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Consecuencias y mañanas

La policía retiene a Morag y Jules un par de horas en la escena del crimen antes de decidirse por fin a tomarles declaración, sin duda porque Morag es una residente extranjera y Jules, si bien un residente parisino de tercera generación, es también un noir. De hecho, estaban a punto de arrestarlo cuando Morag regresó a la escena del crimen y les dijo con el mejor y más gélido tono estilo Mornigside que le quitaran de encima las manos a su colega. Sólo desistieron cuando apareció el Dr. Science y los engatusó con su palabrería, pero a pesar de todo insistieron en retener a Jules y Morag para tomarles declaración. Ya habían arrestado al padre, y la razón de que estuvieran tomando las huellas digitales del cuerpo de la niña pequeña era comprobar su estatuto de refugiada, como si una refugiada más fuera a suponer alguna diferencia, en especial una que está muerta.

El Dr. Science logra que suelten a Morag y Jules al cabo de solo una hora, pero bajo la promesa tácita de que no hablarán a la prensa sobre el caso. Cuando Morag pregunta qué va a hacer la policía con respecto al pequeño, el Dr. Science vuelve a empezar con su cháchara y Jules se vuelve, asqueado.

—Tenemos que vivir con los polis —dice el Dr. Science—. No podemos decirles lo que deben hacer… —baja la voz, pone una mano sobre el hombro de Morag— aunque sepamos que nos están jodiendo. Ésa es la cuestión. El bien de uno frente al bien de muchos y esas cosas.

Morag se encoge de hombros para quitarse su mano de encima. Piensa que, en su mayor parte, el Dr. Science es un viejo farsante. Puede que ese encanto inmediato, el almíbar que es capaz de supurar para lograr que las cosas estén tranquilas, fuera parte de un papel en el pasado, pero ahora este papel se ha apoderado por completo de él. Sin embargo, accede a dejar las cosas como están y Jules también. ¿Qué otra elección tienen?

Morag duerme mal esa noche pero se siente mejor después de contarle a su compañera de cuarto, Nina, la mayor parte de la horrible historia frente a un muy parisino desayuno a base de boeuf gros sel con puerros y navets y una garrafa de fuerte vino tinto. La repetición aminora ligeramente el horror y de pronto, allí en el pequeño restaurante del vecindario donde Nina tiene su propio servilletero guardado en un casillero, envueltas en conversaciones à la cantonnade que llenan de sonidos alegres las mesas y con la presencia de Raymond, una mujer muy grande con un pelo muy largo y muy rubio que les trae la comida, las aldeas de los recicladores parecen remotas y alejadas.

Nina escucha con simpatía e interés. Trabaja como paramédico en l’Hópital Saint-Louis y posee el don de saber escuchar y saber decir lo más apropiado. Cuando Morag llega a la parte de los guardias de seguridad, Nina enciende su pitillo de todas las sobremesas con un característico chasquido del mechero y sugiere que Morag demande a los bastardos. Nina es una mujer pequeña y quisquillosa que se está recuperando de un sucio divorcio que la dejó, como ella suele decir, financieramente comprometida. Tiene dos veces la edad de Morag y, delgadísima en su traje vaina de color azul y cubierta de joyas, diez veces más chic. La luz que entra por la ventana de cristal cilindrado hace resplandecer su cabello rubio ceniza. Se inclina hacia delante y dice:

—Conozco el nombre de un buen abogado, por si necesitas uno.

—No fue su actitud hacia mí lo que me molestó, sino la actitud hacia el niño.

—Te preocupa, ¿verdad?

—No puedes evitar implicarte sólo un poco. Puedes tratar de que no ocurra porque así es más fácil lidiar con las situaciones, pero entonces estarás siempre preocupándote por ti misma.

—Probablemente esté muerto, ¿sabes?

—Supongo que sí. Pero ésa no es la cuestión.

—Por supuesto que no. La cuestión es qué quieres hacer sobre ello. ¿Acudir a la prensa?

—Sería noticia de un día, y eso si llegara a publicarse. La Interfaz es un asunto muy político, ¿no es cierto?

—Política europea, no francesa.

—Por supuesto. No pretendía decir…

—¿Qué es lo peor que puede ocurrirte si hablas con la prensa?

—Perderé mi trabajo. Pero ésa no es la cuestión, ¿no crees?

—Quizá deberías tomarte unas vacaciones, querida. Ve a Normandía. Utiliza la casita de campo, Dios sabe que cuando todavía estábamos casados, Kazimir y yo no la utilizamos lo suficiente, y ahora que los niños ya han crecido nunca van por allí. Pasea por la playa, límpiate toda la suciedad urbana de los pulmones y aliméntate con buena y grasienta comida campestre. Entonces lo decides.

Morag le dice a Nina que lo pensará, pero entre tanto es necesario que vuelva a salir con el Equipo, esa misma noche.

—O no seré capaz de volver a hacerlo nunca.

—Bueno, si estás segura… Pero es la segunda cosa horrible por la que has tenido que pasar en menos de un año.

—Oh… esto… esto no es tan malo. No es como lo de los campos y me han informado, he hablado largo y tendido con todos los trabajadores de allí, me han aconsejado. Estoy bien, Nina.

—Por supuesto que sí. Pero no hay nada vergonzoso en tomarse un descanso. Piénsalo —dice Nina y Morag le promete que lo hará.

Se encuentra de camino a su apartamento cuando suena su teléfono. Es el Dr. Science. Quiere verla para discutir, así lo dice, el desafortunado suceso de la pasada noche. Estará en el parque de vehículos del Equipo Móvil de Socorro aquella tarde y espera verla allí entonces.

—Maldita sea —dice Morag en voz alta, en medio de la atestada calle. Entonces se vuelve y se encamina hacia la estación de Metro más próxima.

El parque de vehículos es una factoría de ingeniería ligera, abandonada a causa del triunfo de la nanotecnología y situada en plena trayectoria de los vuelos que despegan del aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle. Sólo Gisele Gabin se encuentra allí cuando llega Morag. Gisele está realizando una soldadura en el armazón de una de las estropeadas furgonetas del Equipo y arranca una humeante cascada de chispas al chasis del vehículo que tiñe de luz naranja el frío espacio semejante a un hangar que es el parque de vehículos. Dice que no ha visto al Dr. Science en todo el día. ¿En qué está metido ahora el viejo bastardo?

A Morag le gustaría saberlo. Cansada e irritable, deja trabajar a Gisele y pasea por el lugar, con las manos en los profundos bolsillos de su abrigo acolchado, hasta que se presenta el Dr. Science, sin disculparse y con aire distraído. No invita a Morag a su oficina sino que habla con ella allí mismo, entre los vehículos que emiten una mezcolanza de zumbidos mientras cargan sus baterías, como un enjambre de abejas calentando la colmena durante el invierno.

Morag es parte del Equipo, dice el Dr. Science, comprende lo importante que es la imagen pública. Una cosa como aquélla, vaya, el barro se pega, ése es el problema. Una cosa como aquélla podría utilizarse contra el Equipo. Él aprecia sus aportaciones y su dedicación. Es raro, es lo que resulta tan reconfortante de este trabajo, encontrar gente con tanta dedicación. Así que si de verdad quiere formar parte del Equipo, él tiene en mente un lugar en el que podría ayudar. En cualquier caso, ya es hora de que adquiera una comprensión más completa de las actividades del Equipo. Ayudar en la clínica del metro sería un acto generoso que él no olvidará. Además, en tiempos de tanto estrés como éste, será una buena terapia para que pueda terminar de enterrar los recuerdos desagradables.

—¿Qué? ¿Qué es lo que quiere que haga?

Morag no termina de comprender. Está cansada y un avión pasó sobre ellos en mitad del discurso del Dr. Science y sus reactores han hecho que el tejado inclinado trepidase emitiendo una única y profunda nota.

—No es un puesto tan duro y en realidad es mucho menos peligroso que los poblados de los recicladores.

El Dr. Science tiene la habilidad de arrugar la piel que rodea a sus ojos, haciendo que éstos parezcan centellear tras sus gafas redondas de montura dorada. Lo hace ahora. Es un hombre grande, un farolero, con aire de abuelo, que se recoge el vigoroso cabello rojizo en una tupida cola de caballo. Se rumorea que le han implantado un corazón de cerdo para ayudar al suyo, pero esto podría no ser más que un chisme malicioso. Pertenece a esa clase de personas que parecen crecer a medida que envejecen absorbiendo más y más energía del mundo.

Dice:

—La policía no quiere que te acerques al Reino Mágico por ahora. Dicen que es debido al proceso legal, que deberíamos separarte de la comunidad para impedir que te veas perjudicada por los rumores que se están extendiendo.

Morag dice:

—Si esos rumores hablan sobre las hadas, entonces no son rumores.

—Comprendo cómo te sientes, pero necesitamos la colaboración de la policía.

—¿Y qué hay de ese niño pequeño?

—La policía lo está buscando —dice el Dr. Science—. ¿Sabes?, cada vez que envío a alguien a las aldeas de los recicladores me preocupa su seguridad. Has demostrado tu valor una y otra vez en África, Morag, no tienes que demostrármelo a mí. Te mereces un respiro, y teniendo en cuenta tu dedicación esto es lo mejor que puedo hacer.

Morag siente las palabras del Dr. Science bajo la piel como si fueran garfios, una confusión de deber y conveniencia. Se está apoyando en su consciencia para hacerse el trabajo más fácil, ella lo sabe, pero no encuentra el modo de decirlo sin parecer una ingrata.

—Se supone que tengo que ir a trabajar en la clínica del…

—Sé que estuviste allí justo después de unirte a nosotros. Estoy convencido de que lo harás bien. Ya he visto cómo trabajas, no hace falta que te controle, ¿verdad? No, estoy seguro de que no hace falta. Estate allí un poco antes de medianoche. A esa hora cierran las puertas. Y ya sabes que me tienes a tu disposición siempre que sea necesario —añade el Dr. Science y le obsequia una juiciosa y resplandeciente sonrisa, antes de marcharse entre los vehículos que recargan sus baterías y gritarle algo a Giselle, haciendo que el eco de su voz restalle contra el elevado techo.

Morag regresa al apartamento y se echa una siesta hasta que cae la noche, cuando despierta de una pesadilla que no logra recordar. Se da un largo baño y se lava el pelo. Vestida con una bata, el largo cabello envuelto en una toalla, se arrastra hasta el salón y el apartamento le pregunta si se encuentra bien. Lleva casi un mes viviendo aquí, tiempo más que suficiente para que el sistema experto se vuelva sensible a su lenguaje corporal. Cuando responde que sí, que está perfectamente, éste le sugiere la posibilidad de prepararle una taza de té.

—Quizá.

El microsaurio de Nina camina sobre las baldosas y se arrima a los tobillos de Morag. Es un estegosaurio del tamaño de un gato, con pelo blanco sobre su gordo cuerpo y pelo negro en las escamas en forma de diamante de su espalda. Morag lo acaricia bajo la diminuta cabeza y la criatura se estremece de placer.

El apartamento dice:

—Me gustaría ayudar.

Morag se pregunta si se siente celoso del microsaurio.

—Es problema mío —dice.

El apartamento emite un suave pitido para indicar que la capacidad de respuesta de su sistema experto ha sido excedida.

—Sólo prepárame el té —dice Morag.

—Por supuesto. Por cierto, hay un mensaje de teléfono para ti.

Morag lo pasa. Un hombre gordo dice en inglés:

—¿Dra. Gray? Me gustaría hablar con usted. Llámeme.

Morag apaga el teléfono mientras el hombre empieza a darle un número de teléfono. El Dr. Science dice que ha logrado mantener a raya a la prensa pero el hombre gordo de la pantalla tiene aspecto de reportero de un diario sensacionalista. Si va a contarle a los medios de comunicación lo del asesinato y su encubrimiento, ¿qué mejor que la prensa amarilla británica? Sin duda organizaría un escándalo con una noticia como aquélla. La verdad es que se siente tentada de hacerlo, después de la manera en la que el Dr. Science la ha chantajeado emocionalmente aquella tarde, pero sería un paso muy grave. Morag desea poder hablar con Nina, pero su compañera de piso tiene trabajo en el turno de noche del hospital y sería muy poco profesional molestarla por un asunto personal.

Sosteniendo la taza de té con las dos manos, Morag espera a que se enfríe junto a la puerta deslizante de cristal que da al diminuto balcón del apartamento y contempla la vista. Un collar trenzado con las luces de la calle se extiende sobre el mosaico de la ciudad nocturna y mengua en dirección a las iluminadas y apiñadas torres de La Défense. El edificio del apartamento se encuentra en el vigésimo arrondissement, Belleville-Ménilmontant, donde un sinfín de bloques de apartamentos, edificios de viviendas venidos a menos, profesionales de clase media sin raíces y estudiantes de la Ciudad Universitaria rodean las calles rurales que no han sido reconstruidas y que están habitadas por artistas y chalados de la contracultura.

A Morag le agrada la desaliñada elegancia del arrondissement, el aire que despide de haber permanecido ajeno al Milenio y a la huida de la mayor parte de la población a las arcologías. Hay tranquilos bares de barrio, boulangeries tradicionales con anuncios escritos en los escaparates de cristal con letras Segundo Imperio, el cine a la manera antigua donde los clientes pueden pedir una película particular depositando una nota escrita en una caja, un café chino donde Nina y sus colegas del hospital toman dim-sum los domingos. Morag no lleva demasiado tiempo allí pero empieza a sentir que ha encontrado un lugar en el que podría ser feliz.

No, se dice, no permitirá que la echen de allí, ni siquiera el Dr. Science. No está enfadada por el encubrimiento, si eso es lo que es, sino porque el bastardo la ha colocado en una posición en la que no podía decir que no sin parecer ingrata, desleal. No debería desatender sus obligaciones profesionales por rencor. Esto, cree, es la negación. La segunda fase después de una conmoción. Luego llegará la pena y, por fin, la aceptación. Seguirá con su vida. No olvidará las cosas horribles que le fueron hechas a la niña, la terrible mutilación, los ovarios arrancados, pero ese recuerdo no la atormentará. Tiene que sobrevivir absorbiendo las cosas malas y recordando las buenas.

Entonces piensa en el niño pequeño y empieza a reír y a llorar al mismo tiempo. Ha regresado de un lugar en el que millones de personas se suicidaron y se preocupa por un pequeño refugiado.

El té se ha enfriado. Enjuaga cuidadosamente la taza, la seca y la guarda. Lo está haciendo todo con mucho cuidado, lo advierte. Como si el mundo entero se hubiese convertido en una inmensa cáscara de huevo.

Se seca y trenza el cabello y se viste con unos vaqueros y un suéter, le pide al apartamento que le abra una lata de potaje de judías y le caliente un poco de pan de pita y come con el murmullo de la televisión por toda compañía. Pide un taxi, un lujo que a duras penas puede permitirse pero que necesita desesperadamente. Si la hubiesen exiliado al enclave más remoto del Equipo Móvil de Socorro, al menos podría darse la gran vida.

Todos los canales de noticias ofrecen comentarios y programas sobre la expedición a Marte. Los astronautas están durmiendo en aquel momento, después de trabajar para desplegar el módulo de aterrizaje. La cámara robot muestra el lugar elegido, una llanura de roca roja medio enterrada en polvo que se extiende en todas direcciones bajo un cielo rosa eléctrico. Morag observa sin interés real cuando el televisor emite un pitido y anuncia que hay una nueva noticia sobre los poblados de los recicladores que podría interesarle.

—Muéstramela.

Espera encontrarse con un informe sobre el asesinato, pero en vez de eso sólo hay una noticia breve sobre una manifestación de activistas refugiados en la Interfaz. Prolongadas tomas de gente que marcha por una calle oscura y cubierta de hierba llevando consigo pancartas improvisadas. Nuestros cuerpos somos nosotros mismos, Apartad vuestras asquerosas manos de nuestras mentes. ¡Asesinos de niños! Una muchedumbre se arremolina detrás de una barrera de alambradas, iluminada por focos mientras la policía espera al otro lado. Piedras que llueven en medio de la noche iluminada por los focos y, repentinamente, la policía cargando, conducida por media docena de oficiales montados en caballos de combate modificados por ingeniería genética para aumentar su fuerza muscular y blindados con placas de quitina en las cabezas y los flancos. Un breve comentario informa a Morag de que esto ha ocurrido hace veinte minutos y de que la multitud ya se ha dispersado.

Morag está navegando entre los canales locales, tratando de encontrar más noticias sobre las protestas, cuando el apartamento le anuncia que el taxi ha llegado. A regañadientes, recoge su bolso, se pone el abrigo acolchado y baja a la calle.

El hombre gordo que la telefoneó antes espera junto a la puerta principal del edificio de apartamentos. Mientras Morag trata de esquivarlo, dice rápidamente, en un inglés con acento de Londres:

—Sé lo que ocurrió, Dra. Gray. Eso no es lo que me interesa.

—No quiero hablar —dice Morag—. Está usted infringiéndola ley sólo por estar aquí, acosándome.

Repentinamente, su corazón late muy deprisa. Se aferra al asa de su bolso con tal fuerza que los pequeños clavos se le clavan en las palmas de las manos. El jodido taxi está aparcado al otro lado de la calle.

—No soy de la prensa —dice el hombre gordo que la sigue mientras ella se apresura entre los pequeños coches aparcados. Existen dos clases de hombres gordos, los que tiene espaldas enormes y los que no las tienen. Éste pertenece a la primera, su caro traje de lana teñido con carbón no puede ocultarla. Lleva un pañuelo rojo anudado bajo su doble papada y un sombrero de ala flexible bien ceñido sobre la frente, tanto que su enrojecida y redonda cara semeja la Luna en pleno eclipse. Dice:

—¿Vio usted a quienes lo hicieron, Dra. Gray? ¿Parecían niños pero no niños de verdad? Eran hadas. ¿Ha oído hablar usted de las hadas? Si le vieron, está usted en peligro y yo quiero ayudarla.

Morag entra en el taxi y cierra dando un portazo frente a la cara del hombre. Mientras el taxi se pone en marcha, él se inclina para gritar a través de la ventanilla:

—¡Alex Sharkey! ¡Es mi nombre! ¡Llámeme!