Rigleau pagó el café y se puso en marcha sin prestar atención a la mirada sospechosa del camarero, acostumbrado a que su aspecto de histrión —el parche en el ojo izquierdo y una pierna más corta que la otra— provocara esa clase de prejuicios. En realidad, mientras caminaba por la calle d’Enfer, iba concentrado pensando en La Cobra.
Como siempre, le había costado llegar hasta el sicario, y de hecho aún no sabía si conseguiría entregarle el mensaje de Fouché. Procedió como de costumbre: publicó un aviso cifrado en el periódico Le Journal de l’Empire, dejó pasar cinco días y a las siete de la tarde del sexto se sentó a tomar un café en L’ami Bertrand (debía ocupar una mesa en la vereda) a la espera de que alguien, generalmente un chiquillo de la calle o un mendigo, se acercase simulando pedir limosna y le deslizase en la mano un papel con el lugar del encuentro. En esa oportunidad sería en la parte posterior de Notre Dame.
Dejó la calle d’Enfer y tomó por la de St. Jacques apurando el paso. Desde cierta distancia se veían las torres de la catedral gótica recortadas en un cielo de noche con nubes. Se movió por la vereda del Sena y, alcanzada la parte del ábside, cruzó la calle vacía. Se apoyó sobre un contrafuerte y, para simular aplomo, encendió un cigarrillo; con la otra mano sujetaba la empuñadura de su daga.
—¿Para qué me citó?
No consiguió determinar de dónde procedía la voz, que parecía rebotar y surgir de todas partes; ni siquiera habría podido afirmar si se trataba de La Cobra o de su intermediaria.
—Tengo un mensaje de Fouché. ¿Ya encontró al Escorpión Negro?
—¿Cuál es el mensaje?
Cierto tono de imperio en la pregunta le dio la pauta de que no lidiaba con su ayudante sino con el propio sicario, y la mano del cigarrillo comenzó a temblarle.
—Fouché dice que deberá traer con vida al Escorpión Negro. —Sobrevino un prolongado silencio que llevó a Rigleau a preguntar—: ¿Aún sigue usted allí?
—¿A qué se debe el cambio de planes?
—No tengo autorización para decírselo.
Rigleau se dio cuenta de que La Cobra estaba más cerca de lo que había calculado cuando, en un santiamén, se encontró reducido por la espalda y con el filo de una hoja en el cuello.
—Reitero la pregunta: ¿a qué se debe el cambio de planes?
—El emperador Napoleón lo ordenó así.
—¿Por qué?
—Quiere usarlo para que comande a nuestros espías.
—Dígale a Fouché lo siguiente: ya sé quién es el Escorpión Negro. Traerlo con vida le costará cinco mil libras más. Y otra cosa: sospecho que no será fácil tentarlo a que comande a los espías franceses. Si yo lo lograse, el emperador tendrá que ser muy generoso conmigo.
Lo obligó a ponerse de rodillas e inclinar el torso hasta tocar el césped con el mentón. Rigleau no habría podido indicar siquiera la dirección que tomó La Cobra pues ni el sonido de sus pasos sobre los adoquines lo alcanzó, como si de veras fuera una serpiente y se deslizara sobre su vientre.
Jueves 1º de mayo de 1806, Isla de Santa Elena, latitud 15º54’ Sur, longitud 5º43’ Oeste.
El comodoro sir Home Riggs Popham soltó la pluma en el tintero y se repantigó en la silla con aire de satisfacción. Nada había resultado fácil en su plan para invadir Buenos Aires. De todos modos, al día siguiente, zarparía con su flota rumbo a esa ciudad del Plata.
Si quisiera definir una fecha en la cual hubiese comenzado a cobrar forma la travesía a punto de concretarse, Popham juzgó que el 12 de octubre de 1804 era la correcta, pues ese día él y el venezolano Miranda cenaron, junto con el primer ministro Pitt, en casa del jefe del Almirantazgo, vizconde de Melville, para hablar sobre los asuntos de la América del Sur. También se hallaba presente el hijo bastardo del duque de Guermeaux, Roger Blackraven, a quien prefería olvidar pues, con sus comentarios mordaces, había puesto en riesgo el objetivo de esa reunión: lograr el apoyo del gobierno inglés para lanzarse a la toma de las principales ciudades de las colonias españolas.
Como consecuencia de dicha cena, Popham y su amigo Miranda redactaron un memorando de varias hojas fechado el 14 de octubre donde se exponían las razones para invadir las posesiones occidentales del Reino Español; no figuraban las personales que tenían que ver más con el botín que con la gloria de la Inglaterra. Dicho memorando fue aprobado por Pitt el 22 de octubre con la salvedad de que, mientras no existiese una declaración formal de guerra con la España, el ataque a las ciudades americanas debía postergarse, aunque todos sabían que la neutralidad de la Corona Española en el conflicto de la Inglaterra con la Francia era meramente nominal.
La declaración formal de guerra llegó poco tiempo después, el 11 de enero de 1805, e incluso acaecido este promisorio suceso no pudo emprenderse la expedición pues el aliado zar de la Rusia, Alejandro I Pavlovich, pidió prudencia al albergar esperanzas de atraer a los españoles para sacarlos del influjo de Boney, como los ingleses llamaban a Napoleón Bonaparte.
Después llegó la orden de escoltar la expedición confiada al mayor general Sir David Baird para recuperar el Cabo de Buena Esperanza (en manos holandesas, que era como decir francesas) y Popham entrevió una renovada oportunidad para dirigirse hacia Buenos Aires. Después de la toma del Cabo el 18 de enero de 1806, ya instalados como autoridad, Popham se dedicó a persuadir al mayor general Baird de que lo proveyera con hombres y municiones para la conquista del Río de la Plata. Para eso había llevado el memorando refrendado por Pitt.
—Aquí el ministro Pitt estableció que no se haría nada en contra de las colonias españolas en tanto existiesen esperanzas de recuperar el apoyo de la España —se empecinó Baird.
—Mayor —dijo Popham—, después de recibir las noticias de las batallas de Trafalgar, Ulm y Austerlitz, ¿cree usted que deberíamos esperar que la España apoye la causa inglesa contra Napoleón?
—No —titubeó Baird—, en verdad no. Igualmente creo que deberíamos pedir instrucciones y aguardar.
—¡Serán meses de espera! Y, según mis informantes, el momento es ahora. Me aseguraron que Montevideo y Buenos Aires caerían ante una fuerza de seiscientos hombres. Así lo afirma Wayne —se refería al capitán de un barco negrero que acababa de llegar al Cabo desde el Río de la Plata— y lo refrenda esta misiva de mi amigo el señor William White, un norteamericano radicado desde hace años en Buenos Aires. Escuche, mayor —dijo, y le leyó un párrafo de la carta—: “Entonces, querido amigo, éste es el momento. Los tesoros provenientes de Lima se encuentran en el desguarnecido Fuerte de Buenos Aires a la espera de un convoy para transportarlos a la España, evento que puede acaecer de un día a otro”.
Popham dejó de leer pues el párrafo siguiente desvelaba que la generosa provisión de información por parte de White iba más allá de un impulso amistoso; el norteamericano necesitaba que Popham echara mano a parte de esas riquezas para después exigirle el pago de una deuda de larga data originada en negocios en común en la India; algunos afirmaban que ascendía a veinte mil libras; otros, a noventa mil.
A decir verdad, a Baird terminó por convencerlo la suculenta presa, pues era de consenso general que las arcas del tesoro de Buenos Aires se hallaban repletas de oro. En contra del entusiasmo de sus colegas, el brigadier Beresford se empecinaba en no prestar acuerdo aunque supiese que a él sólo le quedaba cumplir las órdenes de su superior.
Con vientos favorables, zarparon hacia el Río de la Plata el 14 de abril de 1806, con el general de brigada William Carr Beresford al mando, según indicación de Baird, y el regimiento 71 de Highlanders como única fuerza de línea. Días más tarde, a causa de una tormenta, dieron por perdida la nave Ocean que transportaba a doscientos hombres y, tanto Popham como Beresford, acordaron acerca de la necesidad de desviarse hasta la isla de Santa Elena para conseguir reaprovisionamiento. Lo que Beresford ignoraba era que Popham, tiempo atrás, había planeado fingir la pérdida del Ocean para contar con una excusa válida que justificara un requerimiento de tropa y artillería a las autoridades de Santa Elena.
Con el gobernador de la isla, el señor Patten, se sometió a prueba una vez más el poder persuasivo del comodoro, que logró hacerse de ciento ochenta hombres, artillería y un barco mercante llamado Justinia.
Así, rearmados, dejarían Santa Elena a la mañana siguiente si los vientos lo permitían, para navegar sin escalas hasta las costas del Río de la Plata. Beresford ya había comunicado su postura de apoderarse primero del puerto de San Felipe de Montevideo y después de Buenos Aires, sede del virreinato. Esa idea se contraponía a los planes de Popham pues temía que, avisado el virrey de la caída del puerto, se alzase con el tesoro de la Corona hacia el interior del continente. Por esa razón, caerían primero sobre Buenos Aires.