10

Leroy

El garito de Leroy está casi vacío. El negocio sólo empieza a animarse después de que hayan cerrado los pubs y todavía no son ni las diez. Al otro lado del mal iluminado sótano, unos pocos ancianos se reúnen alrededor de la mesa de billar, los rostros entrando y saliendo de la luz que despide la lámpara que pende sobre el brillante rectángulo verde de la mesa. Otros dos clientes están jugando al dominó en una de las mesas cuadradas de formica; los golpes de sus fichas se elevan por encima del murmullo de la televisión que cuelga sobre la barra.

Leroy Edwards se encuentra al otro lado del mostrador y, cuando ve aparecer a Alex en las escaleras, agita una botella de zumo de tomate, la abre y vierte su contenido en un vaso de tubo sin necesidad de que le diga nada.

—Tu madre se pasará más tarde —dice Leroy.

Alex dice:

—Venía a hablar contigo.

El fuerte sabor del zumo de tomate, aderezado con salsa Worcester, se abre camino a través del aroma de la sangre de su labio partido. Le duele ligeramente la mandíbula.

Leroy dice, con un guiño burlón y un exagerado acento isleño:

—¿Qué es lo que quieres, chico blanco? ¿Has bajado a comprar algo de hierba? Siempre tengo Dragón Holandés, pero para ti quizá podría conseguir un poco de genuina maría de las montañas de Jamaica. Parece que esta noche te vas de marcha. ¿Esa camiseta es nueva?

—Sí, tengo una especie de cita más tarde.

—Pero primero vienes a ver a tu viejo tío Leroy ¿Cuál es el problema? Veo que alguien te ha partido la boca. Ya era hora.

Leroy tiene más de sesenta años y está casi tan gordo como Alex, pero todavía sigue siendo fuerte y estando alerta, y además es una especie de héroe local. Se ha remangado su camisa blanca por encima de los bíceps. Sus antebrazos muestran tatuajes carcelarios de color azul, muy borrosos, hechos con tinta de bolígrafo y una aguja de coser. Lleva el canoso cabello muy corto, tiene la coronilla calva y su nariz es tan chata que sus fosas nasales son poco más que sendos pliegues. Alguien se lo hizo con un bate de béisbol y Leroy, sangrando y chillando como un cerdo herido, le arrebató el bate al tío y le rompió ambos brazos. Alex conoce esta historia y otras cien. Leroy y Lexis eran amigos ya antes de que Alex naciera, lo cual, de no ser por su cabello rojizo y su palidez de hombre de las cavernas, hubiera hecho que se formulase algunas preguntas.

Lexis empezó trabajando para él en el pub que poseía en la carretera de Brixton. El Armas Comerciales, un utilitario palacio de ladrillo construido en los cincuenta, con una barra tan desgastada que parecía como si alguien la hubiese molido a golpes, suelo de madera y paredes de azulejos blancos. Leroy fue músico antes de convertirse en tabernero y todavía conserva una caja con sencillos de vinilo de 12 pulgadas de su único éxito, una canción marchosa y melosa con un cierto aire a Lover’s Rock que le proporcionó el número 26 en las listas de éxitos en 1983. Utilizó los royalties que le proporcionó para adquirir el Armas Comerciales.

Durante los setenta y principios de los ochenta, el pub fue un lugar importante en el mundo del punk y del ska —los Clash y los Specials tocaron en él algunos de sus primeros éxitos—, pero perdió la licencia de conciertos justo después de que Leroy se convirtiera en el propietario. A mediados de los ochenta fue el centro de una revuelta cuando los idiotas del Frente Nacional trataron de organizar una marcha a través de Brixton. Hubo otra revuelta a finales de los noventa, después de que se disolviera una manifestación contra la policía armada en la que hubo cinco mil policías frente a diez mil manifestantes. Aquélla era la época en la que los simpatizantes del Frente Nacional tenían la costumbre de pasar por Brixton en coches robados, disparando al azar a los transeúntes. El pub fue clausurado en dos ocasiones y alguien trató de quemarlo durante las celebraciones del Milenio, uno de los más de diez mil incendios premeditados que sufrió Londres aquella noche, y que a punto estuvieron de recrear el Gran Incendio.

Leroy logró conservar el pub contra viento y marea durante veinte años. Su padre había llegado en los cincuenta, cuando los jamaicanos eran objeto de un reclutamiento activo para paliar la falta de mano de obra que sufrió el país después de la guerra, y trabajó en el metro hasta que lo privatizaron, dos años antes de su jubilación. El padre de Leroy lo sabía todo sobre el trabajo duro y la perseverancia, pero su pensión fue privatizada junto con todo lo demás y no tardó en menguar hasta convertirse en una suma irrisoria. Entonces murió su mujer y, como tantos otros jamaicanos de su época, asqueado por la oleada de racismo abierto que se vivía en el país, tomó el billete de vuelta a su hogar.

Leroy se quedó. También él sabe algo sobre la perseverancia. Cuando las cosas empezaron a empeorar, le resultó cada vez más difícil reunir el dinero de la protección que le demandaban las Nuevas Familias de las Tríadas, que se habían refugiado en la zona sur de Londres después de que la República Popular China recuperase Hong Kong. Finalmente, las Tríadas hicieron lo que no había logrado el incendio del Milenio y quemaron su pub la noche de un sábado, cuando estaba abarrotado de clientes. Cinco personas murieron entonces y Leroy pasó algún tiempo en prisión.

Desde que Alex lo conoce, Leroy lleva jurando que algún día se retirará a las islas. Pero aquí está, a punto de cumplir sesenta y dos y sólo ha salido de Londres dos veces en toda su vida: una vez cuando lo trasladaron a la cárcel de Leeds después de que la de Scrubs se quemara hasta los cimientos; y otra cuando fue a Jamaica para acudir al funeral de su padre.

Ahora Lexis trabaja para él en el garito, un barucho sin licencia para vender bebidas alcohólicas que ha tenido tres direcciones diferentes en los últimos cinco años. En cada traslado, Leroy se ha llevado consigo la pesada mesa de billar con tapa de pizarra, los dos bandidos mancos y la vieja gramola de neón color púrpura para CD. Su clientela está formada en su mayor parte por jamaicanos de segunda o tercera generación, residentes en Brixton, de clase media, dueños de pequeños negocios: empresas de minitaxis, tiendas de ropa o de electrónica, garajes, tiendas de licores. Hay incluso un médico y un abogado o dos. Tratan al garito como una especie de club privado y ayudan a mantener a Leroy a buenas con la Policía. Alex ha conocido a la mayoría de ellos durante la mayor parte de su vida.

Leroy le sirve otro zumo de tomate y dice:

—Cuéntame lo de ese golpe que tienes en la boca, chico blanco. ¿Quién te lo ha hecho? No me digas que te lo hiciste con la puerta del frigorífico porque puedo ver la marca que te ha dejado el anillo del tío. ¿Le diste una buena razón?

—Estaban tratando de asustarme. Ponme unas patatas de ésas, las que tienen sabor a gamba. Éste es el único sitio que conozco que todavía las vende.

—¿Tiene que ver con algún negocio que se ha fastidiado? Alex, Alex, pensé que estabas haciendo un poco de dinero fácil jodiéndoles la cabeza a los discotequeros ricos. Pensé que eras lo suficientemente inteligente como para mantenerte alejado de los problemas. Le vas a romper el corazón a tu pobre madre.

—De hecho, es por Lexis por lo que he venido a verte.

A regañadientes, Alex le cuenta a Leroy lo de la amenaza de Doggy Dog.

Leroy reacciona con furia.

—Esta vez sí que la has jodido al traer esta mierda a la puerta de tu madre.

—Yo no lo he buscado —dice Alex, consciente de que su voz resulta poco convincente—. Pensé que quizá ella pudiera quedarse contigo durante un par de días. Para entonces todo habrá terminado, te lo juro.

—Dijiste que te mantendrías dentro de la ley. Lo recuerdo perfectamente porque el día que lo dijiste fue el día en que saliste de la cárcel.

Alex se mete un puñado de patatas en la boca y dice mientras las mastica:

—No es nada ilegal. Eso sí puedo decírtelo. Sabes que nada de lo que he hecho ha sido estrictamente ilegal.

—Recuerdo que antes la hierba era ilegal —dice Leroy.

—Sí, pero la mierda que yo hago no es una droga. Sólo estimula algunas células de tu cerebro como si te hubieses metido alguna droga. Además, ¿cuándo fue la última vez que tú pagaste impuestos?

—No te pases de listo, chico blanco. No soy tan viejo como para no poder aplastar tu culo gordo.

Alex extrae los últimos fragmentos de patatas del fondo de la bolsa, se chupa los dedos para limpiarse la grasa y se los seca en la camiseta.

—Listo. Eso es lo que soy. Lo que he sido toda mi vida. Me ha traído hasta donde estoy.

—¿Con un moratón hinchado en el labio inferior y una madre amenazada de muerte? En momentos como éste me alegro de ser un estúpido.

—Ésa es la última cosa que yo te llamaría, Leroy.

—Pero la maría… eso sí que es algo natural. Es una hierba, algo que el mismo Dios creó para que lo utilizáramos. La mierda que tú haces, Alex, es cosa del diablo. Así fue como el mundo acabó jodido.

—Pasa de mí, Leroy. El mundo estaba jodido mucho antes de que yo naciera. Los virus sicoactivos hacen que las células hagan lo que hacen normalmente, sólo que de una manera más coordinada. ¿Qué es más natural que eso? Aquí estás tú, vendiendo alcohol, ¿y sabes por qué? Porque los microorganismos de tu estómago producen alcohol como un subproducto de sus actividades metabólicas y como consecuencia de ello hemos desarrollado la capacidad de metabolizarlo. Nuestros cerebros están capacitados para procesar las drogas sicoactivas porque necesitan productos químicos sicoactivos producidos de manera natural para funcionar adecuadamente. Existe una teoría que asegura que la inteligencia y el lenguaje evolucionaron porque, cuando nuestros antepasados monos recolectaban su comida en las llanuras de África, se colocaban comiendo setas que crecían en la mierda de los herbívoros. Se volvieron listos porque ésa era la única manera que tenían de comprender las alucinaciones que las setas les provocaban. Mis virus no hacen nada antinatural. Sólo potencian lo que ya está ahí.

—No sé una palabra de todo eso —dice Leroy con tozudez—. Todo lo que sé es que eres un chico listo con una boca lista y que no estás haciendo nada por mejorar el mundo. Nadie lo hace en este país. Puede que sea hora de que…

—… te retires a las islas. Puede que un día, Leroy, yo haga algo por mejorar el mundo.

—En tus sueños —dice Leroy—. Para ser un chico listo, Alex, eres un poco tonto. Siempre lo has sido. Te crees que puedes tomar siempre lo que quieres sin deber nada. Eres un chico blanco y listo y te crees que conoces las calles porque te relacionas con algunos macarras. Crees que puedes jugar a ser Dios, pero éste es el mundo real y te dará un buen golpe en las costillas si no te preocupas de ti mismo. El mundo no funciona con sueños.

—Aún no. ¿Vas a vigilar a Lexis? ¿Te asegurarás de que está bien?

—Puede quedarse en mi casa. Siempre que no se traiga a su novio.

—Ya, lo he visto.

—Algo en él me recuerda a ti, chico blanco.

—Eh —dice Alex, dolido.

Leroy alza un dedo, fija su mirada sobre la de Alex. Tiene ese aire severo e inmisericorde de profeta-en-el-desierto. Dice:

—La vigilaré, pero no puedo vigilarte a ti. Si te pasa algo, a tu madre se le partirá el corazón. No sabes lo duro que fue para ella cuando estuviste entre rejas.

Alex se termina el zumo de tomate.

—Tengo que ir a un sitio. Escucha, no te preocupes. Y no dejes que Lexis se preocupe, ¿vale? Ya te he dicho que no estoy haciendo nada ilegal. Confía en mí, Leroy.

—Ya lo hice una vez —grita el viejo detrás de él.

Leroy sigue enfadado, pero Alex sabe que se calmará pronto. Lo único que pasa es que Leroy no ha cambiado con el mundo, piensa Alex, razón por la cual está siempre tan enfadado. Razón por la cual se esconde en el sótano, donde cada noche es exactamente igual que la anterior, y el tiempo podría haber retornado a los viejos días de la carretera de Brixton, el viejo siglo podría no haber terminado y Leroy podría seguir siendo un respetable comerciante y propietario en vez de un ex presidiario condenado por doble asesinato.

Lo que hizo Leroy después de que el Armas Comerciales fuera destruido por una bomba incendiaria, la cosa que lo convirtió en un héroe local, fue buscar a los dos pandilleros a los que se había pagado para que lo hicieran, derribarlos a golpes, encerrarlos en el interior de su Mercedes SL500 color plata y quemarlo. Leroy tiene un sentido bíblico de la justicia.