16

Nacido para huir

Dejan a Perse tendido y medio inconsciente junto al cadáver de Doggy Dog, con la pistola de éste en la mano, pero Alex sabe que la cosa no será tan sencilla. Mientras vira para tomar Brunel Road, le dice a Milena:

—Será mejor que ninguno de los que estaban allí haya visto cómo ejecutabas el chico.

Milena está mirando las luces naranjas de las farolas que pasan volando a su lado. Se aferra a la mochila plateada que descansa sobre su regazo. La muñeca está acurrucada bajo el salpicadero, a sus pies. Dice:

—Si ese policía tiene un mínimo de sensatez, se atribuirá la muerte. Pero muy pronto eso no importará. Confío en que tengas un lugar donde podamos escondernos.

Alex no tiene un escondite, no exactamente, pero ha tenido en cuenta esta contingencia. Conduce en dirección oeste durante un rato, y con cada coche patrulla con el que se cruza se le pone el corazón en un puño. Después cruza el río por el Puente de la Torre, rodea Square Mile, donde incluso a esta hora se alzan cortinas de luz hacia las torres coronadas por faros de advertencia rojos y parpadeantes, y da la vuelta a lo largo del Embarcadero. El Parlamento brilla envuelto en un capullo de luz sobre su reflejo en las negras aguas del Támesis. El Puente de Westminster, apuntado hacia la Plaza de South Bank y Waterloo, está delineado en toda su longitud por luces de colores.

Viran después de Victoria y Hyde Park y pasan alrededor de la suntuosidad iluminada y semejante a un pastel de bodas que es Marble Arch. Alex tiene que parar para poner gasolina y, bajo la luz azul del dosel de la estación de servicio, en la ventana blindada del cajero, compra una docena de barritas de chocolate, latas de Coca Cola, sándwiches en cajas triangulares de plástico transparente. El miedo le ha dado hambre.

Se está quitando el mono naranja cuando Milena sale del baño con el rostro blanco y los ojos llorosos. Ha vomitado, dice. De alguna manera, Alex se siente aliviado frente a esta señal de debilidad. Después de todo, ella es sólo humana. Vuelve a subir a la furgoneta sin decir nada. La muñeca se sienta donde se le dice que se siente, silenciosa y resignada.

Alex come mientras conduce por las calles abarrotadas de Paddington y por fin gira para internarse en los campamentos laberínticos que hay bajo el paso elevado de Westway. La Transit avanza lentamente y dando tumbos por un camino de barro mientras Alex busca un espacio vacío en ésta, la mayor congregación de desposeídos de Londres.

Ha habido gente viviendo aquí desde mediados del siglo pasado, un campo oficial de gitanos que se vio lentamente rodeado por capa tras capa de indigentes y refugiados de la catástrofe de Sellafield. Todavía quedan algunas caravanas, pero en general las viviendas son improvisadas: furgonetas y coches, tiendas de campaña indias y chozas, chabolas construidas con bidones de aceite aplanados o erigidas alrededor y debajo de los pilares que sostienen el paso elevado; contenedores de carga divididos; grandes tuberías de hormigón aisladas con toscos tabiques de madera. Un autobús de dos pisos al que le faltan las ruedas tiene un jardín en el techo.

Aquí y allá brillan lámparas bioluminiscentes de color verde, solas o en pares. El aire está cargado con el humo de una gran fogata alrededor de la cual baila un centenar o más de personas al ritmo playero de un grupo de percusionistas que toca con libertad.

Después de que Alex haya encontrado un espacio y haya aparcado, un fornido muchacho negro con rizos tipo rastafari que le llegan hasta la espalda aparece y les pregunta, con una sonrisa fácil y privada de algunos dientes y un marcado acento de Birmingham, si desean conectarse, corriente eléctrica o telecomunicaciones, la misma tarifa plana para los dos. Alex declina la oferta pero le entrega al tío una moneda de cinco libras y le pide que esté atento. Es casi todo el dinero en metálico que le queda; y Milena no tiene nada. Según parece, no ha comprado nada en toda su vida.

El hombre hace girar la moneda en el aire y se la guarda en el bolsillo antes de inclinarse sobre la ventanilla lateral. Dice:

—Por aquí nos cuidamos los unos a los otros. ¿La pequeña y tú estáis en problemas? ¿Es tu hija?

—Su hermana —dice Milena. Repentinamente parece estar a punto de estallar en lágrimas—. Nuestros padres se han vuelto locos a causa de las drogas. ¡Por favor, no les diga que estamos aquí!

—Nadie molesta a nadie aquí —le dice el hombre a Alex—, a menos que parezca que puede traer problemas. ¿Lo pillas?

—Por supuesto —dice Alex.

—Hay una fuente provisional —dice el hombre mientras señala hacia el camino, más allá—. El hombre que la lleva ofrece un precio justo. Detrás está el canal de drenaje, para las necesidades sanitarias. No se os ocurra cagar por la ventana del coche y largaros. Los Samaritanos vienen hacia las dos y pueden daros algo de comer si no os molestan las plegarias. Los filántropos de los suburbios ya han pasado, pero la comida de los Samaritanos es mejor.

Alex le ofrece una barrita de chocolate pero el hombre sacude la cabeza.

—Esa mierda no es natural. Si queréis comida natural, venid y preguntad por mí. Soy el señor Benny. Cocino comida natural, comida de la tierra. Aquí todo el mundo me conoce e incluso viene gente de fuera para comer en mi local. Si hubierais girado a la izquierda en vez de a la derecha os habríais topado de frente con él. Pasaos para desayunar.

Y ya se ha ido, alejándose por las sombras que median entre una choza envuelta en polietileno negro y un Sierra sin ruedas detrás de cuyo parabrisas arde una vela.

—El rey de la montaña —señala Milena con aire prosaico. Baja la ventanilla de su lado, saca la cabeza y mira a su alrededor—. De alguna montaña —añade. Parece haber recobrado la compostura—. Bueno, Alex, cuéntame tu plan.

De pronto Alex está asustado. Dice:

—Quiero ver cómo lo haces.

Milena se ríe y alarga un brazo para dar unas palmadas a la muñeca que se acurruca entre las sombras, a sus pies.

—Nunca lo he hecho antes. Pero ha llegado la hora, creo.

De modo que lo hacen allí mismo, en la parte trasera de la furgoneta, con la luz verde de una barra bioluminiscente que Alex parte por la mitad y encaja en una de las abrazaderas del techo. Milena se pone unas gafas con lentes microscópicas que se retraen y extienden y una pequeña luz de fibra óptica adosada al puente. Hace que la muñeca se siente sobre la cubierta de madera contrachapada y le pide a Alex que cierre los ojos si no quiere que el pulso lo afecte.

Alex dice:

—Le hiciste algo a mi cabeza cuando estaba en tu casa. Y también a Doggy Dog.

—No es mi casa. Es de la compañía. Ellos son los dueños de todo.

—No todo. Ellos no son el mundo entero.

—Cierra los ojos, Alex. Esta idea ha sido tuya.

Alex hace lo que se le dice y unos treinta segundos más tarde ella le permite volver a abrir los ojos. La muñeca está tendida de espaldas, los ojos muy abiertos pero no enfocados.

Milena dice:

—Por supuesto que te hice algo. Y a Delbert y Doggy Dog. Si Delbert te causa el menor problema, enfócale con una luz estroboscópica a doscientos cps y hará lo que le pidas. Os he infectado a todos con la misma variedad de fembots. Se adhiere al córtex visual y responde a los estímulos lumínicos, del mismo modo que el chip de control de las muñecas. Los desarrollé para poder operar al margen de mi supervisor.

—La niñera Greystoke.

La habitación blanca… la mujer… su mirada perdida.

Milena dice:

—Digamos que la niñera Greystoke tiene una vida de fantasía inusualmente rica.

Le explica que utilizó un spray aerosol con él cuando entró por su puerta, fembots esféricos suspendidos en un excipiente de fluorocarbono. Entraron en su sangre en el fondo de su garganta, penetraron en el cerebro a través de la corriente sanguínea mientras tomaba el té con ella. Además de modificar su córtex visual, eliminaron de su memoria las últimas dos horas casi por completo: nunca recordará lo que le dijo, le cuenta Milena, o el sabor del té.

—¿De qué clase era?

—Earl Grey. ¿Acaso importa?

—Supongo que no.

Milena le promete que no plantó ninguna orden subconsciente en él, pero Alex no está tan seguro. Ella siente la necesidad de manipular, de controlar. Su amor por las explicaciones es parte de eso… ¡Cómo debe de haberle costado el guardar tantos secretos con su compañía! Ella es algo nuevo, de acuerdo. Debería llevar un símbolo de peligro biológico tatuado en la frente.

Tarda tres horas en convertir a la muñeca. Su mochila plateada no contiene más que las herramientas para la operación. Levanta una especie de andamio alrededor de la cabeza de la muñeca, anclado en una docena de puntos por soportes ortopédicos atornillados. Vierte curarina en su ojo derecho para inmovilizarla e inserta algo semejante a una cucharilla de té entre el globo ocular y la órbita ósea. El andamio cuenta con instrumentos que pueden controlarse con los pulgares para trabajos de microcirugía. Milena se inclina sobre la muñeca y, mientras las lentes de sus gafas avanzan y se retraen de acuerdo a las necesidades de un trabajo tan delicado, utiliza los instrumentos para desconectar y desmontar su chip de control.

Alex le pregunta por qué no puede reprogramarlo y ella le dice que es un MPSL, un chip de Memoria Programable Sólo de Lectura que sólo puede recibir información una vez. Después de que ha sido cargado de códigos, la información que contiene sólo puede ser leída. La información —el software— se convierte en el hardware que dicta los protocolos de control para las rutinas de la muñeca. Si se quiere cambiar de destino a una muñeca, se ha de sustituir su chip de control.

Milena le cuenta todo esto a Alex mientras, utilizando unas delicadas pinzas, coloca un chip en la estructura de soporte de microcirugía y lo deposita en el interior de la cavidad ocular. Alex rompe otra barra bioluminiscente mientras ella conecta el nuevo chip. Le duelen la espalda y los muslos a causa de la postura, pero Milena está completamente absorta en su trabajo y apenas se ha movido durante las dos últimas horas. Una vez que el chip se conecta, ella abre una ampolla de un líquido lechoso, un caldo de nano-ensambladores, y administra una única gota a cada uno de los ojos de la muñeca. Entonces le inyecta una dosis masiva del cóctel de hormonas artificiales preparadas por Alex y eso es todo.

Alex se estira lo mejor que puede en el asiento delantero de la furgoneta. Su chaqueta está enrollada en el interior del mono naranja para formar una especie de almohada. Milena está hecha un ovillo junto a la muñeca. Hace calor, el ambiente está cargado y ha entrado un mosquito. Su zumbido de bombardero en picado pasa una docena de veces junto a la oreja de Alex antes de que se decida a aterrizar sobre su muñeca. Éste deja que deslice su probóscide, fina como una aguja, en el interior de su piel antes de aplastarlo. La sangre marrón —su sangre— le mancha el pulgar. Los percusionistas han parado de tocar hace mucho tiempo pero el tráfico sigue retumbando y suspirando por el paso elevado, sobre ellos. Un perro ladra de forma monótona, como si ladrar fuera la única idea que le quedara en la cabeza.

Alex se sume en un sueño incómodo, exhausto. En una ocasión despierta a medias, vagamente consciente del cielo color naranja apagado que hay al otro lado del parabrisas, cortado en dos por la silueta del paso elevado, de la que cuelgan constelaciones de pequeñas lámparas bioluminiscentes de color verde.

El País de las Hadas.

En la parte trasera de la furgoneta, la muñeca se acurruca con un aparato de televisor de bolsillo en el regazo, concentrada por completo en la pequeña placa de colores en movimiento que es la pantalla. El auricular está metido en su oreja y mueve sus labios mientras musita la imitación de unas voces que nadie puede oír.

Milena está sentada con las piernas cruzadas y observa cómo observa la muñeca la televisión. Se vuelve, sonríe a Alex en la oscuridad del interior de la furgoneta y entonces hay un destello de luz roja.