Llegada de un tifón
Un timbre está sonando en alguna parte, eléctrico e insistente. Alex está de pie frente a una pintura al óleo de grandes dimensiones con un pesado marco dorado, tan cerca que su nariz casi toca la rugosa y barnizada superficie. Alguien lo toma del brazo y le dice, diplomática pero firmemente, que tiene que retroceder un paso.
—Tendrá que apartarse, señor —vuelve a decir el guardia al tiempo que la presión de su mano se hace más intensa. Su otra mano está cerca del táser que lleva en la cadera.
Alex balbuce una disculpa, da un paso atrás sobre la barandilla de latón y pisa la gastada alfombra marrón del otro lado. Las demás personas que se encuentran en la galería se apartan, aburridas ya del insignificante incidente, ese muchacho gordo de aspecto perplejo, vestido con un guardapolvo y unas botas naranja de albañil que mira fijamente… ¿el qué?
Uno de los paisajes de tormenta de Turner, en el que el sol se hunde a través de una nube de rojos y dorados difusos y magníficos y un barco zozobra perdido en medio de todo ello.
El Slaver arrojando por la borda a los muertos y los moribundos —Llegada de un tifón.
Alex ofrece al guardia su mejor sonrisa de comemierda y dice:
—Es que es un cuadro tan maravilloso…
El guardia es un hombre alto y duro de unos cincuenta años, muy tieso en su camisa azul claro abotonada hasta el cuello y sus pantalones grises. Su táser es de los que dejan cicatrices permanentes.
Dice:
—Es una obra perteneciente a su mejor período de pinturas al óleo. Pero permanezca a este lado de la barandilla, señor o tendré que echarlo.
—Seré bueno —le promete Alex.
Lo que querría preguntar es cómo es que está aquí, pero eso supondría problemas.
Mientras recorre las atestadas salas de la galería, registra sus bolsillos hasta encontrar el tíquet. Marca las 14:32. Mierda, han pasado más de tres horas.
Fuera hace un calor sofocante. El aire está empapado de humedad, y el cielo tan vacío como una hoja de papel blanco. El tráfico avanza a paso de tortuga a ambos lados de Trafalgar Square y el muñón destrozado que es la Columna de Nelson, que muestra todavía las negras abrasiones de la explosión que la derribó hace cinco años. Unos veinte estudiantes se manifiestan bajo la serena mirada de uno de los leones de bronce de Edwin Landseer. Se cubren con máscaras caricaturescas de la Primera Ministra o con capuchas de tela roja o negra en la que se han abierto toscos agujeros para los ojos. Un agente de policía está grabando abiertamente la manifestación. La policía dobla en número a los manifestantes. Alex está demasiado lejos como para poder escuchar los cánticos que entonan a voz en grito los estudiantes o para leer los eslóganes que rezan sus camisetas. Entonces uno de ellos levanta una pancarta que muestra el rostro azul y simiesco de una muñeca sobre el que se han dibujado unos grilletes rotos, y Alex no puede evitar sonreír ante la ironía.
La muñeca de combate, su furia imbécil. Las mascotas preferidas de los ricos. Las negras figuras que se ahogan en la esquina del cuadro de Turner, un brazo o una pierna sobresaliendo de las agitadas olas, donde peces de pesadilla pelean por alimentarse de la carne. Mierda, ni siquiera le gusta Turner.
Mientras su estómago gruñe lleno de ácido, Alex encuentra un puesto de pizza y se come seis porciones cargadas de cebollas, anchoas y pepperoni. Una cosa que no ha hecho durante esas horas que no recuerda ha sido comer, aunque en uno u otro momento se ha fumado el último cigarrillo que le quedaba. Se compra un nuevo paquete, camina más allá de las barreras que protegen el West End al caer la noche, pasea en medio del calor, la humedad y el hedor hasta llegar a la carretera de Charing Cross y entonces regresa, pasando junto a librerías de segunda mano donde las gangas estallan en hosannas blancas desde las estanterías de madera, junto al clausurado teatro de Cambridge Circus, junto a las filas de tiendas asaltadas o quemadas donde los vagabundos y los desposeídos se esconden entre las mantas y los carritos de la compra, llenos con fardos de ropa envueltos en plásticos negros y rasgados.
Alguien está registrando los bolsillos de un niño muerto que yace tendido de bruces sobre la calle. La sangre se acumula bajo la cabeza del pequeño. Abatido a tiros por vigilantes o por otros niños vagabundos. El hombre trata el cuerpo con una extraña delicadeza mientras lo hace girar sobre el costado para buscar en los bolsillos delanteros. Tres vagabundos han levantado una especie de campamento en el portal cerrado de una tienda medio destrozada. Se acurrucan bajo su pequeña sombra y observan a los transeúntes. Cuando Alex los mira, uno le hace un gesto insultante con el dedo. Otro tose trabajosamente en un pedazo de papel: tuberculosis viral.
Hay un garito clandestino en otra de las tiendas en ruinas, con una radio que escupe el último éxito pop llegado desde Pekín. Alex compra un par de pastillas de Tranqui-Z al delgaducho y nervioso muchacho de la mesa de la esquina. Las pastillas están envueltas individualmente en tiras grasientas de plástico. Alex se traga las dos en seco y sigue su camino mientras espera a que le hagan efecto. Necesita algo que le mantenga la cabeza clara.
Recuerda haber visto a Doggy Dog y a la niña pequeña y recuerda haberse puesto en pie después de que se hubieran marchado, sintiendo un mareo en su cabeza empapada de sudor. Recuerda la sensación de mareo y con ella el destello de una habitación completamente blanca, llena de juguetes que marchaban adelante y atrás y una mujer, una mujer de pie. Alguien había dicho algo en ese momento. Un nombre.
Ahora pronuncia el nombre en voz alta, saboreando las sílabas en su boca:
—Niñera Greystoke.
Nadie le presta atención, no cuando a menos de veinte metros de distancia hay tres vendedores ambulantes que ofrecen a voces su mercancía, una anciana que agita el puño en dirección al ensordecedor tráfico y un hombre que orina contra una farola y musita, mientras su cabeza tiembla con tanta fuerza que su enmarañado cabello se agita de un lado a otro sobre su mirada vacua. Probablemente, su cerebro ya no es más que una esponja afectada por los últimos estadios de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob.
Una mujer preciosa, ataviada con un carísimo y gaseoso mono ajustado, camina a través de todo ello con regio desdén, seguida por una muñeca de piel azul a la que lleva de una cadena, y un guardaespaldas armado. La muñeca viste pantalones de seda roja y unas zapatillas Arabian Nights doradas con tacones en espiral. Sus pezones, negros y planos, están perforados por anillos. Mira adelante y atrás mientras trota detrás de su dueña. Sus castaños ojos son tristes y humanos.
Alex piensa que no está loco. Está seguro de eso porque recuerda la locura desde el interior, la estimulante velocidad y el invulnerable y seguro impulso de la locura. Puede que esté confuso, pero no está loco. Algo le ocurrió y no puede recordar lo que fue. Se marchó y luego regresó.
Quizá alguien lo haya infectado con una variedad defectuosa de lo que la gente empieza a llamar fembots, pequeños robots moleculares formados por diminutas esferas y diminutos tubos alimentados con tierras raras. Verdadera nanotecnología que no puede denominarse de esa manera porque alguna compañía americana que fabrica unos toscos parásitos mecánicos diez veces más grandes ha patentado el término. Existen fembots que pueden crear recuerdos falsos. Puede que el destello medio recordado de unos juguetes marchando alrededor de la mujer en la habitación blanca sea un recuerdo falso, generado a partir de paquetes de ARN insertados en ciertas neuronas corticales de su cerebro. O puede que sea parte de una regresión provocada por una droga con la que Alex se contaminó inadvertidamente mientras trabajaba con el Mago… Pero Alex desdeña esta posibilidad porque sabe que es un alquimista demasiado bueno como para cagarla de esa manera. El Mago lo instruyó bien. Sólo un pellizco de alguna de la mercancía que ha ayudado a fabricar hubiera podido matarlo diez o veinte veces antes de que la cortaran. Recuerda el cuidado que ponía el Mago para cortar cada hornada de forma individual, mezclándola con diferentes impurezas para que nadie pudiera seguir su pista hasta un único laboratorio.
Lo que debería hacer, piensa Alex, es acudir a una clínica para que escudriñasen su sistema nervioso con un escáner en busca de los racimos de átomos de tierras raras que indican la presencia de fembots, y luego someterse a una terapia universal para librarse de ellos. Sólo que ahora mismo no puede costeársela.
Se sumerge en la abarrotada estación de metro de Leicester Square, encuentra a un camello entre la multitud y, después de un breve regateo, compra una tarjeta de transporte de segunda mano por el veinte por ciento de su valor nominal. Aquí abajo, los indigentes están por todas partes: trabajadores cuyas habilidades se han vuelto irrelevantes; gente que nunca ha tenido un trabajo, algunos de ellos cerca ya de la edad de jubilación; desechos de la clase media destruidos por la mala suerte o la mala salud. Muchos exhiben las etiquetas negras y amarillas de los refugiados contaminados por la catástrofe de Sellafield, aunque una gran proporción de éstos, a despecho de las muy realistas llagas supurantes que lucen en brazos y piernas, son mendigos profesionales que se hacen pasar por víctimas de la radiación.
Alex lucha por abrirse camino en las estropeadas escaleras mecánicas. Antes de haber llegado al fondo del primer rellano ya está empapado en sudor. Leicester Square fue una de las primeras estaciones en ser invadida por los indigentes y hay gente que vive en chabolas permanentes en los corredores, y más aún en las plataformas.
El ruido resulta increíble y el hedor aún peor. Alex respira profundamente para apagar su sentido del olfato. Los pasajeros deben abrirse camino entre los habitantes del metro, que parecen ajenos al caos que los rodea, como si el mundo fuera una televisión y estuvieran viéndola desde la privacidad de sus propios hogares. Desde sus chozas se alzan cables trenzados hacia ventanillas de acceso que conectan con empalmes ilegales de las líneas de electricidad, teléfono y televisión por cable. Algunos de los más ingeniosos ofrecen llamadas a larga distancia a una fracción de su precio real, o cintas con películas mal grabadas, o juegos y bancos de datos que sólo un loco descargaría en su ordenador. Más allá, en Temple, en las dos plataformas de la Línea Circle se alinean las casetas de los cambistas de moneda del mercado negro.
Aquí, muchos de los habitantes del metro han erigido improvisados tabiques alrededor de sus dos metros cuadrados de plataforma, aunque estos tabiques apenas alcanzan a esconder unas vidas que se viven allí mismo, en público: una mujer que da el pecho a un bebé; una anciana que se mete gachas a cucharadas en la boca desdentada; una familia sentada en sillas de plástico alrededor de un parpadeante televisor, como si fuera una hoguera de campamento; una niñita diminuta que están bañando en una palangana de plástico, la piel tan pálida que casi pueden verse los órganos que palpitan en su hundido estómago. Unos ratones diminutos y negros huyen de una papelera mientras un anciano envuelto en deshilachados harapos la revuelve; bajo la plataforma, más ratones corren entre los raíles grasientos.
El tren tarda en llegar. Alex observa los brillantes anuncios pegados en las paredes de la estación e ignora a los niños que de vez en cuando agitan sus mugrientas manos delante de su cara. Empieza a dar y nunca dejarás de hacerlo. Desde el colapso del estado de bienestar y la huida desde el norte, casi la mitad de la población de Londres está compuesta por refugiados indigentes que viven en los túneles del metro, en las calles, en torres de apartamentos abandonadas y en edificios de viviendas que nadie se molesta en derribar.
Lexis peleando para mantenerlos juntos a Alex y a ella, dos náufragos flotando en un mar hostil. Alex siente una patética oleada de gratitud: el Tranqui-Z empieza a hacer efecto.
El tren entra con estruendo en la estación, levantando delante de sí una oleada de aire caliente y fétido. Todos los vagones están abarrotados. Alex se queda de pie y mientras más y más gente se agolpa a su alrededor, pierde incluso este apoyo. Sus pies abandonan el suelo mientras es alzado en vilo por la presión de los pasajeros. En alguna parte del vagón, una mujer empieza a gritar. Puede que alguien la esté violando o robando pero, ¿qué puedes hacer?
Al llegar a la siguiente estación, las puertas del metro no se abren. La gente empieza a murmurar, a gruñirle al sistema al reposado modo británico, a la conspiración sin rostro que controla cada aspecto de sus vidas. Alex escucha cómo alguien dice que ha habido una explosión en Aldgate; otro añade que la emisora de la BBC en Portland Place ha sido atacada con un coche bomba que se ha estrellado contra las puertas.
Alex piensa en lo que Perse le contó sobre una bomba en Heathrow y en el mismo instante, apenas a un palmo de su cara, un hombre aterrorizado está tratando de abrir a la fuerza las puertas del vagón tirando de las pestañas de plástico. Hay un sonido sordo y el rostro del hombre choca contra el cristal mientras algo estalla en la parte trasera de su cabeza. El Tranqui-Z hace que a Alex le parezca un mal efecto especial, demasiado repentino para ser convincente.
Un policía, el rostro oculto tras un visor negro de espejo, golpea la puerta con la culata de la pistola. La gente del interior, Alex incluido, se encoge y se aparta. El tren se pone en marcha con una sacudida y lanza su prolongado y creciente rugido mientras se sumerge en el túnel.
La mitad de las personas que rodean a Alex muestra el frío cansancio que revela que ya han visto cosas así antes; otros están hablando, indignados, asustados, excitados por los rumores que flotan a su alrededor. Alguien declara, con una voz engolada y autoritaria, que la ejecución sumaria es demasiado buena para los terroristas, que la policía debería castrarlos y entregárselos a la gente.
Alex piensa en el muchacho, muerto en la miseria. La sangre y la materia esparcida sobre el cristal de la puerta parecen negras bajo la luz amarilla del vagón. Ya lo están haciendo.
Al llegar a King’s Cross, se cambia a la línea Metropolitan. El tren está tan abarrotado y viaja tan lentamente como el que tomó en Piccadilly, y se detiene, no una vez, ni dos, sino tres veces, entre las estaciones. Alex se cambia a la línea East London y, entonces, consigue por fin un asiento en el pequeño tren de Docklands. Hace dos días viajaba en este mismo tren en dirección a su casa, enfurecido y deprimido. La misma furia sigue allí, pero mezclada ahora con miedo y agazapada bajo el barniz helado del Tranqui-Z.
El sol poniente calienta Canary Wharf mientras Alex camina por pasos subterráneos y espacios abiertos en dirección al almacén en el que vive. La limusina de Billy Rock está aparcada en el asfalto invadido de maleza. Alex no se sorprende. En este momento nada puede afectarlo. El volumen de la música hace trepidar las ventanillas de espejo del vehículo. Alex se acerca al parabrisas y distingue a Billy Rock, revolcándose en el asiento trasero, agitando las piernas en el aire como un bicho patas arriba.
El vecino de Alex, Malik Ali, está trabajando con las dobles puertas de su taller abiertas de par en par. Un ventilador que zumba en el suelo empuja hacia el interior el calor de la calle. Malik le dice a Alex que alguien ha visto a dos hombres entrar en su casa, aunque en realidad uno de ellos era sólo un muchacho, uno de esos macarras callejeros.
—¿Qué aspecto tenía el otro?
—Grande. Musculoso.
Malik está cosiendo las dos mitades de una chaqueta. No se detiene porque trabaja a destajo. Alex puede sentir la vibración de su máquina de coser industrial a través de las gruesas suelas de sus botas de albañil. El sonido apaga el retumbar sordo del equipo de música de la limusina.
Malik dice:
—¿Los conoces?
—Sí, los conozco.
—Alex, tío, quédate a tomar una taza de té. Puede que se larguen. Llevan ya media hora allí. Llegaron justo después que la mujer.
—¿La mujer?
Malik dice con una pequeña sonrisa:
—¿Se te ha olvidado pagar la protección?
Alex piensa que Malik se cagaría en los pantalones si supiera que Billy Rock está dentro de la limusina. Dice:
—Algo parecido. Deja que yo me ocupe de ello, pero si no he salido dentro de una hora, llama a la policía.
Le da a Malik el número del teléfono celular de Perse. No es que Perse vaya a hacer algo si llega a ser necesario, pero él es lo único que tiene.
La pequeña puerta de entrada está abierta. Cuando Alex entra en el taller, Doggy Dog levanta su pistola. Está sentado en la silla que hay junto al ordenador. Chasquea la lengua, agita la pistola como lo haría el retroceso y dice:
—Ahora estás muerto.
La pistola es una 9 mm automática, el arma preferida de los pandilleros.
—Será mejor que no hayas tocado nada —dice Alex—, o tú estarás muerto.
—Eh, escucha al gordo —dice Doggy Dog.
El chofer está apoyado contra la encimera de acero inoxidable de la cocina, con los brazos cruzados. Se encoge de hombros. No parece impresionado.
—Hablo en serio —dice Alex. Siente una calma asombrosa—. Ahí hay una mercancía muy peligrosa. ¿Dónde está Alice?
—¿La putilla? Oh, ahí detrás, por alguna parte —dice Doggy Dog con aire despreocupado. Se balancea adelante y atrás sobre la silla. Lleva la misma camiseta de Bob Marley y los mismos pantalones cortos de color rojo que Alex le vio por la mañana, pero el gorro ha desaparecido—. No te preocupes, tío. Nunca tocaría a tu novia o a cualquier otra cosa que haya estado cerca de tu cotrosa polla de hombre blanco.
—Voy a la parte de atrás a ver cómo está, ¿de acuerdo? —Alex se lo dice al chofer, que vuelve a encogerse de hombros.
Detrás del biombo chino, Alice está sentada sobre la cama, con la espalda apoyada contra los barrotes del cabecero de latón. Le han tapado la boca con una tira de cinta aislante y sus muñecas están atadas con un grueso nudo de la misma cinta al cabecero. Alex quita cuidadosamente la cinta de su boca y ella escupe a un lado y dice:
—Los cabrones se me echaron encima, me obligaron a abrir la puerta.
Alex había olvidado que le dio una copia de la tarjeta que abre la cerradura.
—Lo siento —dice. Parecen haber usado un rollo entero de cinta aislante en sus manos; tendrá que buscar algo para cortarla. Añade—. Tengo que hablar con ellos.
—El muchacho me ha sobado las tetas pero eso es lo único que han hecho. El grandote me dijo que me estuviera callada y no me pasaría nada. Se quedó con mi busca. Recupéralo, ¿quieres? No dejes que se vaya con él.
Alice sonríe, mostrando el agujero que tiene entre los dientes delanteros. Tiene casi dos años menos que Alex y nada de miedo. Desliza las piernas sobre la cama y dice:
—Y vuelve aquí, puede que te espere un poco de bondage.
—¿De verdad te excita esto? Jesús, Alice, esos tíos van en serio —y, sin embargo, Alex siente que el pene se agita en el interior de sus pantalones. Sí que hay algo excitante en todo aquello.
Alice dice:
—Son unos perdedores. Además, Ma Nakome sabe dónde estoy. Si no la llamo pronto, alguien se pasará por aquí. ¿Qué me dices? Si es contigo no me importa, y no te costará más del doble de lo habitual, ¿de acuerdo?
—¿Cuánto tardará tu amigo en presentarse aquí?
—Puede que diez o quince minutos. Haz que sigan hablando, Alex. Eso se te da bien.
Doggy Dog está revolviendo uno de los tres frigoríficos de Alex, el del medio, en el que guarda sus reservas de Pisant.
—No tienes Coca —dice con aire acusador. Se ha guardado la pistola bajo la trabilla de sus pantalones cortos de color rojo.
—Compraré un poco para la próxima vez.
—No tiene por qué haber una próxima vez, si te portas bien —dice el chofer.
—Lo que significa que debes permanecer alejado de esa zorra —dice Doggy Dog. Cierra la puerta del frigorífico dando un portazo—. ¿Cómo sabías que vive allí?
—Ella me telefoneó —dice Alex.
—Y una mierda —dice el chofer.
—Pon la radio, Delbert —dice Doggy Dog y luego, sobre el ruido de Radio Capital—. ¿Ves, Delbert?, ya te dije que trataría de hacer algo como eso. No es como la gente normal, eso debes comprenderlo. Ella siente… curiosidad por todo. Así que si telefoneó a este gordo cabrón es sólo porque quiere saber con quién está trabajando. Eso es todo.
Delbert dice, lenta y reflexivamente:
—No sé, Dog. Esto se nos está yendo de las manos.
Alex dice:
—¿Quién es ella?
—Una de las cosas que no necesitas saber —dice Doggy Dog—, es quién es ella o lo que hace. Todo lo que tienes que hacer es acabar la mierda que Billy Rock te pidió que crearas, ¿de acuerdo?
—Y entregárosla a vosotros. Guau. O bien sois un par de imbéciles o tenéis más huevos que un elefante. Billy podría cansarse de escuchar esa música. O aburrirse. Podría entrar aquí en cualquier momento y entonces, ¿qué le diríais?
—Es un drogata feliz —dice el chofer, Delbert—. Acaba de meterse una dosis y no se recuperará hasta dentro de una hora. Llevo tres años trabajando con el señor Rock y creo que lo conozco mejor que tú.
Doggy Dog vuelve a sacar su pistola. Apunta a Black Betty y a cada uno de los tres frigoríficos, uno detrás de otro. Alex y Dalbert lo observan. En la radio termina una canción pop a la que sigue el llamativo y dinámico anuncio de un sistema de entretenimiento doméstico de realidad virtual marca Sanyo.
Doggy Dog dice:
—No te pases de listo, ¿vale? Conozco a los tíos como tú. Todos os creéis que sois mejores que nadie. Delbert, enséñale lo listo que es.
El chofer se aparta de la encimera, y dice:
—No es nada personal.
Y le da a Alex un puñetazo en la boca.
Alex lo ve venir pero apenas tiene tiempo de empezar a volver la cara antes de que el puño del chofer lo golpee. Estallan luces en sus ojos. Al instante se encuentra en el suelo, sintiendo el sabor de la sangre en su boca, allí donde sus dientes delanteros le han cortado el labio inferior.
Doggy Dog está de pie delante de él. Alex levanta la mirada hacia el cañón de la pistola. Es un pequeño agujero redondo y negro dentro de un perfil rectangular. El dedo de Doggy Dog está en el gatillo.
Alex dice:
—Apunta con eso a otra parte.
—Puede que ahora empieces a olvidarte de toda esa falta de respeto de hombre blanco que estás mostrando. Tirado en el suelo no eres mejor que nadie. ¿Me estás escuchando?
—Tú asiente —dice Delbert con aire afable.
Alex asiente. Podría derribarlo de un barrido pero, a menos que lograra coger la pistola, Delbert estaría sobre él en menos que canta un gallo. Probablemente Alex es más fuerte que Doggy Dog, pero está bastante seguro de que al chofer le ha sido implantado bajo la piel uno de esos sistemas comerciales de mejora de sinapsis. La mayoría de los guardaespaldas los tienen.
—Todo lo que tienes que hacer es acabar el trabajo —le dice Doggy Dog a Alex—. No le digas a Billy que lo has hecho, y si te pregunta le dices que ha surgido un contratiempo. Te inventas algo, no es muy difícil engañar a Billy Rock. Le dices que necesitas un día más.
Delbert dice:
—¿Estás escuchando, Alex? Siento haber tenido que pegarte, pero te habías pasado de la raya. Te hubiera dado en el estómago, pero eso es arriesgado con un hombre tan grande como tú.
—¿Puedo levantarme ya?
Alex se está preguntando cuando llegará el colega de Alice y si estará armado. Bueno, por supuesto que estará armado.
—Te quedas en el suelo —dice Doggy Dog—. Me gusta verte así, con tu enorme barriga subiendo y bajando como si fueras una mujer a punto de parir.
Alex dice:
—Estáis locos. Si Billy no os mata, sus tíos lo harán.
—¿Sí? ¿Y cómo se va a enterar Billy si tú no se lo dices? Hazlo y estás muerto. ¿Crees que Delbert y yo somos los únicos que estamos en este negocio? Si nos pasa algo, a ti también. A tu madre y a ti, claro. Sé dónde vive, chaval piensa en ello —Doggy Dog guarda la pistola bajo la cinturilla de sus pantalones—. Te estaremos vigilando. Sé bueno.
Y al instante han desaparecido. Alex espera un largo minuto, mientras contempla los polvorientos puntales que hay bajo el techo de bloques de cemento y deja que el miedo lo abandone tiritando, antes de levantarse y soltar a Alice.
Ella lo mira y dice:
—Supongo que ahora no te apetece mucho.
—Será mejor que llames a tu gente —le dice Alex, y mientras ella utiliza su teléfono celular, él asoma la cabeza por la puerta de Malik Ali y le dice que todo va bien.
Alice prepara una tetera y Alex y ella se sientan a tomarla junto a la cama, igual que si acabaran de follar. Alex sostiene una bolsa de plástico llena de hielo picado contra su magullado labio inferior y la aparta cada vez que toma un sorbito de té dulce y lechoso. Alice quiere saber en qué clase de problema está Alex metido y él le cuenta parte de la historia, aunque no el hecho de que el camello de Billy y su chofer están planeando engañarlo. Tampoco menciona a su compinche. Alex está seguro de saber quién es. Esos dos son demasiado estúpidos como para ingeniar por sí solos un plan así.
Alice se rasca las tiras de adhesivo que la cinta le ha dejado en las muñecas. Dice:
—Podrías vender los derechos de una historia como ésa.
—No resulta tan excitante cuando estás en medio de todo ello.
Alice lo mira de manera extraña desde detrás de sus pestañas.
—De modo que todavía no estás preparado, ¿eh? Vamos, tiarrón, ¿ni siquiera te ha excitado un poco?
—Acaban de ponerme una pistola en la cara, por el amor de Dios.
Alice se enfurece de pronto.
—¿Ah sí? Bien, escucha. Yo he tenido que hacerlo con una pistola en la cabeza. Más de una vez. Lo que ha pasado aquí no es nada. Ese muchacho no es nada. Tú nunca has vivido en la calle, no sabes nada. Billy Rock nunca te haría daño de verdad. Te necesita lo suficiente como para darte protección.
—Este asunto no tenía que ver con la protección —dice Alex.
—No ha sido nada —dice Alice. Su furia ha desaparecido tan deprisa como apareció. Añade—. No me hagas caso, cariño. Puede que siga un poco asustada.
—Está bien —dice Alex, pero no es así, la verdad es que no. Su acogedora farsa de familia feliz ha sido desgarrada. Le paga, ella promete que no se lo contará a Ma Nakome y luego se marcha.