Delbert
Leroy tiene a Delbert encerrado en el almacén de su garito. El guardaespaldas está atado con un cable eléctrico a una silla de plástico. Se sienta orgulloso y erguido bajo un fluorescente circular que parpadea constantemente, como un rey cautivo entre cajas de botellas de cerveza negra y bolsas de patatas fritas y cacahuetes salados, barriles de cerveza rubia y cilindros negros de dióxido de carbono.
Alex se le acerca directamente, lo golpea en plena boca con la mano abierta y dice:
—No es nada personal. Sólo necesitaba hacerlo.
Acaba de pasar una dolorosa media hora con Lexis. Ella no quería culparlo por el incendio, pero Alex ha visto lo mucho que le costaba no hacerlo.
—Siempre estaré ahí para ti, Alex. Lo sabes.
—Siempre lo has hecho. ¿Te acuerdas cuando me enseñabas las luces de la ciudad y me decías que era el País de las Hadas? Yo te creía.
—Sólo eras un niño pequeño, Alex, y probablemente yo estaba colocada con una cosa u otra. No deberías tomarte demasiado en serio a tu vieja madre.
—Pero siempre lo hago —ha dicho Alex, y a pesar de que ella no lo comprendía le ha sonreído y le ha hecho prometer que no volvería a la cárcel.
—Tienes esa mirada —le ha dicho—. Como la que tenías justo antes de la última vez.
—¿De veras? Lo siento. Esta vez la policía está de mi lado.
Lexis lo ha escuchado mientras Alex le contaba cómo iba a compensarla, y sólo ha sonreído y ha tomado otro sorbito de ron con Coca Cola y le ha pedido que tuviera cuidado.
—Nunca confíes en un madero. Eres un chico del East End, Alex. Ya deberías saberlo.
Lo peor de todo ha sido que ella no sabía todavía que su novio había muerto. Leroy le ha dicho a Alex que le contaría la noticia una vez que se haya repuesto de la conmoción por el incendio.
Ahora, mientras la fuerza de la bofetada todavía le pica a Alex en la mano, Delbert le devuelve la mirada. Los dos ojos del chofer están hinchados y hay sangre seca alrededor de sus fosas nasales.
—Tenía mejor opinión de ti —dice el guardaespaldas con frialdad.
—¿Por qué habéis quemado el piso?
—Ve a preguntárselo a Doggy Dog. Yo no he tenido nada que ver.
—Te vieron, Delbert.
—Oh, tío, has pasado demasiado tiempo con la policía, ¿lo sabías? Ya le he dicho a ese hombre que está de mierda hasta las orejas. No debería tener que decírtelo a ti, Alex. ¿Quieres hablar de la ley? ¿Qué tal si hablamos sobre un secuestro?
Leroy dice:
—Déjamelo un par de minutos, Alex. Yo conseguiré que hable.
—Eh, Alex. Dile a este viejo que será mejor que tome un puto vuelo a la luna.
Alex mira a Delbert. Este hombretón, desafiante como un niño, maniatado con cables que le muerden los hipertrofiados músculos de los brazos, mira a Alex como si lo estuviese desafiando a realizar el próximo movimiento de la partida. Pero Alex no está jugando la partida de Delbert.
Perfectamente consciente de que Leroy lo observa desde la puerta, Alex dice:
—Tú sabes cómo me gano la vida, ¿no es cierto, Delbert? Creo virus sicoactivos. La mayoría de ellos con fines recreativos, naturalmente, pero tengo cosas que pueden joderte para siempre. Puedo darte una mierda que convertirá tu cerebro en requesón. Una sola dosis y pasarás el resto de tu vida en la calle, gritándole al tráfico. Puedo ponerte ahí en menos de un minuto, Delbert, a menos que me cuentes exactamente lo que hicisteis.
—Pensábamos que el piso estaba vacío, tío. Mierda, esperamos hasta que la vieja se marchó. Esperamos la mitad de la jodida tarde. No fue culpa nuestra que hubiera alguien más allí.
Alex camina alrededor de la silla, tratando de calmarse. Lleva una pastilla de Tranqui-Z en el bolsillo, pero Leroy lo está observando. Dice:
—¿Qué es, Delbert? ¿Qué queréis de mí que no os haya prometido todavía?
—Oh, tío, sólo estábamos asegurándonos, ¿sabes? Asegurándonos de que no ibas a vendernos a Billy Rock. Te lo advertimos, tío, pero no parecías estar escuchándonos. Queríamos llamar tu atención.
Leroy dice:
—¿Qué es todo esto, Alex? ¿Te importa decírmelo?
De modo que Alex tiene que explicar por qué está en deuda con Billy Rock, por qué le prometió crear una mierda especial, por qué Doggy Dog y Delbert quieren jugársela a su propio jefe. Supone que Leroy empezará entonces a decirle que ya le había advertido que todo eso le traería problemas, pero Leroy sólo sacude la cabeza. Lo cual es, de alguna manera, peor, porque por una vez Alex se sentiría mejor oyendo que ha hecho mal.
Delbert dice, tratando de parecer razonable:
—Sólo eran negocios, tienes que entenderlo. Así que, ¿por qué me mantienes atado así? Tío, de verdad que podría denunciarte por secuestro si quisiera. De hecho, eso es lo menos que debería hacer. Deberías darte cuenta de que estás bien jodido.
Alex dice:
—Tú sólo dime todo lo que sabes de esa niña pequeña.
Delbert piensa en ello, con la mirada perdida en una esquina de la habitación, mientras musita para sus adentros. Entonces sonríe y dice:
—Mierda, ¿por qué no? No tienes pelotas para matarme, ¿verdad? Y más tarde o más temprano todo esto te estallará en las manos. Te lo juro. Así que adelante. ¿Qué quieres saber?
—Puedes empezar diciéndome su número de teléfono.
—Eh —dice Alex cuando Milena contesta al teléfono y dice:
—Muy bien, Alex. ¿Qué quieres?
Alex dice:
—Delbert y Doggy Dog están fuera del juego. Si quieres la mercancía, tendrás que mostrarme que funciona. Y tenemos que hacerlo esta noche.
—Eso sería estupendo, Alex, pero no tengo un sujeto. El plan nunca fue hacer algo de forma inmediata.
—Ahora sí lo es —Alex le dice dónde se van a encontrar y cuelga el teléfono antes de que pueda responder. Para variar, deja que sea ella la que se pregunte qué está ocurriendo.
Al otro lado de la barra, Leroy dice:
—Ve a darle un beso de despedida a tu madre, Alex. No estoy muy seguro de que vayamos a verte de nuevo.