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Niños perdidos

El Equipo Móvil de Socorro llega al bidonville a última hora de aquella tarde de invierno. La media docena de furgonetas y coches recorre el camino cubierto de profundos surcos en medio de un aullido de sirenas y un despliegue de luces azules giratorias. El Dr. Science ha equipado su ancestral Citroën 2CV con un par de faros estroboscópicos, y su luz blanca y parpadeante deja boquiabiertos y paralizados a los niños que corren hacia aquel circo. Mientras aparca en el extremo del bidonville, el Dr. Science dispara su pistola de bengalas por el techo abierto del Dos Caballos y en el cielo oscuro de la tarde, a gran altura, estalla una luz verde.

Morag Gray trepa a la parte trasera del dispensario móvil, ve la bengala y pestañea instintivamente. Una bengala en el cielo nocturno, más allá del perímetro delimitado por alambradas del campo de refugiados, casi siempre precedía al estrépito de las armas de fuego mientras los guardias fronterizos cazaban a las personas afectadas por la plaga de la lealtad que trataban de cruzar el río.

Los niños ya se están agolpando en gran número alrededor de los miembros del Equipo. Morag entrega piruletas a manos extendidas como estrellas de mar, manos ansiosas, hasta que los bolsillos de su abrigo acolchado, largo hasta los tobillos, están vacíos. Los andrajosos niños hablan excitadamente y el vaho de sus respiraciones recorre el aire. El Dr. Science, como un pirata pelirrojo con su chaqueta de piel de oveja y sus vaqueros ajustados, arroja sobre la creciente multitud que tiene a derecha e izquierda puñados de dulces hervidos mientras se dirige hacia el joven sacerdote que espera bajo el portal iluminado de la improvisada capilla.

Jules y Natalie levantan la puerta trasera del dispensario móvil y echan los cierres. Jules arroja a Morag una bolsa negra y juntos se encaminan por la vereda que conduce hacia el centro del bidonville.

El suelo está cubierto de planchas de plástico de desecho bajo las que discurre agua sucia. Las chabolas y las casuchas se levantan apiñadas. Algunas de ellas están sólidamente construidas con cajas de embalaje y bidones de productos químicos aplanados, mientras que otras no son más que armazones desvencijados envueltos en arpillera. Las lámparas bioluminiscentes y las velas enmarcan escenas de desarrapada domesticidad: un hombre acurrucado junto a una mesa, fumando un pitillo con voluptuosidad cansina; una mujer bañando en una palangana de plástico a un niño desnudo que tirita; rostros de niños perfilados por el destello de los aparatos de televisión.

Y por todas partes pueden verse las señales de las infecciones meméticas, efluvio de un centenar de cultos y modas codificados en forma de fembot y representado por los refugiados enfermos, demasiado pobres para permitirse el antídoto universal que protege contra las travesuras de los piratas de las memes y las depredaciones de los miembros de las sectas. Hay capillas a un Mesías nonato y al culto de los OVNI de los campos de cereal; un cartel anuncia contadores electrónicos; hay pintadas que anuncian que ¡Elvis vive! o ¡Bob lo sabe! (pintada con spray sobre la pared de una chabola, la figura de gruesas quijadas y tocada con sombrero de copa del Papa Zumi provoca en Morag un escalofrío de reconocimiento); el sonido distante de un grupo de tambores.

El hedor a ciénaga de los cercanos montones de basura empapa el frío aire; por todas partes vuelan pedazos de papel. Encima de la cresta de basura compactada que se cierne sobre las chabolas trabajan las excavadoras, los motores atronando y levantando nubes de humo negro. Delante de ellas caminan hacia atrás unas cuantas personas, revolviendo rápidamente entre las basuras que remueven las palas. Es un trabajo peligroso. Los conductores de las excavadoras, aislados en el interior de sus cabinas con aire acondicionado, no se detendrán si alguien tropieza. La pasada semana Morag ayudó a amputarle las dos piernas a un niño de quince años que había sido atropellado por un volquete. Más allá de las suaves y redondeadas estribaciones de la cordillera de basura, las torres del Reino Mágico aguijonean el brillo de neón de la Interfaz, la zona de comercio libre donde los exploradores corporativos, los curiosos, los locos y aquellos que viven del mercado gris confían en obtener algo de la chatarra vendida o abandonada por las hadas.

Morag y Jules se separan y recorren el lugar; se detienen cuando alguien los llama. Muchos de los habitantes de la aldea los conocen por sus nombres; algunos quieren incluso pagar lo poco que pueden y Morag siempre acepta lo que le ofrecen porque es importante para su dignidad. La mayoría de quienes viven en el bidonville provienen originalmente de África; aquellos que saben que Morag trabajó en Sudán suelen bromear diciendo que, como ella, cometieron el error de venir aquí con la esperanza de escapar a la plaga de la lealtad.

Es domingo y hay muchísimo trabajo que hacer. Están las habituales enfermedades infantiles, los diabéticos que nunca podrán permitirse la terapia genética y aquellos que sufren de cáncer o de SIDA terminal, de tuberculosis o de infecciones cerebroespinales o sanguíneas resistentes a los antibióticos. Las infecciones oculares o cutáneas son muy abundantes; también el asma. Hay una variedad especialmente intratable de tuberculosis viral que se ha ensañado con el bidonville, y una de las tareas de Morag consiste en examinar y vacunar a todos los niños pobres de esta aldea de chabolas, lo quieran ellos o no.

En algunos casos se hace necesaria una buena dosis de persuasión. Los sicóticos creen que cualquier cosa que contenga una jeringuilla tiene que ser por necesidad alguna clase de fembot que les destrozará el cerebro… una conclusión no del todo irracional teniendo en cuenta la abundancia de piratas de las memes y terroristas del amor que van por ahí haciendo precisamente eso. Morag fue víctima de un terrorista del amor hace pocas semanas, poco después de llegar a París. Vio cómo descendía flotando una esfera dorada y la engullía en un enjambre de luces y la sumía en una sensación de paz abrumadora. La transitoria estimulación se disipó al cabo de treinta segundos, dejándola con una expresión boquiabierta que sin duda logró que el cabrón que la había infectado se meara de risa en los pantalones.

Todo esto y, además, los especiales de la noche del sábado. La mendicidad resulta más lucrativa los sábados, y junto a todos los problemas habituales hay heridas menores de navaja o escopeta, huesos rotos, intoxicaciones etílicas, las consecuencias de malos viajes y las lesiones neurológicas causadas por infecciones de meme que han empeorado.

Una adolescente está sufriendo ataques múltiples porque alguien contrató sus servicios sexuales en la Interfaz y la infectó con una nueva clase de fembot, cosa que allí es el pan nuestro de cada día. Morag etiqueta a la chica, utiliza su teléfono para preguntarle el horario de la ambulancia-taxi a su conductor, un polaco llamado Kristoff, le dice a la madre de la chica que alguien vendrá para llevársela al hospital en unos veinte minutos y sigue su ronda.

Ya es de noche, y entre las chabolas se enroscan las gélidas nieblas mezcladas con el humo de las cocinas. Mientras Morag sale de la cabaña, la niebla se aparta como una cortina y ve a una niña pequeña, de pie en medio del camino.

—Alguien me ha despertado —dice la niña.

No debe de superar los tres o cuatro años y tiene una lustrosa piel negra. Su cabello, recogido en varias trenzas, está decorado con cuentas y arandelas y fragmentos de circuitería. Lleva una manta naranja de la beneficencia alrededor de los hombros.

—Has tenido un sueño —le dice Morag.

La niña pequeña sacude la cabeza y dice solemnemente:

—Estoy asustada.

—Has tenido un sueño —dice Morag—. Te llevaré de vuelta con tu madre.

—Mi padre —dice la niña con rotundidad—. Y también está Gabriel.

—Vamos a buscarlos —dice Morag, y toma la cálida y pegajosa mano de la niña.

Un joven con el pelo cortado al rape está sentado en una caja volcada, contemplando el cielo con una mirada intensa enfocada en el infinito. Se vuelve hacia Morag y la niña y dice con aire dichoso:

—Están aquí. Las he visto.

La niña pequeña conduce a Morag hasta una chabola que es casi como una madriguera. En su exterior hay una especie de carrito lleno con cartones perfectamente plegados. Dentro, el padre de la niña pequeña duerme en un jergón hecho con los mismos cartones. Está completamente vestido, con botas y todo; ciertas enfermedades de los pies son endémicas en el bidonville. Un niño rechoncho ataviado con un andrajoso jersey gris duerme bajo su brazo.

Morag despierta al hombre. Está borracho o drogado y apenas sabe dónde se encuentra, pero no le cuesta demasiado sacarle la tarjeta de identidad. Deben de pedírsela por lo menos una docena de veces al día, o incluso más si los polis han decidido hostigar un poco más que de costumbre a los recicladores por falta de algo mejor que hacer.

Morag pasa la tarjeta de identidad del hombre por su lector y descubre que la niña se llama Grace; el niño, Gabriel, es su hermano gemelo. Son refugiados tutsi del penúltimo golpe de estado ocurrido en Burundi. La madre murió el año pasado. Morag acomoda a la niña junto a su padre y su hermano y la cubre con la manta hasta la barbilla.

La niña levanta la mirada hacia ella con aire solemne. Susurra fieramente:

—¡Querían que fuera con ellas!

—¿Quiénes, cariño?

—Las hadas.

Morag sonríe.

—Estabas soñando, cariño.

—Eran como monos —dice la niña y bosteza, mostrando unos dientes blancos como la leche en unas encías rosadas—. Primero enviaron ratas. Pequeñas ratas blancas.

—Entonces seguro que estabas soñando cariño. Por aquí no hay ratas blancas. Ahora vuélvete a dormir.

Sueños sobre preciosas ratas blancas, con alegres ojillos rojos y adorables narices rosas y patitas diminutas. Sueños de algo bonito.

Morag se reúne con Jules una hora más tarde en una chabola situada en el otro extremo del poblado. Jules, un disoluto argelino recién salido de la facultad de Medicina, está cosiendo una herida en la cabeza del dueño de la chabola, un viejo negro que cree que hace tiempo gobernó el mundo. Es una ilusión provocada por una meme que el año pasado fue muy común.

El viejo está sentado en una silla de mimbre y hojea una copia de Vogue mientras Jules, trabajando con la luz de un bolígrafo-linterna colocado en la cinta de su cabeza, le da los puntos con esmero. No le gusta dejar cicatrices. Para él es una cuestión de honor muy seria. Las voces de los anuncios susurran y cantan mientras el hombre pasa las hojas de la revista. En la chabola hay montones de revistas lustrosas y fardos enteros de hojas alisadas atadas con cintas de nylon de color azul brillante o amarillo. Aparte de la silla, los únicos muebles son la cama hecha con contrachapado alabeado, que descansa sobre ladrillos de ceniza, y el aparato de televisión colgado del techo que muestra sin sonido las últimas imágenes de la Expedición a Marte. La alargada saeta de la nave que pende en tangente sobre la negruzca superficie de Fobos; una toma de la cara rugosa y rosada del planeta; una mujer descarnada y con el cabello cortado al cero, ataviada con un mono frente a un panel de instrumentos, se vuelve y hace un gesto de saludo a cámara lenta. La pantalla de plástico del televisor está cubierta de rayas, y por los bordes de todo cuanto se mueve se derraman goterones de solarización.

Una destartalada radio que descansa sobre el saco de dormir que cubre la cama está emitiendo alguna clase de melodía rai. El viejo sigue el ritmo con los pies y no yerra ni una sola vez el compás cinco por ocho: algunas veces toca ritmos complejos en una vieja caja de cartón junto a la entrada del Metro de Les Halles.

Morag no es tan necia como para sentarse en la cama —piojos—, así que se sienta en cuclillas junto a la entrada. Le apetece un poco de café, pero dado que no lleva suficiente en su termo como para compartirlo con el viejo, esperará hasta que Jules haya terminado.

El hombre se encoge y Jules dice:

—Valor, amigo mío. No tardaré mucho.

—Podría haber ido al hospital —gruñe el anciano—. En los viejos tiempos… Pero te perdono, hijo mío. Una vez que recupere mi legítimo trono, me acordaré de todos aquellos que me han ayudado.

—Nos complace estar a tu servicio —dice Jules y le guiña un ojo a Morag. Nunca parece cansado ni hastiado.

El hombre señala con el dedo al retrato de una mujer de elegante perfil y nariz alargada y aristocrática y dice:

—Ella era mi consorte. Vivíamos entre las nubes, en un palacio de mármol y perlas.

Es una foto de Antoinette, la supermodelo de la virtualidad que fue descubierta hace dos años viviendo en otro poblado de recicladores situado a menos de medio kilómetro de aquí, y que ha rescindido su contrato con InScape para llevar a cabo alguna clase de vaga campaña política. Hace seis meses ocupó la primera plana de todas las redes de noticias, pero desde entonces se ha sabido muy poco de ella.

—Es una perla, eso es cierto. La reina de los basureros —Jules ata el hilo negro, le da al anciano una palmadita en el hombro y le dice que duerma, y que la próxima vez que se hiera en el poblado acuda al hospital.

—Odio las colas —dice el hombre—. Promulgué una ley para prohibirlas, ¿saben?, pero mis enemigos deshicieron todas mis buenas obras. Además, sabía que hoy les tocaba venir.

—Pasar un solo día aquí con una herida abierta supone un gran riesgo de infección, amigo mío —dice Jules y luego a Morag—. Unos chicos le dieron una paliza por un poco de calderilla. ¿Te lo puedes creer?

El anciano dice:

—Eran unos aficionados. Todo lo que me robaron fueron las ganancias de una hora, ni siquiera se les ocurrió mirar en mi escondite. La próxima vez los esperaré con un cuchillo.

—¿Y si ellos tienen un cuchillo para usted? —dice Jules. Ahora está serio—. Mi amiga le dará un calmante y luego nos iremos. Le dejaremos que vea cómo se prepara la expedición para entrar en la Historia.

—¿Es real? Yo creía que era una película.

Fuera ha empezado a helar; Morag le da las gracias a la dermis termal que lleva bajo los vaqueros y la chaqueta acolchada de color plata. Siente en la boca el sabor de las basuras. Se lo enjuaga con un trago del cálido café de su termo y aparta de sí el deseo de fumarse un cigarrillo.

Jules tiene un folleto. Lo saca y el diminuto altavoz escupe con un crujido la tosca amenaza impresa en francés y árabe sobre la lustrosa superficie negra con caracteres rojos un poco borrosos.

Hacemos saber que los desperdicios serán retirados del vertedero a lo largo de la semana.

—Aparecieron por todas partes el viernes —dice Jules—. La gente rompió la mayoría. Dicen que viene de la Interfaz pero, ¿cómo lo demuestras?

—El Dr. Science se lo contará a la policía, supongo.

—Por supuesto, pero lo más probable es que haya sido la propia policía la que los ha distribuido.

Morag le cuenta a Jules lo de la chica infectada y éste se encoge de hombros:

—No es ninguna novedad.

—Supongo que no.

—Vienen por las noches —dice Jules— y prueban su última mierda con esta pobre gente. Y nosotros tenemos que encargarnos de arreglarlo. Cuanto más compleja es la meme, más memoria distribuida parásita y más daño causa. Inventan las cosas más alucinantes. La semana pasada, antes de que tú hubieras llegado, me encontré con un tío que estaba seguro de que París estaba poblado de dinosaurios.

Morag dice:

—Mi compañera de piso tenía una de esas mascotas microsaurio.

—Algunas veces se ven en los parques —dice Jules—. Los niños se cansan de ellas y las abandonan. Pero necesitan un tipo de comida especial y no viven demasiado tiempo por sí solas. Vamos a volver. Debes de estarte congelando.

—No hace tanto frío como en Edimburgo, pero África me ha vuelto la sangre de horchata.

Alguien está de pie en medio de la calle, gritando. A su alrededor parecen enroscarse zarcillos de humo y niebla. Al principio, Morag cree que es el observador de OVNI pero no, es el padre de la niña pequeña, grande como un oso en un abrigo negro tan rígido por la mugre que se mueve alrededor como una campana.

Ve a Morag y dice:

—¿Quiénes son?

Jules dice.

—Calma, tío.

—Mis hijos —dice el hombre. Tiene los ojos inyectados en sangre; una cicatriz lívida que recorre el lado izquierdo de su cara sesga su párpado. Su aliento despide un intenso aroma a acetona—. Mis hijos —vuelve a decir—. Tú te los has llevado. Te has llevado a mi Grace y mi Gabriel. ¡Devuélvemelos!

La gente ha salido para mirar, sombras en las entradas iluminadas de las chabolas. Uno de ellos llama al hombre, le dice que ésas son buenas personas, que hacen el bien aquí.

—Se han llevado a mis hijos —dice el hombre, pero ahora sólo parece agresivo.

—Su hija pequeña estaba teniendo una pesadilla —dice Morag, tanto al hombre como a Jules—. La buscaré. A lo mejor salió a caminar sonámbula y se llevó consigo a su hermano.

—Los buscaremos —dice Jules, y toma al hombre del brazo.

Morag no siente pánico aún: después de todo, la niña y su hermano no pueden haberse alejado demasiado. Pero entonces el joven observador de OVNI del cráneo rapado se materializa entre la niebla como una aparición y dice:

—Ellas se los han llevado —y señala hacia el vertedero y comienza a reír.

Morag y Jules intercambian una mirada y corren, dejando al hombre vagar entre las chabolas mientras farfulla los nombres de sus hijos y les devuelve sus gritos a las personas que le gritan.

Mientras corre, Morag mueve de un lado a otro su linterna, enviando el haz de luz a saltos sobre surcos y pilas de basura compactada en los que los pedazos de cristal y metal brillan y resplandecen como estrellas fugaces. Advierte un movimiento furtivo entre las sombras, mueve hacia allí su linterna y ve cómo se sumergen en la oscuridad y el humo unas pequeñas y lejanas figuras.

Jules ya está corriendo hacia ellas. Morag lo sigue, llamando a la niña pequeña por su nombre. Se le ha soltado el cabello de la larga trenza francesa y le azota el rostro.

Aunque la basura ha sido allanada por las excavadoras y los volquetes, sigue siendo una superficie traicionera e irregular. Morag avanza a trompicones entre cambiantes vetas de desperdicios, resbala sobre un montón de bolsas de plástico sueltas y se precipita sobre un agujero húmedo que despide un sofocante hedor a metano cuando ella aterriza de espaldas sobre el fondo. Se incorpora, hundiendo las manos en algo húmedo, las agita y arroja grasientos goterones de las puntas de los dedos. Delante, dos, cuatro, seis figuras corren frente al resplandor proyectado por una pila de neumáticos que arden. Entonces se los traga un humo negro y acre y desaparecen.

Jules dice con suficiencia:

—¿Te echo una mano?

—Gracias —dice Morag, y sonríe cuando él se aparta de su pegajoso contacto.

—Los he visto —dice Jules.

—Yo también.

—Podríamos meternos en problemas.

—Tienen a los niños, Jules. Vamos.

Hay una cancela metálica al final del vertedero, pero Jules no tarda en encontrar un punto en el que falta una sección de malla. Morag la cruza delante de él y asciende con dificultades la empinada ladera que conduce hasta la vía del tren.

Es la antigua línea RER que lleva al Reino Mágico. Morag camina tan rápidamente como le es posible entre las traviesas de hormigón mientras balancea la linterna para iluminar los dos pares de brillantes raíles. Delante de ellos, la vía se adentra en un túnel.

Espera hasta que Jules la alcanza y dice:

—Quizá no han venido por aquí, después de todo.

—Quizá deberíamos llamar a la policía.

—¿Crees que iban a venir por un par de críos indigentes, Jules?

—¿Qué podemos perder? Además, se acerca un tren. ¿Sientes la brisa?

Un viento frío sopla desde el túnel. Huele a aceite y electricidad. Morag y Jules ya se han vuelto para marcharse cuando oyen el grito. Es agudo y horrible. No parece ni remotamente humano.

Morag empieza a correr hacia él, hacia el túnel. Jules está detrás de ella. La luz de su linterna baila salvajemente sobre la vía llena de basura y los cables grasientos que cubren las paredes curvas del túnel. Pequeños ratones se apartan de la luz, escurriéndose entre trozos amarillentos de papel de periódico y montones de hojas empapadas. Una lata de Coca Cola brilla como una joya entre la basura.

Morag se precipita contra un viento creciente. Pedacitos de papel revolotean alrededor de su rostro y se alejan girando. Jules la coge por el hombro y la empuja contra el muro mientras el tren emerge furioso de la oscuridad, iluminando durante un breve instante las tablas de la otra vía.

El tren pasa rugiendo a su lado, ruge y ruge en un interminable parpadeo de ventanas iluminadas y vacías que le roban el aliento a Morag. Une sus gritos a aquel rugido.

El ruido deviene mero viento. El tren ha pasado.

Jules enciende su propia linterna a tiempo para ver cómo se dispersan las figuras alejándose de un bulto que yace tendido entre los raíles. Media docena de niños y un hombre que corre detrás de ellos. Los niños corren con un extraño paso, medio encorvados. El hombre se vuelve, el rostro blanco bajo la luz de la linterna. Entonces se oye un chasquido sordo y algo le arranca chispas a uno de los raíles y cruza ruidosamente el túnel.

Morag ha escuchado las suficientes detonaciones de armas de fuego como para saber lo que es, y se arroja a la grasienta gravilla que cubre el suelo entre las vías. Jules se agacha a su lado. Ha dejado caer su linterna. Hay un nuevo disparo y luego un prolongado silencio.

—Semiautomática, nueve milímetros —susurra Jules, que se crió en La Goulette d’Or, en medio de las guerras callejeras entre la población argelina establecida y las oleadas de refugiados que llegaban huyendo de la Yihad.

—Tenemos que ir a ver —contesta Morag en voz baja.

El bulto abandonado entre los raíles es el cadáver de una niña pequeña. La han desnudado y yace como si hubiese sido arrojada descuidadamente bajo un símbolo blanco pintado con brocha sobre el mugriento hormigón de la pared del túnel. Durante un prolongado momento este símbolo atrae la atención de Morag. Es una especie de araña con forma de borrón, una intrincada colisión entre un par de mandalas dentadas que parece arremolinarse, contraerse sobre sí misma.

Morag se obliga a apartar la mirada. La manta de la niña pequeña le cubre el rostro y hay una flor sangrienta sobre su desnudo vientre. Bajo su cuerpo empieza a extenderse la sangre, resplandeciente y negra en la semi-oscuridad.

Jules trata de reanimarla con masajes cardiacos y respiración artificial. Morag lo deja allí, bajo el símbolo arácnido, y continúa corriendo. Su teléfono emite una llamada chirriante cuando emerge al otro lado del túnel. Sin aliento, informa al Dr. Science sobre lo que ha ocurrido, le da la localización y le dice que llame a la policía.

Las torres del castillo de cuento de hadas del Reino Mágico arañan el cielo naranja neón a un lado de la vía; al otro, la Interfaz es una muralla de luz. Los cálidos rectángulos amarillos de las ventanas de los hoteles, los carteles convulsos y enjambrados de los anuncios de las corporaciones, las luces fantasmales de los logotipos holográficos. Mientras avanza dando tumbos por el camino, Morag puede oír el chirrido distante de docenas de equipos de música que compiten entre sí, y el continuo bramido de sonido blanco de los enormes ventiladores que crean la cortina de aire que escuda a la Interfaz de la infectada atmósfera del Reino Mágico.

Alguien le grita a Morag. Ella se aparta el cabello del rostro y mira a su alrededor, ve a un hombre que gesticula en su dirección desde lo alto del embarcadero. Mientras trepa la ladera tapizada de hierba crecida y húmeda, le pregunta a gritos si ha visto a alguien venir por este camino.

—Con un niño pequeño. ¿Los ha visto?

—Estaba ocupado con otra cosa —es un adolescente alto y delgado, cuyo rostro está oculto en su mayor parte por una máscara negra y un voluminoso visor. Lleva pantalones de cuero y una chaqueta abultada que le hace parecer una granada sin estallar. El visor está conectado a un pequeño ordenador que lleva enganchado en el cinturón. Es un incursor o espía de perímetro, un crío que utiliza dispositivos sigilosos manejados por control remoto para espiar las defensas de las hadas, ya sea en busca de emociones o de información para vender. Son muchos los que lo intentan, pero hasta el momento ninguno ha logrado adentrarse más de cien metros en el Reino Mágico, ni siquiera los incursores que trabajan para las corporaciones. Escudriña a Morag a través de sus lentes y dice con voz suspicaz:

—¿Eres de seguridad?

—Estoy buscando a un niño pequeño. Alguien se lo ha llevado.

—No sé nada de eso. Había conseguido adentrarme bastante, más allá del Gran Trueno, cuando me machacaron. No vi lo que lo golpeó, sólo un destello…

—¿No viste a nadie con tu chisme?

—Lo he basado en las últimas generaciones de vehículos de Marte. Es algo más pequeño, por supuesto, pero puede ascender por pendientes de cuarenta grados, se mueve más deprisa en llano y está equipado con un dispositivo fortuito de evasión de sombras móviles. No lo suficientemente rápido, por lo que parece.

Morag quiere zarandearlo.

—¿Pero alguien ha atravesado el perímetro, sí o no?

—Nadie puede atravesar el perímetro, esa es la cuestión. Oye, por cierto, no deberías estar aquí sin máscara. Los fembots flotan en el aire en todo momento, podrías encontrarte con la mente cambiada en menos que canta un gallo —las lentes del espía se vuelven opacas por un instante, como pequeños espejos, y entonces se aclaran. Dice—. Vienen los centinelas de la Estrella de la Muerte —y corre hacia las luces de la Interfaz.

La fuerza de seguridad intercepta a Morag mientras baja la pendiente. Son media docena de guardias, todos ellos enmascarados como el espía. Visten con diferentes uniformes, túnicas o suéteres, y están armados con armas automáticas, tásers, botes de gas y aerosoles de cinta inmovilizadora.

Morag les enseña su identificación de paramédico y trata de explicarles que está persiguiendo a unas hadas que han secuestrado a un niño pequeño, pero los guardias no están interesados. Lo saben todo, le dicen. La policía está de camino y lo mejor que puede hacer es volver y contarles la historia. Morag, fuera de sí por la rabia y la frustración, les dice que deberían estar buscando a las hadas en vez de dedicarse a hostigarla, y la única guardia presente le dice que puede volver por sí misma o ser detenida y pasar la noche encerrada, la elección es suya.

Morag mira a los guardias, uno detrás de otro.

—Les reconoceré cuando vuelva a verlos —dice—, a pesar de esas estúpidas máscaras.

—Haga que la examinen con un escáner cuando regrese a casa —le dice la guardia—. Por aquí hay toda clase de mierda suelta en el aire. Puede incluso que haya imaginado haber visto todo eso.

—Hay una niña pequeña muerta en las vías del tren, maldita zorra fascista.

—Coñito liberal. Vete a casa cagando leches.

Es un callejón sin salida. Los guardias observan cómo regresa Morag hacia el túnel. Jules está agachado junto el camino con un policía armado a su lado mientras un segundo le toma las huellas dactilares al cadáver de la niña.