El salón de la última oportunidad
Las Gemelas encuentran a Armand en la Tierra Fronteriza. Se esconde detrás de los restos de una vieja pianola volcada, en un viejo local de comida rápida decorado para parecerse a un viejo salón del salvaje Oeste. Se ha escondido allí durante la mayor parte de la mañana, desde que las ratas regresaron. Mientras sus feromonas se extendían por el nido, Armand despertó de un mal sueño sabiendo que otra niña madura para la cosecha había sido localizada, e inmediatamente se puso manos a la obra.
Hace frío en el destrozado salón, pero a pesar de que hay madera por todas partes, aquel contrachapado podrido barnizado de plástico podría quemar perfectamente, Armand no quiere encender el fuego. Las Gemelas lo encontrarán, siempre lo hacen, pero él trata como de costumbre de esconderse de ellas el máximo tiempo posible.
Armand se siente como si una tormenta se estuviera formando a su alrededor. Algo malo va a ocurrir. Llamarán al señor Mike, y siempre que lo hacen pasa algo malo. Le late la lengua y en la periferia de su atención se agitan y se desvanecen lucecitas, jirones del País de las Hadas. Necesita soma desesperadamente, pero así es como empieza siempre, después de que le dan el soma especial de la boca de uno de Ellos. Entonces el señor Mike se levanta de sus sueños y su hambre lo incendia todo.
Armand puede sentir todavía la textura síquica del sueño del que despertó. Sabe que se aferrará a él durante todo el día, como una resaca. Algunas veces piensa que los sueños son sólo visiones provocadas por productos químicos en mal estado que utilizan imágenes extraídas de las noticias sobre las guerras de Somalia, Liberia, Sudán, todos esos países de África donde dicen que está llegando el fin veinte años después del nuevo Milenio. Pero los sueños son tan reales… y en los sueños siempre es otra persona. En sus sueños, Armand es el señor Mike.
Está sentado detrás de la pianola destrozada y trata de recordar y trata de comprender. Si es capaz de comprender al señor Mike a través de los sueños, puede que logre expulsarlo. No está seguro —últimamente no lo está de nada—, pero lo espera. La esperanza es todo lo que tiene.
Está sentado detrás de la pianola con la espalda apoyada contra la pared, el cuello de la mugrienta chaqueta levantado sobre las orejas, las manos enterradas entre los muslos para darse un poco de calor. Recordando.
Recordando figuras, figuras que corren. El acero liviano, broncíneo, desconchado. El aire caliente y húmedo, como el de un baño. Columnas de luz moviéndose, enroscándose, avanzando. La luz cruzando la calle llena de restos, donde dos edificios de ladrillo se han desmoronado sobre la carretera de asfalto agrietado. Anuncios de tiendas en árabe y francés. Algo que arde furiosamente en la distancia, arrojando temblorosos goterones de fuego anaranjado. Figuras que corren entre las sombras iluminadas por el fuego.
En el sueño, Armand está muy cerca, el corazón desbocado, el pecho tan oprimido que tiene que aspirar con trabajosos jadeos para poder respirar. Las figuras bailan, burlonas. Salen volando cosas de las sombras, rebotan entre las columnas de luz y se destrozan y explotan en llamas en la carretera, sobre los montones de escombros. Armand siente una oleada de furia y levanta su arma y de pronto se encuentra de pie frente a un montón de harapos, disparándolo, llenándolo de balas, y el montón baila como si las balas fueran un viento, un viento que le arranca jirones sanguinolentos y se aparta para mostrar el rostro de un niño famélico, la piel negra pegada a los huesos del cráneo, los labios retraídos para mostrar los alargados dientes, el pelo lanudo casi rojo con las primeras fases del kwashiorkor.
Armand se siente enfermo mientras recuerda. Si ésos son los recuerdos del señor Mike y no sólo pesadillas, el señor Mike ha hecho algunas cosas terribles, peores incluso que las que hace ahora cuando regresa al mundo. Armand se seca la nariz en la bufanda… y se queda helado porque oye unos ligeros pasos sobre el crujiente suelo. Dos pares de pasos. Las Gemelas están allí.
Siempre lo encuentran, se esconda donde se esconda. Resulta asombroso. Siempre se esconde en lugares diferentes y hay muchísimos para hacerlo, bajo tierra y sobre ella, pero las Gemelas siempre lo encuentran. Armand está acurrucado tras la pesada pianola, en la parte trasera de la gran habitación oscura, bien escondido, pero las Gemelas recorren la sala en línea recta, mientras lo llaman suavemente:
—Loup Loup Loup.
—Loup Garou.
—Loup Loup Loup.
Dos pares de manos se sujetan a la parte alta de la pianola. Ésta se inclina hacia delante y cae de frente con un tremendo estrépito discordante. Armand se pone en pie de un salto mientras tose a causa del humo.
Las Gemelas lo miran, se vuelven, se miran y sonríen como si estuviesen compartiendo un pensamiento secreto. Son pequeñas y flacuchas, y visten con su acostumbrado traje de camuflaje para el desierto hecho andrajos. Las camisas y los pantalones, moteados de marrón y gris, les están grandes, llevan cadenas que dan varias vueltas alrededor de la cintura a modo de cinturones y botas altas de béisbol. Las de una rosas, las de la otra, azules. Es la única manera de diferenciar a las Gemelas. Tienen el mismo rostro salvaje, medio escondido por una cabellera negra cortada de forma desigual. Llevan el rostro pintado de azul y sus ojos resplandecen con una blancura asombrosa bajo la sólida negrura de las cejas. Armand no conoce sus nombres, pero la verdad es que eso no importa porque nunca están separadas. Las Gemelas son una única mente en dos cuerpos. Le sonríen, mostrando unos pequeños dientes blancos en pálidas y carnosas encías.
—Eres un niño malo —dice una.
—Un niño muy malo —añade la otra.
Armand se tapa las orejas con las manos y empieza a gemir. No quiere oír esto pero las Gemelas se ríen y empiezan a bailar a su alrededor, mientras le gritan, cada vez más alborozadas:
—El señor Mike está saliendo…
—El señor Mike está saliendo a jugar…
—Ella sólo es una niña pequeña…
—Una pobre y dulce…
—… dulce niña…
—… niña pequeña negra y vagabunda…
—… pero el señor Mike le hará mucho daño…
—… mucho daño y muchas cosas horribles…
—… si le dejamos. Y podríamos hacerlo…
—… sólo una vez…
—… podríamos dejar…
—… que hiciera lo que quiere, porque no quieres ser un niño bueno…
—… no nos quieres…
—… y eso nos hace daño…
—… ¡así que vamos a hacerte daño!
Las Gemelas le propinan sendas patadas a Armand y cantan:
—¡Si no eres bueno, no habrá más soma!
Armand se levanta trabajosamente. Por mucho que intente permanecer calmado, las Gemelas siempre lo aguijonean hasta que no le queda más remedio que correr. Les gusta perseguirlo, y cuando se cansan de hacerlo envían a los trasgos para asegurarse de que regresa.
Armand corre por la calle Main en dirección al castillo. Sus ennegrecidas y puntiagudas torres desgarran un cielo gris. Pasa corriendo junto a escaparates rotos, junto a edificios planos como tablillas, cubiertos de pintura desconchada que semeja una piel de escamas. A lo largo del levantado pavimento se acumulan montones de hojas negras y húmedas. Hay grafiti por todas partes, pintadas chillonas, el eslogan A bas le Mouche! repetido una vez tras otra, los dibujos sinuosos y arremolinados propios del Pueblo que Armand no se atreve a mirar, porque sabe que le sorberán el alma si les deja.
Las Gemelas gritan detrás de él. Se detiene y se vuelve y ve que empuñan armas. Armas de verdad: al otro lado de la calle, una ventana se hace añicos y desde un poste combado estallan pedazos de madera podrida. Lo peor es que las Gemelas disparan tan mal que es más probable que lo maten por error que a propósito.
Las Gemelas chillan y se carcajean y presumen la una frente a la otra mientras soplan el humo de los cañones de sus pistolas. Armand sigue corriendo. No le van a hacer daño. No pueden hacerle daño o no demasiado, porque necesitan al señor Mike. Un día lo matarán, pero todavía no.
No tiene sentido esconderse pero a pesar de todo sigue huyendo, huye hasta que tiene que detenerse, con el corazón enfermo y un cuchillo retorciéndose en su costado. No tiene sentido esconderse, pero él va a visitar a los argelinos que durante el último año han estado acampados en la cuenca seca de uno de los lagos.
Viven en el submarino encallado. En realidad se parece más a un tranvía que a un submarino, con una fila de ventanas a cada lado, aunque tiene aletas serradas y una torre de mando completa, con su periscopio y todo. Por alguna razón, sus antiguos propietarios, un puñado de viejos juerguistas, lo pintaron de amarillo. Ahora han desaparecido; perdieron el favor del Pueblo. Pero Armand cree que el submarino tiene un aire alegre, como una fruta tropical posada sobre la pequeña cuenca de hormigón entre corales de yeso desgastado, almejas gigantes de pacotilla y algas de plástico.
Allí vive aproximadamente una docena de argelinos, aunque nunca están todos al mismo tiempo. Como casi todos los que han caído bajo el encantamiento del Pueblo, son marginados. Privados del derecho a cobrar el Salario Universal Gratuito, subsisten gracias a la ayuda de la Cruz Roja y a su propia astucia. Los argelinos hacen joyas con pedacitos de cobre y acero que extraen de las minas del Reino Mágico y viajan a las ciudades para venderlas, aunque por supuesto ésa no es la verdadera razón para ir a la ciudad. Han sido tocados, cambiados. Ahora están con el Pueblo.
Algunas veces se les permite tener una mujer o dos con ellos, pero nunca durante demasiado tiempo. Dicen con aire nostálgico que no existen suficientes mujeres porque en su país se prefieren los niños varones. Determinar el sexo de los niños va contra la ley de Alá pero se hace, todo el mundo lo hace. Con todo, ellos son felices. El Pueblo los obliga a ser felices. Trabajan en su joyería y fuman kif mientras un aparato de televisión emite los programas del satélite saudita Makkah 2, o escuchan rai, las agudas voces de los cantantes enroscándose como un cable de la más delicada plata, en una pequeña radio. Algunas veces, de noche, los argelinos tocan sus tambores durante horas y horas y sus perros aúllan al unísono levantando ecos que se extienden por todo el abandonado parque.
Los argelinos hacen entrar a Armand, le ofrecen un estofado de aquella olla que hierve perpetuamente a fuego lento y le sirven un café fuerte y endulzado en una diminuta taza de cobre. Armand ha aprendido que debe quitarse los zapatos antes de entrar en la estrecha vivienda que es el interior del submarino, comer sólo con la mano derecha, sorber el café para mostrar su satisfacción y beber siempre más de una taza, incluso cuando no la necesita. Después de todo es un invitado, y debe comportarse de la manera que se espera de él. No le cuesta nada y los argelinos lo aprecian.
Una vez tuvo un amigo especial entre ellos: Hassan, el más joven, de tristes ojos castaños y un bigote espeso y caído. Fue Hassan el que le dijo a Armand que había estado en la Legión Extranjera: el punto rojo de la muñeca de Armand es un chip militar de identificación. Hassan era aficionado a la electrónica y utilizó un escáner de supermercado para leer los datos del chip en el ordenador portátil de los argelinos. Pero la mayor parte de ellos estaban corrompidos; todo lo que el chip les proporcionó fue su lugar y fecha de nacimiento. Nació cerca de Lyón en una aldea llamada Chambéry. No recuerda nada sobre ello. Y es exactamente tan viejo como el nuevo Milenio, uno de los Niños de la Medianoche. Aunque, como señaló Hassan, todavía restan quinientos años para el verdadero Milenio, los argelinos siguen considerando esta coincidencia como un buen augurio. Quizá aquélla, junto con la cortesía de Armand, sea la razón de que lo toleren. Hassan decía que si tuviera un equipo de desencriptación mejor, podría obtener más detalles… pero entonces Hassan despareció.
Armand echa de menos a Hassan. No es bueno añorar a la gente en el Reino Mágico, van y vienen con demasiada rapidez, pero Armand echa especialmente de menos a Hassan porque quiere saber más. Apenas recuerda nada de su vida antes del Pueblo. Estuvo enfermo. Vivía allí. Vino la mujer. Traía consigo a las Gemelas y reunió al Pueblo. Y ahora ella se ha marchado y las Gemelas gobiernan en su lugar.
Después de un rato, satisfechos los rituales de la hospitalidad, los argelinos continúan con su trabajo. Armand duerme sin que lo perturben los sueños hasta que los aullidos de los perros picazos de los argelinos lo despiertan.
El más viejo de los argelinos le dice:
—Vienen a por ti.
Hay una rata blanca sobre el hombro del argelino. Balancea la cabeza de un lado a otro mientras olisquea el aire; sus garras están sujetas en las rojas hebras del suéter de punto del hombre. A Armand le gustaría cogerla por el rabo y aplastarla contra algo. Son espías y chismosas, las ratas.
—Efretis —dice otro argelino. Está sonriendo pero al mismo tiempo tiembla, y sus mejillas relucen con el agua de las lágrimas. Dice con esfuerzo, sin dejar de esbozar aquella sonrisa terriblemente forzada—. Te estamos agradecidos por haber venido, Armand, pero ahora debes irte.
Armand agradece a los argelinos su hospitalidad y, con el corazón en un puño, sale por la torre de mando. Casi se ha puesto el sol. Los perros aúllan y ladran hasta el límite de sus fuerzas entre los corales y las algas falsas. Están ladrando a las figuras que se yerguen a lo largo de los límites de la cuenca. El Pueblo ha venido a buscar a su licántropo.