7

Hiperconectividad

El detective sargento Howard Perse le tiende a Alex un pedazo de papel doblado y dice:

—Ha sido demasiado fácil. Empiezo a pensar que esto es una especie de montaje.

—¿Qué hago, lo leo y me lo como?

Perse le da una profunda calada a su cigarrillo y dice:

—Haz lo que quieras con ello, pero ten cuidado.

—Pareces preocupado de verdad. ¿Por eso me has arrastrado hasta aquí?

Están entre los árboles, en el extremo situado junto a la orilla del río del aparcamiento que hay a la sombra de la Torre de Londres, y ambos fuman sus cigarrillos sosteniendo el extremo encendido en el interior de la mano, un hábito que Alex aprendió en la cárcel. Podrían ser un par de viejos ex presidiarios, discutiendo algún timo en una de esas viejas películas de la Ealing que recientemente han vuelto a ponerse de moda, en una oleada de anhelo nostálgico por el confort idiotizador de un pasado seguro y estable que nunca llegó a existir de verdad. Al otro lado del aparcamiento, los turistas hacen cola pacientemente mientras esperan a que se les permita pasar por el detector de metales de la cerca de seguridad. Una familia se despliega rígida alrededor de un sudoroso alabardero de la Torre mientras el padre graba la escena con una cámara de video. Son las diez de la mañana, pero bajo el lechoso cielo blanco reina ya un calor sofocante. El caudal del río está bajo y fluye tan lentamente como la gelatina entre los apestosos bancos llenos de barro. Al otro extremo, el HMS Belfast resplandece envuelto en una neblina.

Perse contempla el antiguo muro que se eleva sobre el aparcamiento. Lleva gafas de espejo que lanzan destellos bajo la luz del sol. Dice:

—¿Alguna vez has estado dentro?

—¿En la Torre? Jesús, no. ¿Por qué iba a entrar?

—Exacto.

—Como si las Joyas de la Corona siguieran ahí dentro… ¿Crees que esa historia sobre los cuervos era cierta?

Perse se encoge de hombros.

—No se marcharon. Murieron. La cosa es que no entrarías ni aunque trajeran de vuelta al Rey y lo exhibieran. Nadie que viva en Londres lo haría. Por eso es un lugar seguro para encontrarse.

—Ya lo has hecho otras veces.

Perse no lo niega.

Un grupo de turistas pasa a su lado al salir en tropel del trasbordador que atracó hace pocos minutos en el embarcadero de la Torre. Son americanos, todos ellos jubilados muchos años atrás. Alex reprime el impulso de preguntarles cómo marcha la guerra en su patria. Al menos la mitad de los hombres se visten con un atavío híbrido formado por una boina escocesa de tartán, una camiseta y unos pantalones cortos que no los protegerán de las quemaduras por radiación ultravioleta; las mujeres, con más sensatez, llevan sombreros de paja o sombrillas, como bellezas del Sur entradas en años. Una mujer que debe de pesar por lo menos doscientos kilos, tan gruesa que incluso Alex piensa que está gorda, está embutida en un exoesqueleto de fibra de carbono. Mientras el esqueleto la transporta camino arriba, el zumbido de sus motores se eleva por encima de la cháchara de sus acompañantes.

Alex inhala la última calada de su cigarrillo y lo aplasta sobre la verja de hierro pintada de verde. Dice:

—¿Dónde has conseguido la dirección?

—En la ficha de Billy Rock. Existe una ficha sobre Billy Rock, a pesar de lo que puedas pensar.

—¿Y te dejan acceder a ella?

—No fuerces tu suerte, Sharkey. Ahora escucha. Esta dirección es el único dato que se ha añadido a la ficha durante el último año, sólo este pequeño detalle se coló entre los viejos archivos. Tuve que buscar mucho para dar con él, pero creo que alguien quería que lo encontrase.

—No trates de meterme miedo, Perse. Tu paranoia se está apoderando de ti.

Perse se quita las gafas y se frota el puente de la nariz con el pulgar y el índice. Está cansado, Alex lo nota. Sus ojos tienen mal aspecto, como sendas simas magulladas.

Perse dice:

—Deberías tener miedo. La familia de Billy Rock está tratando de convertirse en legal. Y si se convierten en legales, querrán desembarazarse de los cabos sueltos.

Alex se quita el gran sombrero negro y se limpia el rostro y el cuello con su pañuelo.

—Te están presionando mucho. Puede que estés viendo cosas que no están ahí de verdad.

Piensa en lo que Doggy Dog le dijo en el local de Ma Nakome. Pero no se lo dirá a Perse… podría necesitar un as en la manga.

Perse dice:

—Anoche interrogué a unos veinte uzbecos. La mayoría de ellos no hablaba inglés. O fingía que no lo hablaba. Tuve que esperar tres horas para conseguir un traductor y él tampoco hablaba inglés más que a duras penas. Cada uno de esos bastardos aseguraba que sabía quién había matado a esos dos y cada uno de ellos me dio nombres diferentes. Y encontramos el Mercedes que fue robado después de la agresión que te conté, pero estaba quemado, el conductor se había marchado hacía tiempo y sus compañeros no quieren hablar. Y no hay posibilidad de conseguir refuerzos para que nos ayuden a causa de la explosión de Heathrow.

—¿Qué explosión?

—Una bomba de tamaño medio en el tejado de la Terminal Cuatro, la pasada noche. No hubo aviso, fue pura suerte que nadie muriera. Hasta el momento, los monárquicos y la Brigada de Liberación de los Animales han reclamado la autoría, y a causa de todos los malditos locos que saldrían de sus madrigueras para aprovecharse la publicidad no se ha dicho nada sobre ello en las noticias, aún no, y cuando lo haga se explicará como la explosión de un transformador. Quienquiera que lo haya hecho logró atravesar diez niveles de seguridad. Así que estoy cansado de la hostia y no necesito ninguna mierda de tu parte, Sharkey. No cuando estoy tratando de ayudarte. Así que escucha. Estoy completamente seguro de que alguien está organizando todo este asunto como si fuera una especie de trampa. Puede que sea la familia de Billy Rock. No pueden liquidarlo sin más. Tienen que hacerlo de una manera en que no se manchen las manos. Una trampa con la colaboración de la Policía sería la forma perfecta.

Con el pulgar y el índice Perse tira de la piel de los extremos de sus ojos para hacer que parezcan rasgados.

—Muy astuto, Johnny Chino.

—No me gusta que se me utilice como medio para acabar con Billy Rock. ¿Por qué no dejamos que sus tíos se libren de él si eso es lo que quieren?

—Porque yo quiero cogerlo —dice Perse—. Quiero sus orejas en mi bolsa de pruebas.

—Que te follen, Perse. No voy a hacerlo.

—Oh, claro que lo harás, Sharkey. ¿Qué otra elección tienes? Si Billy no te da por culo, lo haré yo. Mandaré a la Policía allá donde estés, todos los días, a las ocho en punto, hasta que vayas corriendo a Billy y le supliques que te libere de tus miserias. Todo lo que te pido es un poco de cooperación y no creo que eso sea mucho pedir después de pasar dos años cuidando de tu gordo culo y escuchando tus patéticos alardes sobre piratería genética.

Alex desdobla el papel. Sólo hay una línea escrita, el nombre de una calle y un número.

Dice:

—¿Lo has comprobado?

—¿Qué te crees que soy, un detective privado? —Perse vuelve a ponerse las gafas—. Ten cuidado, Sharkey. Ha llegado la hora.

La dirección está en Bridle Lane, una de las calles pequeñas y estrechas que hay detrás de las tiendas y teatros que bordean Picadilly Circus. Alex, sudando, con la sensación de que otras fuerzas se reúnen en masa sobre su cabeza, paga al taxista —el dinero resbala entre sus dedos— y pasa los siguientes diez minutos buscando el número de la casa.

Es un edificio alto y estrecho, con la forma de la última porción de un pastel, situado entre las partes traseras de edificios de oficinas y las entradas de servicio de diversas tiendas. Cuatro pisos, ventanas tapadas por persianas blancas de seguridad. Hay una valla en el tejado y, detrás de ella, Alex entrevé algo verde, una especie de jardín. La puerta es una gran tabla de roble reforzada con hierro y llena de cicatrices detrás de una reja de seguridad cerrada. No hay ninguna placa o cámara de video, sólo un pulsador de timbre de latón, a la antigua usanza.

Algunos vagabundos han levantado sus chabolas, poco más que bloques de espuma de embalar apoyados contra éste o aquel muro, a lo largo de la calle. Ninguno de ellos sabe nada sobre la casa. Esta no-información le cuesta a Alex todos sus cigarrillos menos uno.

Un poco más allá hay un montacargas cerrado y durante un momento Alex se sienta allí, bajo la ruidosa salida de un aire acondicionado. Se abanica con el sombrero mientras siente cómo se acumula el sudor entre los pliegues de grasa de su nuca. A ambos lados de la calle pasan los coches como destellos. Al otro lado de la calle, en una oficina del segundo piso que no está ni a diez pasos de distancia, un hombre está trabajando sobre un panel-pantalla. Su luz verde, que incide bajo la barbilla del hombre, hace que parezca que se encuentra bajo el agua. De tanto en cuanto, una anciana vestida de luto aparece en la puerta de entrada de un pequeño bloque de pisos. Lanza a Alex una mirada agria y suspicaz antes de regresar dentro arrastrando los pies, con la espalda encorvada bajo su joroba.

Alex necesita desesperadamente un cigarrillo, pero si se fuma el último que le queda tendrá que marcharse a comprar otro paquete y podría perderse algo. Una cosa de la que se da cuenta mientras espera en la entrada del montacargas es de que entre las ideas enfermizas de Billy Rock, la sed de venganza de Perse y las maquinaciones de quienquiera que haya organizado esta trampa, si es que eso es lo que es, es hombre muerto a menos que sea capaz de averiguar en qué dirección debe saltar y cuándo.

Está seguro de que la niña pequeña que lo llamó la pasada noche forma parte del embrollo. Estaría loco si le echara siquiera un vistazo a la información que descargó en su ordenador. Probablemente ni siquiera es una niña pequeña, sino un sistema experto o alguien que utiliza un programa mórfico para alterar su apariencia en la pantalla. El propio Alex utiliza uno de poca potencia que lo hace parecer un poco más delgado y que disimula ligeramente el comienzo de su calvicie. Puedes conseguir programas que te hacen aparecer con la forma de Elvis o Elle o Pedro Picapiedra, cualquier persona o cosa que desees.

Una limusina entra en la estrecha calle. Pasa a toda velocidad junto a Alex, levantando una nube de papeles de deshecho y cajas de comida rápida, tan cerca que puede ver su rostro fluyendo sobre los cristales de espejo con acabado de laca negra, y se detiene frente a la casa alta y estrecha. Un hombre grande sale del coche —es el chofer de Billy Rock— y abre la puerta del pasajero. A Alex no le sorprende ver aparecer a Doggy Dog, vestido con una camiseta de Bob Marley, unos pantalones cortos de color rojo y un gran gorro de tela que es como un cuenco flexible.

Alex se pega todo lo que puede a la puerta de metal que hay bajo el aire acondicionado. Alguien sale de la limusina. Es la niña pequeña que lo llamó la pasada noche.

La niña y Doggy Dog intercambian algunas palabras y los dos ríen. Mientras abre la reja de seguridad y luego la puerta de la casa, el gran chofer se apoya sobre la capota de la limusina, con los musculosos brazos cruzados. La chica besa a Doggy Dog y entra rápidamente en la casa, y el chico y el chofer vuelven a subir a la limusina y desaparecen, todo ello como un sueño suave y silencioso.

Alex abandona con esfuerzo su inadecuado escondite y se acerca caminando a la reja. Aprieta el timbre de latón y escucha, en el interior de la casa, una campanada lenta y sonora.