17

La habitación blanca

Cuando Alex despierta, está pegajoso de sudor seco y tiene los ojos hinchados. Puede olerse a sí mismo en la ropa del día anterior. Sobre el paso elevado, el cielo está blanco con el calor de la mañana. La puerta trasera de la Transit está abierta. Milena se ha ido y con ella la muñeca.

Lo que lo ha despertado es el gorjeo de su teléfono móvil. Se incorpora y lo saca de su funda. La voz de Perse dice en su oído:

—Has estado muy ocupado, Sharkey.

Alex dice:

—No puedo hacer nada por ti, Perse.

—Eso no es lo que he oído. Si crees que la muerte de Billy Rock ha terminado con tus problemas, estás muy equivocado. Han encontrado el cadáver de un camello, un muchacho que responde al nombre de Doggy Dog, muerto a tiros junto a las huellas de una furgoneta cuyo rastro nos ha llevado hasta Ray Aziz. El señor Aziz tiene una coartada a prueba de bombas y dice que te prestó la furgoneta a ti.

Alex está sudando a mares. Dice:

—Te hubiera matado, Perse. ¿Qué quieres?

—Quiero la historia completa, Sharkey. La cagaste. No hiciste la entrega. Todavía necesito un testigo material y eso me lleva hasta ti.

Alex corta la comunicación, acordándose demasiado tarde de que está hablando por un móvil y de lo fácilmente que pueden rastrearlo. Se pone la chaqueta y empieza a buscar a Milena, con la esperanza de que se haya llevado a la muñeca a beber un poco de agua. Recorre todo el camino hasta llegar a la fuente, donde una anciana, cubierta de la cabeza a los pies en harapos grasientos, está llenando un cubo de plástico azul.

No hay ni rastro de Milena. Alex regresa caminando, pasa caminando junto a la furgoneta y sigue caminando. No siente pánico, sólo una calma brumosa y vaga, como si se hubiera metido una pastilla de Tranqui-Z.

Hay una chabola junto a la rota cerca metálica que delimita el campamento. Sus paredes y su techo están cubiertos por bidones de aceite aplanados. Alrededor de una barbacoa cubierta de cenizas hay bancos y sillas de plástico desordenadas; en un corral delimitado por alambres, unas cabras mastican apaciblemente hojas de repollo. Un pastor alemán encadenado a un poste cerca del corral empieza a ladrar mientras Alex se aproxima.

Un hombre sale de la chabola, rascándose sus rizos rastafari y pestañeando con aire soñoliento. Es el señor Benny. No parece sorprendido de ver a Alex y le dice:

—Tu hermanita pasó por aquí hace una hora.

—¿Iba con alguien?

—No, tío. Compró un desayuno y luego se piró. Me dijo que tenía que ocuparse de los conmutadores, la cosita. Me pidió que le diera a su mono un poco de fruta y le di un racimo de plátanos. Dijo que tú me pagarías. ¿De dónde os habéis escapado, de un circo?

La estación del Metro de Ladbroke Grove acaba de abrir cuando Alex llega, sudando bajo su traje de tweed verde y completamente sin aliento. Utiliza sus dos últimas monedas de cinco libras para comprar un billete —no se atreve a utilizar ninguna de las tarjetas de crédito que lleva consigo— y viaja hasta el centro de Londres.

Un coche eléctrico negro, lustroso como una gota de lluvia, está aparcado sobre la doble línea amarilla en el exterior de la alta y estrecha casa de Bridle Lane. La puerta está abierta. Alex entra, sube un tramo de escaleras que recuerda a medias en dirección a la voz de un hombre.

La habitación situada en lo alto de las escaleras debe de ocupar todo el segundo piso. Está pintada de blanco. Las ventanas están cubiertas por persianas cerradas de color blanco. El suelo es de color amarillo ceniza, está cubierto de un brillante encerado y atestado de juguetes. Todas las superficies brillan como si irradiasen luz desde su interior.

Hay dos personas en la habitación. Un hombre vestido con un traje negro camina entre los juguetes mientras describe cada uno de ellos por un teléfono portátil. Una mujer delgada de mediana edad con un sencillo traje blanco permanece en una esquina, observando al hombre con los ojos vacíos.

Alex sabe que la ha visto antes, aunque no la recuerda. Dice su nombre y el hombre del traje negro gira sobre sus talones para mirarlo, cierra el teléfono con un gesto brusco y dice:

—¿Dónde está?

—¿No está aquí?

—La niñera Greystoke cree que sí, pero le han hecho algo. ¿Dónde está?

—No lo…

Repentinamente, Alex se ve aplastado contra la pared. El hombre sujeta su garganta con una mano enguantada. Los guantes son de color negro y están recubiertos por una pseudo-musculatura bioeléctrica. Su fuerza es increíble. El aliento del hombre huele a ajo. Sus ojos son de color gris. La pupila de su ojo izquierdo está moteada de castaño en el cuadrante superior.

Alex no puede impedir reparar en estos pequeños detalles. El miedo enciende cada uno de sus nervios.

El hombre dice con voz alta y neutra:

—¿Dónde está?

Alex cierra el puño y el hombre le mira directamente a los ojos y dice:

—Es usted un hombre grande, pero no está en forma y éste es mi trabajo. De modo que ni siquiera lo piense, señor Sharkey.

Alex se ríe. Es el texto de una película antigua. Se supone que ahora él golpea al hombre, quien acto seguido le hace daño. Pero ya no tiene que seguir ningún guion. Es libre. Milena lo dejó ir sin más, al igual que liberó a la muñeca. Se relaja en la presa del hombre y mira por encima de su hombro a la niñera Greystoke, que permanece inmóvil, observando fijamente algo que está más allá de la pared opuesta.

—Doscientos ciclos por segundo —dice Alex—. A mí también me lo hizo.

El hombre suelta a Alex y retrocede. Los juguetes se apartan de sus carísimos zapatos de cuero negro.

Hay docenas de juguetes, amniotrónicos todos ellos. Un mono con un chaleco dorado y un fez rojo toca unos timbales mientras desfila arriba y abajo. Una tortuga camina cautelosamente y con torpeza a lo largo del rodapié. Un par de coches de carreras se persiguen entre sí, esquivando a los demás juguetes mientras lanzan destellos con sus faros.

Un osito de peluche repite una y otra vez con una quejumbrosa voz ronca:

—Regresa. Regresa, por favor. Regresa con nosotros —cuando el hombre lo levanta, el osito de peluche voltea alarmado sus cortos brazos y dice con voz indignada—. Tú no puedes jugar conmigo. No está permitido.

—Los interrogaremos —dice el hombre mientras vuelve a dejar al osito en el suelo—, pero no creo que nos digan demasiado. Podría haber algo en sus chips. Conservan una semana entera de datos visuales y auditivos. ¿Dónde está, señor Sharkey?

—No lo sé —le duele al hablar.

El hombre flexiona sus manos enguantadas.

—Tengo que tener cuidado con ellos. Podría abrirle un nuevo agujero en la cara con el dedo índice. Dígame dónde está.

Junto a una de las ventanas cerradas, un canario encerrado en una jaula dorada lanza su breve canto. El impetuoso derroche de trinos despierta algo en el interior de Alex que provoca el hormigueo de unas incipientes lágrimas en sus ojos. Recuerda el periquito que Lexis tenía en el apartamento. Vivió dos semanas después de que las palomas y los gorriones empezaran a caer de los cielos. Alex encontró su cadáver una mañana al levantarse. Todavía recuerda la luminosidad seca de su cuerpo, las delicadas patas de color coral, cada una de las garras con una uña diminuta y transparente. El canario, atrapado en un haz de luz que se cuela por la persiana, gira su cabeza a un lado y a otro mientras canta y canta y canta.

—Es un juguete —dice el hombre—. No es real.

Alex dice:

—Los juguetes le dirán que estuve aquí. Le dirán que Milena me hizo algo, lo mismo que le hizo a la niñera Greystoke. Pero no sé lo que fue. Puede decírmelo usted: ¿Qué fue lo que me hizo?

—Yo soy sólo un soldado de a pie, señor Sharkey. Algún otro interrogará a los juguetes. Estoy aquí para encontrar su rastro antes de que se enfríe. ¿Dónde está?

—Me hizo alguna cabronada en la cabeza —dice Alex.

Está tiritando y enfurecido y a punto de romper a llorar. Es esta habitación, esta blanca, blanca habitación. Agita vagos recuerdos en su interior, pero no puede recordar lo que ella le hizo. No puede recordarlo.

El hombre, implacable en su anónimo traje negro y sus guantes negros, se yergue en medio de aquella blancura, observándolo con paciencia profesional. Alex pasea por la habitación dando vueltas y repara en que los coches de carreras lo están siguiendo. Les lanza una patada y se dispersan, cada uno en dirección a una esquina diferente de la habitación.

Alex dice:

—Tengo que saberlo.

El hombre se encoge de hombros.

—Ustedes sabían lo que estaba haciendo. Lo que me estaba haciendo a mí.

—Lo supimos todo hasta que liberó a las muñecas de pelea. Los dos desaparecieron en medio de la confusión y uno de nuestros agentes fue encontrado más tarde, muerto.

Alex dice:

—¿Doggy Dog trabajaba para ustedes?

El hombre lo admite:

—No era lo que se dice muy fiable, pero a esas alturas estábamos dispuestos a aceptar cualquier cosa.

—¿Y quién más? ¿Billy Rock? ¿El Dr. Luther?

—El Dr. Luther trabaja para la familia de Billy Rock. Billy Rock, antes de que una muñeca de pelea le arrancase la cara de un mordisco, era un inestable gánster con una grave adicción a las drogas —la mirada del hombre no vacila—. ¿Qué le ocurrió a ella, señor Sharkey? Usted la acompañaba cuando huyó. La compañía lo permitió. No fue idea mía. Yo quería que la capturaran y la trajeran aquí, pero yo no soy más que el tío que limpia la mierda en las calles. Me ignoraron. Facilíteme el trabajo. Cuénteme lo que ocurrió.

Alex se lo cuenta. ¿Por qué no iba a hacerlo? A estas alturas no tiene nada que perder. No tarda demasiado. Mientras él habla, otros hombres van y vienen, transportando material de las habitaciones superiores. Uno entra en la habitación y empaqueta a los juguetes; no le resulta fácil coger a los coches de carreras. Otro se lleva a la niñera Greystoke.

Alex dice:

—No es su nombre real, ¿verdad? Me refiero a Greystoke.

—Uno de los chistecillos de Milena —dice el hombre. Está flexionando las manos en el interior de los guantes negros. O quizá los guantes negros están flexionando y moviendo sus manos por propia voluntad, porque el hombre las levanta y se las mira mientras los dedos se doblan y se enderezan. Añade—. Se sentía muy orgullosa de los estúpidos chistecillos como ése.

—¿Qué era ella?

—Eso no puedo decírselo.

—Me contó algo de lo que su gente le hizo. Pensaba que era mejor que nosotros. Pensaba que era un ser superior criado por animales, como Tarzán con los monos o Mowgli con los lobos. Pero no era más que una niña pequeña, muy brillante y, creo, muy inestable, y su gente la dejó libre para que jugase en el mundo.

Al menos esto lo tiene muy claro. Quizá Milena se lo susurró después de hacer que se desvaneciera. Aquí en la habitación blanca, o en la furgoneta.

Dice:

—Creo que quería tener compañía, así que pienso que debe de estar tratando de hacer algo con las muñecas. Del mismo modo en que ella fue hecha, del mismo modo en que fue cambiada.

—No sabemos lo que quiere —dice el hombre.

Alguien entra en la habitación, otro tipo corpulento y bien afeitado vestido con un caro traje negro. Lleva consigo una cámara de video. El primer hombre le dice:

—Un minuto —y luego, a Alex—. Váyase a casa, señor Sharkey. Si le necesitamos nos pondremos en contacto con usted.

—¿Así sin más?

—Ya conocemos la mayor parte de su historia. Puede que el resto no importe. Es usted un hombre interesante, señor Sharkey, pero en este momento tenemos otras preocupaciones. Váyase y no nos cause más problemas.

Así que allí no queda nada para Alex, salvo la certeza de que Milena se ha marchado. Es más despiadada y astuta de lo que incluso sus dueños sospechaban. Alex la ha visto en acción y él había aprendido cuanto hay que saber sobre la falta de piedad del Mago. También está bastante seguro de saber dónde ha ido ella al descubrir que el Dr. Luther ha desaparecido.

—Se ha largado debiéndome dos meses de alquiler —dice el viejo skinhead propietario de la tienda de cómics. Su hirsuta barriga asoma bajo el borde de la camiseta y forma un pliegue sobre los vaqueros—. ¿Era amigo suyo?

—Sólo lo vi una vez —dice Alex, y se niega a comprar la mesa de acero inoxidable del Dr. Luther.

Alex tiene que recorrer a pie todo el camino hasta el garito de Leroy. Se detiene media docena de veces para utilizar su teléfono y en el último intento localiza al compañero de Perse, Steve Cryer.

Alex dice:

—Quiero aclarar este asunto. Díselo a Perse.

—Será mejor que vengas y hablemos sobre ello.

—Quiere colgarme un asesinato.

—¿Qué asesinato es ése, Alex?

—Yo no maté a Doggy Dog. Quiero decir… sí, estaba allí, pero no fui yo el que lo mató.

—Bien, podemos hablar sobre eso.

Alex le dice a Cryer dónde puede encontrarlo.

—Dame unos minutos y os entregaré al compañero de Doggy Dog. Él os dirá lo que estaban haciendo.

—No puedo hacerte ninguna promesa —dice Cryer.

Cuando Alex llega al garito de Leroy, hay un coche de policía de incógnito esperando fuera. Alex pasa junto a él sin atreverse a mirar quién hay en su interior.

Persuadir a Leroy de que le deje hablar con Lexis es más difícil que persuadirlo de que suelte a Delbert. No es una conversación fácil, en especial por la facilidad con la que ella lo perdona. Estará bien, le dice, y Alex hace toda clase de promesas que no está muy seguro de poder mantener.

Por fin, le dice:

—¿Recuerdas la vez en que me enseñaste las luces? Me he dado cuenta de que no es un lugar, sino una idea.

—Siempre estabas inventándote cosas, Alex —le dice su madre antes de darle dinero y pedirle que le mande una postal.

Alex hipnotiza al guardaespaldas con una luz estroboscópica que pertenecía al viejo equipo de música de Leroy y le ordena que olvide lo ocurrido aquí y que suba caminado a la calle.

Él lo sigue al cabo de un minuto. Tres policías están sentados sobre Delbert mientras un cuarto le esposa las manos a la espalda. Cryer sale del coche de Policía y Alex se acerca a él.