El hombre gordo
Armand observa cómo el hombre gordo sigue con la mirada al taxi que se aleja. Está acurrucado en posición difícil entre las jardineras con arbustos que flanquean la entrada del edificio de apartamentos. Esta parte de la ciudad, con sus filas límpidas de bloques de pisos, no es un lugar en el que pueda pasar inadvertido con facilidad. Su abrigo de cuero tiene un desgarrón en uno de los hombros, lleva el pelo grasiento y despide un intenso olor a humo de madera. Ha pasado demasiado tiempo en el submundo. Ha tenido problemas para encontrar la dirección que le dieron las Gemelas y, cuando entró en un café para preguntar, el propietario le ordenó que se marchara y amenazó con llamar a la policía.
Por lo menos, Armand pudo reconocer a la mujer nada más verla. Ellos obtuvieron la fotografía en los ordenadores de archivos de la policía: es extranjera y tenía que estar registrada. Allí fue también donde encontraron su dirección y el lugar en el que trabaja. Pero ¿cómo se supone que iba a cogerla, cuando ha salido del edificio y se ha precipitado como una exhalación hacia un taxi? Y luego está el hombre gordo. Las Gemelas no le dijeron nada sobre ningún hombre gordo.
Armand decide seguirlo. Las Gemelas no lo saben todo y esto podría ser algo importante. Además, a pesar de que el señor Mike espera agazapado sobre el hombro de Armand, no puede salir hasta que esté lo suficientemente cerca de la mujer. Y él no quiere esto porque entonces ocurrirá algo muy malo. Siempre ocurre algo malo cuando sale el señor Mike.
Camina rápidamente este gordo. Sabe a dónde se dirige. Armand lo sigue a una distancia discreta. Las anchas calzadas están combadas y llenas de baches y también hay baches en las calles, algunos tan grandes como para tragarse a un coche pequeño. La gente y el dinero están migrando hacia las arcologías y un día el resto del mundo estará vacío. Es una de las creencias del Pueblo. Entonces ocuparán las ciudades. Ellos heredarán la Tierra.
A estas horas no hay demasiada gente en la calle. Todos están en casa, en sus pequeños cubículos que se apilan unos encima de otros en dirección al cielo, cenando, viendo la televisión, perdiendo el tiempo en los pequeños mundos de fantasía que han creado en la RV o perdidos en los mundos interactivos de máxima audiencia de El prodigio nova o La historia secreta del siglo XX. Armand ha estado allí con las Gemelas, aunque a él no se le permitió hacer nada más que observar. Las Gemelas contestaron con desdén al ver que no comprendía por qué estaban tan interesadas en un personaje virtual en particular. Un día, le dijeron, recorreremos ese mundo a nuestro antojo, pero no hasta que ella regrese de él.
Una anciana que está paseando a un perro mira a Armand mientras pasa junto a ella. Armand la señala con un dedo e inmediatamente lo lamenta. Debería permanecer invisible. Sabe que si piensas que nadie puede verte, si de verdad crees que nadie puede verte, es posible que sea así.
Ahora practica su invisibilidad, mientras el hombre gordo camina junto a un parquecillo vallado cuyo césped es de un intenso verde bajo las farolas bioluminiscentes. Más allá se abre el solar de una obra. La fachada de uno de los viejos edificios de apartamentos está siendo recubierta con estromalito arquitectónico. Supervisados por un jefe aburrido, un par de hombres con cascos de seguridad de color amarillo obligan a las muñecas trabajadoras a formar una fila. Llega una furgoneta verde y el hombre gordo se detiene para observar mientras dos tipos con aspecto de técnicos salen de ella.
Armand cruza la calle para vigilar mientras el hombre gordo observa cómo son conducidas las muñecas, una por una, hasta los técnicos. Uno de ellos sostiene frente a la cara de cada una de las muñecas una especie de lámpara que despide destellos rojos; el otro estudia un ordenador de mano. Entretanto, el motor de gasolina de la furgoneta verde sigue funcionando en punto muerto y su tubo de escape despide humo al aire frío de la noche. Los rostros de piel azulada de las muñecas, iluminados cada uno de ellos por un rápido parpadeo de luz, son exactamente iguales, un hocico apuntado, ojos pequeños bajo un puente de hueso. Es la misma cara que comparten muchos de los primeros hijos del Pueblo, salvo que les falta la chispa de la inteligencia.
Armand se abraza. Su abrigo de cuero cruje en el frío. Tiene la lengua hinchada y debe seguir tragándose la saliva que se forma debajo de ella. Necesita una dosis. Necesita regresar. Pero también necesita algo para contarle a las Gemelas, necesita explicarles por qué no ha podido dejar que el señor Mike hiciera a la mujer en el apartamento lo que se suponía que debía hacerle.
Antes de que los técnicos hayan terminado con las muñecas, el hombre gordo se vuelve y continúa su marcha. Armand lo sigue mientras toma un camino que conduce colina arriba. El vecindario cambia rápidamente. Ahora es una estrecha calle rural, un viejo pavé con un profundo canalón en el medio para drenar el agua. A ambos lados de la misma pugnan por el espacio casas de dos y tres pisos con desconchadas fachadas de yeso. Muchas de ellas han sido tapiadas.
Entonces el hombre gordo desaparece. Armand se detiene, intrigado, luego sigue caminando lentamente colina arriba y descubre una arcada tendida entre dos casas. Se acerca furtivamente. Al otro lado hay un patio alargado que se extiende hacia la oscuridad. Una furgoneta Peugeot, blanca y oxidada, está aparcada justo en el interior de la arcada y brilla bajo un haz de luz proveniente de una ventana que hay sobre ella. Armand permanece inmóvil hasta que sus ojos se han ajustado a la oscuridad, pero aparte de la ventana no hay señal alguna de vida. El señor Mike entraría y exploraría el lugar, pero ahora el señor Mike está dormido. Puede que esté soñando que es Armand, helado de frío en aquel húmedo y horripilante patio.
Armand se vuelve y el hombre gordo está allí, de pie.
—Sorpresa —le dice, y se escucha un tenue siseo. Una delicada niebla de gotitas oleosas envuelve el rostro de Armand. Pestañea y en sus ojos estallan lentas pulsaciones de luz blanca.
Cuando Armand puede volver a ver, está sentado frente al hombre gordo, que se apoya contra uno de los costados de la furgoneta. Siente una agradable y flotante objetividad. Su sed de soma se ha debilitado. Sigue allí pero la siente muy lejana, como si le perteneciera a otro. Dice:
—¿Qué me has hecho?
El hombre gordo abre la mano para mostrarle el pequeño aerosol de aluminio cepillado, no mayor que un dedo. Dice:
—Acabas de sufrir un bombardeo de amor, amigo mío. Ahora podemos hablar, ¿verdad? Confío en que sí.
—Claro.
—Me estabas siguiendo. Pero no para robarme, creo.
—Oh, no. Nunca haría eso a menos que las Gemelas me lo ordenaran.
Lo ha soltado antes de darse cuenta. Este hombre gordo es listo. Armand debe tener cuidado.
—No —dice el hombre gordo—, porque si hubieras querido robarme lo habrías hecho antes de que subiéramos toda la colina. Me estabas siguiendo, ¿eh? Me pregunto desde dónde.
—Oh, desde el bloque de apartamentos.
—¿El de la mujer? ¿La paramédico?
—Eso no lo sé.
—Pero ella es algo que tenemos en común, ¿eh?
La sonrisa del hombre gordo resulta apenas visible a la luz de la ventana que hay sobre su cabeza. Parece tomarse todo el tiempo del mundo, pero eso no le preocupa a Armand. Se siente bastante a gusto, casi contento. Al cabo de un rato, el hombre gordo dice:
—Ambos sabemos algunas cosas sobre las hadas, ¿no es así? ¿Vives en el País de las Hadas, amigo mío?
—No creo que seas mi amigo.
—Pero ellos te llevan allí, ¿no? ¿Cuándo fue la última vez que probaste el soma? Tienes aspecto de que te está doliendo ahora mismo.
—Puedo sentirlo pero estoy bien.
—Te he dado una pequeña dosis de fembots. Es sólo una cosa temporal. Por eso te encuentras bien. La necesidad regresara cuando desaparezcan, peor que nunca. Y desaparecerán rápidamente. Si tú me ayudas, yo te ayudaré. Te daré otra dosis. ¿Te gustaría?
—Me siento bien.
—Pero no siempre, ¿eh? La vida en el submundo es difícil. Lo sé, yo mismo viví allí mucho tiempo. Quizá todavía lo hago, en cierta manera. Háblame de tus amigos.
—Hassan es mi amigo. Me dijo que estuve en la legión Extranjera. Descubrió mi fecha de nacimiento, con mi chip.
—¿Ah sí? ¿Y descubrió algo más tu amigo?
—Chámbery.
—Continúa.
Armand sonríe, porque ha logrado intrigar al hombre gordo. La baba se escurre por las comisuras de sus labios y se la limpia con la manga. Dice:
—Ahí es donde nací. Chámbery. Un Hijo de la Medianoche. Eso fue lo que Hassan dijo.
—Tú no lo sabías, ¿verdad? Lo habías olvidado. ¿Por qué me estabas siguiendo?
—Para tener algo que contarles a las Gemelas.
—¿Son humanas?
—Es posible.
—¿No a una mujer? ¿Llamada Milena?
—Sólo las Gemelas.
—Y ellas tienen amigos.
—El Pueblo.
—Y el Pueblo te conduce al País de las Hadas. ¿Dónde está? ¿Dónde vas para llegar al País de las Hadas?
La lengua de Armand se aprieta contra sus dientes y la rugosa bóveda de su boca. No puede hablar. Hay alguien a su espalda. Puede ver un paisaje rojizo que se extiende en todas direcciones, una llanura seca y torturada de tierra roja jalonada de columnas de humo que se deshacen en dirección al cielo. Hay cosas que se mueven entre las columnas, helicópteros pequeños como moscas. La tierra tiembla.
El señor Mike está aquí. Está débil por culpa de los fembots pero todavía es lo suficientemente fuerte como para reír cuando el hombre gordo retrocede y saca un táser, lo suficientemente fuerte como para aullar de risa y escapar corriendo en busca de su presa.