Pirateo, modo profundo
Alex pasa el resto del día haciendo una lista de lo que necesitará para llevar a cabo la orden de Billy Rock. El mejor modo de proceder, decide después de realizar una búsqueda de semejanzas entre las hormonas supuestas a las muñecas y una biblioteca de equivalentes, es adquirir bacterias comercialmente disponibles modificadas por ingeniería genética para producir el cóctel de hormonas que se utiliza en la Terapia de Reemplazo —el secreto del vigor posmenopáusico de la Primera Ministra— y utilizar mutagénesis específicas para alterar los plásmidos que les han sido insertados.
Es una técnica antigua, que aprovecha la ilimitada mutabilidad del metabolismo bacteriano. Siervas de la biosfera, las bacterias son fáciles de manipular porque tienen una estructura genética sencilla. A diferencia de las plantas y animales, que empaquetan su información genética en hasta cien cromosomas separados, cada uno de los cuales es una cadena inmensamente alargada y complejamente plegada de ADN, las bacterias cuentan con una sola cadena de ADN, que puede ser aumentada por cadenas satélite de menor tamaño, los plásmidos. Las bacterias intercambian sus plásmidos con promiscuidad. Los que se producen en la naturaleza añaden capacidades como la resistencia antibiótica; pueden insertarse plásmidos artificiales para transformar las bacterias en factorías auto-replicantes que sintetizarán un producto si se les ordena. La mutagénesis específica alterará selectivamente el ADN de los plásmidos de las bacterias modificadas por ingeniería genética que Alex pretende comprar para que produzcan hormonas específicas para las muñecas en vez de hormonas humanas.
La mutagénesis dirigida y la reinserción de los plásmidos tardarán un día en completarse. Después de asegurase que sobrevive, Alex cultivará en su pequeño birreactor una cepa de bacterias transformadas para servir a sus propósitos, y al cabo de tres o cuatro días tendrá el número suficiente de hormonas purificadas para realizar las primeras pruebas.
La noche está avanzada cuando termina pero, en comparación con su propio trabajo, éste es un proyecto trivial. La esencia de la piratería genética no es más que alterar la secuencia de las bases nucleótidas en una hélice de ADN. Una vez que has identificado qué genes quieres modificar, el resto no es más que simple química en medio húmedo, que utiliza una tecnología tan antigua y tan probada como la manufactura de encimas para los polvos detergentes biológicos. El diseño de drogas y virus sicoactivos es una tarea cuya complejidad es de una magnitud diferente.
Alex leyó el clásico de George Gamow, El Sr. Tompkins explora el átomo, cuando era un niño. El libro se lo prestó un profesor que entrevió una chispa de curiosidad en el silencioso, hosco y gordo muchacho que apenas hablaba con nadie y que la mayor parte del tiempo parecía vivir en el interior de su cabeza. Y el libro pulsó algo en su interior. Lo ayudó a definir lo que quería ser; una de las herramientas mentales que utiliza para sumergirse en ese modo de piratería profunda semejante al zen que necesita para elaborar sus complejas síntesis, es imaginarse a sí mismo como el núcleo de un átomo, gordo y feliz y fuerte, encadenando a su enjambre de electrones mientras observa las reacciones que lo rodean.
La síntesis orgánica sigue siendo un arte oscuro que se asemeja a la alquimia en el hecho de que todas las operaciones deben llevarse a cabo en un modo exacto y preciso, rayano en la ritualización, a menudo por razones complicadas que son difíciles de comprender por completo. Muchas moléculas sicoactivas son grandes y complejas, y a menudo su efecto depende del modo en que a sus cadenas y anillos de carbono, hidrógeno y oxígeno se adhiere un solo átomo de fosfato o azufre. El determinar cómo emplazar estos átomos exactamente en el lugar preciso, y saber con exactitud cuál es ese lugar preciso, comprender de manera intuitiva las sutiles interacciones que retuercen y curvan las estructuras moleculares de formas novedosas e interesantes, es precisamente aquello en lo que Alex es bueno, mejor que cualquiera de los así llamados sistemas expertos que utilizan las grandes compañías farmacéuticas. Y eso no es más que la mitad de la historia, porque después de que se ha sintetizado algo, han de eliminarse las impurezas. Cualquier escolar inteligente puede manufacturar LSD con sustancias químicas que pueden obtenerse con facilidad: el truco consiste en purificarlo y eliminar los productos secundarios que pueden causar toda clase de cosas, desde visiones recurrentes del pasado hasta pseudo-Parkinson.
La interfaz entre las moléculas sicoactivas y los intrincados procesos metabólicos e iónicos que sostienen la consciencia es fractal y depende de manera sensitiva de una miríada de condiciones de partida. Antes del Milenio, podía perturbarse de manera muy tosca con drogas como el Prozac, que interferían con los sutiles controles y equilibrios del metabolismo de la serotonina. La mayoría de las drogas sicoactivas no son más refinadas. Pero ahora existen también los virus sicoactivos de ARN que estimulan puntos concretos de la superficie fractal de la consciencia.
Los virus sicoactivos, como aquellos que causan SIDA o herpes, son de una especificidad muy alta. Comparados al bombardeo por saturación que son las drogas, ellos operan con la fría precisión de francotiradores. El virus del SIDA infecta tan solo los linfocitos-T; los virus del herpes son sólo activos en las células epiteliales de los alrededores de la boca o los genitales; los virus SAC pueden llegar a infectar tan solo una docena de neuronas. Especializados. Como todos los virus de ARN, introducen una cadena de ARN y una encima con transcriptasa reversa en las células a las que atacan. Normalmente, el ARN es el mensajero entre el ADN, que codifica la información genética, y la maquinaria celular que traduce esta información en proteínas. El ARN es la imagen especular, de cadena sencilla, del código nucleotídico de la hebra codificante del ADN, de doble cadena. La transcriptasa reversa obliga a la maquinaria a operar en sentido contrario, creando ADN a partir de ARN viral: ADN que puede insertarse a sí mismo en el interior del genoma de las células del huésped y permanecer inerte allí hasta que algo lo activa y subvierte la maquinaria de las células del huésped para que manufacturen nuevos virus.
Sin embargo, el ADN creado por los virus sicoactivos no puede crear nuevos virus y no se inserta en el genoma del huésped. En vez de eso, manufactura enzimas que a su vez sintetizan productos químicos que normalmente sólo están presentes cuando la neurona del huésped está activada, que potencian el estado particular de consciencia controlado por las neuronas infectadas. Dado que estos virus no pueden reproducirse a sí mismos, y dado que el ADN descontrolado que crean es efímero, los usuarios tienen que comprar una dosis cada vez que quieren sumirse en esos estados de consciencia. Si logras desarrollar un virus sicoactivo que afecta a un componente interesante del Gestalt de la consciencia, puedes ganar mucho dinero y muy deprisa.
Hasta el momento, Alex sólo ha tenido éxito con dos variedades de virus. Uno de ellos, Serenidad, fue en realidad creado por otro pirata; Alex se limitó a descifrar su código y piratearlo. El otro, Espectro, no tardó en ser descifrado por otros piratas genéticos y Alex ha difundido todos sus detalles en foros públicos, acompañados por la petición del envío de una contribución simbólica a cualquiera que lo utilice. No es más que un poco de dinero extra, pero es un poco de dinero muy útil porque Alex ha agotado todo su capital para crear una variante más potente, HiperEspectro. Y ahora todos los virus sicoactivos están a punto de ser declarados ilegales. Razón por la cual está ocupado haciendo un trabajo de ingeniería genética tan tosco para Billy Rock en vez de dedicarse a su verdadero negocio.
Alex graba sus notas sobre síntesis de hormonas y ordena a su daemon que llame a un minitaxi. El conductor es un bengalí al que Alex conoce vagamente. Su minitaxi está decorado con felpa roja y flecos dorados. Del salpicadero cuelgan cadenas de cuentas con pequeñas baratijas. Hay un holograma de Shiva el Destructor a la derecha de la tarjeta de identificación del conductor, y el lema Dios me da velocidad está escrito en lo alto del parabrisas. El Mago se las hubiera hecho pasar canutas a Dios[2], piensa Alex al leer la piadosa baladronada.
En la turbia placa de plástico que separa el compartimiento de los pasajeros del conductor hay pegadas varias postales con imágenes religiosas. El conductor ha abierto la ventanilla deslizante de la placa para poder hablar con Alex. El interior del minitaxi está tan caliente como un horno, y un pebetero alojado dentro del respiradero del lado del conductor despide un humo espeso y dulce, el aroma de la infancia de Alex. Lexis estaba metida en toda esa mierda de la Nueva Era post-hippy cuando era una madre soltera no mayor de lo que Alex es ahora. En este momento podría encontrarse, piensa Alex, en una pequeña burbuja del País de las Hadas.
El viejo centro de Londres se está volviendo cada vez más extraño y exótico bajo la influencia de lo que ahora llaman el Gran Cambio Climático. Las luces pasan junto al minitaxi como estrellas divisadas desde el interior de una nave hiperespacial. Las luces de las farolas, las luces dispersas de las torres de apartamentos detrás de las hileras de resistentes sicomoros y gingkos, las luces de la torre coronada por una pirámide que es Canary Wharf, erguida hacia el cielo naranja sodio. Un helicóptero cruza lentamente el firmamento desde el oeste hacia el este y la aguja de su reflector láser perfora los planos tejados de las viviendas.
El conductor habla a Alex sobre el último tiroteo que se ha producido en la carretera de Whitechapel.
—Una banda entera de cabezas rapadas, gritando en el interior de un viejo Sierra Cosworth, ahí donde los chicos van a conseguirse esa mierda de crack. ¿Conoces el café que te digo?
—¿El Gunga Din? —Alex sabe que es allí donde la familia de Billy Rock suministra a la mitad de los bengalíes adictos al crack. Añade—. Siempre he creído que el propietario tiene sentido del humor, aunque nunca he entrado.
—Ninguna buena persona entra ahí —dice el conductor del minitaxi—. Los jóvenes y sus bandas son malos y se han vuelto locos. No los comprendo, no comprendo a uno solo de ellos.
—Bueno, no sé si yo soy un buen hombre, pero a pesar de ello nunca entraría allí. En noches como ésta, ¿no te parece que podrías conducir para siempre sin hacer nada más?
Alex se siente alerta, como si trepidase por dentro gracias a una dosis del estupendo, clásico y zumbante sulfato de metanfetamina, de ese que su madre solía hacer. El Mago en su celda, produciéndolo en serie para despertar los sentidos de sus antiguos colaboradores, para iluminar sus grises rutinas. Alex recuerda la mirada inquieta del Mago, de un azul ártico tras las lentes semejantes a losas de sus gafas, su intelecto vasto y frío e indiferente.
A veces, Alex se siente un poco culpable por estar libre mientras el Mago se encuentra en chirona, pero el Mago siempre decía que era libre allá donde estuviese, libre en el interior de su cabeza. Tuvo que explicarle sus síntesis a los técnicos de la policía después de que lo arrestaran. Incluso les dio las máscaras apropiadas cuando llegaron. Era parte del juego, enorgullecerse de mostrar a los necios maderos lo que había estado haciendo durante tanto tiempo.
El conductor del minitaxi dice:
—El racionamiento no me permite conducir tanto como me gustaría, señor Sharkey. Ya se habrá dado cuenta de lo cuidadosa y suavemente que conduzco. Es para economizar combustible. Se preguntará dónde consigue esa mierda de basura blanca su gasolina, ¿eh? Todos ellos son criminales y se supone que los criminales no deben conseguir gasolina. Pero tienen más que yo, un honesto trabajador. Tienen tanta que pueden pasarse todo el día dando vueltas y buscando víctimas.
—Lo sé —dice Alex.
—Cinco tiros. ¡Bang, bang! ¡Tal cual! —el conductor aparta las manos del volante y da dos palmadas. Sus ojos se encuentran con los de Alex en el espejo retrovisor—. Dicen que ese joven va a morir. Un tiro en la cabeza. Otros dos fueron heridos pero vivirán, y quizá aprendan a lección. Hay que permanecer lejos de aquí por ahora, señor Sharkey. No es un buen lugar para un blanco.
—No soy un hombre de hábitos fijos —dice Alex.
El taxista lo deja en la calle, al otro lado del establecimiento de Ma Nakome.
—Estaré trabajando entre aquí y Aldgate —dice después de que Alex le haya pagado—. Venga y búsqueme.
—Claro —dice Alex, a pesar de que sabe que llamará a un taxi desde el mismo local de Ma Nakome, que incluso a esta hora, tan cerca de la medianoche como es, está atestado, con gente sentada en las mesas de plástico desperdigadas sobre el pavimento en el exterior y agolpada alrededor de la pequeña barra, mientras Hi Life Dub resuena sobre las cabezas de los clientes en el cálido aire de la noche.
Alex es un cliente habitual y la propia Ma Nakome sale de la cocina para saludarlo. Lo acomoda en una mesa en el borde de la zona elevada de la parte trasera, un lugar privilegiado desde el que puede ver y ser visto. Ma Nakome es una mujer gorda, más pesada y redonda que Alex, cubierta de algodón rojo y dorado, con una sonrisa reluciente de oro en un lustroso rostro negro. Como la mitad de sus clientes, es somalí, parte de una comunidad que se ha establecido en el Londres oriental a lo largo de los últimos veinte años. En la actualidad hay comunidades de inmigrantes todavía más recientes: nigerianos, tonganos, albaneses, refugiados de la sumergida Polinesia. A principios del último siglo eran los polacos, los rusos blancos y los judíos lituanos. El East End ha sido siempre el punto de entrada a Londres de cada oleada de inmigrantes que huye de alguna guerra.
Los somalíes han prosperado. La mayoría de ellos eran profesionales liberales: abogados, profesores, científicos, la crema y nata de la elite intelectual de su país. Incluso cuando sus hombres se hundieron en el letargo inducido por el khat para escapar a la deprimente realidad de Brick Lane, las mujeres siguieron trabajando y se organizaron. Han formado una comunidad muy unida pero abierta, capaz de abrazar la cultura británica mientras retiene o modifica lo mejor de la suya.
Alex cena un enorme plato de estofado de cordero y habas verdes servido sobre hojas cocinadas de llantén, con una guarnición de kimbombó y patatas dulces, y se bebe un litro de cerveza de Sappora helada. El efecto del speed empieza a desvanecerse y lo deja con la boca seca.
Está terminando de ingerir un cuenco de yogur de leche de cabra aderezado con comino y helado cuando alguien le pone una mano en el hombro. Se vuelve y el muchacho de Billy Rock, Doggy Dog está de pie allí. El gran chofer se encuentra a su lado, con los desnudos brazos cruzados sobre un chaleco de cuero negro, mostrando las púas que recorren sus musculosos antebrazos.
—Serás capullo —dice Doggy Dog—. ¿Por qué no estás trabajando, eh? Trabajas para nosotros, tío, así que trabaja en vez de estar aquí sentado poniéndote como un cerdo.
Doggy Dog sumerge un dedo en el yogur de Alex, lo saca goteando y se lo mete en la boca. Lleva en el dedo un anillo de oro sin trabajar. Mientras se chupa los dedos se apoya sobre su mejilla.
—Esto sabe a puta comida para cerdos —dice en voz alta.
Los demás comensales se vuelven hacia él y al instante apartan la mirada.
Alex dice:
—¿Traes algún mensaje de Billy?
—Billy, Billy… hicieron bien en ponerle ese nombre, todo el día fumado de crack y meneándose como un gusano sobre su tapicería de genuina piel de vaca al ritmo de esa música satánica de los cojones.
—Debes de estar loco para hablar de esa manera.
Alex habla desde un lugar tranquilo y silencioso que todavía no es el miedo. No cree que ni siquiera Doggy Dog se atreva a hacer nada aquí.
El muchacho dice, con regio desdén:
—Tío, no necesito esta mierda.
Alex ve que ésta es la verdad. Lo que eleva a Doggy Dog es su propia locura. Lleva una camiseta larga con aros verdes, rojos y dorados sobre los mismos vaqueros azules con rodilleras que vestía ayer. Se cubre la peluda cabeza con un gorrito de cuero. Alex distingue la forma de una pistola automática bajo su camiseta. La lleva en la cinturilla del pantalón.
El muchacho se inclina hasta que su rostro se encuentra a escasos centímetros del de Alex. Alex permanece muy quieto.
—Sé que te doy miedo —dice Doggy Dog—. Eso es bueno. Tú ves que soy un hombre poderoso. Billy Rock está acabado. Deja que sus contratistas lo jodan, ¿puedes creerlo?
—No es Billy Rock el que debe preocuparte —dice Alex mientras mira directamente a los ojos inyectados en sangre de Doggy Dog—. Es su familia.
—Me importan un carajo las familias. ¿Ese puñado de viejos con sus trajes de esa vieja casa de Hampstead? Mierda, tío, ellos no saben nada sobre la calle, ni tú tampoco, ¿verdad?
—Verdad.
Doggy Dog dice:
—¿Y el trato que tienes con Billy Rock? Quiere muñecas que se follen entre sí para hacer muñequitas. ¿Alguna vez has pensado en follártelas tú? ¿Hombres follando con muñecas? —el muchacho clava tres dedos en el pecho de Alex y se apoya para erguirse—. Piensa en eso —dice, antes de alejarse caminando.
El imperturbable chofer saluda a Alex con un gesto de la cabeza y lo sigue.
Ma Nakome aparece para disculparse. Le dice a Alex que nunca volverá a dejar entrar a ese pequeño escorpión en su casa. Ordena que le traigan más yogur y café y se sienta en la mesa de Alex.
—Venía a cobrar el seguro —dice ella.
—No creo que siga trabajando para Billy Rock —dice Alex.
—Ese muchacho está mal de la cabeza si cree que puede quitarle dinero al señor Rock.
Alex asiente. Lo malo de los pandilleros no es que sean idiotas, es que están locos. No tienen más jerarquía que la que se apoya en los juegos de dominación de los machos alfa, no tienen más territorio que el lugar en el que esconden a sus mujeres y no tienen ninguna idea de futuro. La mayor parte de su violencia es impulsiva y la mayoría de ella se dirige a ellos mismos. Su idea de un plan es echar abajo la puerta de la guarida de un traficante de drogas, liarse a tiros, coger la mercancía y cualquier dinero que encuentren y largarse. No existe tal cosa como un pandillero viejo, a excepción de algunos hombres muy violentos, muy ricos y muy astutos. Doggy Dog se ha adentrado en una curva ascendente y se abrirá camino matando a menos que antes lo mate alguien más afortunado o más listo o más hambriento.
Alex le habla a Ma Nakome de su último proyecto, aunque no le revela su objetivo. Nunca lo hace. La respeta demasiado. Ella era investigadora en el Hospital Queen Mary hasta que la seguridad social fue reemplazada por las grandes compañías de seguros y el presupuesto de investigación fue reducido a la nada. Ella aprecia esa pequeña charla sobre trabajo. Le explica que ha utilizado las mismas técnicas y él le ofrece un trabajo que ella declina entre carcajadas: tiene demasiados hijos. Alex debe encontrar una mujer propia para que se ocupe de él, eso es lo que hacen todos los hombres.
Alex asiente pensando en su madre y en el tiempo que han pasado sintiendo la brisa sobre el Támesis. Una nación de dos, con la ciudad a sus pies. Sentados en la oscuridad, observando las luces, mientras Lexis se destroza lentamente a base de ron con Coca-Cola. Un País de Hadas, le decía a su hijo. Todo lo que quieres está ahí fuera, absolutamente todo. Alex debe librarse de esa mierda de amante adolescente y parasitario que está ahora con ella, asegurarse de que Lexis consigue un hombre cabal, un buen hombre. Al menos se merece eso.
Ma Nakome le dice que parece preocupado. Quizá quiera que le mande una de sus chicas.
—Puede ir a verte hoy o mañana. Cuando quieras, Alex.
—Mañana —dice Alex, sintiéndose un poco intimidado. El sexo nunca será una parte importante en su vida, lo sabe, de modo que trata de no pensar demasiado sobre ello.
—Alice —dice Ma Nakome con firmeza—. Ella es la que te gusta. Sé que estuvo contigo la otra noche.
—Vale —dice Alex con aire distraído.
Es cierto que le gustan sus rutinas pero en este preciso momento siente cómo aumenta su impulso, como si fuera el viento en la espalda, la misma sensación que tenía antes de ser arrestado, como si estuviera acelerando a través de la ciudad nocturna, sin luces de tráfico para detenerlo y el camino libre, todas las cosas se apartan mientras aumenta su velocidad, más rápido, más rápido, más rápido, invencible en su velocidad. Pero entonces lo capturaron y lo encerraron sin siquiera presentar cargos. El mundo es implacable, no puedes escapar de él.
Y, sin embargo, Alice le gusta. Es un poco mayor que el resto de las chicas de Ma Nakome, la mayoría de las cuales sigue en la adolescencia. Alice espera en el restaurante algunas noches, sólo trabaja para algunos clientes selectos. Después, él puede contarle sus cosas y ella yace allí, escuchando, o fingiendo que escucha, y eso resulta reconfortante.
—A veces desearía ser católico —dice Alex.
Ma Nakome se ríe, le da un puñetazo en el brazo y empieza a ponerse en pie, como una montaña estival alzándose.
—Eres un loco —dice.
Alex paga la cuenta y se monta en un taxi conducido por un armenio a quien tiene que dar instrucciones para que encuentre el camino de vuelta a su guarida. El armenio trata de venderle una dosis de MAL y no entiende por qué se ríe Alex en su cara.