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El nido

El niño quiere irse a casa. Quiere a su padre. Quiere saber dónde está su hermana.

—No está aquí —le dice Armand, se diría que por decimoquinta vez—. No te preocupes por ella. ¡Mira qué caballos más bonitos!

Al niño no le interesan los caballos. Dice que odia a los caballos y que, además, esas cosas no son caballos de verdad.

—Tienes razón —dice Armand. Se siente tan débil que en cualquier momento podría caer de bruces al suelo. Le dice al niño, en un intento desesperado por atraer su atención y distraerlo de la situación:

—Claro que no son caballos. ¡Mira, son unicornios!

—Son asquerosos —dice el niño pequeño—. Todo este lugar es asqueroso. Es asqueroso y además hace frío. Quiero irme a casa.

Se sienta sobre la hierba artificial, resuelto a no moverse. Parece tener la capacidad de incrementar su peso a voluntad y se pega al suelo con la testarudez de una lapa. Tiene cuatro años, un niño regordete de brillante piel negra, vestido con unos costrosos pantalones de pana y un jersey voluminoso que le llega hasta las rodillas. Lleva una bufanda transparente y de aspecto plástico alrededor del cuello. Se llama Gabriel. Armand se lo llevó del nido cuando escapó del sueño del señor Mike, con sangre bajo las uñas de las manos y el olor del propelente en los dedos y la profunda, mala y negra sensación de que algo terrible había pasado en la aldea la pasada noche. Por segunda vez en dos días, se esconde de las Gemelas.

El niño dice:

—Aquí apesta y hace frío. Y he visto una rata.

Armand siente el sudor que empieza a brotar de la piel de su cara.

—No. No, no es así.

Las únicas ratas que quedan en el Reino Mágico son espías. El Pueblo se encargó de la población salvaje, al mismo tiempo que lo hacía con la de los gatos que vivían de ellas.

—Sí es así —dice el niño, y empieza a llorar. Armand trata de consolarlo, pero el niño sólo llora con más fuerza y dice que quiere irse a casa.

—Calma —dice Armand sin demasiadas esperanzas—. Calma.

Se encuentran en un claro de la gruta de las hadas, situado al cabo del paseo de Es un mundo pequeño. La gruta de las hadas es el último eslabón de una cadena de paisajes ficticios que se extienden desde Australia (un árbol gomero con una especie de oso gris encaramado, frente a una pintura que muestra un edificio hecho de conchas en un puerto, y títeres de piel negra que llevan lanzas y bumeranes) hasta los EE. UU. (la Estatua de la Libertad, el títere de un niño vestido con uniforme de béisbol, el de una niña vestida con traje de animadora). El lugar ha conocido mejores días. Los unicornios están manchados de humedad y se asoman a hurtadillas y con aire melancólico desde una espesura de polvorienta vegetación de plástico. La mayoría de las estrellas de la cúpula azul oscura que es el tejado se ha caído al suelo y alguien ha arrancado los hongos venenosos de color rojo y ha prendido fuego a las hadas y duendes que penden sobre el césped artificial cubierto de flores, acaso la misma persona que provocó el incendio en el canal lleno de basura por el que antaño discurrieron sobre rieles los botes de recreo.

Armand se sienta junto al niño. Está muy, muy débil. La saliva sigue inundando su boca y él sigue tragando. Tiene el estómago hinchado de saliva. El claro en ruinas está tenuemente iluminado por una franja de luz gris que se cuela por una grieta del techo. A Armand le parece que las cosas se retuercen en sus propias sombras. Tiene que vigilarlo todo cuidadosamente y le duele la cabeza a causa del esfuerzo de impedir que la realidad lo traicione. Incluso el aire parece gris y arenoso, pesado sobre su piel.

El niño, Gabriel, mira a Armand. Dice:

—Me duele la cabeza.

Es un efecto secundario de la droga que el Pueblo da a los niños raptados para mantenerlos dóciles. Está empezando a perder efecto.

Armand dice:

—Eso significa que te estás poniendo mejor.

—Mi papá me da agua con una cosa burbujeante.

—Aspirina —dice Armand.

—Yo quiero eso.

—No tengo.

—No eres bueno. No sabes cómo ocuparte de tus invitados. Una buena persona —dice el niño con aire santurrón— haría lo que le piden sus invitados —con la delicada dignidad de una aristócrata viuda en un salón, utiliza el borde de su bufanda para limpiarse una burbuja de mocos de la nariz.

—Me estoy ocupando de ti —dice Armand—. Estate quieto o te encontrarán.

—¿Quiénes?

—Los monstruos —dice Armand.

Gabriel no recuerda cómo lo secuestraron. Ni Armand, por supuesto. Todo lo que Armand sabe es que el señor Mike salió a la superficie y algo malo ocurrió. Dice:

—No importa. Te están buscando. Te harán daño.

Gabriel no cree a Armand y se lo dice en voz alta. Entonces recuerda dónde se encuentra y vuelve a echarse a llorar.

Armand deja que el niño llore hasta quedarse dormido. En un rincón de su mente cree que cuando se haga de día logrará sacar a Gabriel del Reino Mágico y luego dirá que ha escapado. El resto sabe que esto no es posible. Pasará sin el soma mientras le sea posible y luego se enfrentará a la música. Pero tiene que intentarlo. Armand está solo. Echa de menos a Hassan. Echa de menos la compañía de otros seres humanos, y este niño pequeño sigue siendo humano.

Armand se sume en una especie de estupor y se despierta sobresaltado al escuchar el ruido de los trasgos que pelean en el exterior. Se arrastra hasta el final del paseo y se asoma a un anochecer frío y gris. Nubes bajas cuelgan fláccidas sobre los edificios medio desmoronados y se enredan en los picos dentados y afilados del Gran Trueno. No hay señal de los trasgos, no hay la menor señal de ellos, pero cuando Armand regresa a la pequeña gruta de las hadas, el niño ha desaparecido.

Con abatimiento repugnado, se da cuenta de quién ha debido de llevarse al niño y sabe que debe regresar a los subterráneos. Una escotilla abierta situada tras el decorado en ruinas conduce a los túneles que discurren bajo tierra por todo el Reino Mágico. Los túneles son lo suficientemente grandes como para recorrerlos con un coche pequeño. Los macizos de hongos luminiscentes que crecen sobre pedazos de madera trabados entre las tuberías y los cables despiden un resplandor frío y azul. Las habitaciones en las que antaño los empleados se cambiaban de ropa están ahora tan silenciosas como tumbas.

Armand avanza tan sigilosamente como es capaz, pero Ellos no tardan en encontrarlo. El primero es un rastreador. Bajo la línea de su entrecejo, los ojos son como dos pequeñas piedras blancas, pero bajo tierra la vista es el sentido menos importante. Tiene un hocico muy alargado que se pliega en un laberinto de arrugas; pequeños gusanos viven entre las capas de piel azul. Se dirige directamente hacia él, husmeando con un sonido húmedo. Armand permanece inmóvil y le permite que palpe su cara con los dedos largos y fríos.

Dos más emergen de la oscuridad. Están desnudos, los delgados cuerpos marcados con patrones arremolinados de prominentes verdugones. Uno posa un dedo sobre la boca de Armand y su uña le araña dolorosamente la hinchada lengua. Lleva el mismo dedo a su propia boca y sonríe. Puede saborear su necesidad.

Lo toman por las manos. Con uno de Ellos a cada lado, es conducido al interior del laberinto. Le azota el rostro un viento húmedo y cálido, rico en feromonas. Hay un túnel en el que descansan los cuerpos de varias muñecas obreras, colgados de ganchos y conectados a tubos de plástico por los que fluye lentamente un limo rosa claro. Sus vientres están enormemente distendidos por la supuración controlada del secreto soma. Otras muñecas obreras limpian incesantemente estos contenedores vivientes con rápidas lenguas, pendientes permanentemente al menor rastro de soma secretado por su sudor. Su aroma penetrante y dulce espesa el aire.

La atmósfera se hace más cálida, las grietas del túnel están tan llenas con fragmentos de madera putrefacta que el frío resplandor que despiden parece tan intenso como la luz del día. Armand sabe dónde se encuentra ahora. El túnel termina en una cámara situada en el corazón del nido.

Cuando el Reino Mágico estaba todavía en funcionamiento, tenía su propia central energética de emergencia. Podría haber seguido operando mientras el resto de París carecía de energía, los robots amniotrónicos hubieran seguido moviéndose de acuerdo a sus rutinas, los ascensores de los cuatro hoteles hubieran seguido subiendo y bajando y el billón de luces y tubos fluorescentes del lugar hubiera seguido brillando. Después de que el parque quebrara, las turbinas de gas fueron desmanteladas y, cuando la Reina condujo al Pueblo aquí, situaron su nido en el lugar en el que habían estado las turbinas.

Conducen a Armand hasta una pasarela que discurre a lo largo de la mitad de la inundada caverna. Los extremos de los puntales que un día sostuvieron cuatro turbinas del tamaño de locomotoras se alzan desde el agua negra como sendos pares de aletas. Del techo penden cables como enredaderas de la jungla. De improviso, uno de los que escoltan a Armand salta hasta la barandilla de la pasarela, agarra uno de los cables con manos y pies y se impulsa, prorrumpe en sonidos gozosos mientras salta de cable en cable y desaparece por un conducto situado al otro extremo de la sala.

Armand puede sentir el rastro del soma procesado en el aire húmedo. Siente un hormigueo de impaciencia en la lengua, como si tuviera una almohada húmeda entre los dientes. Los fosfenos garabatean líneas escritas frente a su vista, que se dispersan y reforman cada vez que pestañea. Le duele la necesidad, casi ha olvidado por qué se encuentra allí. Su escolta lo hace bajar por una escalerilla, le da una palmadita en la espalda y lo obliga a volverse.

Las Gemelas lo miran, sonrientes.

—Has sido un niño tonto…

—… un niño tonto y muy malo.

Están tendidas sobre un montón de espuma aislante extraída de tuberías refrigerantes. El niño pequeño yace a sus pies, durmiendo con el pulgar metido en la boca. Unos bloques de hormigón forman un declive que se sumerge en las negras aguas y una docena de Ellos yacen allí tendidos, moviéndose lentamente los unos sobre los otros. Uno levanta la mirada hacia Armand, el rostro ciego de éxtasis. Más allá, una muñeca hinchada permanece inmóvil en la parte menos profunda. Su laboriosa respiración es un silbido. Unos tubos de plástico sobresalen de heridas cicatrizadas abiertas en su vientre. Rebosa de soma y el viscoso y claro fluido gotea de los tubos y empapa la piel hinchada y azul de los costados de la criatura. Al verlo, la boca de Armand se llena de saliva.

Una de las Gemelas suelta una risilla. La otra dice:

—No le haremos daño, Armand. El Pueblo lo quiere. No será difícil…

—… no como tú…

—… él será uno de nosotros. Oh, pobre Armand, qué hambriento…

—… qué hambriento pareces. Pero has sido un niño malo y antes de eso…

—… antes de eso, el señor Mike estuvo aquí.

—El señor Mike fue muy travieso.

—Sólo era una niña pequeña…

—… una pobrecita…

—… dulce…

—… pobrecita dulce niña pequeña negra sin casa…

—… pero el señor Mike le hizo mucho daño…

—… le hizo cosas horribles…

—… porque nos ama.

—Y porque nos ama, vamos a tener niños…

—… montones y montones de niños…

—… y tú vas a ayudarnos…

—… vas a ayudarnos dejando que el señor Mike vuelva…

—… vuelva y nos ayude de nuevo…

—… porque lo vieron haciendo las cosas malas…

—… y eso no es seguro para nosotros…

—… y eso no es seguro para ti.

—Así que tienes que ayudarnos…

—… por nuestro bien…

—… tienes que ayudarnos.

El escolta de Armand le suelta la mano. Baja por la pendiente de hormigón y camina por el agua hasta llegar junto a la muñeca, se inclina y sorbe de uno de los tubos de plástico de su hinchado estómago. Armand está tentado de intentar escapar, pero no hay lugar alguno al que ir. El Pueblo de las hadas está por todas partes, una presencia que murmura en toda la caverna, y las Gemelas siempre pueden encontrarlo. Y, además, la necesidad se ha apoderado de él por completo.

Le pesa la lengua en la boca y babea saliva cuando dice:

—No me haréis daño porque necesitáis al señor Mike. Pero un día no le dejaré salir. Ya veréis…

Las Gemelas ríen y se dan codazos juguetones y comienzan a entonar su coro de burla:

—Loup Loup Loup.

—Loup Garou.

—Loup Loup Loup.

—¡Ella regresará! ¡Entonces veréis! ¡Nos castigará a todos por lo que hemos hecho!

—Pobre Armand…

—… pobre necio Armand…

—… ella no regresará nunca. No ahora…

—… ahora que gobernamos nosotras…

—… y gobernaremos para siempre.

Las Gemelas se miran y dicen al unísono:

—Ahora come y da gracias.

Armand siente la comezón de la impaciencia mientras la estevada hada de piel azul asciende por el declive. El hombre se inclina y ella toma su cabeza con las dos manos. Su aliento cálido acaricia el rostro de Armand; entonces lo besa en los labios. Su lengua caliente y poderosa se precipita hacia delante, se desliza entre los dientes entreabiertos de Armand. El soma, activado por las enzimas de la saliva del hada, inunda la corriente sanguínea de Armand y, dulce, dulcemente, éste se pierde.