Negocios
Al día siguiente, Alex se encuentra con Howard Perse en un pub de la carretera de Whitechapel. Perse está trabajando en un doble asesinato, dos uzbecos que han sido encontrados esa misma mañana en una esquina del cementerio de Bethnal Green, atados espalda contra espalda y con un tiro en la cabeza.
Perse dice con fatigada ironía:
—Estamos buscando a las personas que lo hicieron para poder reclutarlas. Las víctimas eran un par de pedazos de mierda que traían heroína de su antiguo país. Pero esto es algo demasiado burdo como para que alguien como tú se moleste por ello, ¿verdad, Sharkey?
—Señor Sharkey para ti, Perse —dice Alex. Está cansado e irritable, suda bajo su traje de tweed verde, y el banco en el que se sienta frente una mesa redonda con una losa de mármol agrietada y una pesada estructura de hierro es sumamente incómodo. Una avispa soñolienta vuela zumbando de un vaso al otro. Sobre ellos, en el techo, un ventilador remueve las capas de humo de cigarrillo que se han acumulado allí pero no consigue aliviar el sofocante calor. Los rayos de sol que entran por la grasienta ventana resplandecen incandescentes sobre el papel de las paredes, rojo y manchado de nicotina, y dibujan un halo alrededor de las cabezas de quienes se encuentran en el bar, como si todos ellos fueran santos reunidos para presenciar una aparición del Mesías.
Alex se ha levantado temprano, ha hecho ya la visita a su madre que prometió que haría si no lo arrestaban después de que se jodiera el negocio. Lexis tiene un nuevo novio, un muchacho flaco que apenas acaba de abandonar la adolescencia. Durante todo el tiempo que Alex pasa allí, el muchacho se sienta en la otra habitación bebiendo latas de cerveza y viendo fútbol americano en la TV interactiva, cambiando sin descanso de vista a vista y con el volumen tan alto que hace temblar las delgadísimas paredes del piso. A las diez de la mañana, por el amor de Dios.
Cuando Alex tenía dinero, cuando trabajaba para el Mago, regaló a su madre el sistema de TV por satélite, el mobiliario entero del salón y el aparato de aire acondicionado que zumba sobre la puerta corredera de cristal del estrecho balcón. Se ofreció a comprarle una casa en los suburbios, pero ella ha pasado toda la vida en el East End y dice que nunca se mudaría. Toda su vida está aquí. Allá en los suburbios están muertos, sólo que no lo saben.
Lexis Sharkey. Su madre. Una rubia teñida que siempre, le parece a Alex, va completamente maquillada, con polvos y lápiz de labios y máscara de ojos; esta mañana viste un quimono barato de nailon que, anudado de forma descuidada, deja ver el pecho fláccido y cubierto de pecas en su sujetador negro de encaje. La tía, una señora de cuarenta y ocho años, se mantiene en forma. Sabe desde el principio que Alex tiene problemas: nunca han sido capaces de ocultarse nada el uno al otro.
Alex creció en un apartamento de una torre muy parecido a éste, con moho negro en las paredes, hormigas faraón en la cocina y una vista desde las ventanas azotadas por el viento de la cocina que mostraba, más allá de los relucientes meandros del Támesis, la terra incógnita de la zona sur de Londres. Aquella torre de apartamentos fue demolida hace tiempo para construir una carretera de acceso al Aeropuerto de Londres, pero el mobiliario barato y cutre de su infancia ha sobrevivido, junto con docenas de figuras de cerámica cubiertas de polvo, suvenires de plástico y flores artificiales en cestas de plástico a imitación de mimbre, la jaula vacía del periquito con su espejo y su campana, un caballo de tiro de cerámica, una de cuyas patas traseras está rota y pegada con superglue —Alex lo tiró de la estantería de madera que había sobre el fuego eléctrico cuando tenía cuatro o cinco años— y un pouf de cuero con una raja a un lado que data del día en que Alex lo rajó, convencido de que había dinero en su interior. Todavía recuerda vívidamente que sólo encontró bolas de gomaespuma amarillas y verdes. Nunca tenían dinero pero siempre lograban salir adelante. Lexis es una luchadora.
Lexis dice que si necesita algo sólo tiene que pedirlo y Alex le dice que todo va bien, que tiene un negocio entre manos y ella sonríe y enciende otro cigarrillo: él le ha traído una cartón grande de Benson & Hedges, resplandeciente como un lingote de oro, y una botella de ron Lamb’s Navy.
—Sólo tienes que decirlo —vuelve a decir ella mientras exhala una bocanada de humo—. Y si te metes en problemas, vienes y me lo cuentas. Los muchachos del club pueden solucionarlo. Para eso están los amigos.
El club es el garito de Leroy, que ahora mismo se encuentra en el sótano de un bloque de oficinas abandonado, donde una multitud de jamaicanos de mediana edad pasa la noche jugando al billar y al dominó y escuchando viejas canciones reggae. Bob Marley y los Wailers. Burning Spear. Max Romeo. La propia Lexis es una camello de poca monta, hierba casera más que nada en estos tiempos, pero vendió éxtasis y speed en clubes y discotecas durante los felices noventa, cuando era una madre soltera tratando de alargar los cada vez más parcos subsidios de la beneficencia. Alex se ha prometido no suministrar jamás a su madre una sola unidad del virus sicoactivo que vende, aunque la verdad es que ella tampoco se lo ha pedido.
—Tu problema —le explica Lexis a su hijo— es que no tienes amigos. Te crees que no necesitas a la gente pero estás equivocado. ¿En qué clase de problema te has metido?
Alex tiene amigos, pero están distribuidos por toda la geografía hiperconexa de la Web. Le gusta chatear y vacilar tanto como a cualquier pirata genético. Es sólo que no quiere conocer a la gente con la que habla. La idea de mantener una conversación sobre piratería genética cara a cara hace que se le ponga la piel de gallina.
Le dice a Lexis que todo está bien, que simplemente el negocio va un poco lento. ¿Qué otra cosa puede contarle?
Pero su madre lo mira y dice:
—Alex, no has dormido. No te creas que no me doy cuenta. Y ese maldito traje que llevas es horrible. Hace que te parezcas a Oscar Wilde. ¿En qué estabas pensando cuando te lo compraste? Si quieres mi opinión, no has vuelto a ser el mismo desde que estuviste en el talego.
Alex no puede negarlo. Se despertó a primera hora de la madrugada y se encontró de pie junto a la consola del ordenador, empapado en sudor y convencido de que había estado hablando con alguien. Por alguna razón podía oír el eco de una voz. Encendió todas las luces y miró a su alrededor, al tiempo que se preguntaba si habría entrado una rata. Incluso comprobó las cámaras de seguridad, pero no le mostraron otra cosa que el alquitranado del exterior, empapado de luz de luna.
Y ahora, en este pub atestado y caluroso, el detective sargento Howard Perse aplasta un cigarrillo en el desbordado cenicero de lata y enciende otro y dice:
—Sea lo que sea lo que vas a preguntarme, será mejor que lo hagas rápido, Sharkey. Me están presionando para que obtenga resultados en este caso.
—¿A alguien le preocupan un par de camellos?
—Un par de camellos que vendían su mercancía a cambio de componentes electrónicos reforzados. La clase de componentes que se utilizan en las armas inteligentes, la clase de componentes que puede sobrevivir al salir disparada por el cañón de un arma y luego guiar el proyectil hasta su víctima. Cuidadito, esto que te digo es estrictamente extraoficial.
—Todo lo que tú me cuentas es extraoficial.
Perse da una larga calada a su nuevo cigarrillo, seguida por un trago de su Guinnes. Es un hombre robusto en la cuarentena, con una lustrosa barriga cervecera que tensa su camisa de rayas y un rostro picado de viruela y lleno con las marcas de un antiguo acné. Con aquel pelo negro que se peina hacia atrás desde un pico de viuda y aquella mirada saturnina, truculenta y feroz, parece un Conde Drácula de baja estofa. Cuando levanta su Guinnes, la chaqueta se desliza a un lado y revela la pistolera que lleva bajo la ingle. Está mirando por encima del hombro de Alex y éste se vuelve para ver lo que ha llamado su atención.
El pub está atestado de viejos con sombreros de paja y ataviados con brillantes trajes de sport. El camello se encuentra en una esquina. Cada cinco minutos más o menos, alguien se acerca, pone dinero sobre la barra, él le entrega un paquete y el cliente se vuelve, se abre camino a empujones entre la clientela y sale a la luz del sol. Hay un grupo de macarras en la parte trasera, todos pelo a lo rastafari, abalorios y chatarra étnica. Unos perros atados con correa se enroscan entre las piernas de sus dueños. Los macarras están fumando hierba y toman largos y teatreros tragos de una botella de un líquido claro que se pasan unos a otros. Pero no es el tráfico lo que llama la atención de Perse: podría empezar a arrestar gente aquí y seguir por toda la carretera de Whitechapel, y todavía no habría terminado en Navidad. Está mirando la televisión, colgada en ángulo sobre la barra, que muestra la imagen tomada desde un helicóptero de varias columnas de humo negro que se elevan desde un puñado de rascacielos de cristal hacia un cielo dolorosamente azul.
—¿Dónde es eso? —pregunta Perse—. ¿En Houston?
—Atlanta, creo. El ejército abandonó Houston hace dos semanas.
—Demos gracias a Dios por nuestro sistema —dice Perse—. Los yanquis siempre han tenido una debilidad fatal. Nunca han tenido un gobierno central fuerte.
Alex piensa que eso es un montón de mierda. Hay tanto descontento aquí como en los Estados Unidos; lo que pasa es que la población norteamericana está mejor organizada y más fuertemente armada. En Houston, la Coalición Cristiana utilizó gas nervioso y helicópteros artillados.
Dice, a pesar de que sabe que Perse no va a reaccionar:
—Ley y orden, ¿eso te va?
Perse esboza una sonrisa agria.
—Hoy he tenido otro caso precioso. De hecho, he tenido que dejarlo para venir aquí. Le han dado por culo a un tío que estaba llenado su coche en una gasolinera a primeras horas de la mañana. Tres tipos en una furgoneta saltan sobre él, lo cosen a puñaladas, le rompen el cráneo con una dos por cuatro y luego le pasan por encima con su coche, adelante y atrás, adelante y atrás, tres o cuatro veces. Le parten las piernas. Entonces uno de ellos se lleva el Mercedes del nota y los otros dos lo siguen en la furgoneta. Perdieron el control de la furgo en Chiswick Flyover y ahora mismo están en el talego. Pero todavía no sabemos lo que ha sido del Mercedes.
—¿Y eso que tiene que ver contigo?
—El pobre bastardo al que le dieron la paliza llevaba encima medio cargamento de MAL. Pero no fue por eso por lo que se le echaron encima. ¿Sabes por qué lo hicieron? Era negro y esos anormales vieron que su novia blanca salía del servicio de la gasolinera. Qué mundo más bonito, ¿eh? Así que tengo deberes, Sharkey. Háblame de tu encuentro con Billy.
—Fuiste tú el que jodió mi negocio, ¿verdad? No me importa si fue el Inspector Jefe a sueldo de Billy Rock el que envió los coches patrulla… alguien tuvo que decírselo a Billy. Lo hiciste para que siguiera pillado con él. Admítelo, Perse, lo estás persiguiendo otra vez.
—Aunque lograras pagar el préstamo, Sharkey, nunca conseguirías cancelar tu deuda. Lo sabes. Y luego está la protección. ¿Por qué me estás incordiando y lloriqueando?
—Todo el mundo sabe que se la tienes jurada a Billy Rock.
Perse paraliza a Alex con esa Mirada intensa que ha patentado y Alex sabe que ha puesto el dedo en la llaga. Está atrapado en medio de la guerra del jodido pie de Perse el Cojo.
Perse dice:
—Mantén la boca cerrada, mierdecilla. Ni siquiera has empezado a comprender el favor que te he hecho. Deja de quejarte y cuéntame lo que Billy Rock quiere de ti.
De modo que Alex le cuenta a Perse el plan de Billy Rock para criar muñecas y el trabajo que le ha sido encomendado. La verdad es que no tiene elección y, además, no cree que tenga nada de malo ser un delator. Los polis forman parte de la economía de la información como cualquier otro: hay incluso un foro de noticias llamado Vigilancia Poli en el que se envía información sobre operaciones y técnicas policiales. De acuerdo con los anarco-liberacionistas que lo crearon, la Policía lo consulta más a menudo que nadie.
Perse considera lo que le ha contado durante un momento y entonces dice:
—Billy Rock debe de tener a alguien más trabajando para él. Algún renegado de una compañía de biotecnología, quizá. Ya sabes que Billy Rock no ha tenido una idea propia en toda su vida.
—Por supuesto que hay alguien más. Él mismo me lo dijo… más o menos.
O al menos el chico, Doggy Dog, lo hizo. Alex no le ha contado a Perse sus sospechas sobre Doggy Dog.
Perse dice:
—Ya veré lo que puedo averiguar. Podría ser un buen camino para llegar hasta él. Podrías hablar con quienquiera que sea, de un pirata a otro.
—¿Por qué debería ayudarte?
—¿Qué le pagas a Billy? ¿Cinco mil al mes?
—Algo así —dice Alex mientras empieza a sudar porque Perse casi ha dado en el clavo. Añade—. Con lo que te he contado, te he puesto a Billy Rock en bandeja. ¿No es suficiente? La Corporación de Muñecas Mágicas Hyundai no estará muy contenta si alguien empieza a saquear su genoma patentado. Tienes una violación del copyright ahí mismo y además una ruptura flagrante de la legislación sobre biotecnología.
—La cuestión es poder probarlo —dice Perse mientras enciende otro cigarrillo. Fuma Craven As, pues no es un hombre al que le guste comprometerse. Los dos primeros dedos de su mano derecha están teñidos de amarillo hasta los nudillos a causa de la nicotina. Esboza una sonrisa burlona al ver cómo Alex saca uno de sus Benson & Hedges y dice—. Lo que Billy te ha pedido que hagas no le supondría más que una multa y un cachete en las muñecas, y eso en el mejor de los casos. Pero si consigues acercarte a quienquiera que se lo haya sugerido, tendremos la pista hacia una conspiración para defraudar. No soy más que un picoleto callejero, gracias a Dios, pero estoy seguro de que los chicos de la comercial estarían encantados con un caso así.
—Y yo sería testigo material. Que te follen, Perse —Alex sabe lo que les ocurre a quienes testifican contra las Tríadas.
—No tendrías que testificar —dice Perse con frialdad.
Alex enciende su cigarrillo.
—Seguro. Y seguiría en deuda con la familia de Billy o con cualquier otro que hubiera comprado la factura, así que, ¿qué saco yo de esto?
—Siempre me he ocupado de ti, Sharkey. Nadie sabrá que has sido tú.
Alex dice:
—No tengo por qué quedarme por aquí para que la familia de Billy se aproveche de mí. Puedo trasladarme, operar en cualquier parte. Sólo necesito un poco de dinero para empezar.
Ya lo ha pensado largo y tendido. Las modificaciones de hormonas son algo sencillo. No le preocupa no ser capaz de llevarlas a cabo. Le preocupa que, una vez que la gente de Billy Rock haya comprobado la fiabilidad de su trabajo, Billy pueda decidir que es prescindible.
Perse dice.
—Eres un chico de Londres, como yo. ¿A qué otro lugar ibas a ir?
—A algún lugar frío —dice Alex—. Finlandia quizá.
—Últimamente hay malaria en Finlandia.
—A Suecia, entonces. O Islandia. ¿Qué más da?
—En Suecia tienen la lepra. Un recuerdo de la edad media. Fue el único lugar del mundo en el que nunca se erradicó por completo. Y también está la radiactividad. No te preocupes, Sharkey —dice Perse mientras apaga la colilla de su cigarrillo—, yo me ocuparé de ti. Es hora de que vuelva al trabajo. Aquí empieza a apestar.
Alex acompaña a Perse hasta el escenario del crimen. Hace un sol brutal y, cuando Alex se pone su gran sombrero negro, Perse se ríe y dice que le hace parecer un travestí disfrazado de monja. Perse cojea ligeramente del pie derecho. Ése es el que le aplastaron cuando detuvo la limusina de Billy Rock con la intención de detenerlo, un mes después de ser trasladado a la Brigada Antidrogas. Billy Rock se limitó a reírse y ordenar a su chofer que siguiera adelante. El chofer era el clásico mercenario especializado en robos, muy nervioso, que arrancó tan rápido que dejó goma humeante sobre el pavimento. Tan rápido que Perse no tuvo tiempo de apartar el pie del camino. La rueda trasera de la limusina pasó sobre él y le rompió doce huesos. La herida se gangrenó y Perse perdió dos huesos. Y lo que es más importante, perdió los estribos de tal manera que dedicó todo su tiempo a tratar de encarcelar a Billy Rock, hasta que uno de los Inspectores Jefe marioneta de éste lo obligó a detenerse encomendándole un cargamento de casos de asesinato no resueltos y relacionados con el tráfico de drogas. Y ahora, dos años más tarde, todo ha vuelto a empezar y Alex está en pleno campo de tiro.
Hay coches aparcados a ambos lados de la carretera, con mercancías amontonadas sobre los capós: televisores, teléfonos portátiles, CD y casetes de contrabando, ropa, ordenadores empaquetados, VCRs, lectores de CD-ROM. Hay chorizos capaces de abrir una caja de cartón, rajar el plástico, sacar la mercancía, reemplazarla por un bloque de hormigón del mismo peso y volver a cerrar el embalaje y el cartón con tal suavidad que nunca lo sabrás hasta después de haber hecho la compra. En la esquina hay una furgoneta aparcada, con la ventanilla abierta lo suficiente para dejar pasar una mano. La gente hace cola para comprar, se inclina para pasar el dinero por la abertura, recibe su papelina o su tubo y se marcha arrastrando los pies en busca de un lugar tranquilo en el que meterse la dosis. Un chico flacucho se acerca con un abrigo de cuero en las manos y dice que pueden quedárselo por diez libras, cinco libras, necesita algo de dinero para volver a casa, eso es todo… hay sangre todavía húmeda en el cuello de piel falsa color naranja del abrigo.
Perse dice a Alex:
—¿Es uno de tus clientes?
—Puede que sea uno de los ex clientes del Mago.
—No eres un tío duro, Sharkey. No tanto como pretendes. Deberías salir del juego.
—No hago nada que vaya contra la ley.
—Quizá ahora no, pero dentro de unas pocas semanas los virus sicoactivos serán ilegales. Y hace algún tiempo sintetizabas sustancias narcóticas para un bien conocido productor de maría que todavía hoy sigue cumpliendo una larga condena por posesión con ánimo de tráfico. Tuviste suerte de que no te cogieran con nada encima, y aún más suerte de que nadie te delatara.
—Pasé seis meses en la cárcel y se me soltó sin juicio.
—Pero eso no te convierte en inocente, Sharkey. Ya lo sabes.
—Sé que tú piensas que nadie es inocente.
—¿Cómo le va al Mago últimamente?
—Se dedica a hacer metanfetamina con sustancias químicas de andar por casa. Será más rico al salir de lo que lo era cuando entró. Una vez me dijo que cuando vendía su mierda solía decirle a la gente, «Esto va a matarte. Va a destruir tu vida y arruinar tu mundo». Lo compraban igualmente. Todavía siguen comprando MAL, a pesar de que los matará si no está bien cortada por lo potente que es. Con un nombre como Muerto al Llegar, los drogatas piensan que tiene que ser así. Pero yo no vendo mierda de ésa.
La verdad es que a Alex no le gustan las drogas duras. Lo malo de algo como la heroína es que sólo funciona con gente que sufre de depresión clínica o subclínica. Cualquier persona normal sólo siente náuseas y una cierta laxitud después de probarla por primera vez, y no comprende por qué alguien podría querer intentarlo una segunda, pero una niña pequeña le dijo a Alex que la primera vez que fumó crack sintió ese click en la cabeza, como una puerta que se abría a un mundo iluminado por el sol. Los virus sicotrópicos que Alex piratea son más sutiles, potencian determinados estados de consciencia y no son en absoluto adictivos. El problema es que el gobierno no lo ve de la misma manera.
Perse dice:
—Es igual, se dice que está interesado por ti. Se dice que los secretas podrían estar siguiendo tu caso. Tiraron de tu expediente pero no te preocupes, está limpio.
Alex se ríe. Parece la única respuesta cuerda.
—¿Qué clase de secretas? ¿Los de la cinco?
—Eso es. Algo de ese calibre —Perse no está sonriendo.
Han llegado a la escena del crimen. Un par de policías uniformados charla junto a una ambulancia que espera con las puertas abiertas de par en par. Justo en el interior de la puerta del cementerio hay un tosco cuadrado de cinta amarilla entre las ennegrecidas lápidas. Steve Cryer, el aniñado compañero de Perse, está observando cómo trabaja un forense con su equipo electrónico sobre dos cuerpos tendidos sobre bolsas de plástico.
Perse dice:
—Los colombianos están tratando de volver a entrar a la fuerza. No se me ocurre por qué podría nadie estar interesado en un mercachifle de poca monta como tú, Sharkey, a menos que estés vendiendo algún MP que alguien quiera controlar. ¿Qué es lo que no me has contado?
Alex dice:
—Si mi expediente está limpio, ¿cómo podrían enterarse?
—Tienen trucos. ¿Quieres oír uno? Te llaman y ponen una señal subliminal en la pantalla. Te despiertas con un dolor de cabeza de cojones y no recuerdas que has cantado hasta vomitar las tripas.
Alex recuerda cómo despertó esta mañana. Dice:
—Si quieres que te ayude con Billy Rock, entérate de algo sobre ese asunto de la secreta.
—Ése es el espíritu, Sharkey. Y si te enteras de que alguien está tratando de mover medio cargamento de MAL, házmelo saber. Todavía sigo buscando al cabrón que se llevó el Mercedes.
Perse levanta la cinta amarilla, se agacha para pasar por debajo de ella y deja a Alex en compañía de Steve Cryer. Cryer es un sujeto larguirucho y amigable, duro pero honesto. A Alex le gusta bastante más que Perse. Hoy Cryer se ha vestido pensando en el calor, con pantalones cortos con rodilleras, de color azul, una camiseta gris de manga larga y un sombrero flexible de paja que pende en ángulo sobre su escaso cabello rubio. Dice:
—He oído que estás fabricando una nueva clase de mercancía, Alex. ¿Por eso puedes permitirte esa ropa?
Alex dice:
—Tengo un problema con tu compañero.
Cryer examina a Alex con sus ojos azul aguado. Siempre parece divertido, de una manera fatigada, como si ya hubiese visto todo lo que el mundo tiene que ofrecer y no estuviera impresionado. Dice:
—Tendrás que resolverlo con él.
—Tiene que ver con Billy Rock. Perse lo está haciendo otra vez.
—Eso dice.
—¿Te ha hablado de ello?
Cryer dice:
—Bueno, eso es cosa nuestra.
—Odiaría ver que te involucras en eso.
—¿Qué ocurre, Alex? ¿Quieres contarme algo?
—Me gustaría pensar que puedo llamarte si lo necesito. Si las cosas se salen de madre.
—Siempre estamos aquí, Alex. Ahora, discúlpame. Tengo que tratar con un par de cadáveres.