11

El doctor Luther

Ahora, todo lo que Alex tiene que hacer es seguir instrucciones. La niña pequeña, alias Alfred Russell Wallace, no le ha dado elección en este asunto. Son casi las once y hay una cola frente a la barrera de seguridad de la salida del metro de Charing Cross, donde un par de guardias aburridos con chalecos de kevlar sobre camisas de manga corta comprueban los carnés de identidad de la gente. Un tercero permanece detrás de la tela metálica con un rifle automático colgado del brazo.

Alex, ataviado con unos pantalones de algodón sueltos y una camisa decorada con huellas de pájaro, entrega a los guardias de seguridad uno de sus carnés de identidad falsos (esta noche es Evan Hunter) y aparenta estar tan aburrido como ellos mientras lo comprueban y le indican que siga adelante. Es sábado y la sección protegida del Strand está abarrotada, brillante con el parpadeo de las luces de neón. La gente entra y sale como un oleaje de las grandes tiendas de electrónica. El olor de la comida frita flota intenso en el aire caliente y húmedo. Nubes de mosquitos se arremolinan alrededor de las señales luminosas. La mayoría de las tiendas luce sobre sus puertas el brillo violeta de los sistemas anti-insectos; el crepitar continuo, casi subliminal de los bichos electrocutados discurre bajo el rumor de la multitud y el ritmo pulsante que escupen los equipos de música desde las puertas de los establecimientos.

Alex rodea la parte trasera de St. Martin-in-the-Fields y se sumerge en Leicester Square atravesando Charing Cross. Entre los sicomoros del pequeño parque penden hileras de bombillas de colores. La gente hace cola frente a los detectores de metal de las entradas de los cines y las discotecas. Entre los bloques de anuncios de las paredes, grandes pantallas de video proyectan fragmentos de las últimas películas estrenadas. Grupos de trabajadores lanzan gritos y vítores mientras pasan tambaleándose junto a prostitutas de los cinco sexos. Un hombre grueso y calvo con un traje a rayas está inclinado sobre la cuneta y vomita ruidosamente.

Hay guardias de seguridad por todas partes, patrullando en grupos de dos, con gruesas pistolas de espuma adhesiva en la cintura. Aquí hace todavía más calor, bajo una cascada de neón oro y blanco y rosa, y el lugar está empapado con el hedor de la basura que emana de las bolsas de plástico negro. Un grupo de secretarias chillonas persigue sin demasiada convicción a un precioso travestido discotequero que, con sus tacones de aguja, alcanza los dos metros de estatura. Se vuelve, levanta su vestido y agita su polla frente a ellas antes de sumergirse en la cola de un cine en pos de sus amigos. Sobre sus cabezas resuena el ruido sordo de un helicóptero, y la luz de su reflector cruza la abarrotada plaza como el dedo de un Dios inmisericorde. Leroy, paciente y justiciero detrás de su barra. A pesar de lo que dice, es él y no Alex el que no está en el mundo.

En la esquina de la calle Gerrard, bajo el portal de enrejado rojo que da entrada a Chinatown, se ha reunido una multitud alrededor de dos hombres con el pecho desnudo que están peleando con cuchillos. Uno de ellos ha sufrido ya graves cortes; la sangre mezclada con el sudor resbala por su vientre. Finta lentamente y su oponente, mientras se aparta de la hoja que trata de alcanzarlo, parece igualmente exhausto: es como si ambos estuvieran medio adormilados bajo el aire caluroso y viciado.

Un par de guardias de seguridad contempla la escena desde el fondo de la multitud y Alex agacha la cabeza cuando uno de ellos lo mira con indiferencia. De pronto es sumamente consciente de las cámaras y de los micrófonos dispuestos en las paredes de los edificios y en lo alto de las señales de tráfico. Se dice que las Tríadas han pirateado la red de seguridad y utilizan una IA para localizar rostros específicos entre las muchedumbres. Y aquí esta él, dirigiéndose al corazón simbólico de su territorio por orden de una niña pequeña a la que ni siquiera conoce.

La niña pequeña le dijo que se encontrase con ella en el Pizza Express de la calle Dean, un lugar de categoría frecuentado por periodistas. Aunque está medio vacío, a Alex le asignan una mesa pequeña cerca de las cocinas. Un grupo de ejecutivos, las chaquetas colgadas de los respaldos de sus sillas, las corbatas desabrochadas, celebra una fiesta muy ruidosa en la mesa alargada que hay junto a la gran cristalera. Alex pide una botella de vino blanco y despacha dos porciones de pastel de queso con arándanos. Mira a su alrededor en busca del camarero cuando, de súbito, ella está allí y toma asiento en la silla que hay frente a la suya.

Parece mayor que en el teléfono. Lleva unos pantalones de color verde que le llegan hasta las rodillas y una camiseta blanca que deja sus delgados brazos al desnudo. Sus ojos, bajo las gruesas cejas que forman una sola línea que cruza su frente, son tan oscuros que parecen negros. Hay genes mediterráneos ahí, piensa Alex. Se ha recogido el cabello negro y espeso en una trenza francesa. Parece bastante tranquila mientras pide una pizza para ambos y una Pepsi para ella antes de reclinarse en su asiento y examinar a Alex con una mirada directa y escrutadora.

Alex pregunta cómo debe llamarla. Alfred Russell Wallace no parece apropiado. Ella le dice que Milena irá bien, y cuando él le pregunta si ése es su nombre verdadero, ella sonríe y dice:

—Es tan bueno como otro cualquiera.

Alex, pensando que no tiene nada que perder, le cuenta las amenazas de Doggy Dog y ella contesta que no tiene de qué preocuparse.

—El muchacho tiene un cierto encanto tosco pero no es importante. Hay miles como él. En mi opinión, el señor Billy Rock debería estar mejor asesorado en su elección de personal.

La curiosidad de Alex se sobrepone a su miedo. Quiere saber. Quiere comprender.

—El muchacho y Delbert… tú los controlas, ¿verdad?

—¿Lo hago?

Milena mira por encima de su hombro mientras la fiesta de ejecutivos prorrumpe en carcajadas y luego se vuelve hacia Alex con una mirada burlona. Una niñita traviesa que debería estar en la cama hace mucho tiempo, flirteando con un hombre extraño.

Alex se aferra a su razonamiento.

—Delbert y Doggy Dog son demasiado estúpidos como para haber pensado en utilizar a las muñecas de esa manera y tú… no lo eres —se da cuenta de que no sabe nada sobre ella. Dice—. Esa casa… ¿vives con tus padres?

—Oh, no —dice Milena con voz calmada—. No tengo padres. Tengo una compañía.

—Ya veo —dice Alex, aunque no es así.

Llega la pizza y Alex se come la mayor parte mientras la niña pequeña, Milena, mordisquea delicadamente una pequeña porción y bebe a sorbitos su Pepsi. Alex se fuma un pitillo y se bebe el último vaso de su sedoso Chardonnay.

Al fin, Milena se limpia los labios con la servilleta y dice:

—Estás enfadado conmigo.

—Quiero saber lo que está pasando. Por eso estoy aquí —Alex apaga su cigarrillo—. Puedo causar problemas si es necesario.

—Ya lo supongo, pero eres demasiado inteligente como para intentarlo. Por eso te elegí.

—¿Tú me elegiste? ¿Y por qué podrías siquiera necesitarme?

—Porque no se me permite trabajar en el área en la que estás especializado. Necesito un pirata genético. Mi propia especialidad es la nanotecnología. ¿Alguna vez te han infectado?

—¿Quieres decir con esas cosas? ¿Con los fembots?

—Así es como los llaman ahora. Por la misma razón por la que llaman aspiradoras a las máquinas de limpiar alfombras. Deberías estar interesado en los fembots, Alex. Hacen lo mismo que tus virus, sólo que de manera más pura, muy intensa y muy precisa. Yo creé la primera variedad. Te otorga una visión de la Madonna… la Madre de Dios, no la estrella del pop. Lo hice público y los piratas se encargaron del resto. Existen cincuenta y ocho variedades diferentes, que yo sepa, todas ellas desarrolladas en el plazo de un año. Algunas revelan a Elvis, otras a la Princesa Diana, otras al propio Dios envuelto en nubes de gloria o a HV.

—¿HV?

Alex está pensando en la habitación blanca: ella le infectó, sin duda. El cerebro se agita bajo su cráneo.

Milena está ansiosa por explicarse.

—Hombrecillos Verdes. Ya sabes, como platillos volantes. Visiones del hemisferio derecho del cerebro. Existe una variedad, Streiber, que te proporciona una experiencia de abducción completa, incluso con recuerdos borrosos y falsos de una violación. Es asombroso lo que puedes guardar en el interior de un puñado de diminutas bolitas superconductoras insufladas con tierras raras.

Klaata barada niktu —dice Alex, y no le sorprende descubrir que ella no lo coge. Probablemente pertenece al tipo serio e intenso que escucha El clave bien temperado de Bach, si es que escucha algo, y que no ha visto una sola película en toda su vida. Dice—. Pero no hacen nada permanente, ¿verdad?

—Aún no. Creé un Antídoto Universal que acaba con todos los fembots, no sólo los que hay en la sangre, sino cualquiera adosado a las neuronas o las conexiones sinápticas. A la compañía le encantó cuando se lo entregué. Ocasionalmente tengo que entregarles algo para poder seguir con mi trabajo de verdad. ¿Estás al tanto de esto?

—Algo sé sobre los fembots. Pero me parece como… hacer trampas. Y un poco tosco.

La niña pequeña se ríe.

—Estás tan pasado de moda… ¡Oh, no me estoy burlando de ti! Eres realmente encantador.

Alex dice con aire obstinado:

—Pero me necesitas.

—Un día seré capaz de diseñar fembots que puedan hacerlo todo. Haré ensambladores que crearán factorías en el interior de células vivas y manufacturarán las hormonas de la madurez sexual, así como los fembots necesarios para incrementar la conectividad neuronal. Pero por el momento los cambios que realizan los fembots deben ser complementados químicamente.

—Podrías simplemente utilizar terapia genética para insertar el ADN que creara las hormonas.

La niña pequeña, Milena, se pone repentinamente seria. Dice:

—La terapia genética será parte del proceso, pero es lenta y la transformación tiene que ser tan drástica como un cambio de fase para que sea permanente. No es tan fácil, Alex. La gente que crea las muñecas ha trabajado muy duro para asegurarse de que su diseño no pueda ser subvertido. Pero cometieron un error fundamental: utilizaron borrados puntuales para neutralizarlas. La materia prima reproductiva de la que obtienen los gametos es simplemente el modelo básico. Lo que les ha sido quitado a las muñecas neutralizadas les puede ser devuelto. Y luego está la cuestión del cambio de sexo. ¿Sabías que la mayoría de las muñecas que se venden son fundamentalmente machos? He tenido suerte de poder conseguir algunas hembras, aunque en realidad ésta es una consideración menor.

Alex se apoya sobre la mesa.

—Esto no tiene que ver con convertir a las muñecas en juguetes sexuales, ¿verdad?

—Por supuesto que sí, pero ésa es la parte fácil. Quiero mostrarte algo. Es interesante. Tienes que pagar la cuenta. Yo soy demasiado joven para tener una tarjeta de crédito y no me gusta llevar dinero encima a estas horas de la noche.

Milena conduce a Alex a través de la pelea envuelta en neón que es el Soho nocturno hasta llegar a una tienda de cómics. El aburrido skinhead de mediana edad que hay al otro lado de la caja registradora los saluda a través de una cortina de cintas de plástico, y Alex sigue a Milena por unas escaleras sin alfombra e iluminadas por un simple tubo fluorescente.

—Hay lugares como éste por todo el Soho —dice Milena—. Aunque pocos lugares son como la tienda del Dr. Luther. Es un especialista.

Hay un largo corredor con un suelo de linóleo agrietado que cruje bajo los pies de Alex. Repentinamente es consciente de la torpeza de su peso; es como un toro condenado siguiendo a esta niña pequeña, perplejo y aturdido, al matadero. Pasan junto a puertas con paneles de cristal deslustrado que muestran, en letras doradas a medio borrar, los nombres de extintas compañías de importación y exportación, consejeros financieros personales y sospechosos salones de aromaterapia y «relajación mental».

Al final del corredor se ve luz detrás de una de las puertas. Milena da unos golpecitos rápidos en el panel de cristal de la misma y les abre un hombre alto y ligeramente cargado de espaldas que los invita a pasar. La habitación está vacía a excepción de unas pocas sillas de plástico apilables y una mesa de metal, sobre la que descansa un arcaico ordenador personal de teclado. Una puerta medio abierta conduce a una habitación interior cubierta desde el suelo hasta el techo de azulejos blancos que brillan bajo una cascada de luces. Alex cree saber lo que hay detrás de esa puerta. Quiere verlo y al mismo tiempo no quiere.

—El Dr. Dieter Luther —dice Milena—. Hace lo que podrías llamar juguetes sexuales vivientes.

—Tú puedes llamarlos así pero yo no pienso hacerlo —dice el Dr. Luther.

El Dr. Luther es un hombre de casi cincuenta años, con un rostro cadavérico y al mismo tiempo hermoso, como el de un maduro actor católico. Lleva una bata verde de médico anudada a la espalda y guantes de látex desechables. Los guantes rechinan y crujen mientras se frota las manos bajo la barbilla y mira a Alex con ojos fríos y evaluadores.

—El Dr. Luther sirve a varias casas de dudosa reputación —dice Milena—. Su trabajo está muy bien considerado.

Se muestra prosaica sobre esto, una niñita de aspecto recatado que habla calmadamente sobre el comercio de la más depravada clase de sexo.

El Dr. Luther se permite esbozar una pequeña sonrisa.

—Hay un cierto número de cognoscenti que dependen de mis servicios, algunos de ellos, afortunadamente, situados en las altas esferas. No soy, supongo que lo comprendéis, un operador independiente pero, ¿quién lo es en estos tiempos?

Milena dice:

—Un día llegarás a serlo, Dieter. Lo sé.

El Dr. Luther enciende un cigarrillo, lo lleva a sus labios con un movimiento ostentoso, aspira y luego lo sostiene a la altura de su cuello, el filtro delicadamente sujeto entre el pulgar y el índice. Dice:

—Tengo planes, es cierto. Ámsterdam es una ciudad muy liberal y muy comprensiva. Aquí abundan cada vez más las así llamadas leyes morales. Bueno, joven, usted ya sabe cómo es. También es una especie de artista, por lo que he oído.

—Supongo que sí —admite Alex.

—El Dr. Luther está al servicio de la familia de Billy Rock —dice Milena.

Alex mira al Dr. Luther, que le devuelve la mirada con una sonrisa tenue y divertida.

—¿Qué estás tratando de decirme?

—No estoy tratando de decirte nada —dice Milena—. Te estoy dejando que aprendas. Saca de ello lo que te parezca.

—Milena le está probando —dice el Dr. Luther—. Así es como ella se divierte. Una niñita tan brillante y se aburre con tanta facilidad…

Su sonrisa ha aumentado un milímetro. No es una sonrisa agradable. Parece sugerir que el Dr. Luther es capaz de asomarse al interior del alma de Alex y no le impresiona lo que ve allí.

Milena dice:

—¡Eso no es verdad!

El Dr. Luther le dice a Alex:

—Ah, pero sí que es una cosita brillante, ¿no le parece? Única. Me ayudó mucho con las modificaciones de los chips de control.

—Lo estabas haciendo muy bien sin mí.

—Milena, cariño, si bien algunos de nuestros clientes están bastante contentos con, digamos, compañeras aquiescentes, existen muchos más que prefieren una respuesta a sus acciones. Milena —le dice el Dr. Luther— me mostró cómo reprogramar el chip. Ahora, si me perdonan, estoy bastante ocupado… Hay muchos pedidos, supongo que lo comprende.

—Conviertes muñecas en juguetes sexuales —dice Alex. Quiere terminar con esto. El sudor hace que le pique toda la cabellera.

—Por aquí —dice Milena, y toma a Alex de la mano. Su piel está fría y seca. Lo conduce a la habitación de los azulejos blancos, donde algo yace en una mesa de metal bajo una serie de brillantes luces.

Es como un niño calvo de piel azul. Es una muñeca. Parece llevar un vendaje verde sobre un taparrabos rojo, pero entonces Alex repara en el olor dulzón y ve cómo gotea sangre desde una esquina de la mesa sobre un cubo de plástico blanco. El vendaje verde del pecho es un lienzo en el que descansan diversos instrumentos quirúrgicos de acero inoxidable.

—Nada interesante —dice el Dr. Luther—. Sólo una reconstrucción vaginal estándar, la clase de operación que satisfaría el más profundo deseo de un travestido. Las muñecas están dotadas de una cloaca, como esos pájaros que luce usted de modo tan colorido, señor Sharkey. Desde el punto de vista de la mayoría de los clientes, ésa no es una entrada satisfactoria. Mire, por favor, si le interesa.

—¿Esperabas que vomitara o me desmayara? —dice Alex a Milena—. Siento decepcionarte.

—Vaya —dice el Dr. Luther—. Tanta cólera y tan repentina… Me quito el sombrero ante ti, Milena. Quizá le gustaría quedarse mientras le abro a esta cosa un nuevo año.

Al instante Alex está huyendo por el corredor, dando traspiés, y Milena va detrás de él, llamándolo. Está a punto de caerse por las escaleras y los clientes que hojean las filas de cómics le lanzan miradas sorprendidas mientras pasa a su lado. Fuera, vomita tarta de queso macerada y pizza sobre la cuneta. Escupe y se limpia la boca en el revés de la mano. El calor de la noche es como un vendaje apretado en su frente.

Detrás de él, Milena dice:

—No me disculparé por el Dr. Luther. Me es necesario.

Alex se vuelve.

Milena se encara con él con aire desafiante, frío, con un aplomo que no corresponde a sus años. Dice:

—Si quieres saber por qué lo necesito, será mejor que vengas conmigo. O puedes volver a casa y esperar a Billy Rock o a Doggy Dog para cerrar tu parte del trato.

Se aleja caminando y al cabo de un momento Alex la sigue. Ella dice, sin mirar a su alrededor:

—El Dr. Luther hace las muñecas a medida, dándoles vaginas o construyendo otros orificios más originales. Algunos de sus clientes tienen gustos muy raros.

Alex dice:

—El Dr. Luther es uno de los sujetos más raros que me he echado a la cara.

—Es muy inteligente y también un psicópata en potencia. Creo que la cirugía es lo único que mantiene a raya su desequilibrio. Pero cuenta con un suministro regular de muñecas y me permite experimentar con sus chips de control. A cambio, por supuesto, de conocimiento. Me ha permitido que lo visitara contigo porque le prometí que le suministrarías el cóctel de hormonas necesario para proporcionarles características sexuales secundarias, grasa bajo la piel, senos de verdad, esa clase de cosas. Tienen pensado abrir su propio burdel. Por el momento, no es más que un intermediario.

—Doggy Dog no sabe nada de esto, ¿verdad?

—La verdad es que es muy estúpido. Y Delbert, aunque se esfuerza mucho, no es más inteligente. No son conscientes en absoluto del alcance de los intereses comerciales de la familia de Billy Rock.

—¿Qué les ocurre a las muñecas? Las que modifica el Dr. Luther.

Por fin, Milena se vuelve para mirar a Alex. Se encuentran en el extremo occidental de la calle Gerrard, junto al portal de Chinatown. Los luchadores de los cuchillos y la multitud han desaparecido, dejando tan sólo un montón de serrín manchado de sangre.

Milena dice:

—Las muñecas son usadas y descartadas. Los clientes a los que sirve el Dr. Luther tienen intereses muy especiales. Estás escandalizado. ¿Necesitas saber más?

—¿Por qué estás haciendo esto?

Milena adopta una pose. Las luces parpadeantes de un centro recreativo cercano trocan por azul el blanco de su piel.

—Para liberarlas. ¿Quieres ir a Utopía? Yo puedo llevarte allí. Todos los elementos de la nueva era se encuentran a nuestro alrededor y yo los estoy reuniendo. Algunos deben sufrir para que otros sean libres. Pero no es como si las muñecas fueran humanas. Ni lo serán, porque yo haré de ellas más que eso. ¿Estás a mi lado o no?

Alex sabe entonces que están unidos, por lazos de sangre y por su mutua sed de conocimiento. Sabe por qué lo eligió ella y sabe también que está perdido. Por supuesto, ella podría haberle hecho algo para que se sintiera de esa manera durante esas horas que no recuerda, después de que él llamara al timbre de su puerta, pero este pensamiento es sólo un parpadeo y se esfuma. No importa.

—Sí —dice—. Sí.

—Bien —responde Milena. Bosteza, tan voluble en su inconsciencia como un gato—. Ahora tengo que volver a casa.

—Te acompaño.

—No es necesario. De hecho, preferiría que no lo hicieras. Me vigilan.

—¿Doggy Dog?

—Mi compañía. No confían en mí. Creen que estoy trabajando en mejorar los sistemas de control de las muñecas. Los chips de control que les hacen hacer aquello que necesitamos que hagan, que estimulan su inteligencia. ¡Si ellos supieran, querido Alex!

—¿Quién eres, Milena?

—Soy algo nuevo, como las muñecas. Mi compañía me creó, podrías decir, aunque todavía no saben muy bien lo que han hecho. Soy más inteligente de lo que ellos creen y tengo la intención de vivir para siempre. ¿Cuánto has avanzado con la síntesis?

—Dentro de un día podré entregarte lo que necesitas. Las bacterias están creciendo. El siguiente paso es recolectar y purificar su producto.

—Eso está bien —dice Milena—, porque puede que no tengamos mucho más tiempo. No me sigas —añade antes de alejarse caminando y desaparecer entre la gente que pasa andando a grandes zancadas bajo las cristaleras brillantemente iluminadas de los restaurantes de Chinatown.