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El comienzo de una gran aventura

Mientras el taxi la lleva hacia el centro de París, Morag recuerda lo mucho que ama esta ciudad, sus bulevares blancos, sus grandiosos edificios, sus vistas. Un hombre ataviado con un abrigo de pieles de cuerpo entero, sentado a la mesa de una café bajo una neblina de luz láser difuminada; él escaparate iluminado de una pâtisserie, como un cuerno de la abundancia derramando un dorado montón de brioches; llamativos chaperos travestidos con bragas cortas y muy ajustadas y tops sin espaldas ni mangas, el cabello peinado como una elevada montaña y los ojos maquillados para parecer las alas de un pavo real, paseando con ademanes exagerados frente al tráfico del Boulevard La Villette; una fila de muñecas equipadas con cascos de visión remota, mirando a un lado y otro mientras avanzan al trote en pos de un guardia armado, cada una de ella bajo el control de un turista virtual que disfruta de forma indirecta de una excursión por el París nocturno.

Sobre el horizonte puede verse siempre uno o dos de los espléndidos edificios de la última década del siglo pasado, y cuando el taxi gira en la Quai de la Mégisserie, Morag ve la gran catedral gótica, envuelta en luz como un insecto en un bloque de ámbar y lo alto de las torres de la Biblioteca Nacional, brillando más allá de la Torre Eiffel. Le pide al taxista que la deje allí mismo, quiere caminar.

—No se lo pierda —le dice el taxista cuando le devuelve su tarjeta de débito—. Están a punto de bajar.

Morag no se da cuenta de que se refiere a los astronautas de Marte hasta que el taxi se ha marchado. La ciudad está frenando su marcha en dirección a la noche. Del río emanan masas de aire helado: parece lluvia. El tráfico es escaso y discurre sobre las húmedas carreteras con un sonido asustado, solitario. Todo el mundo está encerrado en casa, asistiendo a la Historia por delegación. Morag pasa junto al museo. Un enorme holograma del globo salpicado de acné que es Marte, sangrientamente luminoso, pende sobre la pirámide de cristal del centro del gran patio. Hay filas de limusinas negras aparcadas en la calle, con los motores encendidos, vertiendo vapores al frío aire mientras esperan a sus pasajeros. Los viejos ricos haciendo ostentación de su poder. Morag; arrebujada bajo su chaquetón acolchado, no repara en los niños hasta que uno de ellos la llama.

Es una niña pequeña, un querubín de no más de diez u once años, con el rostro enmarcado por una corona de rizos castaños y una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera. Le tiende algo a Morag, una especie de libro, y por un momento ella está a punto de cogerlo. Entonces se percata de lo que está ocurriendo: forma parte de una campaña proselitista de la Cruzada de los Niños.

El libro se abre cuando cae sobre el pavimento. Su voz, profunda, lenta y seductora, comienza a hablar en mitad de una frase. La niña pequeña lo recoge con presteza, lo sacude para silenciarlo y vuelve a ofrecérselo a Morag.

—¿Por qué no pides un par de francos para una taza de café, sin más? —dice ésta. La Cruzada utiliza terapia de hormonas y esa niña pequeña horripilantemente seria tiene probablemente el doble de la edad que aparenta.

—Por favor, mademoiselle —dice la niña. Ha visto algo en el rostro de Morag, una debilidad, un titubeo. Su rostro brilla, como si lo acabasen de fregar. Morag no puede soportar mirarlo—. Por favor, mademoiselle, puedo ver que es usted bondadosa. Deje que nuestro amor resplandezca en su corazón. Únase a nosotros y simplifique su vida.

Morag logra alejarse. Hay un grupo de policías cubiertos con capas junto a la entrada del museo, pero no parece que los niños que vagan arriba y debajo de la doble fila de limusinas aparcadas les preocupen. Al fin y al cabo, todo aquel que importa ha sido inoculado con un antídoto universal para protegerlo de las plagas meméticas que propagan los fembots.

Pero lo que asusta a Morag no es la posibilidad de un contagio. Es lo que ha visto en los ojos de la niña, en la Gestalt de su lenguaje corporal. Como los refugiados infectados con la plaga de la lealtad, la niña no es más que el vehículo de algo extraño y remoto. Morag recuerda con especial pena a los niños del campo, sus expresiones solemnes y al mismo tiempo perplejas, el modo en que se movían con rigidez cuidadosa, como títeres manejados con torpeza. Aprieta un poco el paso, como si pretendiera escapar de sus recuerdos.

Incluso a una hora tan avanzada, los coches y los pequeños utilitarios se enredan en tupidas marañas alrededor de la Plaza de la Concorde. Hay un gran McDonalds abierto las veinticuatro horas del día frente a la boca del Metro. Una furgoneta verde con el motor encendido está aparcada junto a los luminosos ventanales de cristal cilindrado. Un par de hombres cubiertos con chubasqueros blancos guían a una fila de muñecas a través de un armazón con forma de puerta, semejante a un detector de metales de seguridad. Las muñecas visten los pantalones a cuadros y las camisetas blancas del personal de servicio. Sus azules y prognatos rostros están medio ocultos por cascos rojos. Una por una, pasan a través del detector conducidas por uno de los hombres, mientras el otro consulta un ordenador de mano.

En la estación del Metro, los indigentes y los miserables empiezan a moverse para reclamar el espacio que ocuparán durante la noche. Ya se están acostando mientras los últimos viajeros salen tambaleándose del último de los trenes y se apresuran escaleras arriba a salir a la noche. A diferencia de la mayoría de las ciudades europeas más importantes, las autoridades del transporte público de París sólo permiten a los indigentes acceder al Metro después de cerrar, a medianoche. No hay campamentos permanentes en las estaciones, de modo que los paramédicos y las enfermeras de la clínica de la Plaza de la Concorde deben necesariamente trabajar de noche.

Morag llega tarde y el jefe del turno espera en la plataforma del exterior de la clínica, dispuesto a quejarse. Ella sonríe y le dice que hacía una noche tan agradable que ha tenido que caminar.

—Louis, ¿no es cierto? El Dr. Science me ha hablado de ti.

Louis es un hombre de mediana edad y aspecto amargado, que viste con una bata verde y un delantal de plástico. Con los peludos brazos cruzados sobre su considerable barriga, parece más un truculento carnicero que un paramédico. Dice:

—¿Sí? A mí me ha hablado de ti y también de tu amigo. Dejemos una cosa clara, esto no es ninguna casa de reposo. Vais a trabajar más duro aquí que en ese circo ambulante.

—¿Mi amigo? —entonces Morag ve a Jules, vestido ya con la bata, hablando con una mujer junto a la puerta de la clínica, y se da cuenta de que el Dr. Science los ha trasladado a ambos.

La primera parte de la guardia está muy concurrida: eso ayuda. Alrededor de las tres de la madrugada, cuando la clínica está por fin vacía, Louis se retira a dormir en una camilla que hay en un rincón, tras una cortina. Tiene el hábito de dormir una vez que ha pasado la crisis de las horas inmediatamente posteriores a la medianoche, le dice a Morag y Jules. Espera que no se le moleste si no es por una verdadera emergencia.

Jules y Morag se sientan juntos en sendas sillas de plástico, en una esquina de la clínica, y beben a sorbos un repugnante café con demasiada leche bajo un póster publicitario de los Alpes Franceses en el que se ve a un octogenario saludable y moreno saltando en medio de una nube de nieve en polvo artificial. Hablan en susurros, conscientes de que Louis está detrás de la cortina y de los inquietos durmientes tendidos a lo largo de la plataforma del exterior. Cada uno de ellos le pregunta al otro cómo se encuentra y Jules dice que está contento de ver que Morag lo está llevando tan bien.

—¿Quieres decir que debería estar llorando y gimiendo? Por favor, Jules. He visto niños muertos antes. En algunas partes de África terminas por creer que los niños mueren o son asesinados más deprisa de lo que nacen. Algunos grupos rebeldes los convierten en soldados a la edad de cinco o seis años. Los dopan con fembots que los convierten en asesinos sicópatas y los sueltan en la jungla para cazar y asesinar a otros niños.

—Eh. No es necesario que te enfades conmigo.

—No estoy enfadada. Me siento culpable. ¿Viste la manifestación de la Interfaz?

—Claro. Pero no es la primera.

—Debería haber estado allí, Jules. Eso es lo que pienso.

Morag descubre que el café se le ha enfriado y lo arroja por el fregadero. No es un gran despilfarro: es el mismo café que se da a los clientes: lechoso y arenoso, hervido y vuelto a hervir en una urna de aluminio. La clínica es una sala alargada de techo bajo, cuyas paredes de hormigón desnudo están cubiertas por una mezcla de carteles de viajes y advertencias de los servicios sanitarios, húmeda y fría a pesar del calentador que murmura para sí sobre la puerta. Una serie de cortinas verdes sobre raíles móviles forman improvisados cubículos. Aparte del fregadero y de los armarios de acero que contienen los suministros médicos, hay poca cosa más. Un televisor colgado en lo alto de una de las paredes está emitiendo las últimas imágenes de la expedición a Marte. La roja cara del planeta tiene el mismo color infernal que el polvo africano.

Jules dice:

—Déjame que te cuente algo. Éste no es el primer asesinato de esa clase. Tengo un amigo en un departamento del Ministerio de Tecnología que ha estado correlacionando informes. Últimamente ha habido un cierto número de… incidentes similares.

—¿Cuántos?

Jules se frota los ojos. Él también está cansado.

—Seis. Seis de los que se tenga noticia. Todos ellos implican a niñas pequeñas de las aldeas de recicladores cercanas al Reino Mágico. En todos los casos se les quitaron los ovarios.

Morag vuelve a sentarse.

—¿Cuándo empezó?

—El primero se produjo hace exactamente dos meses. Y el cabrón del Dr. Science lo sabe, estoy seguro.

—Jules, quizá no me corresponda a mí el decirlo, pero te estás tomando este asunto de manera muy personal.

—¿Por qué no ha aparecido esto en los medios de comunicación, Morag? Seis niñas pequeñas, horriblemente mutiladas. Y no es cosa de la policía o los vigilantes. Mi amigo trabaja en una sección del Ministerio de Tecnología que evalúa el efecto de la tecnología sobre las tendencias sociales. Ya sabes lo que es, es la puta Interfaz. Seis niñas pequeñas son un sacrificio aceptable siempre que las mercancías sigan fluyendo desde allí. Y también el niño pequeño. Piensa en lo que…

Morag dice:

—No.

Jules dice en un susurro fiero, los oscuros ojos ardiendo en las cuencas cubiertas de ojeras:

—¿Por qué? ¿Porque podría arruinarte esa maldita frialdad?

—Cada uno de nosotros tiene su manera de enfrentarse a ello. Ya lo sabes.

—Cierto —dice Jules con amargura y se tapa los ojos con las manos. Morag quiere consolarlo, pero titubea y el momento pasa.

En el suelo hay algodones manchados de sangre alrededor de un gran cubo de basura. Morag se pone un par de guantes de látex y lo limpia. Tarda un buen rato porque pone mucho cuidado con las agujas. Los clientes no las depositan siempre en el banco de intercambio de agujas que hay en el exterior. Muchos de ellos tienen hábitos extraños, reservados, especialmente los perturbados. Morag no puede culparlos: la mayor parte de sus vidas transcurre bajo el escrutinio del ojo público. Comen y duermen en público, utilizan baños públicos, duchas públicas. No hay otro lugar al que puedan retirarse más que el interior de sus propias cabezas… e incluso eso puede ser violado arbitrariamente por cualquier adolescente pirata de las memes o terrorista del amor.

Jules se deja caer sobre la silla y observa la televisión. Llevan días hablando de la expedición a Marte y esta noche se espera que los astronautas aterricen. Morag duerme un rato, despierta con lo que le parece arena detrás de los ojos y Jules le dice:

—Ya casi están allí.

La televisión está mostrando una mezcolanza confusa de rojos granulados y ocres con un punto brillante en el centro. El punto es el módulo de aterrizaje de Marte. Está encendiendo el motor para frenar su marcha y salir de la órbita. La imagen está siendo transmitida desde el campo base establecido en Fobos.

Jules dice:

—Todavía completarán unas cuatro órbitas y entonces empezarán a descender directamente. Estarán allí justo después de que termine nuestro turno.

Morag dice que después de todo el sufrimiento que ha visto en África aquello le parece irrelevante, y Jules se encoge de hombros. Se siente feliz de poder hablar sobre eso: es un refugiado.

—Siempre habrá sufrimiento —dice—. Yo veo el aterrizaje en Marte como la punta de lanza del progreso, algo que puede arrastrar a toda la humanidad detrás de sí.

—Sí. Y yo recuerdo las teorías económicas del último siglo, toda esa mierda sobre crear una elite de ricos que enriquecería a su vez a toda la comunidad. Todavía estamos sufriendo los problemas que causaron. Todo el mundo lo está haciendo. No habría hambrunas en África si sus países detuviesen la exportación de grano, que deben exportar para financiar sus deudas. Y la mayoría de estas deudas se deben a proyectos tecnológicos inapropiados o a compras masivas de armas.

—Estoy de acuerdo en que el mundo está viejo y cansado. Pero hay uno nuevo. Quizá desde allí podamos obtener una perspectiva mejor de los problemas del nuestro. La mitad de la población está viendo esto. Seis mil millones de personas.

—Y la otra mitad no tiene un lugar en el que vivir, así que mejor no hablemos de aparatos de televisión. Ya tenemos problemas suficientes en el mundo sin necesidad de empezar en uno nuevo —dice Morag. Sus palabras son crueles y se arrepiente de haberlas pronunciado. Dice—. Algunas veces pasa una hora entera sin que piense en esa niña y ese niño. Sé que no debería pensar en ellos. La gente muere con facilidad, ¿no es así? ¿Cuántas personas han muerto aquí mismo este año?

—Probablemente no más de veinte. Sé lo que quieres decir. Pero esto era diferente, ¿no? El modo en que la abrieron en canal… Alessi está aterrorizada.

Alessi es la esposa de Jules. Morag dice:

—Oh, Jules. Lo siento.

—Y los niños también se han dado cuenta de algo. Y luego ese hombre se presenta en el apartamento esta mañana.

—¿Un inglés? ¿Muy gordo?

—Ah, ya veo que lo conoces.

—Es un periodista, creo. No hables con él, Jules. Llama a la policía si regresa. Conozco a los de su clase. Esta noche me ha estado acosando. Ellos se explayarían gustosos sobre la mutilación y no sobre el hecho de que haya una niña pequeña viviendo en una chabola en medio de los vertederos de basura de París.

—En La Goulette d’Or tenemos nuestra propia manera de ocuparnos de los problemas. O al menos eso es lo que le dije. Dudo que regrese.

—No eres un muy creíble como tío duro, Jules.

Jules sonríe. La sonrisa le hace parecer muy joven.

—Es una cuestión de actitud. Mira, voy a comprobar cómo van algunos pacientes. No tardaré en regresar.

Morag sonríe. Sabe que Jules va a salir a fumarse un cigarrillo. Ella también necesita uno. Cuando estaba en África fumaba a todas horas. Todo el mundo lo hacía. Pero no quiere volver a empezar, ahora no.

Vuelve a quedarse dormida y despierta con tortícolis. El televisor muestra a media docena de hombres y mujeres charlando alrededor de una mesa, con una vasta ampliación de Marte como fondo y un reloj que realiza una cuenta atrás en una esquina de la pantalla.

El café se ha enfriado algunos grados. Morag se lo bebe de todas maneras y sale para buscar a Jules. Al principio no se alarma al ver que no puede encontrarlo. Recorre la plataforma hacia un lado, más allá de las personas que duermen en los sacos de dormir y luego vuelve y camina hasta el otro extremo.

Hay un hombre allí, cambiando su peso de un pie a otro con la práctica de quien debe permanecer en pie la mayor parte del día. Una manta naranja cubre su enjuta figura. Tiene magulladuras amarillentas alrededor de los ojos y un corte reciente en la cabeza, cosido con la clase de puntos que dan en los ambulatorios públicos. La piel alrededor de la herida está teñida de azul por el ungüento antiséptico.

El hombre examina a Morag con una mirada cansina y dice:

—Le dije que no bajara allí. El tren llegará en un minuto.

—¡Jules!

—No sé cómo se llama. Dijo que había visto unos niños. Bajó allí —el hombre aprieta la manta con ambas manos a su cuello y señala alzando un codo, señala en dirección al túnel.

Morag aprieta el botón de emergencia con tal fuerza que se magulla la mano hasta el hueso. No recuerda haber vuelto corriendo a la clínica, pero le cuesta tanto respirar que después de despertar a Louis tarda un minuto entero en explicarle lo ocurrido. En el exterior, el primer tren de la mañana arriba rugiendo a la estación y Morag chilla al escucharlo.

Louis la obliga a sentarse. Se marcha un rato. Morag mira la pantalla del televisor. Está mostrando un primer plano de un montón de rocas rojas. Las cosas persisten de forma muda. Nada parece cambiado. Sus manos están temblando. Las junta. Siente frío, más frío y más frío. Va a sufrir un colapso, piensa. Su sistema circulatorio periférico se está interrumpiendo para desviar sangre a las venas más importantes, la adrenalina fluye por su cuerpo. Pero el pensamiento está muy alejado de lo que le está ocurriendo.

En fila de a uno, algunos de los mendigos entran en la clínica. Tímidos como ratones, miran a Morag de soslayo y luego se vuelven y levantan la mirada hacia el televisor. La vista vira entre sacudidas para mostrar una extensión de rocas de todos los tamaños y luego dunas que se extienden en todas direcciones, escarlatas contra el cielo color salmón. La cámara mantiene esta panorámica durante unos pocos instantes y entonces se desplaza hacia un lado. Un segmento brillante se extiende hacia abajo desde algún punto situado fuera de la pantalla. Es una rampa. Uno de los vagabundos ha encontrado el mando a distancia y, de improviso, resuena la voz de un hombre en la clínica, explicando que las imágenes muestran lo ocurrido hace veintidós minutos. Estamos, dice, en una nueva era histórica.

Louis regresa. Parece sombrío. Los mendigos lo miran durante un instante y luego se giran hacia el televisor. Sus rostros vueltos hacia arriba se iluminan con luces rojas. Una sombra desciende lentamente por la rampa, avanza. Es una persona vestida con un voluminoso traje de presión.

Louis se arrodilla ante Morag y le dice que Jules está muerto. Morag lo sabe. No importa que lo sepa. Louis le sostiene las frías manos. No va a decirle cómo ha muerto.

—La policía no tardará en llegar —le dice—. Es algo terrible.

—Alguien lo vio. Un joven con la cabeza afeitada. Con una herida, aquí —Morag se toca la parte trasera de su cabeza—. Debemos encontrarlo.

—La estación está abierta. La mayoría de la gente se ha marchado. Dale su descripción a la policía, estoy seguro de que ellos podrán encontrarlo.

—¡Puede que sea él el que ha matado a Jules!

—No lo creo —dice Louis.

—Eh —dice una de las personas que está viendo la televisión—. Callaos, ¿vale? Esto es Historia.

En el televisor, el astronauta se yergue entre rojas piedras desconchadas junto a la base de la plataforma. El visor dorado de su casco refleja la angulosa mole del módulo de aterrizaje, las dos figuras vestidas con trajes de vacío que observan desde lo alto de la rampa.

El comentarista se ha quedado mudo: la clínica se llena con el siseo de la onda portadora. Entonces el astronauta habla. Es una mujer y su voz resulta asombrosamente clara a lo largo de los millones de kilómetros de hirviente vacío que separan a ambos mundos.

—Éste es el comienzo —dice— de una gran aventura.