Los campos de la muerte
Alex enciende los faros de la Transit cuando Milena sale de la entrada de la estación de metro de Alágate. Ella cruza la carretera y se sube al asiento trasero de la furgoneta. Viste una chaqueta de tela vaquera rosa sobre un recatado vestido azul de manga larga con un lazo blanco y flexible en el cuello, la clase de vestido que utilizan las escolares japonesas, la clase de vestido que implica virginidad y cándida inocencia. Lleva una mochila de un material plateado, sin costuras, bajo uno de sus delgados brazos.
Alex dice directamente:
—Pretendías que esos dos idiotas me robasen las hormonas.
—No es que desconfíe personalmente de ti —dice Milena—. El hecho es que no confío en nadie. ¿Qué quieres, Alex? Me está costando mucho verte de esta manera. Mi compañía espera que acuda esta noche a una reunión de planificación.
—Estás asustada. Eso puedo entenderlo porque yo también lo estoy.
Alex se sumerge en el tráfico. Es esa hora de la tarde en la que la mitad de los coches transita con las luces encendidas y la otra mitad con ellas apagadas. Las nubes dibujan negras franjas sobre el rojizo horizonte.
Milena observa las muñecas de vudú pegadas al salpicadero de vinilo agrietado, los collares de cuentas y cruces que cuelgan del espejo retrovisor, la chillona postal laminada que muestra una imagen de Jesús en 3-D, crucificado y con una corona de espinas.
Dice:
—Éste no es tu estilo, Alex. ¿Qué te ocurre?
Hay una vibración cortante en su voz. Bien, que siga asustada.
Alex dice:
—Vamos a una fiesta.
—¿A la fiesta de Billy Rock? ¿Por eso te has vestido de esa manera?
Alex lleva su traje a cuadros verde sobre un jersey de cuello de cisne. Se supone que la fiesta es de etiqueta, pero esto es lo mejor que ha conseguido con tan poca antelación. Esquiva a un hombre vestido con harapos que se yergue en medio de la carretera gritando al tráfico. Iluminado de forma intermitente por los faros que se le acercan, el hombre agita en el aire una cabeza de perro clavada en un palo de madera. En el solar de una obra que hay detrás de él, varias figuras se acurrucan alrededor de una fogata. Probablemente están asando el resto de ese mismo perro.
Alex recuerda cómo amenazó a Delbert y se ríe. Milena lo mira, aparta la mirada.
Alex dice:
—¿Tienes el chip de control?
Milena da unas palmaditas a la mochila plateada que descansa sobre su regazo.
—Todo lo que necesito está aquí. ¿Tienes las hormonas?
Alex no responde inmediatamente. Gira para entrar en la calle Commercial. La mayoría de las tiendas está tapiada o cerrada. Un guardia armado vigila la entrada iluminada de un supermercado de electrónica. El holograma de una cruz gira lentamente sobre la Iglesia Adventista del Séptimo Día, que hace tiempo era un cine. Alex espera hasta haberse detenido tras una fila de coches detrás de un semáforo para volverse hacia Milena y decirle que Delbert y Doggy Dog han incendiado el piso de su madre.
Milena está mirando por la ventana a un vendedor ambulante de fruta que levanta una bolsa de naranjas, se encoge de hombros y camina hasta el coche que hay detrás de ellos por fin, dice:
—No tenían que hacer nada como eso.
Alex dice:
—Bueno, el mundo no es un lugar lógico, ¿verdad? No es como un ecosistema de vida-a. Es de verdad. Has estado jugando con locos y si Doggy Dog cree que le estás estafando, te hará daño.
Milena dice:
—Quieres decir que me matará. Oh, Alex, verdaderamente no sabes demasiado sobre mí, ¿no es cierto?
Alex le dice el nombre de la compañía para la que trabaja.
—Ellos son también los dueños de esa casa.
—Podrías decir que son mis dueños —dice Milena con aire frívolo—, pero estarías equivocado, a pesar de que eso es lo que ellos creen.
Alex dice:
—Delbert me ha contado que te hicieron algo.
—Toda mi vida —dice Milena—. Ni siquiera puedes empezar a comprender cómo es, Alex. Soy el único éxito del programa… El resto enloqueció.
El semáforo cambia. Alex pone en marcha la furgoneta y se aleja. Dice:
—Te hicieron más inteligente.
—Quizá sí. O quizá sería como soy de todas maneras… No hay un único gen para la inteligencia, aunque eso no impidió que la compañía tratara de crear su propio departamento de I+D formado por niños superdotados. No tengo padres, sólo donantes de gametos. Sé quiénes son. Lo descubrí por mí misma cuando tenía cuatro años. También descubrí que no les importaba quién era yo. Mis hermanas y yo recibimos tratamientos para el crecimiento neuronal mientras estábamos en el vientre de nuestras anfitrionas. Conectividad neuronal incrementada… eso fue lo que me proporcionaron, aunque a través de una interferencia química muy tosca. Lo que yo he creado supondrá el mismo resultado de manera mucho más eficiente. En cualquier caso, nos criaron en reclusión, nos dieron una educación hiperconexa que comenzó antes siquiera de que supiéramos gatear y nos sometieron a exámenes y pruebas continuas. Prueba tras prueba tras prueba. La mayoría de mis hermanas sufrieron psicosis espectaculares. Construyeron sus propios mundos dentro de sus cabezas y se refugiaron en ellos. El resto resultó no ser más inteligente que la media. Yo soy la única que queda, Alex, y algunas veces pienso que también estoy loca. Loca, pero funcional. Lo que no saben es que soy más inteligente de lo que sospechan los sicólogos de la compañía. Hace mucho aprendí cómo manipular sus pruebas. Controlo a todos los que me rodean. Especialmente a la niñera Greystoke.
—No creo que estés loca —dice Alex, pero entonces recuerda su alucinación.
La Sala Blanca. La mujer de la Sala Blanca, de pie con los ojos vacíos entre los juguetes. Quizá no fue una alucinación, después de todo. Quizá fue real.
Le dice a Milena, confiando en no parecer asustado:
—No habríamos llegado tan lejos si estuvieras loca. Pero no deberías haber tratado de utilizarme como lo has hecho.
—Eres más listo de lo que pensé, Alex. Me alegro de haberte elegido para ser mi Merlín.
—Me tomaré eso como un cumplido.
Milena guarda silencio durante un rato. Alex gira para salir de la calle Commercial y se interna por calles secundarias hasta estar bastante seguro de que no los están siguiendo. Cuando salen a la calle Cable, en dirección al Túnel de Rotherhithe, Milena le pregunta qué pretende hacer. Y cuando él se lo cuenta, ella se ríe y dice que puede que esté loca o puede que no, pero que él lo está sin la menor duda.
Alex aparca la furgoneta al final de una de las estrechas calles que flanquean el río, bajo la sombra de un bloque de pisos abandonado en el estilo Lego propio de los grandes altibajos de los 80. Mientras caminan hacia los Muelles de Surrey y la fiesta de Billy Rock, Alex y Milena ven delgadas líneas de luz de láser blanca que se cruzan y se vuelven a cruzar, creando una especie de tienda de campaña en el cielo del crepúsculo. Comienza a lloviznar, gotas gruesas y grasientas que caen golpeteando sobre la cabellera de Alex. Milena se pone la chaqueta rosa sobre la cabeza y esconde cuidadosamente la mochila plateada bajo el brazo.
La puerta que conduce al solar de la obra está iluminada por focos que hacen que la fachada de ladrillos amarillos del bloque de pisos que hay al otro lado de la calle brille como si estuviera hecho de mantequilla. BMW, Mercedes y Jaguars conducidos por chóferes están descargando pasajeros. Guardias de seguridad armados y uniformados comprueban las invitaciones. Mientras Alex y Milena se unen a la cola, Howard Perse se les acerca caminando.
El rostro de Perse está pálido y sin afeitar, sus ojos hundidos y rodeados de sombras. Dice:
—¿Qué coño estás haciendo aquí, Sharkey?
Alex siente una curiosidad calmada.
—Hola, señor Perse. Ésta es mi prima, Milena. La llevo a la fiesta.
Milena ofrece al policía una mirada luminosa y bobalicona, pero Perse apenas se vuelve a mirarla.
—Estás conchabado con él, ¿no es cierto, Sharkey? ¿Por eso has venido?
La gente de la cola mira a su alrededor.
Alex dice:
—¿De verdad tiene que estar aquí, señor Perse?
Perse se le acerca. Apesta a güisqui.
—Una ronda de reconocimiento, eso es todo. Estamos reuniendo información útil. Tú ocúpate de tu culo gordo, Sharkey.
—Ha perdido el control —dice Milena con voz meditabunda, mientras Perse se aleja tambaleándose y se abre camino entre un grupo de personas vestidas con traje de noche.
Un guardia de seguridad pasa la invitación de Alex por un escáner para leer el chip integrado y luego invita a Alex y a Milena a cruzar por el detector de metales. Un paseo cubierto discurre a lo largo del foso excavado hasta llegar al almacén, donde hay un emparrado de verdadero follaje tropical junto al que una línea de muñecas de bienvenida, vestidas con pijamas negros y sombreros cooli, se inclinan cuando los invitados pasan a su lado.
En el interior del almacén, palpita y retumba el sistema de música y luces de Ray Aziz. Haces de luz láser pasan deslizándose sobre las cabezas de la multitud. Hombres con traje y corbata negra, mujeres vestidas de noche: el terciopelo acuchillado al azar es bastante popular, pero un cierto número de ellas lleva diáfanos chadores que las cubren de la cabeza a los pies sobre medias corporales, o película gráfica, o nada en absoluto. Alex reconoce a cierta estrella de televisión que interpreta a la matriarca en un interminable culebrón, una VJ con el pelo cardado a la que recuerda haber visto en la MTV cuando era niño. Un ministro del Gabinete con una chica en cada brazo está siendo entrevistado por un equipo de televisión. El cantante solista y el pianista del grupo du jour de trash estético, Liquid Television, están compartiendo una botella de Jack Daniels junto al bar. Varios chinos de mirada dura con trajes alquilados, la soldadesca de a pie de la familia de Billy Rock, se mueven entre las celebridades. A Alex no le cabe la menor duda de que al menos la mitad de las mujeres presentes son profesionales.
Las muñecas, vestidas como camareras y llevando bandejas de plata llenas de exquisiteces, pasean incansables entre la muchedumbre realizando trayectorias entrecruzadas. Alex coge una rebanadita de pan negro salpicada con caviar blanco, pepitas de calamar condimentadas en un glaseado de gelatina, puré de alga marina hervida y condimentada con Bath Oliver. Milena observa cómo devora estas delicadezas con una mezcla de diversión y desdén. Las muñecas vienen de algún lugar situado tras el ruedo, al otro lado del almacén, y Alex se abre camino hacia allí.
Grandes pantallas de cristal líquido que cuelgan del elevado techo muestran a personas cubiertas con monos anaranjados y chalecos antibalas negros que corren entre la luz y las sombras y la lluvia, se agachan y zigzaguean entre coches destrozados y secciones de muro medio derruidas. Están persiguiendo a muñecas vestidas con pijamas negros. Una muñeca que se ve atrapada por un fuego cruzado se agita espasmódicamente cuando las balas la aciertan. Las cámaras ofrecen un primer plano mientras un impacto en la cabeza desparrama sangre y sesos.
Casi ninguno de los presentes está prestando atención a las pantallas.
Alex aprieta la mano de Milena mientras la conduce entre la multitud en dirección al ruedo. Está a medio camino de allí cuando ve a Doggy Dog. Por un momento, sus ojos se topan. Entonces un camarero se interpone entre ellos y al instante Doggy Dog ha desaparecido. El miedo trepa por la espina dorsal de Alex. Se abre camino a empellones entre la multitud mientras Milena se agarra a su mano con fuerza y le dice que vaya más despacio.
Billy Rock está sentado en la primera fila de asientos que se alza sobre el ruedo, flanqueado por dos de sus tíos de sobrio aspecto. Viste por completo de negro, desde el sombrero Homburg de ala quebrada hasta las botas de vaquero de piel de cobra. Unas gafas de espejo ocultan la mitad de su rostro. Debajo de él, una multitud ansiosa abarrota las gradas de bancos, los rostros iluminados por el brillo de los focos que apuntan al ruedo.
Milena sorprende a Alex al adelantarse, subir corriendo los escalones e inclinarse frente a Billy Rock y frente a sus tíos. Billy Rock es tan alto como una cometa y sonríe y se frota las manos mientras señala más allá de Alex en dirección al ruedo.
A cada lado de la redonda superficie cubierta de serrín, un domador vestido con un grueso mono acolchado, guantes de protección y un casco con una rejilla para proteger el rostro mantiene a raya a una muñeca de pelea. Un estremecimiento rápido recorre la multitud mientras el dinero cambia de manos. Suena una campana, apenas audible sobre el repiqueteo pulsante de la multitud, y los domadores liberan sus fieras al unísono.
Las muñecas de pelea se encuentran con ímpetu en el centro del ruedo. Giran la una encima de la otra varias veces mientras tratan de desgarrarse con manos y pies. La multitud está en pie, aullando con una sola voz. De pronto, una de las muñecas está sobre la otra y desgarra su garganta con una sacudida rápida de sus enormes mandíbulas. Un chorro brusco de sangre roja y espesa la salpica antes de que sendos aros de alambre trenzado caigan sobre su rugiente cabeza y los dos domadores se la lleven a rastras.
Billy Rock aplaude ruidosamente y luego señala con gestos las pantallas.
—Inténtalo, Alex. Sal ahí y mata a una muñeca. No es difícil y es muy seguro. Esto es una fiesta, ¿eh? No lo olvides.
—No pienso olvidarlo.
Billy Rock dice:
—¿Quién es tu novia?
—Es mi sobrina —dice Alex.
Es consciente de una manera aguda de las miradas intensas, inescrutables de los tíos de Billy Rock. Ambos guardan un asombroso parecido con lagartos antiguos, con el cabello negro peinado hacia atrás con gomina desde sus frentes que la edad ha despejado.
Billy Rock se ríe.
—Si tú lo dices, Alex. Deja que ella también pruebe. Es para toda la familia —sonríe a Milena de forma lasciva—. Ven aquí conmigo, niñita, te divertirás.
El tío de Billy Rock que se encuentra a su derecha le coge por el brazo y murmura algo, pero Billy Rock se sacude su mano y dice en voz alta.
—Quiero que mis amigos lo pasen bien. No es ningún problema. Vamos, Alex. Venid aquí conmigo, tu pequeña sobrina y tú.
Tras un alto biombo de bambú y papel negro lacado situado al otro lado del ruedo hay un espacio alargado y muy iluminado con estantes en los que descansan monos y cascos, así como armas a un lado. Alguien transporta en una carretilla de acero la muñeca de pelea muerta. Tres de sus compañeras vivas, excitadas por el olor de la sangre, se arrojan contra los barrotes de acero de sus jaulas individuales. Más allá, muñecas sin modificar vestidas con pijamas negros esperan en cuclillas y con aire indiferente en el interior de una especie de corral. El olor almizclado de los animales y el del serrín recuerdan a Alex la ocasión en la que visitó un destartalado circo que había instalado sus carpas en el Parque Southwark: el anciano y digno elefante que, ajeno a los aplausos, llevaba adelante su rutina con pesadez; los payasos no demasiado entusiastas; el sencillo espectáculo de trapecistas cuyos participantes habían de actuar también como lanzadores de cuchillos. Eso fue antes del fin de siglo, resulta extraño pensarlo, antes de que el parque fuera ocupado por una tribu organizada de indigentes.
Milena pasea hasta las jaulas mientras un domador protegido por un mono acolchado saca a rastras una de las muñecas de pelea. Las muñecas de pijama negro del corral se vuelven hacia ella. Todas tienen exactamente la misma mandíbula prognata y los mismos ojos castaños y próximos que escudriñan bajo un entrecejo arrugado.
El domador, con la máscara del casco levantada, laza a la muñeca del cuello con un alambre y abre la puerta de la jaula insertando un código en la cerradura digital de la misma. Un segundo domador, que permanece cerca con una pistola preparada, le dice educadamente a Milena que se aparte. Ella esboza una sonrisa brillante y le dice:
—¡Pero es que son tan chulas!
Alex observa la escena con dolor ansioso en el estómago. Ya no está enfurecido. La furia lo ha arrastrado hasta aquí y luego lo ha dejado desamparado, entre Perse, que lo espera en la puerta, y Doggy Dog, que aguarda en algún lugar de la multitud.
Billy Rock está permitiendo que un sirviente le ajuste un mono verde de protección sobre la ropa. Se ha quitado el Homburg negro y las gafas de espejo. Aspira profundamente del interior de una botella medio llena de un líquido claro, esboza una sonrisa sembrada de estrellas y le dice a Alex que se apresure o se perderá la diversión. Sus pupilas han menguado hasta convertirse en sendos alfilerazos.
—Sólo he venido para saludar, Billy. De veras.
—Te vas a divertir —dice Billy Rock mientras se limpia la nariz con el revés de la mano—. Nunca te diviertes, escondido ahí en esa jaula aburrida, monótona y sucia.
Entonces, rápido como una comadreja, se abalanza sobre él, le tapa la boca con una mano y coloca la botella bajo su nariz.
Alex trata de quitárselo de encima y toma aliento, y es como si una luz hubiera explotado en su mente. Durante un momento, es incapaz de ver. Parpadea, le lloran los ojos y estornuda lo que parece ser medio litro de mocos. De pronto se siente estúpidamente feliz, más feliz de lo que ha estado en toda su vida.
Billy Rock hace un gesto imperioso y un sirviente obliga a Alex a sentarse, lo cubre con un chaquetón de protección y le abrocha un chaleco antibalas negro. Alex siente que debería protestar, pero prefiere concentrarse en la sensación vertiginosa de bienestar que recorre temblando todo su cuerpo hasta las yemas de sus dedos.
Ahora Billy Rock tiene un arma. Suelta una risilla y apunta a Alex, a las muñecas de pelea en el interior de las jaulas, a la gente que, protegida ya con los monos y los chalecos antibalas, espera para entrar en la zona de juego.
Billy Rock ríe y Alex ríe también.
—¡Es por diversión! —grita Billy Rock y alza ambos brazos sobre la cabeza como un boxeador victorioso. Un sirviente aprovecha el momento para ponerle un chaleco antibalas por la cabeza.
El que se encarga de Alex abrocha una pistolera alrededor de su cintura y le explica de forma mecánica:
—Su arma sólo funciona en el interior del área de juego, señor, y sólo si apunta con ella a una criatura cuya temperatura dérmica sea de cuarenta y dos grados centígrados. Ésa es la temperatura corporal de las muñecas. No disparará a nadie que lleve traje de protección. Cuando dispare, apriete el gatillo lenta y regularmente; la cadencia está controlada: es de un disparo cada cinco segundos. Las muñecas están armadas con pistolas láser de baja energía. Si le aciertan en tres ocasiones su arma dejará de funcionar. De este modo resulta más deportivo, señor. Aquí está su casco. El visor está blindado para ofrecer protección completa, pero permítame que le asegure que las balas son de gel y que no existe la menor posibilidad de sufrir una herida por fragmentación o rebote. Que disfrute del juego, señor, y buena caza.
Alex se ríe porque nada de eso tiene el menor sentido. El sirviente le da una palmada en la espalda y se vuelve hacia el siguiente cliente, un hombre con un físico de culturista y que viste tan sólo con unos calzoncillos negros de jinete.
De pronto Milena se encuentra frente a Alex. Mira a Billy Rock y grita:
—¡No tienen monos de mi talla!
Las cosas siguen llegándole a Alex desde diferentes ángulos. Se limita a sentarse allí con aire feliz, mirándola fijamente. Su corazón late al mismo ritmo que el sistema de música y los destellos espasmódicos de los cañones de rayos láser verdes y rojos que hay sobre sus cabezas.
Milena lo coge del brazo y se le acerca para susurrar:
—He arreglado las cerraduras de las jaulas, así que recupera la cabeza y prepárate —y se aleja dando saltos antes de que él pueda replicar.
Billy Rock, agitando su arma y lanzando vítores, se acerca a empujones a las personas que esperan para entrar en la zona de juego. Alex da un paso y cae sobre las manos y las rodillas y estalla en carcajadas. Una parte muy remota de sí advierte que está jodido en todos los sentidos de la palabra. Hay un estrépito repentino. Alex se vuelve para ver de qué se trata.
Una muñeca de pelea ha abierto de un golpe la puerta de su jaula.
La criatura sale y mira a su alrededor. Sacude su enorme cabeza, abre su pesada y malformada mandíbula en un bostezo descuidado. Regueros de saliva relucen entre la cremallera erizada de púas de su dentadura. Los guardias, sirvientes y clientes retroceden contra los estantes que contienen los monos y los chalecos salvavidas, pero la muñeca de pelea ni siquiera desperdicia una mirada con ellos; simplemente se vuelve y corre directamente hacia la zona principal del almacén. Una mujer comienza a reír. Puede que esté colocada con la misma mierda que Billy Rock ha utilizado con Alex.
Ahora, dos más de las muñecas de pelea están abriendo las puertas de sus jaulas arrojándose sobre ellas con los hombros. Un domador se mueve pesada y torpemente con su traje acolchado hacia ellas. Las muñecas de pelea lo miran mientras levanta su arma y dispara tres veces. Una de ellas sale despedida hacia atrás; la otra se arroja directamente hacia Billy Rock, que sonríe y, con aire mareado, apunta su arma. Aprieta el gatillo, lo aprieta de nuevo, pero por supuesto no ocurre nada.
La muñeca lo derriba y le arranca gran parte de la cara de un único bocado, se pone en pie de un salto y corre directamente hacia la gente que espera para entrar en la zona de juego. Aullidos, pánico. El domador apunta y dispara dos veces. La muñeca de pelea trastabilla, se desploma de bruces, sacude ambas piernas malformadas y queda inmóvil. Billy Rock yace boca abajo. La sangre empapa el serrín que hay debajo de él.
—Vamos —dice Milena.
Coge a Alex de la mano. Detrás de ella viene una de las muñecas del corral. Tienen exactamente la misma estatura. Los conduce a ambos hasta el exterior por una salida de incendios.
Sigue lloviendo. Alex inclina el rostro y deja que se le empape, respira el aire caliente y húmedo, lo respira y lo respira. Su corazón galopa pero él se siente más calmado. La gente está corriendo hacia la entrada. Púas de luz láser rasgan el cielo que diluvia sobre ellos. Los guardias de seguridad, armas en mano, batallan por abrirse paso entre la multitud hacia el almacén. En la distancia se escucha el aullido insistente de las sirenas.
Milena dice:
—Y ahora que tienes lo que querías, ¿qué vas a hacer con ello?
La muñeca permanece detrás de ella, los ojos vacíos bajo el entrecejo arrugado.
Alex comienza a desabrocharse el chaleco antibalas.
—Te lo diré más tarde. ¿Nos seguirá?
—Por supuesto. Su chip de control responde a órdenes básicas.
Alex deja caer el chaleco antibalas y, todavía ataviado con el mono naranja, se acerca a la muñeca, se apoya sobre una rodilla y le quita el pijama negro. La criatura no trata de resistirse: es como desvestir a un niño soñoliento. Su piel azul está caliente contra sus dedos: cuarenta y dos grados centígrados. Su aliento, como el de un diabético, huele a acetona. Tiene el pecho plano y la entrepierna suave y la constitución vaga y andrógina de un niño pequeño.
—Ven —le dice Milena, y la muñeca los sigue obediente con sus pies planos y de largos talones mientras Alex y ella se abren camino entre la multitud hacia la puerta.
En el exterior, los coches de lujo abarrotan la calle en un caos de faros y furiosos pitidos. De pronto, una muñeca de pelea salta sobre el techo de una limusina, dando patadas y agitando los brazos a su alrededor. Su hocico despide motas de espuma. Un disparo quiebra el parabrisas de la limusina y el claxon empieza a repicar. La muñeca ha desaparecido. Alguien abre la puerta del coche y el chofer muerto cae al pavimento desde el asiento.
Alex, Milena y la muñeca pasan sin detenerse junto a esta escena en dirección a la lluviosa noche.
—Lo que necesitamos —dice Alex— son unas bicicletas —pero Milena no lo coge.
Siente un leve temblor bajo la piel, la reacción frente a la descarga de endorfinas provocada por la droga de Billy Rock. En aquella medio oscuridad lluviosa, asaltado por las luces de los faros que huyen de la fiesta, empieza a sentir miedo. Se encuentra en la zona muerta, en compañía de dos alienígenas.
Alex supone que la furgoneta habrá desaparecido, pero sigue allí, al final de la pequeña calle. Amortiguadas por la lluvia, las luces de Wapping brillan sobre el río. Está empezando a pensar que quizá lo han conseguido cuando los faros de la furgoneta se encienden.
Howard Perse abre la puerta y sale, sin apresurarse. Parece estar a punto de desplomarse por la borrachera.
—Estás jodido —le dice a Alex.
—Vete a casa, Perse.
—Interferencia con una operación policial. Eso para empezar.
—Billy Rock ha muerto.
Perse pestañea como un búho y entonces empieza a reír. Toma un trago de una botella de güisqui sin etiqueta de medio litro y dice:
—Todavía quiero trincarte, Sharkey. Quiero saber en qué estás metido.
—Hice lo que me pediste. Eso es todo.
—Bien, eso es precisamente lo que quiero averiguar.
—No puedes hacerme esto, Perse. Hemos terminado.
—Ésa es la puta verdad —dice otra voz, y Doggy Dog aparece desde detrás de la furgoneta. Sonríe a Alex, le muestra su pistola y dice—. Es la hora de la entrega, hijo de puta.
Repentinamente, Perse no parece borracho. Se pone derecho, mira a Doggy Dog a los ojos y dice:
—Baja esa arma, hijo.
—Yo te conozco —dice Doggy Dog.
—Exacto. Así que aparta el arma antes de que te metas en problemas.
Doggy Dog se ríe y Perse da un paso hacia delante. Hay un estallido ruidoso y sordo que resuena como un eco entre los bloques de pisos abandonados. Perse está aullando y da saltos sobre el pie derecho mientras se agarra el izquierdo con ambas manos. La sangre le gotea entre los dedos.
—Perse pies planos —dice Doggy Dog—. Eres un hijo de puta patético.
Rápido como una víbora al atacar, Doggy Dog da la vuelta a la pistola y golpea con ella la cabeza de Perse. El policía cae contra el costado de la furgoneta, demasiado aturdido para impedir que Doggy Dog vuelva a golpearlo.
—Eh —dice Alex—, ya es suficiente. Ya es suficiente, ¿vale?
Doggy Dog se vuelve y apunta alternativamente con la pistola a Alex y a Milena. Finalmente se decide por ella.
—Es la peligrosa —le dice a Alex.
—Hace magia —dice Alex. Repentinamente, todo su cuerpo está temblando. Quizá ella pueda utilizar su magia para apartar la pistola de Doggy Dog.
Pero Milena ignora a Doggy Dog casi por completo. Pasa a su lado, se encarama de un salto al pequeño muro que hay junto a la orilla del río y mira el agua negra. La lluvia cae a su alrededor con suavidad. La muñeca camina sin hacer ruido hasta situarse a su lado y ella se vuelve y le da unas palmadas en la calva cabeza.
—Lo has hecho —dice Doggy Dog. Parece tan asustado como Alex se siente—. Lo hiciste bajo las mismísimas narices de Billy Rock, aunque no sé por qué te has molestado. Podría conseguirte una de esas cosas en cualquier momento del día o de la noche.
—Ésa es la cuestión —dice Milena. Tiene una linterna en la mano.
Doggy Dog suelta una carcajada y dice:
—¿Vas a matarme con una pistola de rayos, niña? —y entonces se produce un destello parpadeante de luz roja, y al instante Alex está caído de bruces sobre el asfalto mojado y la lluvia cae formando un charco junto a su cara.
Al principio cree que Milena ha disparado a Doggy Dog, pero entonces ve que el muchacho está gateando en mitad de la carretera. Busca su pistola pero la tiene Milena. Ella sonríe a Alex y dice:
—Magia.
Doggy Dog se pone en pie y extiende el brazo. Tiene una navaja en la mano.
—Devuélveme eso y no te haré daño.
—Corre —dice Milena—, y yo no te haré daño.
Es la respuesta equivocada. Doggy Dog se abalanza sobre ella balanceando salvajemente su navaja y hay un estallido de luz roja y Alex vuelve a estar tendido de bruces. Se ha mordido la lengua y escupe sangre mientras se pone en pie.
Doggy Dog está medio acurrucado y mira ferozmente a Milena.
—¡Cabrona! —grita, pero su voz tiembla de miedo.
Milena levanta la navaja para que la hoja resplandezca bajo la luz de los faros de la furgoneta y luego la arroja a un lado con aire descuidado.
—Niño estúpido —dice.
Con un ruido que es a medias un grito de furia y a medias un aullido de miedo, Doggy Dog carga contra Milena. Ella levanta la pistola. En su rostro hay una expresión fría, decidida.
La detonación sorda del primer disparo resulta escandalosa en la estrecha calle. Doggy Dog choca contra el costado de la furgoneta. Milena dispara tres veces más, cinco segundos exactos entre cada disparo, y Doggy Dog cae de bruces.
Alex permanece de rodillas bajo la lluvia, aferrándose el vientre con ambos brazos. Está tiritando. Ella ha hecho enfadar al muchacho, piensa, para poder matarlo.
Milena ordena a la muñeca que suba a la furgoneta.
—Tú también —le dice a Alex—. Yo no sé conducir.
—¿Qué vas a hacer si no te obedezco? ¿Dispararme?
—Puedes marcharte —le dice Milena—. Yo sobreviviré. Ahora estoy segura. Puedo sobrevivir a cualquier cosa. Puedes marcharte, Alex, puedes marcharte si lo deseas. Puedes dejarlo estar.
No puede. Ahora están unidos por la sangre y la culpa. Además, tiene que saber. Tiene que ver.
—Vamos —dice—. Marchémonos de aquí.