Home run
De pie en un vagón de la vieja línea Metropolitan, Alex goza de un momento de respiro. El sudor empapa su camisa; puede sentir cómo se pega y se despega de su espalda el áspero y tosco tejido mientras el metro avanza con estrépito por la oscuridad. El vagón está atestado de pasajeros y Alex está apretujado junto a una de las puertas. Sobre su cabeza, un cartel de seguridad reza Obstruir las puertas causa retrasos y es peligroso. Alex casi puede creer que el mensaje se dirige a él.
Al llegar a Whitechapel, cambia a la línea East London, da un corto paseo hasta Shadwell, donde sube las escaleras, y espera durante largo rato en la húmeda y desprotegida plataforma a que llegue uno de los pequeños trenes de Docklands. Después de que la Liga Monárquica Radical hiciera volar por los aires el ramal de Jubilee, el viaje entre el centro de Londres y el East End ha vuelto a ser terriblemente incómodo.
Un hombre trajeado de mediana edad, posiblemente un periodista, se inclina sobre un Bookman al comienzo del vagón; cansadas mujeres del East End se sientan con sus compras entre los pies; un muchacho negro, con la capucha del poncho levantada y la mitad superior del rostro oculta por un visor iridiscente, habla por un teléfono portátil. De tanto en cuanto, el muchacho apoya el brazo en el respaldo de su asiento y se vuelve hacia Alex, que se pregunta si no será que el negro piensa que parece un madero.
Comienza a reír, una risilla ligeramente contenida que hace que se sacuda por completo. Porque, Jesús, la verdad es que está de mierda hasta el cuello. Ni siquiera sabe si es prudente volver a casa, pero, ¿a qué otro sitio puede ir? Leroy no le va a dar las gracias si le lleva sus problemas al garito y de ningún modo va a hacer pasar a su madre otra vez por eso. Cuando la Policía actuó contra el Mago, un equipo armado echó abajo la puerta del apartamento de Lexis con un martillo neumático.
Alex sale en Westferry. Ha dejado de llover. La luz del sol calienta el aire. Brota vapor de la carretera. Reina un olor como a pan recién hecho. Por todas partes, una película de agua hace pedazos la luz. Zumban los mosquitos y, a pesar de que está vacunado contra la fiebre amarilla, la malaria y las fiebres de las aguas fecales, Alex baja el velo de su sombrero negro.
Recuerda los años transcurridos tras la muerte de los pájaros, las plagas de saltamontes, áfidos, hormigas voladoras y moscas, la escasez de alimentos y las largas colas en el exterior de los supermercados. El pequeño mundo que Lexis trazó alrededor de los dos en aquel tiempo… debería ir a verla, cuando esto haya terminado, cuando sea seguro. Parece que le está yendo bien y su novio actual es más joven que el propio Alex, qué cosas. Cuando sea seguro, irá a verla. Se lo dice a sí mismo como si fuera una plegaria. A casa, a salvo y libre. Cuando jugaba a la pega en las escaleras de los bloques de pisos, Alex siempre tenía miedo de que lo eliminaran o de quedarse atrás… ya entonces estaba demasiado gordo, aunque podía correr tan rápido como la mayoría de los chicos y podía también imponerse por la fuerza. Su peso le proporcionaba presencia… todavía le gusta pensar que es así. Recuerda a la chica que podía ganarlos corriendo a todos. La alta y patizamba Najma, cuya larga coleta negra ondeaba al viento mientras volaba sobre el suelo. Ya no está, se fue. Su familia se vio afectada por una de las campañas de repatriación y fue enviada a la India, a pesar de que todos ellos habían nacido aquí. Si sigue viva, ¿cómo debe de ser ahora la vida para ella? Alex debería dar gracias por lo que tiene.
Piensa en todo esto mientras recorre pasos subterráneos bajo calles atestadas y rodea un raído acre de hierba que se extiende entre los destrozados patios de los proyectos municipales de vivienda, donde los niños juegan al fútbol entre coches calcinados, tan numerosos que aquello parece un aparcamiento. El monolito coronado por una pirámide de Canary Wharf desaparece y reaparece tras las torres de pisos. El sol cae a plomo, cociendo la coronilla de Alex en el interior de su sombrero negro.
Pasa un mal momento en el callejón ruinoso que discurre junto a un depósito de basura bajo la línea de vigas voladizas de los Docklands, pero las dos figuras que se encuentran al otro extremo del callejón no son más que un traficante de crack y uno de sus camellos. Alex conoce vagamente al traficante, un musculoso nigeriano que siempre utiliza gafas de sol envolventes. Lleva bajo el brazo un bate de béisbol, que utiliza para ocuparse de los clientes problemáticos. Asiente lánguidamente y le pregunta a Alex cómo le va y si sigue haciendo todavía esa extraña mierda.
—¿Quieres venderla para mí?
—Tío, no hay margen en esa mierda. Mis clientes saben exactamente lo que quieren. Deberías meterte en eso, tío. Tú me preparas algo de buena mercancía y yo te la muevo sin problemas. Trabajaste para el Mago, tío. Cualquier mierda que prepares yo te la vendo, garantizado. Los clientes aprecian el buen pedigrí.
Han tenido esta conversación antes, pero Alex no está tan loco o tan desesperado como para involucrarse en esa clase de negocios. Al menos todavía no. Comienza a pasar discretamente junto al vendedor mientras dice:
—Es que la química industrial no es lo mío.
—Bueno, piénsalo —dice el vendedor con aire afable—. Éste es un negocio seguro y he oído decir que la ley está a punto de acabar con esa extraña mierda que haces. Pero no puedo seguir hablando, tío, la gente está a punto de salir del trabajo, ansiosa por pillar su dosis. Luego, ¿eh?
Más allá de la vía férrea elevada se encuentra la parte trasera de la ruinosa fila de casas en la que Alex vive, media docena de ellas, una detrás de otra, dominadas por la destruida osamenta de un bloque de oficinas en miniatura, de ladrillo amarillo, que data de los ochenta. Los accesorios de plástico azul y rojo están desgastados y rotos y no queda una sola ventana intacta. La maleza ha invadido el asfalto de la carretera de acceso; los planos tejados han sido invadidos por matas de budleia. El intenso aroma de los disolventes de la tienda de ensamblaje de chips del otro extremo. Frank, el viejo que vende mobiliario de oficina de segunda mano, está sentado al sol en una silla giratoria de cuero negro y saluda a Alex con un gesto de la cabeza mientras éste pasa a su lado. Alex no cree que haya intercambiado más de diez palabras con Frank, y eso que son vecinos desde hace tres meses. Al otro lado se escucha el atareado coro de los telares automáticos de Malik Alí: tres de las viviendas están ocupadas por nativos de Bangla Desh que trabajan en la industria de los harapos.
Alex pasa otro mal momento cuando se agacha para cruzar la pequeña puerta de acceso abierta en las puertas dobles de la fachada de su propia vivienda —alguien podría estar esperándolo en la oscuridad—, pero entonces enciende el fluorescente y, por supuesto, no hay nadie allí. Obtiene una rápida inyección de tranquilidad de dos tabletas de Tranqui-Z, que ingiere con su diario cartón de Pisant, la bebida anaranjada de canela que descubrió en el centro comercial de la carretera de Tottenham Court. El Pisant duró menos de una semana en ese frenético estanque de tiburones que es el mundo del marketing, posiblemente a causa de su nombre, pero Alex logró encontrar a su distribuidor antes de que desapareciera y ahora el último cargamento de Pisant que queda en todo el mundo está guardado en uno de los tres congeladores industriales que posee.
Por lo demás, hay una cocina de acero inoxidable de una pieza, vacía a excepción de una gran máquina de hacer capuchinos y el microondas que Alex utiliza para calentar raciones del ejército malasio —tiene casi un millar de mochilas sin etiquetar en la parte trasera del taller— y la comida que encarga a los Jardines Hong Kong. También hay una cama en la parte trasera, detrás de un biombo chino de papel lacado, así como un pequeño váter y un cubículo de ducha, montados en lo que antaño fue una oficina. El resto del espacio está ocupado por mesas de laboratorio atestadas de recipientes de cristal, una campana de contención, una ultracentrifugadora, un congelador-secador, un PCR, un birreactor de segunda mano, un escritorio de metal sobre el que descansa el ordenador que Alex utiliza para el modelado de las secuencias y la gestión de su ecosistema de vida artificial y, en medio del desnudo suelo de hormigón, la máquina por la que vendió su alma: Black Betty, un lustroso y modernísimo láser nuclear de argón tipo Chicago para el secuenciado y ensamblaje de nucleótidos.
El olor que reina en el lugar, un potente cóctel de disolventes mezclados con vapores de ácido hidroclórico, tranquiliza al cerebelo de Alex. Lleva tres meses viviendo aquí y todavía le gusta el lugar. Black Betty ronronea y chasquea, mientras el minicray que la controla se desplaza línea tras línea a través del programa ensamblador. Está preparando un nuevo lote del material que tuvo que destruir en King’s Cross, pero Alex no tiene valor para desconectarla. Por supuesto, nunca debería haberla comprado y nunca debería haberse endeudado con la familia de Billy Rock, que era el único lugar en el que podía conseguir el dinero. Pero, ¿qué puede decir? Fue amor a primera vista.
Alex comprueba su correo pero no hay ningún mensaje. Su daemon en línea le dice que está conectado a un par de discusiones interesantes y le pregunta si quiere una nueva base de datos de distribuidores de productos químicos, pero Alex responde que está ocupado. El daemon —un apuesto diablo rojo con cola en forma de tridente y una horca en las manos— agacha la cornuda cabeza y se desvanece lentamente.
En este mismo instante el contacto de Alex podría estar vomitando las tripas en la sala de interrogatorios de cualquier comisaría, aunque dado que cuenta con inmunidad diplomática, debería de ser lo suficientemente listo como para no decir nada, a pesar de que eso lo incrimine. Alex lo piensa y llega a la conclusión de que debería marcharse aun en el caso de que el chico no hable. Pero no ha hecho nada ilegal y, además, no puede abandonar su equipo.
El Tranqui-Z ya empieza a hacer efecto, envolviéndolo en una helada vaina de calma. Alex hace lo que debería haber hecho en King’s Cross si no se hubiera sido presa del pánico al ver los coches de policía. Llama al detective sargento Howard Perse.
Perse contesta al primer tono, como si hubiera estado esperando la llamada. Está sentado cerca de la cámara del teléfono, lo que distorsiona la visión que tiene Alex de su cara gorda y picada de viruela.
—Pareces jodido —dice Perse.
—Bien que lo sabes.
—He oído que algo fue mal en King’s Cross —dice Perse. Parece estar sonriendo pero es difícil asegurarlo—. ¿Era tu entrega, Sharkey?
—Sabes que sí, cabronazo —dice Alex, enfurecido a pesar del Tranqui-Z.
—Calma, calma —Perse parece divertido—. Podría decirte que no importa, Sharkey, que siempre hay otros clientes. ¿Es eso lo que quieres oír? De todas maneras, ¿qué estabas vendiendo? ¿HiperEspectro? Eres un chico malo, Sharkey. Esos zumbados ya ven suficiente televisión tal y como están las cosas.
—No es ilegal.
—Pero tú sabes que lo será pronto. El proyecto de ley estará preparado para su presentación en dos semanas. ¿Por eso estabas tan ansioso por venderlo?
—Sí. Y cuando eso haya ocurrido, tú siempre estarás ahí para joderme, para mantenerme a raya, bajo control. A lo mejor ya no coopero más, Perse.
Perse no dice nada.
Alex añade:
—Tendré que hablar con Billy Rock. Este mes no voy a poder pagar la protección.
Perse dice:
—Siempre es una buena idea mantenerse del lado de Billy Rock.
Y Alex realiza una conexión de la que debería haberse percatado desde el principio. El pie de Perse. ¡Está jodido por culpa del maldito pie de Perse!
—Esto no sólo tiene que ver con mantenerme a raya, ¿verdad? Tienes algún plan de mierda para que me acerque a Billy Rock. Te han dicho que te mantengas alejado de Billy, que no lo molestes. De modo que quieres utilizarme.
Perse no se molesta en negar la acusación. Todo el mundo sabe que desde que Billy Rock le partió el pie quiere cargarse al pequeño bastardo, a pesar de que fue un accidente. Dice:
—¿Estás muy liado con Billy?
Alex se vuelve en una dirección y luego en la otra. La suspensión de aire de su silla suspira bajo su peso. Dice:
—Tuve que aceptar la protección junto con el préstamo. No era algo opcional.
Perse dice frente a la lente del teléfono, con aquella sonrisa capaz de sacarlo a uno de quicio:
—¿Alguna vez has pensado que Billy Rock podría tener algo que ver con tu racha de mala suerte?
—¿Es que él puede llamar a un par de furgones de la Policía? Porque eso es lo que ocurrió en King’s Cross.
—Sharkey, él puede llamar a un puto Inspector Jefe si le da la gana, porque su familia tiene por lo menos a dos en nómina. Ya sabes cómo va la cosa, así que deja de tocarme las pelotas.
Alex sabe cómo va la cosa. Es como un eterno triángulo. Las Familias Tríadas como la que dirige Billy Rock controlan tanto a los pandilleros como a los maderos corruptos. Los pandilleros realizan el necesario trabajo callejero y la Policía mantiene bajo control a los pandilleros. Cualquier cosa que pueda perturbar esta relación es borrada del mapa o absorbida.
Alex dice, con mal sabor de boca:
—¿Y qué hago yo si ha sido él el que me ha jodido el negocio?
—¿Por qué no le comentas tu problema y esperas a ver qué hace? Podría revelar algo interesante.
—Sí —Alex está pensando que si de verdad fuera Billy Rock el responsable, alguien tendría que haberle hablado en primer lugar sobre el negocio.
—Hijo, si Billy Rock presta dinero a alguien para expandir su negocio, lo siguiente que hace es tratar de conseguir parte de ese negocio. Así son las cosas.
—¿Y por qué iba yo a querer expandirme?
—¿Cómo se llama esa cosa que bebes? Tienes un congelador lleno.
—¿Pisant?
—Sí, lo que sea. Algún día se te va a acabar, ¿has pensado en ello?
Y entonces Perse corta la conexión. Alex sigue sin saber quién lo ha jodido pero sabe que Perse tiene razón en una cosa. Debería llamar a Billy Rock.