King’s Cross
La sala está llena de fantasmas.
Transparentes como medusas, ataviados con trajes Eduardianos, se deslizan a solas o en parejas, dando vueltas y vueltas por la recién restaurada Sala de Fumadoras del Hotel Grand Midland en St. Pancras, mientras esquivan con destreza a los pasajeros que esperan para embarcar en el Expreso Trans-Europeo de las 16:00 horas. Alex Sharkey es la única persona de la sala que presta atención a los fantasmas; para pasar el rato, ha estado tratando de calcular la derivada del algoritmo que controla su deambular aparentemente fortuito. Llegó veinte minutos antes de la hora prevista y ahora, según reza el reloj que se compró de camino hacia aquí, son las tres y doce minutos y su cliente se retrasa.
Alex se siente inquieto e incómodo y suda bajo su flamante camisa de algodón afgano con cordones. El algodón está salpicado de cascarillas que le arañan la piel. La chaqueta del traje le está estrecha en los hombros; aunque el vendedor le aseguró que el tweed verde pegaba perfectamente con su cabello rojizo, Alex piensa que le hace parecerse un poco a Oscar Wilde. Quién no estaría fuera de lugar en medio de la deliciosamente restaurada decoración de la Sala de Fumadoras, con sus paredes rosa salmón y crema, sus pilares de mármol, sus sillas tapizadas con felpa roja y su alborotada población de fantasmas Eduardianos.
Alex está recostado en un sillón bajo y recargado, fumando sin parar y sintiendo el zumbido que provoca en su interior la segunda taza de café expreso que se ha tomado. Una cosa que ha aprendido hoy es que aquí hacen un maravilloso expreso, oleoso y amargo, y que lo sirven hirviendo en tazas del tamaño de un dedal y de un grosor aceptable, con un poco de limón en la delicada cucharilla de plata, una chocolatina de menta amarga y un vaso de agua filtrada a un lado.
La cafeína es una droga tan sencilla, tan elegante, tan necesaria… Alex recuerda una de las tiras cómicas del Far Side de Gary Larson: un grupo de leones de aspecto bobo que holgazanean alrededor de un árbol mientras, en la distancia, una rinoceronte le sirve una taza de café a su pareja, que está diciendo, «alto, ya es suficiente». ¿Cuándo fue eso? Unas Navidades, antes del fin del siglo XX, él debía de tener cinco o seis años. Seguramente sería en el apartamento húmedo e infestado de hormigas, con vistas al Támesis, de Isle of Dogs. Lexis siempre se las arreglaba para regalarle un libro por Navidad, de una forma o de otra. Para que se formara.
Y ahora se encuentra aquí, rodeado de fantasmas holográficos y esperando a que aparezca su hombre, tratando de pasar inadvertido entre los trajes y los ricos turistas que esperan a que el tren expreso los saque de este país de mierda. La mayoría de ellos charla en francés, la lingua franca de la élite de la cada vez más aislacionista Unión Europea. Las mujeres lucen un bronceado desafiante bajo ligerísimas blusas y pantalones cortos, muy cortos, o minifaldas con el dobladillo hecho jirones con suma destreza. Unas pocas, y éste es el ultimísimo grito en moda BodiCon, se envuelven en un chador hecho de capas de gasa translúcida entretejida con película gráfica que despide a intervalos extrañas y destellantes imágenes y patrones cambiantes, mostrando y ocultando el pecho, la curva de las caderas, la suave y morena piel que se ahueca alrededor de la clavícula. Los hombres se visten con trajes gruesos de colores terrosos, lucen un montón de oro en las muñecas y un maquillaje discreto. Cuando hablan o se miran a sí mismos en los altos espejos dorados que hay detrás de la barra, brillan sus pendientes. Los espejos no reflejan a los fantasmas, lo que resulta inquietante. En la barra de caoba del bar, media docena de ucranianos con lustrosos trajes negros monta un escándalo, mientras brindan con una ronda tras otra de güisqui de malta.
Una mujer está acompañada por una muñeca mascota. Está sentada en silencio detrás de su dueña, vestida con un uniforme rosa y púrpura con un galón dorado. Una cadena sujeta el acolchado collar de perro que rodea su cuello. Su rostro, prognato y de piel azul, es una máscara impasible. Sólo los ojos se mueven. Ojos oscuros, líquidos, entristecidos, como si supieran que algo anda mal en lo más profundo de cada una de las células de su cuerpo o fueran conscientes de la carga del pecado que le ha sido impuesto.
Alex siente lástima por ella: apartada de la Naturaleza, aturdida por el daño infligido a su genoma. Es una criatura aberrante, piensa, la demostración de su creencia en que no tiene sentido practicar la ingeniería genética con nada más complejo que la levadura, pues cuanto más avanzado es el organismo, más impredecibles resultan los efectos secundarios.
Alex enciende otro cigarrillo y vuelve a consultar la hora. Comienza a deslizarse en su interior la inquietante sospecha de que algo ha ido mal. Siempre ha odiado tener que esperar, tener que ser puntual. Para esta ocasión, cuando tenía que serlo, se ha comprado un reloj y sólo le ha servido para ponerse aún más nervioso. Es una mierda polaca reciclable que cuesta menos que un solo expreso, una tira de película gráfica en un panel de fibra barnizado, con una correa de tela de color naranja brillante. Se alimenta del tenue campo bioeléctrico generado por los músculos de la muñeca de Alex: es un parásito que lo encadena al tiempo. En la cara del reloj hay un águila negra impresa, que extiende las alas y escupe fuego cada vez que Alex gira la muñeca para consultarlo. Las manecillas son espinas negras generadas por el mismo chip que hace funcionar el águila. La película gráfica ya está arrugada: el águila tiene un ala rota; la manecilla de la hora está doblada. Son las tres y dieciocho minutos.
Alex tuvo una vez un genuino Rolex de acero inoxidable; venía con un certificado que demostraba que había sido fabricado en Suiza en 1967. Se lo había regalado el Mago… el Mago siempre estaba dándole cosas así, en aquellos tiempos, cuando Alex era el más brillante y el mejor de sus aprendices. Pero perdió el Rolex cuando lo encerraron con el Mago y el resto de su banda. O bien los polis o bien uno de los gilipollas a los que Lexis utiliza sexualmente se lo birló. Alex perdió mucho en aquel tiempo, y ésa es una de las razones de que ahora esté en apuros con Billy Rock y se vea obligado a hacer negocios arriesgados y desesperados con estudiantes indonesios de último curso de la escuela de diplomacia.
Las tres y veintiocho minuto. Mierda. Alex llama al camarero y pide otro expreso hablando lenta y cuidadosamente porque el hombre alto y de cabello cano es un refugiado albanés que apenas mantiene una relación esporádica con el inglés.
Son las cuatro menos veinte, se ha producido ya la última llamada para el Expreso Trans-Europeo y los pasajeros están empezando a marcharse, cuando el camarero trae a Alex su café. Éste paga con una tarjeta de crédito en la que no aparece su nombre, se lo bebe de un trago y se acerca a la mujer con la muñeca encadenada. Se para delante de ella y la mira. Es algo estúpido y él sabe que no va a conseguir que se sienta mejor, pero tiene que hacerlo.
Cuando por fin levanta ella la mirada, una morena de unos cuarenta años, con una tirantez alrededor de la mandíbula que indica un lifting, Alex dice:
—Supongo que el animal que hay al final de esa correa es el que se está poniendo ciego de Campari.
Y se aleja caminando a través de dos mujeres fantasmales vestidas con trajes de cintura de avispa que se disuelven a su alrededor en una lluvia de lentejuelas de luz láser difractada.
La gran escalera curva de Gilber Scott lleva a Alex hasta el atestado vestíbulo. Saca su sombrero negro de ala ancha (sí, Oscar Wilde) y se lo pone en la cabeza, tratando de aparentar indiferencia a despecho de la pelota de ácido que le atormenta el estómago. Un portero vestido de color ciruela y con sombrero de copa abre una puerta de cristal y metal reluciente, y Alex emerge a la broncínea luz del sol y el estruendo del tráfico que discurre a trompicones por Euston Road.
Hacia el norte comienzan a insinuarse negras nubes de tormenta, que se apiñan y fluyen como si se estuvieran moviendo a cámara rápida. La atmósfera es pesada; todo el mundo camina deprisa a pesar del sofocante calor. Todo el mundo lleva un paraguas. Es un clima monzónico.
Alex toma el paso de peatones subterráneo que lleva a la Estación de King’s Cross. Al borde del pavimento hay una fila de cabinas telefónicas, vigilada por una vieja que se envuelve en una especie de capa hecha a base de bolsas de basura de plástico. Alex le da una propina y, apretujado en una cabina que huele a pis y a desodorante industrial, y cuyas paredes están tapizadas con las tarjetas de los trabajadores de la industria del sexo, llama al número de su contacto. El Mago le enseñó que nunca debía llamar a sus clientes desde un teléfono móvil: las localizaciones de los teléfonos móviles encendidos se ponen al día constantemente en tablas de consulta, las conexiones de microondas están pinchadas para que Inteligencias Artificiales puedan escuchar pacientemente en busca de palabras clave, y cualquiera que se encuentre a quince kilómetros de distancia o menos puede espiar una conversación utilizando un escáner que puede adquirirse en cualquier tienda.
La pantalla del teléfono está rota y alguien ha vertido una botella de barniz de uñas de color negro sobre el cuadrante inferior. En el suelo hay una jeringuilla manchada de sangre. Alex la aparta de una patada mientras suena el teléfono y por fin se marcha, embargado por una curiosa sensación de júbilo, un vértigo flotante que es como precipitarse en caída libre. Está completamente jodido. Más tarde o más temprano todo caerá sobre él, pero en este preciso momento es como si hubiese escapado de algo.
Justo cuando empieza a dirigirse hacia el metro, comienza a llover.
Es como una furia negra que rebota un metro sobre el suelo. Alex se precipita hacia la entrada de la estación, medio empapado. El ala de su sombrero vierte agua sobre su espalda. La lluvia es tan intensa que uno podría ahogarse en ella. La temperatura baja casi cinco grados en un instante. El tiempo ha estado haciendo cosas raras últimamente. Tiene prisa. Quiere traer consigo algún cambio profundo.
Todos los negros taxis lucen de pronto las señales naranja de «ocupado». Los camiones levantan gruesas ondas en la inundada carretera, ahogando las burbujas pastel de los microcoches. Alex ve luces azules parpadeantes en Pentonville Road y se pone tenso. No, podría tratarse tan sólo de un accidente.
Las ráfagas de viento vuelven del revés paraguas y sombrillas y arrancan los sombreros de las cabezas. Hay un campamento de refugiados en la isleta del cruce de King’s Cross. Atadas con cuerdas cruzadas a los enrejados y los postes de las señales de tráfico, las cubiertas de plástico y alquitrán de las chabolas y tiendas de campaña se agitan y crujen al viento. De pronto, la tormenta arranca un plástico, que se desliza sobre el tráfico como si fuera un murciélago y va a caer sobre el parabrisas de un camión. El camión tuerce sobre la inundada carretera y se detiene bloqueando los dos carriles que se dirigen al este, mientras eructa vastas nubes de humo negro que huelen a aceite de cocina quemado de un año de antigüedad. Cláxones, furiosos destellos de luces de freno: rojas puñaladas en medio del aire oscuro e inundado por la lluvia.
Unas lejanas luces azules dan vueltas en la tormenta. Empiezan a sonar las sirenas, se interrumpen casi con frustración. Alex ve cómo alguien corre entre el tráfico inmóvil, un pequeño muchacho perseguido por dos gruesos hombres de traje que lo sujetan de los brazos y lo arrastran. Uno de ellos agita un pedazo de plástico laminado en dirección a un taxi, que hace sonar su claxon.
Oh, Jesús, ahí va su contacto. De pronto, Alex está seguro de que es cosa de Perse. Perse lo ha descubierto y lo ha jodido bien.
Dos furgones de policía se ven atrapados en el embotellamiento de vehículos que se agolpan detrás del camión accidentado. La puerta de uno de ellos se abre de golpe y empiezan a salir policías vestidos con chubasqueros amarillos.
Repentinamente, Alex es muy consciente de las cámaras de seguridad que lo rodean por todas partes. Se baja el empapado sombrero y se encamina hacia el atestado vestíbulo de la estación. Un vagabundo embutido en una repugnante parka que le llega hasta los tobillos le sonríe. Su frente está erosionada por una herida púrpura y cubierta de costra se percata de que cuenta con la atención de Alex y dice:
—Ese tío me ofreció un poco de lejía esta mañana y yo me negué. Me la echó directamente en la frente y no me cayó ni una gota en los ojos. ¿Qué te parece?
Alex saca la caja del bolsillo interior de su chaqueta (las estrías de su cubierta de plástico negro parecen doblarse mientras examina sus huellas) y se la arroja al hombre. Dice:
—Hace quince minutos yo iba a ser un hombre rico. Nunca confíes en un madero.
El vagabundo se queda mirando lo que parece ser una caja de CD negro mate y dice:
—¿Es que crees que tengo ganas de bailar?
Pero se la queda de todas maneras y así acaba la cosa. El contacto de unas huellas dactilares desconocidas activa la secuencia de autodestrucción, y en cuestión de segundos la caja freirá su contenido.
Alex ya se está alejando a toda prisa. El sonido de la lluvia al caer sobre el elevado techo de cristal resuena encima su cabeza como el eco de los dedos impacientes de Dios, tamborileando, tamborileando. Adelanta a una fila de pasajeros que espera para subir a bordo de uno de los nuevos trenes a prueba de radiación que se dirige a Escocia y toma la escalera que baja hacia la estación de metro. Ni siquiera se molesta en tratar de negociar con uno de los vendedores de pases de zona de segunda mano, sino que alimenta la máquina con una moneda de cinco libras, recoge su billete y continúa corriendo por escaleras mecánicas y corredores cubiertos de azulejos. El aire cargado de ozono le irrita la garganta como si fuera lija mientras corre, un joven gordo vestido con un traje de un vivido color verde al que le falta una talla, el rostro tan rosa como la carne de un desollado, que aprieta contra su cabeza un ancho sombrero negro, desesperado por llegar a cualquier otro lugar.