Capítulo XXIX

Fouché sostenía que Le Libertin había vendido la información del paradero de Luis XVII a los Borbones en el exilio, mientras que Rigleau prefería la hipótesis de que el sicario se hallaba muy lejos —de allí la demora en sus mensajes—, o bien que había sido asesinado o puesto fuera de juego; no admitía el supuesto de la traición. En algo Fouché coincidía con Rigleau: ni el conde de Provence ni su hermano, el conde de Artois, poseían el dinero para tentar a Le Libertin.

—Yo confío en Le Libertin —aseguró el espía—. Además, los hombres que vigilan a los Borbones en Bélgica no han notado ningún comportamiento extraño. Nadie fuera de su círculo más íntimo los ha abordado en los últimos tiempos.

—Esa información de nada vale —se empacó Fouché—. Bien podrían sellar un trato con Le Libertin usando a alguna de las domésticas. Y nosotros jamás nos enteraríamos.

—Todos los que viven bajo el techo de los Borbones están bajo vigilancia —le apuntó Rigleau, con aire entre impaciente y ofendido.

—Igualmente. Hemos fracasado tanto en los últimos tiempos que no sé si estoy rodeado de ineptos o mis enemigos son invencibles.

Entró el emperador Napoleón, como acostumbraba, sin anunciarse, de modo espontáneo, el que empleaba en campaña, donde entraba y salía de las tiendas como un soldado más.

—¡Emperador! —exclamó Fouché, y, con una seña, despidió a Rigleau.

—Escuché que mencionabas a los Borbones —comentó Napoleón—. Imagino que ya sabes dónde se encuentra el hijo de Luis XVI.

—Justamente, majestad. Comentábamos que el sicario contratado para dar con él ha desaparecido sin dejar rastro alguno.

La mirada chispeante de Napoleón se ensombreció, y su silencio agitó la respiración del ministro.

—¿Crees que el conde de Provence ya encontró a su sobrino?

—No lo creo —opinó Fouché—. Tiempo atrás se comentaba que había contratado a un sicario para matarlo, pero era sólo un rumor. Para contratar ese tipo de encargos se requiere mucho dinero, y sabemos que los Borbones no cuentan con él.

—¿Qué me dices del Escorpión Negro? ¿Qué puedes decirme de él? ¿O acaso el famoso sicario que contrataste por una fortuna también desapareció?

—Pronto dará con él —se aventuró a expresar—. Es sólo cuestión de tiempo.

—Estoy cansándome de tus esperas, Fouché. Hace casi dos años que contrataste a La Cobra y nada sabemos aún. Fui capaz de vencer a un ejército cuyas fuerzas me superaban ampliamente en Austerlitz y no consigo atrapar a un hombre aunque contrate a los mejores sicarios. ¿Es tan omnipotente ese maldito espía inglés? —se preguntó, con un tono que evidenciaba su cólera—. Quiero al Escorpión Negro en mi presencia antes de que comience el verano. Si él se hubiese encargado del asunto de Luis XVII, ya lo tendría en mi poder para entregárselo a su primo Francisco I como muestra de mi buena voluntad para con él y con su pueblo.

—Entiendo, majestad —balbuceó Fouché, y se inclinó para acompañar la salida del emperador.

Rigleau se presentó segundos después y encontró a su jefe echado en un sillón sosteniéndose la cabeza con la mano.

—Busca a La Cobra.

—Pero, señor…

—¡No me importa si tienes que levantar cada piedra de París o de Londres para dar con ese maldito sicario! Quiero que lo encuentres y le ordenes traer con vida al Escorpión Negro.

NOTAS DE UN SICARIO

Entrada del día miércoles 25 de septiembre de 1805

Debido a que nos encontramos en Londres, juzgamos sensato comenzar con la búsqueda de Roger Blackraven; eliminada esta posibilidad, viajaremos a la Italia para continuar con la de Isabella y Alejandro di Bravante. Presentimos que el Escorpión Negro es uno de ellos.

Consultada lady Sommers, explicó que su influencia no alcanzaba círculos tan elevados como los frecuentados por los Guermeaux y que no existía modo de ayudar a Desirée a relacionarse con dicha gente, aunque bien podía contarle la historia de esa familia, una de las más influyentes de la Inglaterra, ya que, al igual que Tomasso Dapassano con la nobleza italiana, ella ocupa su tiempo libre en estudiar la inglesa y la francesa.

“Es comúnmente aceptado”, expresó la señora, “que los Guermeaux llegaron a Gran Bretaña en 1066, junto con Guillermo, duque de Normandía, más conocido como Guillermo el Conquistador. Bruno de Guermeaux se destacó en la batalla de Hastings y obtuvo a cambio de sus leales servicios el título de duque y extensas propiedades en el condado de Cornwall, donde se han erigido como señores desde entonces. Aquí”, dijo, y señaló un punto en el diagrama, “comenzaron a llamarlos «cuervo negro» pues algunos de sus miembros cambiaron sus cabellos rubios por unos de azabache al mezclarse la sangre Guermeaux con la de la hija del primer duque de Alba, de la más rancia estirpe española, a fines del siglo XV. Pero vayamos a quien nos interesa”.

El actual duque es uno de los nobles con mayor poder y ascendiente en Gran Bretaña, dueño de varios escaños en el Parlamento. Sus decisiones son respetadas y esperadas con expectación ya que pueden sacudir los cimientos de la endeble monarquía de Jorge III. Casó hace treinta y cinco años con quien se reputaba la mujer más codiciada de su época, lady Patricia Kent. Las riquezas de su padre —que heredaría por completo pues es hija única— no habrían sido necesarias para posicionarla en el primer lugar de las preferencias; con su belleza habría bastado. Se murmura que durante la primera temporada en Londres recibió cuarenta y ocho propuestas matrimoniales, las que rehusó sin dirigirles un pensamiento. Sucedía que lady Patricia depositaba sus anhelos en el joven conde, futuro duque de Guermeaux, que había visitado la casa de campo de su padre meses antes. Alexander Blackraven, que a la sazón se encontraba en el continente en su Grand Tour, supo del interés de la rica y hermosa heredera al volver de París. Apenas iniciada la temporada londinense, le propuso matrimonio, lo que Patricia no tardó en aceptar. La boda se celebró meses más tarde.

Conforme pasaban los años, la desazón se apoderaba de la joven pareja debido a que Patricia no concebía un hijo y los médicos no acertaban con la causa. En 1783, Alexander, temiendo convertirse en el primer duque de Guermeaux en no procurar un heredero para la dinastía, partió en un viaje de varias semanas del cual regresó con un niño de doce años al que reconoció como su hijo y nombró heredero del título y de su fortuna. Dicen que la duquesa se pasó meses sin dirigirle la palabra y que marchó a vivir a casa de sus padres. Alexander, en parte porque la amaba y también para evitar el escándalo, fue a buscarla y, tras acordar varias condiciones, logró traerla de regreso.

Dichas condiciones hablaban del encono que la duquesa experimentaba por el hijo bastardo de su esposo, y por ejemplo establecían que ella jamás debía cruzárselo, por lo tanto al niño se le prohibía visitar las propiedades en las que Patricia gustaba de pasar largas temporadas; como no soportaba el clima de Cornwall, la duquesa concedió que el niño fuera recluido en el viejo castillo familiar situado a orillas de un risco y a siete millas de la ciudad de Penzance; exigió también que, en caso de que ella produjera un hijo, el bastardo sería destituido de título y fortuna, los que pasarían al legítimo.

La duquesa nunca produjo el hijo legítimo, por lo tanto el bastardo, llamado Roger en honor a su abuelo paterno —era una tradición entre los Guermeaux que, quien heredase el ducado, llevase el nombre del abuelo paterno—, se convertirá en duque a la muerte de Alexander Blackraven; actualmente ostenta el título de conde de Stoneville. De acuerdo con el conocimiento de lady Sommers, Roger Blackraven se volvió, desde temprana edad, un muchacho muy salvaje, aunque desconoce los detalles de su vida. “Se mantiene alejado de Londres”, apostilló, “y algunos comentan que lleva la vida de un filibustero y que desdeña el título que heredará de su padre”.

En el árbol genealógico, a un costado del conde de Stoneville, aparece un recuadro con la siguiente leyenda: “c. con Victoria Trewartha (1773-1801)”. El nombre coincide con el proporcionado por Simon Miles. Al preguntarle por los motivos de una muerte tan prematura, lady Sommers aseguró desconocer los pormenores, lo cual resulta extraño. Quizás el duque de Guermeaux apeló a sus influencias para que la oscura sospecha que cae sobre su heredero —el de haber asesinado a su esposa en un arranque de celos— no vea la luz.

El discurso de lady Sommers fue interrumpido por un sirviente con una esquela acabada de llegar. La señora puso cara de espanto a las primeras líneas. “¡Qué horror! ¿Os habéis enterado, querida? El pobre de sir Miles ha sido asesinado. En su propia casa. ¡Oh, Dios! Ya nadie está a salvo. Mañana serán las exequias a las diez y media, en el cementerio de St. George en la calle Uxbridge”. Desirée ofreció pasar a buscarla.

Entrada del día jueves 26 de septiembre de 1805

Hoy tuvieron lugar las exequias de Simon Miles. Llegamos al cementerio ubicado cerca de la parte norte de Hyde Park; yo me quedé sobre el pescante viendo al cortejo alejarse hasta el lugar donde se había abierto la fosa. Distinguí caras conocidas: nuestros antiguos sospechosos, Conrad Phillips y Frederick Musgrove, los padres de éste, en casa de los cuales cenó Desirée tiempo atrás, y lord Bartleby, jefe del Departamento Exterior, a quien lo mueve un deseo similar al nuestro, saber quién es el Escorpión Negro. Vuelvo a preguntarme: ¿cuánto estaría dispuesto a darnos el gobierno británico por esa información?

Lady Sommers, de pie junto a Desirée, movía sus pequeños ojos bajo el velo de gasa escrutando al cortejo con la pericia de los detectives de la calle Bow. Desirée sintió cómo el pequeño y regordete cuerpo de la señora daba un respingo al descubrir a un caballero que se destacaba por su altura, ataviado con un traje de severo corte y color; no usaba postizo, y llevaba los cabellos entrecanos recortados a la nuca. Presentaba duras facciones, aunque esa misma reciedumbre hablaba de la nobleza de su sangre. “El caballero de pie junto a la señora Musgrove”, susurró lady Sommers, “ése tan alto y apuesto, es sir Bruce Blackraven, tío del conde de Stoneville, por quien me preguntabais ayer mismo”. El hombre arrojó un puñado de tierra cuando le llegó su turno y, sin saludar a nadie, se alejó en dirección a un carruaje con pajes en librea azul y galones y alamares en plata; en un escudo tallado en la portezuela se distinguía un águila bicéfala.

Por fortuna, lady Sommers aceptó la invitación de una amiga para conducirla a su casa, de modo que pudimos seguir a Bruce Blackraven. Desde el pescante del coche, en tanto el cortejo se diseminaba y la tumba quedaba abierta y sola, advertí que emergía de entre las estatuas y lápidas una mujer alta, de talle delgado, vestida de negro; una mantilla oscura le velaba el rostro. Se detuvo frente a la tumba de Simon Miles, lanzó una rosa roja al féretro y se quedó allí, su cuerpo meciéndose al impulso de un sollozo reprimido. Habría dejado mi puesto para acercarme y averiguar de quién se trataba si Desirée no me hubiese explicado, de prisa y agitada, que debíamos ponernos en marcha pues el coche con el escudo del águila bicéfala que acababa de pasarnos pertenecía al tío de nuestro sospechoso.

Lo seguimos a lo largo del día, primero hasta su club en la calle St. James, el más exclusivo, el Albion, donde se demoró por horas para después caminar —su carruaje lo seguía a paso de hombre— hasta una mansión de la calle Birdcage frente al estanque de St. James’s Park, que, suponemos, le pertenece pues ingresó con su propia llave. De regreso en nuestro apartamento de Belgravia, convocamos a Rupert y a Peter y les encomendamos una misión.

Entrada del día sábado 28 de septiembre de 1805

Ayer, cerca del mediodía, los ladronzuelos ya se habían hecho de la cartera de sir Blackraven, por lo que, después de almorzar, Desirée se preparó con especial esmero para comparecer en la casa de la calle Birdcage; eligió un traje más bien sobrio en tonalidad verde Nilo, con cuello alto en puntilla. Le abrió un mayordomo en fraque de los mismos colores de las libreas de los lacayos, azul y plata. Desirée le entregó su tarjeta y dijo que necesitaba ver a sir Blackraven. “¿Por qué asunto, señorita?”, y la contempló de arriba abajo. Se disponía a contestar cuando los alcanzó una voz femenina que llegaba desde la sala del vestíbulo: “¿Quién es, Duncan?”. El mayordomo, leyendo la tarjeta, le respondió y a continuación agregó que venía a ver a su señor. “Hazla pasar”.

No se trataba de la esposa de sir Blackraven; se llamaba Constance Trewartha y se presentó como “una vieja amiga de la familia”. A Desirée no se le escapó que su apellido coincidía con el de la difunta Victoria. Constance la invitó a sentarse; es una mujer de grácil afabilidad, de lineamientos, si no bellos, apacibles, y cálida sonrisa, en cuya presencia resulta fácil sentirse a gusto.

“Sir Blackraven no se encuentra en casa. Acaba de salir”, aclaró. “Me pregunto si puedo serle de utilidad en algún modo”. Desirée sacó la billetera de su bolso. “¡Oh, la cartera de Bruce!”, dijo con familiaridad. “La perdió esta mañana. De hecho, salió a buscarla creyendo que podría hallarla en el club”.

Desirée le explicó que la había encontrado en la acera, a las puertas de un club de la calle St. James, el Albion. Al consultar con el portero del mismo club, éste sugirió que podía pertenecer a sir Bruce Blackraven pues había sido el último en salir. El joven se ofreció a devolvérsela, pero Desirée insistió en que lo haría personalmente y consiguió que le proveyera la dirección.

“¡Qué gentil ha sido usted!”, se alegró Constance. “Molestarse hasta aquí cuando podría haber enviado a un propio pidiendo que fuésemos a buscarla. Estoy segura de que sir Bruce querrá conocerla y agradecerle. ¿Por qué no viene a cenar con nosotros esta noche?” Desirée se mostró halagada al aceptar.

“Veo que vuelve mucho la vista hacia ese retrato”, apuntó Constance. “La entiendo. El sobrino de sir Blackraven es un hombre de gran atractivo. Ese cuadro mide seis pies, diez pulgadas, y es tan sólo cinco pulgadas más alto que el original”. La mujer parecía muy informada acerca de las cuestiones familiares, y Desirée, simulando embarazo por su atrevimiento, le preguntó el nombre del caballero. “Él es Roger Blackraven, conde de Stoneville y futuro duque de Guermeaux. De hecho, ésta es su casa de Londres”. “¿Se encuentra su excelencia en casa?”, fue la pregunta que hizo sonreír a Constance y asegurar: “Oh, no. Eso sería un verdadero milagro”.

Por lo que había visto hasta ese momento, la casa era todo lo que su fachada prometía, de un lujo abrumador, quizás un poco recargada en un estilo ecléctico y desordenado, con piezas de arte tan disímiles como las de la Antigua Grecia y de China, máscaras de ébano del África y de oro del Perú; sobre el estante del hogar, se destacaba un conjunto de canopes que hasta quizá contuviesen las vísceras de algún faraón. A la entrada del comedor donde cenaron esa noche había dos tibores de porcelana azul y blanca de cinco pies de alto colocados sobre bases de caoba, del período de la dinastía Qing, los cuales, según aclaró sir Bruce, eran un regalo del emperador Qianlong para su sobrino, pues le debía a éste un gran favor. La decoración al interno de la estancia no era menos fastuosa, en especial una vitrina donde se exponía un juego completo de vajilla de jaspe de Josiah Wedgwood en un tono pastel entre el azul y el lavanda con relieves en blanco. Varias piezas originarias de Delft completaban el ornamento.

Sir Bruce Blackraven no es envarado como los de su clase sino más bien accesible y de un gran sentido del humor. Apenas Constance hizo las presentaciones y sir Bruce expresó su agradecimiento por haberle devuelto una cartera con muchas libras, Desirée le comentó que lo había visto en el cementerio el día anterior, durante las exequias de sir Simon Miles. La mención del nombre lo entristeció, y habló del “querido muchacho” con afecto; dijo conocerlo desde pequeño y mencionó que Miles solía concurrir a su casa en Cornwall para jugar con Roger. “¿Acaso usted es parienta del pobre Simon?”, a lo que Desirée contestó que su amistad era muy reciente.

Finalizada la cena, a tono con la exuberancia de la casa, sir Bruce las invitó a recorrer la galería de cuadros, un pasillo en el primer piso donde, de un lado y de otro, se conservaban los retratos de los duques de Guermeaux y de algunos parientes destacados. Agregó, entre risas, que no hallaría el de él. Saltaba a la vista el contraste entre los miembros de la familia que conservaban los rasgos normandos —pálidas mejillas, cabellos claros y ojos celestes— y aquéllos de fuertes lineamientos latinos.

“Y éste es mi sobrino, actual conde de Stoneville, futuro duque de Guermeaux”. Habló sin apartar la mirada del retrato, visiblemente orgulloso. “¡Qué joven tan hermosa!”, exclamó Desirée al notar el cuadro contiguo al de Roger Blackraven. “Ésa era la esposa de mi sobrino. Victoria Blackraven. Murió en un accidente algunos años atrás”. Cambió de tema.

Aunque Desirée es una maestra de la simulación, lo que siguió le provocó tal sobresalto que Constance la sostuvo por el brazo y sir Bruce la obligó a sentarse. Todo surgió de un modo casual e insospechado al marcar que no existía parecido alguno entre Roger Blackraven y su padre. “No, claro que no”, ratificó sir Bruce. “Sucede que en mi sobrino es más fuerte la sangre de la familia de su madre, los di Bravante”.

Constance le hizo aire con su abanico en tanto llegaban las sales. “No debí tomar oporto”, se excusó Desirée, “no estoy acostumbrada”. Al pasar cerca del retrato de Blackraven, segura de que sus anfitriones no la veían, se quitó el guante y tocó el lienzo. Una imagen la encegueció, la de un hombre, la de Blackraven, que, a diferencia del cuadro, llevaba el pelo suelto; ella tembló, abrumada por tanta pasión y energía, poder y voluntad. El hombre emergía del agua, completamente desnudo, y la robustez y perfección de su cuerpo reflejaba la vanidad de su espíritu.

Hoy nos pasamos el día conjeturando sin llegar a nada. En la certeza de que Constance conoce la historia de cabo a rabo, nos hemos propuesto ganar su amistad como medio para desentrañar el misterio. Por fortuna, su peculiar situación —ser la amante de sir Bruce, cuya esposa permanece en Devonshire— la excluye de las actividades sociales de las que sir Bruce participa a menudo. Sola y sin amigas, aceptó de inmediato la invitación para tomar el té.

Entrada del día sábado 2 de noviembre de 1805

Hoy ha sido el día. Constance Trewartha acaba de irse. Por fin hemos esclarecido el misterio. Lo hemos sabido todo, con nombres, con fechas y lugares. Pocas veces en el curso de un trabajo he experimentado la ansiedad, la admiración, la cólera y el contento como con la búsqueda del Escorpión Negro. En ocasiones creí que nunca sabríamos de quién se trataba, pero dicha creencia ha sido un error puesto que jamás debí olvidar que yo soy La Cobra.

Sabíamos por Tomasso Dapassano que, en 1759, Carlos VII dejó la corte napolitana y se marchó a Madrid para convertirse en Carlos III, rey de la España. Su hija ilegítima, Isabella, nacida de la siciliana Fedora di Bravante, partió con él pese a la oposición de los abuelos maternos. Hasta aquí el rastro de Dapassano.

No llevó demasiado tiempo ganarse la confianza de Constance Trewartha, pues confiada es su disposición. Las tardes de té en nuestro apartamento del barrio de Belgravia o en la mansión de la calle Birdcage se convirtieron en su mejor pasatiempo, y siempre se mostraba dispuesta a abrir su corazón y desvelar sus secretos. Casada a los quince años con un viejo amigo de su padre, se entregó por primera vez a sir Bruce cuando aún no era viuda y él ya estaba casado. El affaire llevaba treinta y ocho años, y no eran sólo amantes sino confidentes y amigos. Por eso, Constance Trewartha pudo contarnos lo que referiré a continuación.

De su abuelo Calogero di Bravante, a la pequeña Isabella sólo le quedó el anillo que había permanecido en la familia por centurias y que él jamás se quitaba del anular de su mano izquierda. El día de la despedida, la llevó aparte y se lo entregó. Por años, hasta que pudo colocárselo en el dedo medio, Isabella lo llevó al cuello, sin que nadie entendiera la devoción de la niña por una pieza tan tosca.

Isabella, de casi siete años, comenzó a vivir en el palacio madrileño protegida por su nodriza, la napolitana Michela, y mimada por su padre y sus hermanos. Solía visitar al rey Carlos III en su enorme despacho de altas paredes cubiertas por alegorías en tonos pastel y techos abovedados con amorcillos, ángeles y carruajes celestiales en los que fijaba la vista hasta marearse. Una multitud de ministros y asesores circundaban a su padre la mayor parte del tiempo, e Isabella se acostumbró a los rostros de Esquilache, Grimaldi, Wall y Devreux, y le resultaban familiares las menciones de la Junta del Catastro, el Consejo de Castilla y La Mesta. Le gustaba acompañar al rey mientras el señor Mengs pintaba su retrato, y también jugar con sus mastines.

En el invierno de 1766, a pocos días de la primavera, Carlos III llamó a comparecer a Isabella y, tomándole el rostro con ambas manos, la contempló con una sonrisa débil antes de manifestar: “Por fortuna, has heredado la belleza de tu madre”. A continuación, le explicó: “Marcharás a la Francia por una temporada con mi primo el rey Luis XV”, quien, desde hacía algún tiempo, gozaba de estabilidad y prosperidad después de la calamitosa Guerra de los Siete Años. Carlos III, en cambio, enfrentaba una crisis que terminaría estallando el Domingo de Ramos de ese año y que desembocaría en la destitución de Esquilache. Carlos necesitaba poner a buen resguardo a su adorada Isabella, pues sabía que, en caso de morir, su esposa la desampararía. La envió a Versalles, entonces, con Michela, una carta para su par Luis XV y una dote que intentaba borrar su oscuro origen.

Más allá de saber que estaba siendo exiliada y que la “temporada” se extendería para siempre, Isabella, de disposición optimista, se conformó con su destino y fue feliz en Versalles, donde parecía vivirse una eterna fiesta. Destinaba el tiempo a pasear por los jardines de palacio, leer los libros prohibidos que circulaban entre las cortesanas, escuchar las anécdotas de la fallecida marquesa de Pompadour y escribir un diario y cartas a su padre y hermanos, a quienes echaba de menos.

En 1770 llegaría al palacio la futura delfina de la Francia, María Antonieta, hija de Francisco I, emperador del Sacro Imperio, quien, con el tiempo, se convertiría en la amiga y confidente de Isabella. Al cortejo de la princesa austríaca lo componía, entre otros, un joven conde inglés, primo de María Antonieta (sus madres eran primas hermanas), llamado Alexander Blackraven, que se obsesionó con Isabella apenas la vio. Para la joven de diecisiete años ésa fue la primera vez que un hombre le provocó los sentimientos de los que había escuchado hablar, ese aleteo en el estómago, las palpitaciones al verlo aparecer y el inevitable sonrojo. Alexander Blackraven estaba en la mente de Isabella día y noche, y despertaba por la mañana anhelando encontrárselo.

El conde lamentó que esa joven de belleza arrebatadora y dulce disposición fuera la hija ilegítima del rey Carlos de la España, pues él, como futuro duque de Guermeaux, no podría desposarla sin correr el riesgo de que su padre lo desheredara y le entregara el título a su hermano Bruce. La sedujo y la amó en tanto duró su estadía en Versalles, y siempre se maldijo por haberle prometido aquello que jamás le daría, su nombre. Dejó el palacio ignorando que Isabella ya llevaba a su hijo en el vientre.

Con sus apenas catorce años, la propia María Antonieta le escribió a Londres para reclamarle. El conde, a la sazón comprometido con lady Patricia Kent, ofreció manutención y ocuparse del futuro del hijo o de la hija cuando alcanzara cierta edad, a lo que Isabella se opuso, furiosa. “Aunque siempre lo amaré, no quiero volver a saber de él, su alteza”, le aseguró a María Antonieta, que la cobijó bajo su ala desde ese momento. De hecho, la futura reina de la Francia se convirtió en la madrina del niño nacido en una habitación de Versalles el 10 de noviembre de 1770, que llevó por nombre el de su padre en castellano, Alejandro, y por apellido, el de su madre, di Bravante.

Rodeado del cariño de Isabella, de Michela y de sus padrinos, María Antonieta y su esposo, el Delfín Luis, Alejandro creció en un mundo de laxa moral donde su bastardía jamás era mencionada ni condenada. Él amaba por sobre cualquier cosa a su madre y admiraba la persona de su abuelo, Carlos III, quien en su quinto cumpleaños le envió de regalo un estoque de acero toledano “para que comiences tus clases de esgrima”, más allá de que tendría que esperar años para empuñarlo pues era tan alto como él. Jugaba con los otros niños de palacio, y sentía predilección por la pequeña princesa Madame Royale.

Su dómine y demás preceptores se maravillaban de la agudeza de Alejandro y, aunque indisciplinado, lo halagaban frente a su madre y a su madrina, algo que le causaba inmensa satisfacción. El profesor de esgrima se sorprendió cuando, a los doce años, Alejandro lo desbarató del florete. Cierto que el niño Alejandro no aparentaba doce sino quince, sólo la falta de bozo revelaba su edad, pues hasta la voz se le había vuelto gruesa.

“El día en que Bruce”, explicó Constance, “se enteró del modo en que su hermano se apoderó de aquella criatura, terminaron a los trompazos”. El duque de Guermeaux, mortificado por la falta de heredero, viajó a París y de allí a Versalles, donde su prima María Antonieta lo recibió con afecto a pesar de su mal comportamiento en el pasado. Vio a su hijo de lejos, practicando esgrima con un compañero, y quedó estupefacto ante tamaña muestra de destreza en alguien tan joven. Y después, al conversar con él valiéndose de artimañas para no darle su verdadero nombre, se dijo que ese muchacho era todo lo que él siempre había anhelado como un hijo.

A diferencia de María Antonieta, Isabella di Bravante no olvidaba la deserción ni la falta de nobleza del ahora duque inglés, y se negó a concederle una audiencia, hasta que intervino la reina y cedió. Se mostró fría y callada en tanto Alexander le daba excusas que llegaban doce años tarde, y reaccionó con toda la fuerza de su temperamento a la mención de llevarse a su hijo a la Inglaterra. “Jamás te lo daré. Ni siquiera a las puertas de la muerte te daría a mi hijo, pues si eso llegara a ocurrir, es su abuelo, Carlos III, quien desea educarlo y protegerlo. Has hecho en balde este viaje”. Recogió el ruedo de su vestido y abandonó la sala. Supo después que el duque de Guermeaux había dejado el palacio.

Con los días, Isabella recobró la compostura y volvió a sus viejas costumbres, entre ellas pasear por los jardines con Michela y Alejandro, sentarse entre los muguetes —su flor preferida— a leerles un libro o a conversar. Alejandro, con una disposición natural para mantenerse vigilante y observar cuanto acontecía a su alrededor, fue el primero que avistó un coche que se acercaba por el camino y se detenía cerca de ellos. Se abrió la portezuela y descendieron dos hombres fornidos, con elegantes ropas y tricornios muy finos. Les sonrieron mientras se aproximaban y, desde alguna distancia, uno de ellos les hizo una pregunta que no lograron entender. Isabella reaccionó demasiado tarde; cuando se dio cuenta de la trampa, los hombres ya forcejeaban con Alejandro. Michela dio voces de alarma, mientras Isabella, aferrada a los antebrazos de su hijo, trataba de arrancarlo de los secuestradores y atraerlo hacia ella; sus manos, que se escurrían, quedaron fugazmente tomadas con las de Alejandro hasta separarse. Días más tarde, repararía en la ausencia del anillo de ópalo de Calogero di Bravante, y desearía que hubiese quedado en la manito de su hijo. Corrió tras los hombres que cargaban a Alejandro y se colgó del cuello de uno de ellos; el otro le propinó un trompazo que la dejó descompuesta en el suelo.

Lo que siguió fue un pandemónium que casi llegó a convertirse en asunto de Estado para ambos reinos. Luis XVI envió soldados a custodiar los caminos y detener los carruajes de características similares al de los secuestradores; llenó de vigilancia los puertos e hizo requisar los navíos; mandó imprimir bandos ofreciendo una recompensa para quien proveyera datos y emitió una ordenanza prohibiendo al duque de Guermeaux el ingreso a la Francia. Por su parte, el rey de la Inglaterra protegió a su noble más influyente, habló a favor de sus derechos de padre y prohibió que se emitiera el salvoconducto para la señora di Bravante cuando ésta intentó cruzar el Canal de la Mancha.

En cuanto a Alejandro, siguió forcejeando e insultando aun cuando lo impulsaron dentro del carruaje y cayó en la cuenta de que sus posibilidades se extinguían en tanto se alejaban del palacio a velocidad vertiginosa. Gritó y pateó hasta que alguien le propinó una cachetada y, apretándole los hombros, le vociferó: “¡Soy tu padre!”. De una vez, sin pausa, le comunicó que pasaría a llamarse como su abuelo, Roger Blackraven, que viviría en la Inglaterra y que se educaría como el noble inglés que era. “Serás llamado conde de Stoneville hasta mi muerte, la que te convertirá en el nuevo duque de Guermeaux”.

Lo confinaron en un castillo al borde de un risco que parecía marcar el fin del mundo. No entendía cuando le hablaban pues, si bien dominaba varios idiomas, su madre no había querido que aprendiese el inglés. No le gustaba la comida, y a su padre le preocupaba porque perdía peso a ojos vistas; no respetaba a Mr. Simmons, su preceptor, el único con quien podía comunicarse pues sabía francés; lo obligaban a participar de la escuela dominical de una iglesia que no era católica, situación que lo aterraba, seguro de que se iría al Infierno; los niños lo miraban de soslayo y repetían entre dientes una palabra, la primera que aprendió en inglés: bastará. Unas niñas almidonadas, lideradas por la bellísima Victoria Trewartha, lo hostigaban con particular encono: además de recordarle su condición de ilegítimo, lo llamaban “gipsy” (gitano) o “darkie” (negro).

Según Constance, tres personas salvaron a Alejandro, o Roger, de vivir sumido en la pena: su tío Bruce y sus amigos Amy Bodrugan —tan despreciada en Cornwall como Roger por tener un padre alcohólico y violento y una madre fugada con un palafrenero— y Simon Miles.

Después de una disputa con su hermano mayor, Bruce viajó a Cornwall a conocer a su sobrino, y el preceptor, Mr. Simmons, le informó que hacía dos días que no probaba bocado. En verdad, Roger estaba pálido y echado en su cama, y de nada valían las amenazas de castigo; parecía que quería dejarse morir, y firmeza y tozudez no le faltaban. Sir Bruce entró en su habitación y le habló en francés, le dijo quién era y se sentó en el borde de la cama. “Yo sé qué es lo que tú más deseas”. El niño ni siquiera lo miró. “Volver a ver a tu madre”. Sus ojos azules chispearon, pero no pronunció palabra. “Te llevaré a verla si tú me prometes hacer todas tus comidas”. “¿Cuándo?”, habló el niño por primera vez. “Cuando tu padre parta de viaje hacia Austria en el mes de agosto, yo te llevaré. Pero esto será un secreto entre nosotros”, y le extendió la mano para sellar el acuerdo.

Viajaron a París los tres, Bruce, Roger y Constance, y desde allí a Versalles. Hasta Bruce lloriqueó al presenciar el reencuentro de Isabella y Roger, que se precipitó a los brazos de su madre y se echó a llorar sin ningún viso de orgullo. Isabella, ahogada en llanto, sólo atinaba a pronunciar: “¡Mi Alejandro!”, y a apretarlo contra su pecho como si temiera que volvieran a arrancárselo. Un poco más serenos, se miraron a los ojos, e Isabella descubrió que su niño ya era un hombre. “Mire, madre”, dijo Roger, y le mostró el anillo en forma de trébol. “Nunca, ni un momento de todo este tiempo, me he separado de él”. Isabella dio un respiro profundo para aclarar su voz y le preguntó: “¿Has descubierto su secreto?”. Roger levantó la tapa de ópalo y su madre sonrió, orgullosa. “Este anillo del escorpión perteneció a los Bravante por siglos. Y no es coincidencia que tú y yo, querido hijo mío, hayamos nacido bajo su signo. Somos los más fuertes del Zodíaco y sólo Dios puede doblegarnos, nadie más. Nunca lo olvides”.

Allí, en el palacio donde había nacido, Roger se reencontró con lo que él consideraba su familia, la corte del rey Luis XVI. La despedida aconteció semanas después, y, aunque Isabella sentía que su corazón volvía a romperse al dejarlo ir, con el tiempo había comprendido que el destino de duque de Guermeaux era lo mejor que podía ocurrirle a su adorado Alejandro. En las mismas circunstancias (aprovechando un viaje prolongado de Alexander), Roger y su madre volvieron a encontrarse en Versalles, hasta que el duque de Guermeaux descubrió la treta de su hermano y lo amenazó con todo tipo de calamidades, la peor, prohibirle ver a su sobrino. Poco tiempo después, a la edad de dieciséis años, Roger marchó a Estrasburgo donde, gracias a la influencia paterna, ingresó en la exclusiva Escuela Militar. Le gustaba aprender el arte de la guerra, a manejar armas y a pelear cuerpo a cuerpo. Su desempeño le granjeó las primeras jinetas de alférez antes que al resto de sus pares, y, aunque los maestros e instructores lo preconizaban y le pronosticaban un futuro brillante como militar, un día se fugó.

Amy Bodrugan, su compañera de aventuras en Cornwall, abandonó su casa, harta de las palizas y borracheras de su padre, y viajó, disfrazada de muchacho, hasta Estrasburgo para buscar a su único amigo. A Roger lo tentó la libertad de espíritu de Amy y su temperamento imprudente, y por primera vez experimentó fastidio por la implacable disciplina de la academia y el severo régimen de vida.

“Su padre lo buscó por mar y tierra”, explicó Constance, “y, en opinión de Bruce, el duque, en su tristeza y desesperación, mostró el cariño que siente por su único hijo. Roger volvió a la Inglaterra diez años más tarde, convertido en el hombre más fuerte y apuesto que conozco, rico como Creso y vanidoso como Lucifer. Se cree de veras invencible”.

Constance nos refirió acerca del matrimonio de Roger con su sobrina, Victoria Trewartha, de veinticinco años, que pintaba para solterona ya que, como consecuencia de la mala situación económica de su familia, no conseguía un candidato digno. Se sabía que Simon Miles, amigo de la niñez, la pretendía, pero el señor Trewartha se negaba a otorgar su consentimiento basado en la pobreza del enamorado. La única propuesta matrimonial factible la presentó el dueño del banco de Truro —un judío convertido al anglicanismo—, la cual Victoria rechazó sin dudar, más allá de la insistencia de su padre. “Por parte de Roger”, admitió Constance, “había mucho de lujuria y venganza en esa unión. En cuanto a Victoria, a pesar de su petulancia y caprichos, creo que estaba enamorada de él. Todo terminó de la peor manera, pero no deseo hablar de ello ahora”.

Ni siquiera después de la boda Roger Blackraven abandonó la vida nómada que llevaba desde hacía años. Como tiene patente para corso, se dedica a surcar los mares en busca de barcos de naciones enemigas. Posee una plantación en Ceilán, a seis millas del puerto de Colombo, donde se cultiva té, canela, clavo de olor y tabaco. Dicha propiedad posee extensos territorios forestados con árboles de madera comercial —ébano y satín—, frutales y resinosos, en especial los que producen caucho para fabricar el hule. Dada la profusión de cocoteros, abrió, en los arrabales de la capital, donde la mano de obra está más asequible, una fábrica para procesar los derivados del coco, desde la copra basta las fibras para cordelería.

Su plantación en Antigua no es menos próspera; allí se cultiva mayormente la caña de azúcar, aunque posee sectores con plantas de café. El ron producido en los alambiques de “La Isabella” está considerado de la mejor calidad. Constance asegura que también es dueño de una propiedad en una ciudad de la América del Sur, cuya envergadura no se compara con las de Antigua y Ceilán.

“Su tío Bruce”, dijo Constance, “me confesó tiempo atrás que Roger sacó de la Francia revolucionaria a su madre y a su nodriza Michela disfrazadas de aldeanas. Y que salvó a muchos más de la guillotina, no sólo a nobles del Antiguo Régimen y a miembros del clero sino a gente común acusada de contrarrevolucionarios”. Sonrió antes de decir: “A veces nos preguntamos con Bruce si Roger no es la Pimpinela Escarlata o la Rosa Azul”.

No, es el Escorpión Negro.