9

Teorías de la conspiración

Todos están borrachos y sonríen como monos alrededor de la mesa. Alzan sus vasos y beben brandy, dejan los vasos sobre la mesa con tal fuerza que las llamas de las velas bailan. Morag está tan borracha como todos los que se encuentran en la parte trasera del pequeño bar del barrio. El brandy le arde en el estómago y su cabeza está borrosamente inundada de vapores. Es la tarde del día en que Jules ha sido asesinado y todos los miembros del Equipo Móvil de Socorro que no se encuentran de guardia están celebrando un velatorio.

Michel Guidon se pone en pie, sosteniéndose en el respaldo de su silla con una mano mientras con la otra llena su vaso de brandy. Las llamas de las velas se reflejan en sus gafas de montura de alambre. Le toca el turno de proponer un brindis. La mayoría de los doctores y paramédicos de la clínica han trabajado en África, donde adquirieron este hábito de los ayudantes y trabajadores locales. Lloran la muerte de Jules celebrando lo que hizo en vida, lo que significó para cada uno de ellos.

—Jugaba al ajedrez como un demonio —dice Michel Guidon—. Recuerdo que durante las calurosas tardes de verano, después de que hubiera terminado de trabajar y mientras todavía había luz, me llevaba algunas veces al pequeño café del Jardin des Plantes. Allí siempre había ancianos jugando al ajedrez y puede que bebiendo un poco de cerveza. He visto a Jules enfrentarse con tres de ellos a la vez y derrotarlos a todos.

—Muchas veces jugaba con los polacos —dice algún otro.

—Por Jules y su destreza en el ajedrez —gritan todos antes de vaciar otra ronda de brandy.

Es el turno de Morag. Todavía conserva la cabeza lo suficientemente fría como para servirse un nuevo trago de brandy antes de levantarse. La habitación se inclina hacia ella y planta una mano sobre la húmeda mesa para no perder el equilibrio. Todo el mundo la está mirando.

—El espacio —dice, después de un momento de reflexión. Ya han hablado del amor de Jules por el jazz, de sus hijos, de su trabajo en África, de la honda preocupación que sentía por sus pacientes, del modo en que cosía con esmero sus heridas para que no dejasen cicatrices. Ahora, ella dice—. Estaba viendo el aterrizaje en Marte. Se había ido antes de que pudiera ver cómo ponía esa mujer el pie en el planeta, pero había gente allí que no lo hubiera podido ver de no ser por los cuidados de Jules.

Todos ellos se ponen en pie a su alrededor y beben por sus palabras, todos ellos se sientan y beben un poco más. Otro cliente se queja del ruido y el propietario le dice que cierre la boca y se largue, que todo aquello es en honor de un buen amigo. El hombre termina uniéndose a la celebración, al igual que todos los que se encuentran en el bar. Michel Guidon toca con su guitarra un poco de jazz trompicado, mientras los demás llevan el ritmo con las palmas y luego Gisele Gabin interpreta varias quejumbrosas canciones folk. En algún momento en medio de todo ello, llega un taxi para recoger a Morag. Es casi medianoche y no es la primera en marcharse. Se dirige tambaleándose hacia la puerta acompañada por las ruidosas despedidas de sus amigos.

La taxista, una mujer de constitución sólida ataviada con una chaqueta de cuero, ayuda a Morag a entrar en el vehículo. Morag ha alcanzado ese estado de embriaguez en el que uno acepta lo que quiera que ocurre a continuación con un desinterés divertido, como si el mundo fuera un escenario virtual. No pregunta por qué deja la taxista entrar a otro pasajero.

Es el hombre gordo. Justo cuando Morag lo reconoce y recuerda, demasiado tarde, que ella no ha pedido ningún taxi, el hombre gordo le acerca algo a la cara.

Un frío spray le salpica el rostro. Una electricidad gélida chisporrotea en el interior de su cráneo. De inmediato se siente sobria, pero no puede coordinar sus movimientos y no logra más que darse un golpe fuerte en el codo al tratar de abrir la puerta. Está cerrada.

—Está usted en peligro —dice el hombre gordo, que se encoge cuando ella blande su táser.

Pero Morag lo sostiene por el lado equivocado y la taxista le tapa la mano con la suya.

—Calma, cariño —dice la mujer—. Estamos aquí para salvarte. Si te quisiéramos muerta, ni siquiera estaría hablando contigo.

La mujer lleva el cráneo completamente afeitado a excepción de una cresta de lo que parece ser piel de leopardo que crece en el centro. Una cadena de diminutas calaveras talladas en hueso pende de su oreja derecha.

El hombre gordo dice:

—No la asustes, Kat. Limítate a conducir.

—Sé quién es usted —dice Morag—. No voy a hablar. Les dije que no iba a hablar.

—Mi nombre es Alex Sharkey. No soy de la prensa, Dra. Gray.

—No soy doctora, sólo una paramédico.

La taxista, si es que es una taxista, dice:

—No hablará, Alex. Se cierra en banda. Yo digo que nos deshagamos de ella ahora mismo y encontremos algún otro camino. Habrá otro asesinato en… ¿Cuánto falta hasta la próxima luna llena?

—No estamos seguros de que sea algo cíclico.

La mujer dice enfáticamente:

—Siempre es algo cíclico —tiene acento alemán.

Morag mira a la mujer a los ojos a través del espejo retrovisor. Morag dice:

—Kat, ¿qué sabes de todo esto?

—Katrina para ti, pajarillo. Sólo mis amigos me llaman Kat.

—Paciencia —dice el hombre gordo, Alex Sharkey—. ¿Por dónde empezar? No tengo tiempo. No. Ni tú. Lo que has visto te ha puesto en peligro, debes ser consciente de ello. Lo que debes hacer es contarnos lo que viste y entonces nosotros podremos ayudarte. Te lo prometo.

La mujer, Katrina, enciende un pitillo y dice:

—Cuéntale lo de las hadas buenas y las hadas malas.

Morag dice:

—¿Cuántos asesinados ha habido? ¿Seis?

—Siete —dice el hombre gordo, Alex Sharkey.

—Siete. Me olvidé de contar el que yo presencié. Todas las víctimas eran niñas pequeñas. Mi amigo también ha sido asesinado. ¿Sabéis quién es el responsable y no se lo habéis dicho a la policía?

Alex se inclina hacia delante (Morag piensa en una montaña desplazándose. Ocupa dos terceras partes del asiento trasero). Le dice a Katrina:

—Vamos a dar un paseo.

—¡Házselo sin más, Alex! No podemos arriesgarnos…

—Yo creo que sí. Hay muchos establecimientos de comida rápida junto a Les Halles. Cierra la boca y conduce, Kat. Ése era el trato.

Katrina se vuelve y le dice a Morag.

—No creas nada de lo que este tío te diga sobre tratos —entonces arranca el taxi y acelera para incorporarse al tráfico con un chirrido de las ruedas.

A pesar de lo tarde que es, una auténtica multitud sube y baja por la rue Berger. La medio hundida doble curva del Forum, iluminada por millares de luces y espejos, arde desde el interior. Katrina tiene que recurrir al claxon del taxi para abrirse camino entre los paseantes, turistas, prostitutas, chulos, chorizos, camellos y yonquis. Jóvenes en sus motocicletas, las abultadas cazadoras iridiscentes con dibujos cambiantes, discurren sinuosamente entre la muchedumbre. Los incansables trabajadores de la Cruzada de los Niños están muy ocupados, mendigando, entregando folletos, bombardeando de amor a los transeúntes con Karma Instantáneo cuando los policías no están mirando. En un momento dado, media docena de personas se ve transfigurada mientras sus yoes se disuelven en una marejada de nirvana, al mismo tiempo que otra media docena está buscando al pequeño cabrón que ha tratado de doparlos. Un equipo de sonido ambiental que alguien ha colocado junto a la Fontaine des Innocents escupe su música. Una gran pantalla de noticias proyecta la luz de Marte sobre las cabezas de la multitud. Muestra una pareja de astronautas vestidos con trajes de vacío de color blanco mientras se posan en el linde de un sinuoso valle que, salvo por los cráteres de suaves bordes, podría encontrarse en cualquier parte de Arizona.

A lo largo de toda la rue Berger hay restaurantes que permanecen abiertos toda la noche, populares entre los yonquis que saben que no hay nada como una ración de patatas fritas para conseguir la dosis de grasa que el cuerpo necesita después de un pico. Morag ve a una pareja de pitufos, uno de ellos con un pastor alemán muy alerta sujeto por una correa corta, pero están acosando a un puñado de motoristas adolescentes y sólo el perro le presta atención mientras mira ensimismada por la ventana.

—Hay un sitio vietnamita cerca de aquí en el que sirven sopa con testículos —dice Kat—. ¿Quieres un aperitivo, Alex?

—Para aquí —dice Alex. Parece una persona infinitamente paciente.

Una furgoneta verde está aparcada frente a la entrada de un establecimiento de comida rápida. Varias muñecas vestidas con uniformes rojos y blancos están formando una fila. Katrina aparca el taxi en doble fila y le hace un gesto obsceno al conductor de una motocicleta que le pita mientras pasa a su lado.

—Supongo que ya los has visto —dice Alex—, pero dudo que sepas para qué sirven.

Una por una, las muñecas se acercan a la pareja de técnicos. Uno por uno, los rostros prognatos y azules destellan un instante, sumidos en una claridad repentina, y vuelven a sumirse en las sombras.

—Es una prueba —dice Alex—. Están buscando hadas.

—Vi algo parecido la pasada noche —cuando Jules estaba todavía vivo—. Sólo que hacían pasar a las muñecas por una especie de detector de metales.

—Un aparato de resonancia magnética. Es un poco más tosco pero la idea es la misma.

—Ninguna de esas pruebas vale una mierda —dice Katrina. Enciende otro cigarrillo con la colilla del primero y exhala una bocanada de humo contra el parabrisas del taxi.

Alex la ignora.

—Un hada es una muñeca dotada de inteligencia superior y libre albedrío. Para crear una debes quitarle el chip que la controla mientras hace aquello para lo que ha sido comprada. Le colocas una clase diferente de chip, mejoras la conectividad de sus neuronas, la sometes a tratamiento hormonal. En su mayor parte, las hormonas sirven para mejorar la firmeza de la musculatura; las hadas son estériles a menos que sean sometidas a cirugía reconstructiva y la mayoría de los liberacionistas no se toma tantas molestias. La cosa es que en las hadas de primera generación este cambio es puramente interno. No parecen diferentes a las muñecas no modificadas. Pero ahora las autoridades empiezan a ser presa del pánico porque se están dando cuenta de la magnitud de lo que está ocurriendo. Esos técnicos están examinando los chips de todas y cada una de las muñecas y comparándolo con sus especificaciones.

—No servirá de nada —vuelve a decir Katrina. Baja la ventanilla un centímetro, arroja el cigarrillo a medio consumir por la abertura y vuelve a subirla—. Ya lo ha visto, Alex. Vámonos.

—Dentro de un momento —dice Alex—. La cuestión es, Morag, que las hadas no se mezclan con las muñecas. Ése fue el error de los liberacionistas: ellos pensaban que las hadas liberarían al resto de las muñecas, que se produciría un movimiento de liberación autocatalítico. Pero las hadas no son como las muñecas. De hecho, ni siquiera están demasiado interesadas en las muñecas. Por eso esta búsqueda no tiene futuro.

—¿Por qué no hacen nada las autoridades con respecto al Reino Mágico?

—Hay hadas —dice Alex— y hadas. La mayoría de ellas son inofensivas y por eso no llaman la atención. Tú te has encontrado con un grupo cuyo estilo de vida no es, digámoslo así, invisible. Han salido a la luz, están comerciando por su existencia y ése es el problema. Han comprado protección para sí mismas.

—Ellas se llevaron al niño pequeño y mataron a su hermana. Mataron también a las demás niñas, ¿no es así? Y a Jules. Esas cosas mataron a Jules. ¿Y vosotros sabéis por qué y no se lo habéis contado a la policía?

Alex no responde. Está mirando a los técnicos que procesan a las muñecas delante del establecimiento de comida rápida.

Katrina dice:

—Has hablado demasiado, cabronazo imbécil. ¿Por qué tiene ella que saber nada?

Morag dice:

—Porque antes de deciros nada quiero saber el porqué. Quiero saber si podemos recuperar a ese niño.

—No tenemos por qué negociar…

—Kat —dice el hombre bruscamente. Para sorpresa de Morag, la mujer se calla—. No podemos hablar aquí —añade Alex—. ¿De veras quieres saberlo, Dra. Gray?

—¿Formáis parte de algún movimiento clandestino? Creí que los liberacionistas se habían desbandado hace años.

—En su mayor parte —dice Alex—. Algunos fueron arrestados, otros lo dejaron sin más, algunos terminaron por ser absorbidos por sus propias creaciones. Pero todavía se están produciendo cambios evolutivos y algo los está impulsando.

—No vas a encontrarla —dice Katrina—. No después de todo este tiempo.

—Puede que no —dice Alex—. Vámonos, ¿quieres?

Katrina hace un giro de ciento ochenta grados en plena calle, tocando el claxon mientras avanza cuidadosamente entre la multitud. Un vagabundo se lanza hacia ellos y comienza a pasar un harapo por el parabrisas. Katrina gruñe y aprieta un interruptor del salpicadero. Unas chispas gordas y azuladas muerden las yemas de los dedos del vagabundo y éste retrocede de un salto, profiriendo imprecaciones y sacudiendo la mano quemada. Katrina aprieta el acelerador e introduce el coche en una grieta que se ha abierto entre la multitud.

Morag trata de no perderse. Cree que la están llevando hacia algún lugar del noroeste, lo cual facilita las cosas porque es allí donde ella vive. Esta gente no se le antoja especialmente peligrosa o siquiera demasiado profesional. Es evidente que saben algo sobre los liberacionistas. Quizá son lo que queda de alguna de las células del legendario movimiento que, en la segunda década del siglo, amenazó con cambiar el estatus de las muñecas de animales potenciados a seres humanos protegidos por la ley. Pero los liberacionistas se hundieron como se hunden todos los movimientos revolucionarios si no ganan rápidamente la guerra al estado. Se disolvieron a causa del desgaste causado por las acciones policiales, a causa de la desunión y las riñas intestinas, a causa del cansancio. La gente se hace mayor, pierde el fervor. Consigue un trabajo, se casa y se asienta, tiene hijos.

La propia Morag siente de vez en cuando esa gravedad burguesa, la tremenda inercia de hacer lo que se espera de uno, de desaparecer más allá del horizonte final del matrimonio. Sabe que huyó de Edimburgo precisamente por ello.

El taxi cruza un puente sobre el Canal Saint Martin y se dirige hacia los apelotonados edificios de apartamentos de Belleville-Ménilmontant. Se encuentran aproximadamente a un kilómetro del lugar en el que vive Morag. El hombre gordo, Alex Sharkey, está hojeando un bloc de notas electrónico. La diminuta luz de la pantalla incide sobre su barbilla y enciende una chispa en cada una de las lentes de las pequeñas gafas redondas que se ha colocado sobre las orejas. A Morag le recuerda a un retrato de James Boswell, en absoluto semejante a un peligroso revolucionario clandestino. Y a pesar de toda su palabrería de chica dura, Katrina se parece más a una punky mal encarada que a una ejecutora fríamente eficiente.

Es una pareja que ha envejecido junta, piensa Morag, y sus riñas son un hábito afectuoso. Con ese pensamiento, descubre que no está asustada. La dosis de lo que quiera que le haya quitado la borrachera la ha dejado débil y un poco atontada, pero se ha encontrado en situaciones peores que ésta.

En los campos que acogían a los refugiados infectados por la plaga de lealtad al gobierno, había que sufrir la continua y ominosa presencia de la policía secreta del Papa Zumi, jóvenes inteligentes, con video-gafas tintadas, camisas blancas y almidonadas y trajes negros. Armados con machetes y pistolas ametralladoras, realizaban al azar exámenes a hombres, mujeres y niños y ejecutaban a todos aquellos que no lograban satisfacer sus parámetros. No vivían en los campos, pero cada mañana llegaban a ellos en sus Mercedes o BMW desde algún hotel de cinco estrellas de la ciudad más próxima. Los trabajadores sociales tenían que negociar con policía secreta todos los días y, al menos una vez a la semana, Morag era amenazada por uno de sus miembros. Hasta el terrible día del fin, el régimen estuvo marcado por actos inesperados y fortuitos de extremada violencia.

Y antes de eso estuvo la ocasión en la que se encontraba en la sabana tratando a los niños de la ceguera de las riberas; un pequeño señor de la guerra somalí detuvo su Land Rover y la mantuvo como rehén durante cinco días. Era un hombre encantador, educado en Oxford, y ni una sola vez la amenazó de forma abierta. Le dieron una habitación propia en su laberíntico recinto, la alimentaban bien y podía hablar con las esposas del señor. Pero a pesar de ello vivía sumida en un estado constante de terror.

Se respiraba una sensación opresiva en el recinto, como si el aire estuviera bajo presión y careciera de casi la mitad de la cantidad normal de oxígeno. Miraba por cualquier ventana y se encontraba con dos o tres hombres vestidos con harapientos uniformes y armados con copias malasias de Kalashnikov, ametralladoras pesadas y armas antitanque de un solo disparo. Y luego estaban los sonidos de la noche, provenientes de más allá del perímetro de la finca. Aullidos humanos, tenues pero vividos, disparos aislados semejantes a latigazos, el motor de un camión, encendido durante media hora antes de pararse abruptamente.

Cuando Morag fue liberada, después de algunas maniobras en las altas esferas de las que había sido por completo inconsciente, le permitieron marcharse en su Land Rover; condujo unos diez kilómetros por la carretera de tierra roja llena de surcos antes de empezar a agitarse tan violentamente que estuvo a punto de hacer volcar al Land Rover. Se puso a tiritar como si tuviera malaria y luego tuvo ataques de vómitos y diarrea. Se administró una dosis de morfina y logró llegar hasta un control de carreteras guarnecido por soldados del gobierno antes de derrumbarse.

Aquello era miedo. Aquello era terror.

El taxi sube por una calle empinada. Más allá de los árboles sin hojas, las luces de los bloques de apartamentos brillan con intensidad en la fría noche. Hay un puente sobre el ferrocarril y luego la carretera desemboca en un impasse adoquinado, donde se alzan casas decimonónicas de seis o siete pisos detrás de verjas y jardines cubiertos de maleza.

Es uno de los pequeños núcleos del viejo París que escaparon a las grandes reorganizaciones del último cuarto del siglo veinte para sobrevivir al nuevo régimen, como princesas destronadas y exiliadas a un apartamento sin agua caliente. Aunque Morag vive bastante cerca de allí, sólo tiene una idea aproximada de dónde se encuentra en este momento.

Katrina apaga el motor y las luces del taxi, sale y le abre la puerta a Morag, que, mientras emerge al frío y húmedo aire, siente cómo se alza una oleada de nauseas en cada célula de su cuerpo. Cae de rodillas y vomita generosamente en el canalón que discurre por el centro de la calle.

Cuando se pone en pie, limpiándose bilis de la barbilla y pestañeando con los ojos llorosos, Alex está abriendo el candado de la puerta de una alta verja de metal y Katrina pasa el hombro por debajo de su brazo y la ayuda a continuar. La mujer tiene poderosos músculos en los brazos y el torso. Irradia calor y un olor intenso compuesto de humo de cigarrillos e incienso.

Dentro de la casa, en una habitación con suelo de madera cuyos crujidos son amortiguados por gastadas alfombras turcas, Morag se sienta en una silla plegable de plástico y bebe lentamente un zumo de naranja con un par de cucharadas de azúcar mientras Katrina enciende un puñado de velas dispuestas sobre un pesado aparador de madera de roble. El brillo lechoso de las llamas de las velas resplandece sobre su cráneo, rasurado a ambos lados de la cresta de piel de leopardo (es piel de leopardo de verdad, una modificación genética epidérmica).

Hay un saco de dormir enrollado en una esquina de la habitación, montones mohosos de viejos libros de bolsillo apilados junto a una de las paredes, unas pocas sillas plegables más, un ordenador con accesorios de visor y manopla. El ordenador está conectado a la línea telefónica; una luz roja indica que está encendido. El vinilo de la manopla está agrietado y reparado con cinta aislante plateada.

Alex regresa de algún lugar del interior de la casa, toma un bocado del pastel que lleva en la mano y dice mientras lo mastica:

—Viene.

—¿Quién? —pregunta Morag.

—Un amigo —dice Alex—. Este lugar es muy conveniente para nosotros. Apartado, no vigilado y cerca de una vía del tren en ese cruce que hemos atravesado antes y que se utiliza sobre todo de noche. Cualquiera que haya tomado alguna vez un tren nocturno desde Gare du Nord ha pasado por aquí, pero casi nadie se molesta en mirar por las ventanas del tren.

—Parece que hayáis acampado aquí —dice Morag.

Alex se sienta, no en una de las sillas plegables, que probablemente hubiera cedido bajo su peso, sino sobre una de las alfombras del suelo. Se toma su tiempo para hacerlo mientras respira pesadamente. Una vez que está cómodo, dice:

—Conocí a Kat hace tres años, en Ámsterdam. Me ayudó con algunas dificultades que tuve allí.

Katrina dice:

—¿Tú crees que necesita saber eso?

—El hermano de Kat fue raptado por hadas —dice Alex—. Ella les estaba siguiendo la pista. Lo mismo que yo, aunque por diferentes razones. Yo estaba buscando a la mujer que lo empezó todo, aunque me resulta difícil pensar en ella como en una mujer. La conocí en Londres y por entonces no era más que una niña pequeña. Al mirarla no creerías una sola cosa de todo esto. Convirtió a una muñeca en la primera hada y escapó con ella. Otros empezaron a imitarla al cabo de poco tiempo, pero ella fue la primera. Difundió la idea y la información sobre los chips y la nanotecnología necesaria para hacerlo. Desde entonces la he estado buscando.

Katrina empieza a tararear una melodía:

—Esa antigua magia negra…

—Bueno, probablemente es cierto —dice Alex—. Creo que me infectó con algo para hacerme leal. El encantamiento es como el amor, sólo que más profundo, a nivel celular. Nunca la he encontrado, sólo pistas, rastros. Pero ahora estoy seguro de que se encuentra en París. O al menos ha estado aquí hasta hace poco. ¿Qué sabes de esos asesinatos, Morag?

—¿Qué me dirás a cambio?

—¿Qué quieres saber?

—Hay dos cosas. Quiero salvar al niño.

Alex mira a Katrina y luego asiente.

—De acuerdo.

—Tú crees que está muerto.

—No, muerto no. Cambiado, quizá. Pero todavía se le puede salvar. No lo han tenido demasiado tiempo.

—Y una mierda —dice Katrina, que sale de la habitación, dando un golpe con el puño en el marco de la puerta mientras lo hace. Las llamas de las velas se agitan tras su estela como botes en un mar negro y tormentoso.

—Le ocurrió a su hermano —dice Alex. Saca un tubo de un bolsillo cerrado de su chaleco, abre la tapa y utiliza dos dedos para extraer pequeñas salchichas y habichuelas de su interior y metérselas en la boca. Mientras mastica ruidosamente, añade—. Lo raptaron cuando tenía tres años y lo encontramos cuatro años más tarde. No había nada que hacer.

—Pero esas cosas sólo han tenido al niño unos pocos días.

—Hadas. No pienses en ellas como en cosas. Son criaturas autónomas que viven y respiran. Son hadas. No fue ella la que las llamó así, ¿sabes? Creo que eso puede ser culpa mía.

—Esa chica. La de Londres —Morag tiene la sensación de estar caminando en círculos.

—La chica. La de Londres —Alex mete los dedos hasta el fondo del tubo para sacar la última de las habichuelas y se chupa la salsa de tomate de los dedos—. ¿Qué es la otra cosa que querías?

—La policía dice que Jules…

Alex espera, paciente como una montaña.

Por fin, Morag es capaz de decir:

—Mi amigo, el que murió en la clínica de la estación de metro de la Place de la Concorde. La policía dice que se suicidó.

Alex dice con vez neutra.

—No es cierto.

—Él no era de los que se suicidan. Sabía que no lo haría.

—Fue asesinado —dice Alex—. Lo atrajeron hasta el túnel, lo atacaron y lo derribaron. El tren hizo el resto. Es algo brutal, lo sé. Pero es la verdad.

—Y supongo que sabes quién lo asesinó.

—Las hadas. Ellas y alguien que las ayudó. Al menos un agente humano. Cuentan con algunos, ¿sabes? Muchos son liberacionistas y otros son locos, pero todos ellos han sido seducidos por el encantamiento de las hadas. A éste lo han visto moviéndose aquí y allá. Tengo la confirmación de su presencia en al menos dos de los asesinatos. Yo mismo lo vi, hace dos noches, esperando cerca de tu apartamento. Charlamos un poco, pero entonces se escapó.

—¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué te dijo?

Alex se lleva un dedo hasta la boca y dice:

—Intercambio de información, así es como funciona el mundo. Háblame del asesinato que presenciasteis.

—No lo presenciamos. Oímos el grito…

De nuevo, Alex espera hasta que ella puede continuar. Escucha con interés mientras le cuenta cómo se encontró con la niña, cómo la llevó de vuelta a su chabola, cómo la persiguieron, cómo encontraron su pequeño cuerpo bajo el extraño grafiti, su encuentro con el espía de perímetro y los guardias de seguridad.

—Ellos lo saben —dice Morag—. Saben lo que está ocurriendo.

—Te comprendo, pero no tiene sentido enfurecerse con los sicarios.

Morag respira profundamente una vez y luego una segunda.

—Muy bien. Dime por qué las hadas se llevaron los ovarios de la niña pequeña.

—Porque quieren crear más vástagos humanos. Han experimentado con la transformación de niños a edad muy temprana, pero ahora creo que pretenden empezar en el estado embrionario. El esperma no es ningún problema, sólo tienen que utilizar su encantamiento sobre algún pobre imbécil marginal. Pero obtener óvulos humanos es un problema más grave. Supongo que podrían raptar a una mujer, inflarla a hormonas hasta que se le produjera la menopausia y luego dejar que empezara de nuevo a ovular. De ese modo produciría muchos óvulos a un tiempo, ¿no?

—Sí. Pero haría falta tiempo y sería demasiado arriesgado.

—Yo creo sencillamente que no quieren molestarse —dice Alex—. De modo que se están haciendo con óvulos inmaduros. Es posible que congelen algunos y hagan madurar otros con tratamientos hormonales.

—¿Y por qué quieren vástagos humanos?

—¿Por qué queremos nosotros muñecas?

—Oh.

—Por supuesto, no es tan sencillo. Básicamente, existen tres tipos de hadas. Los elfos, que llevan vidas solitarias. Las sensualistas, que utilizan su encantamiento sobre los humanos, pero sólo para conseguir el esperma con el que fertilizar los óvulos que producen a partir de sus propias células para crear más de su especie. Y luego están las otras. Creo que son las de ella, las de su propia clase. La primera vez que supe de su existencia fue en Ámsterdam. Hubo un informe sobre un niño duende al que se encontró vagando por la playa, aunque había desaparecido para cuando yo llegué para comprobarlo. Y creo que fue allí donde empezó la Cruzada de los Niños.

Morag ríe. No puede evitarlo. Es que ésa es la clase de teoría de la conspiración paranoica y global que pergeñan los drogadictos marginales, un mundo mágico de fuerzas secretas, erigido a menudo sobre ilusiones cerebrales o visiones inducidas por infecciones meméticas. En el poco tiempo que lleva con el Equipo Móvil de Socorro ha oído de todo, desde abducciones de platillos volantes, que normalmente implican a alguna estrella famosa ya muerta, hasta personas que aseguran ser sacerdotes supremos de Atlantis con más de tres mil años de edad, pasando por los más mundanos rayos de control mental que archivan los recuerdos de la gente en un ordenador gigante enterrado debajo de París.

—Lo siento —dice, aunque su risa no parece haber molestado a Alex—. Parece que nos hemos alejado mucho del lugar en el que empezamos, eso es todo.

Alex dice:

—¿Qué sabes sobre los fenómenos entópticos? Bueno, ¿alguna vez has probado las drogas sicoactivas?

—El kif. En Sudán era más fácil de conseguir que el alcohol.

—Los fenómenos entópticos son una serie de efectos luminosos, independientes de una fuente de luz externa porque son generados por el sistema nervioso humano. Son la materia prima de las visiones y las alucinaciones.

—Oh —dice Morag—. Tú te refieres a los fosfenos.

—También se los llama así. Algunos los llaman constantes. Cualquiera que entra en un estado de percepción alterada es propenso a verlos. Existe toda una serie de formas geométricas básicas que el sujeto embellece con toda clase de significados icónicos. Representan la gramática de las visiones, si quieres verlo así, aunque en los estadios finales la gente se aleja de las formas entópticas hacia una imaginería icónica más alucinatoria. La cuestión es que los fenómenos entópticos son independientes del trasfondo cultural. Todos los humanos compartimos las mismas formas básicas: rejillas, líneas paralelas, puntos, líneas en zigzag, curvas y filigranas. Puedes incluso encontrar algunas de ellas en las pinturas rupestres, si sabes lo que debes buscar. Aquellos cazadores de la Edad de Piedra estaban alucinando cuando realizaron sus murales. Los fenómenos entópticos derivan del sistema eléctrico de nuestro cerebro, del cerebro límbico, la capa más profunda y primitiva. Podría decirse que la gramática que define la manera en la que percibimos el mundo está determinada. Pero los fembots utilizados por la Cruzada de los Niños para inducir visiones a sus víctimas están dotados de una firma muy distintiva que se diferencia bastante de los fenómenos entópticos humanos. He investigado un poco y he descubierto algunas formas bastante diferentes.

Morag recuerda la extraña imagen arremolinada semejante a una araña que vio en muro del túnel sobre el cuerpo abandonado de la niña pequeña.

—Si lo que dices es cierto —dice—, he visto una de ellas.

—Yo también la vi. Soborné al oficial de policía. Resulta perturbadora, ¿no te parece? Casi hipnótica, de una manera siniestra. ¿Alguna vez has sufrido un bombardeo de amor?

—Sí, pero no por parte de la Cruzada de los Niños.

—Tengo algunos ejemplos almacenados aquí mismo, por si quieres probarlos.

—Creo que no.

—Son bastante seguros. Los he desactivado y les he quitado todo salvo la mera iconografía. Es lo que hay debajo del revestimiento lo que resulta dañino. He aprendido —dice Alex mientras ladea la cabeza en dirección a un ruido que se ha producido en algún lugar de la casa— a ser una especie de pirata de las memes. También fue ella la que empezó eso, ¿sabes? Las primeras y toscas imágenes.

—Háblame de ese hombre. Ese al que viste cerca de mi apartamento. Al que has llamado agente humano.

—Es un individuo muy confuso. Recuerda muy poco de su vida anterior, pero me contó que era uno de los Hijos de la Medianoche, nacido en Chambéry la medianoche del 1 de enero del año 2000. Me colé en los archivos municipales. Un tal Armand Puech nació allí en el momento justo; figura en los archivos de la Legión Extranjera como desaparecido en acción en Yibuti. Eso es todo lo que sé. No es mucho, ya lo sé, pero volverá a aparecer. De eso estoy muy seguro. Te está buscando. Viste algo o ellos creen que viste algo.

—No se me ocurre el qué.

—Es una lástima. Sería de gran ayuda que se te ocurriera.

Morag está empezando a decidir que este hombre gordo es inofensivo, un obseso que sin duda sufre ilusiones paranoicas moderadas, pero no violento, no malvado, cuando escucha un crujido detrás de sí, una pisada sobre un tablón suelo.

Se vuelve y la muñeca le sonríe, mostrándole una boca llena de dientes afilados.