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Vida artificial

Alex descubre que no puede sentarse. Merodea por el gran almacén y de pronto se descubre dándole patadas a las paredes de bovedilla con sus botas de albañil con puntera de acero, ardiendo por dentro con una rabia que se consume tan deprisa como ha aparecido. Tiene trabajo que hacer. El trabajo es el disolvente universal de las preocupaciones.

Comprueba el secuenciado de los genes mutados y luego enciende el incubador PCR. Dentro de un día, las reacciones en cadena de las polimerasas, impulsadas por los ciclos de encimas replicantes de ADN sensibles a la temperatura, repetidos una vez tras otra, habrán producido millones de copias de las cadenas de ADN que codifican el conjunto de encimas capaces de generar las hormonas. Tendrá las copias suficientes como para garantizar una inserción con éxito en un plásmido, que a su vez será insertado en una célula de Bacillus subtilis. Una vez que le haya insertado un gen activo, la bacteria se transformará en una factoría química que producirá el producto deseado. El plásmido particular que Alex pretende utilizar subvertirá la maquinaria productora de proteínas de la bacteria si se le suministra triptófano al cultivo. En lugar de producir los centenares de proteínas necesarias para crear nuevas bacterias, éstas generarán tan sólo las enzimas que producirán las extrañamente diferenciadas hormonas sexuales de las muñecas. Dos días en el exterior y el trabajo estará terminado.

Alex abre un paquete de raciones del ejército malayo —curry de plátano, joder— y la introduce en el microondas. Mientras devora a cucharadas el arroz y la pasta agridulce con sabor a plátano, piensa en el paquete de datos que la niña descargó en el buffer de su sistema. Consigue abrirlo, dijo ella, y yo lo sabré y podrás volver a ponerte en contacto conmigo.

Es arriesgado, pero abre un cartón de Pisant y se pone manos a la obra. Después de todo, no puede volver a la casa y aporrear la puerta sin más, no después de lo que pasó la última vez.

De hecho, desencriptar los datos resulta de una facilidad insultante. Después de descomprimir el paquete, pasa un depurador por las densas líneas de código que, definitivamente, son los genes algorítmicos de alguna clase de criatura de vida-a. Enterrada entre ellas hay una línea no operacional. La extrae y convierte el código binario-hexadecimal en ASCII. Es una dirección de la Web.

—Alfred Russell Wallace, supongo —musita Alex.

Él mismo podría haber encriptado la dirección en media docena de maneras más sutiles. O bien la niña es una ingenua o bien quiere que él piense que lo es. No sabe cuál de las dos alternativas le parece menos mala.

Sin embargo, ella es el único camino que conduce al intrincado corazón de este problema, de eso está seguro. Y si es quien asegura ser, esta criatura de vida-a que le ha entregado resolverá el problema de los parásitos de los vagabundos de margen.

Después de algunos contratiempos, Alex logra cargar copias de la nueva criatura en su ecosistema de vida-a. Sólo unas pocas en una zona concreta porque, si resulta ser alguna clase de devorador de sistemas, puede que logre cauterizar las copias antes de que se hayan expandido demasiado. Entonces se pone su visor de RV, se reclina en el asiento y observa.

El sistema de vida-a cuenta con diferentes niveles de supervisión. Alex conecta la visión global, en la que los diferentes organismos aparecen como iconos de formas diversas cuyo color indica la cantidad de energía que poseen. Parece estar suspendido sobre un mundo verde y arrugado que rebosa puntos luminosos de colores. Los verdes márgenes del mundo están claramente definidos contra el vacío negro en el que flota. Los puntos palpitan y centellean conforme, con cada tictac del reloj del ecosistema, los organismos de vida-a examinan y reaccionan a la densidad del fluido de información y a las configuraciones de otros organismos en sus proximidades.

Hay casi doscientas especies diferentes, casi el límite estable para este tipo de ecosistema de vida-a. En la actualidad, los fanáticos de la vida artificial más avanzados prefieren los sistemas PondLife, pequeñas cantidades de agua simulada rebosante de protozoos, bacterias, algas y virus simulados en los que los procesos de Real Life se modelan a escala molecular. El ordenador de Alex carece de la RAM necesaria para gestionar tal complicación a más velocidad de la geológica y, además, disfruta con la ilusión de ser un dios microcósmico que flota benignamente sobre su mundo plano.

La mayor parte del ecosistema de vida-a de Alex se ha estabilizado como una especie de pampa de poblaciones de crecimiento rápido de pequeños plantoides, organismos que se alimentan de la densidad del flujo de bits de la misma manera que las plantas se alimentan de luz de sol, aire y agua. Aquí y allá hay islas de maleza enmarañada formada por cosas como helechos, y justo al lado del centro se extiende una franja de jungla de tres pisos, donde una caleidoscópica variedad de enormes plantoides recicla intensamente una densidad de bits demasiado baja para sostener la pampa.

A escala global, esta jungla es una borrosa excentricidad en la regularidad llana del ecosistema: los bichoides, semejantes a animales, se reducen a iconos de veinte bits. Algunos se mueven lentamente, en manadas: herbívoros que se alimentan directamente de los plantoides. Los depredadores que se alimentan del espacio de información que codifica a otros bichoides siguen trayectorias solitarias. Aquí y allí hay masas de racimos palpitantes, cuyos colores alternan entre el brillante rojo de los extremos hasta el negro absoluto y mate del centro, pasando por el verde y el añil.

Los nuevos bichoides, copos de nieve amarillos con patas ganchudas, no se reproducen, o no lo hacen de una vez. Tampoco se alimentan, o no lo hacen de una vez. En su lugar, se apartan del lugar del espacio que Alex les asignó y se mueven en diferentes direcciones hacia el margen más cercano del ecosistema.

Alex ha descargado cuatro de ellos. Uno se lanza directamente hacia una colonia de racimos palpitantes y es absorbido. Los otros alcanzan el margen, que en este sistema es una frontera real, y empiezan a recorrerlo. En varias ocasiones, los nuevos bichoides interaccionan con parpadeantes puntitos, que deambulan por los márgenes recogiendo los detritos que dejan criaturas más activas, pero no llegan a tocar a los puntitos, a pesar de que su energía resplandece con un rojo brillante. En dos ocasiones, los nuevos bichoides evitan los extendidos cilios de vagabundos de margen sanos… y entonces uno de éstos logra capturar a uno, éste desaparece y el vagabundo de margen cambia su color del verde al naranja.

Quedan dos. Alex empieza a preguntarse qué hacen esas cosas, cuando una de ellas se cruza en el camino de un vagabundo de margen que arrastra un cerdi… y el nuevo bichoide devora al vagabundo de margen y a su parásito, se vuelve de color rojo y se divide en dos.

Después de que Alex ha vigilado durante media hora, avanzando y retrocediendo en su silla giratoria para poder contemplar el mundo entero, está bastante seguro de haber comprendido cómo operan los nuevos bichoides. Sólo pueden ingerir aquellos vagabundos de margen que han sido debilitados por la infección de los cerdi parásitos. Por lo demás, cualquier otra cosa puede comérselos a ellos y, dado que parecen sentir una atracción por los lindes del mapa virtual, donde los vagabundos de margen son los depredadores dominantes, lo más normal es que sean presa de los vagabundos de margen sanos. No obstante, su población está aumentando a expensas de la de los vagabundos de margen parasitados, y Alex está bastante seguro de que se acabará por alcanzar un equilibrio en el que el número de los vagabundos de margen, los cerdi y los nuevos bichoides oscilará en torno a un extraño atractor en una interacción compleja pero dinámicamente estable.

Alex se quita las gafas y envía un mensaje a la dirección Web que se escondía entre los códigos de vida-a. Apenas ha terminado de escribir cuando suena el teléfono. Responde y la niña pequeña le dice:

—Casi es la hora.