero antes que nada quiere saber a qué se enfrenta. No puede regresar con los dos marginados y ciertamente no puede preguntárselo al Dr. Science, pero en el corto tiempo que ha pasado con el Equipo Móvil de Socorro ha aprendido que hay una persona que sabe todo lo que ocurre en las calles.
Se inclina hacia delante y le dice al taxista que la lleve al Jardin des Plantes.