Al principio no resultó fácil acomodarse en una casa donde quedaban varias habitaciones por refaccionar, con alarifes, escayolistas y carpinteros que invadían incluso las zonas terminadas, con andamios de dudosa estabilidad, latones con pintura y argamasa que obstruían los pasillos y entradas, y montículos de escombros y maderas que volvían más caótica la escena. Las plantas del patio principal, cubiertas de una capa blanquecina, estaban muriendo, y Gilberta no daba abasto para lavarlas y resucitarlas. El polvillo avanzaba como una neblina y lo cubría todo, resecaba la piel y los labios, y a Jimmy le dificultaba la respiración, por lo que vivía confinado en una sala de la parte delantera donde la rendija de la puerta se cubría con un trapo húmedo.
A pesar de esos inconvenientes, Melody estaba feliz, ésa era su casa, donde, por primera vez en muchos años, se sentía la dueña. Los días pasaban, y la anarquía que parecía imposible de manejar iba dando paso a un orden incipiente con olor a pintura y a madera. Al final de cada jornada la emocionaba compartir las novedades con Blackraven, las sillas recién tapizadas, los pisos de roble nuevos, las cortinas de terciopelo, los óleos y aguafuertes o el género con que cubrirían las paredes. Había sido una audaz idea de la señorita Béatrice forrar la sala principal con brocado de seda color dorado, que irradiaba luz al efecto de cientos de bujías, algunas dispuestas en dos imponentes arañas de cristal, las demás en candelabros de pared.
Después de la tertulia de inauguración, Marica Sánchez de Thompson manifestó que había conocido el salón más fulgente del virreinato y que había tenido que hacerse sombra con el abanico para no terminar encandilada; Melchora Sarratea apuntó, por su lado, que resultaba un “escandaloso exceso” durante la Cuaresma.
Como había vuelto la costumbre del Ángel Negro de entrevistarse con los esclavos a la hora de la siesta, la parte trasera de San José se convertía en una cofradía en domingo. A veces no pedían sino que agradecían, y así la casa se llenó de aves de corral, cabritos, cerditos, huevos, marmitas con estofado de mondongo, frascos con dulce, confituras y conservas, utensilios de asta o madera, piezas de telar o largos collares de cuentas de vidrio o cerámica, y, pese a saber que para esas gentes se trataba de un gran sacrificio desprenderse de sus cosas, Melody las aceptaba pues Papá Justicia le había explicado que el rechazo se habría considerado un insulto. De algún modo, aquellos presentes volvían a ellos, los pobres, ya que los donaba al padre Mauro para su orfanato, a excepción de una cabrita a la cual Jimmy se aficionó. La llamó Goaty, por cabrita en inglés. Los esclavos lo pronunciaban Goti, y ese nombre le quedó.
A veces añoraba el Retiro, su soledad y lejanía, al río y a las lavanderas, a los esclavos, incluso al matrimonio Bustillo, sus cabalgatas por la mañana y la cama donde Blackraven le había hecho el amor por primera vez. Ella había cambiado para siempre en aquel lugar, y cada una de sus habitaciones encerraba algún secreto que atesoraría la vida entera. De igual modo, admitía que la vuelta a la ciudad comprendía ciertas ventajas, por ejemplo, contar con un médico a mano en caso de una crisis de Jimmy o de Víctor —éstas ya casi habían desaparecido—; visitar a Elisea y llevarla a la Alameda todos los días; supervisar los trabajos de la casa y los encargos a tapiceros, ebanistas, modistas y demás oficios; caminar pocas cuadras y encontrar una respetable variedad de tiendas; y ver casi a diario a su amiga Guadalupe Moreno y a su hijo Marianito.
Blackraven la contemplaba presidiendo su mesa, y se colmaba de orgullo y adoración. Ella no había cambiado de modo significativo, todavía usaba el cabello en un rodete y prendas sencillas. Le gustaba aparecer en las tertulias con Isaura del brazo y causar honda impresión en los porteños, ella tan diáfana e inocente, él tan oscuro y enigmático.
Desde que llevaba la miniatura de Isaura en el bolsillo del chaleco, la contemplaba varias veces por día. El artista había sabido capturar la esencia de su esposa, el aire angelical que se manifestaba en la tonalidad de las mejillas y en los lineamientos suaves y redondeados, y también su determinación y valentía, reflejadas en la mirada inteligente y vivaz. El engarce era pobre, pero bastaba.
—Es un guardapelo —le había explicado ella, al tiempo que lo abría—. ¿Quieres que te dé un mechón de mi cabello? —y se rió cuando él le separó las piernas y le cortó un rizo del pubis.
El paso del tiempo se volvía una tortura y marcaba la proximidad con el momento en que debería abandonar Buenos Aires. No sabía cómo sería vivir sin Isaura y le temía a la añoranza. Otras secuelas tendría este viaje, entre ellas el aplazamiento de la organización de las fuerzas independentistas. Según las últimas conversaciones con Belgrano y sus camaradas, Blackraven se había propuesto destituir al virrey y reemplazarlo por un gobierno de criollos antes de fines de ese año; las condiciones eran propicias y lamentaba no poder aprovecharlas.
La revuelta de esclavos le quitaba el sueño, y no quería marcharse sin finiquitar ese asunto. En un principio se llevaría a cabo en Viernes Santo; después Maguire decidió adelantarla, pero el tiempo se acercaba y nada ocurría. Papá Justicia aseguraba que los confabulados todavía no tomaban una decisión. “¡Menudos líderes!”, pensaba, furioso. “Siquiera fueran capaces de fijar una fecha”.
También le preocupaba el destino de sus primos y se preguntaba dónde esconderlos. Antigua, Ceilán y Londres, tan vinculados a él, estaban prohibidos. Italia parecía el destino más lógico, aunque tampoco lo satisfacía. Al no conocer el rostro de su enemigo, el mundo entero se volvía un lugar inseguro.
Una tarde, el amo Roger lo convocó a la biblioteca. Se quitó el pañuelo de la cabeza antes de entrar. Enseguida vio que Somar también se hallaba presente, de pie en un extremo de la habitación.
—Pasa, Babá. —El amo Roger lo llamaba por su nombre sólo en privado.
—Mande, amo Roger.
—¿Sientes gran afecto por tu señora, verdad? —El esclavo dijo que sí—. ¿Por qué?
—Porque miss… Porque la señora condesa me respeta. Ella dice que yo soy un buen hombre.
—Tu señora me ha pedido que te saque del matadero, no quiere que seas achurador. Desea que aprendas el oficio de tapicero. ¿Está eso bien contigo?
—Muy bien, amo Roger.
—Deberás enseñarle a otro esclavo tu oficio de achurador para que pueda reemplazarte en el matadero. Elegirás a quien tú desees y me lo comunicarás. Lo volverás tan bueno como tú, ¿he sido claro?
—Sí, amo Roger.
—Entiendo que eres un hombre inteligente, Babá. Sé que has estado leyendo mis libros —y apuntó a la biblioteca.
A Blackraven le gustó que guardara silencio y que no se justificara diciendo que la señora condesa lo había autorizado. Ésa era una verdadera prueba de afecto, pues prefería cargar con un castigo a comprometerla.
—Lo siento, amo Roger.
—Está bien. No tengo problema con que tomes cualquiera de mis libros siempre que lo devuelvas al mismo sitio.
—Gracias, amo Roger.
—Lo que te diga a continuación no podrás repetírselo ni al mismísimo Dios. Si lo hicieras, pagarías con tu vida, ¿me has entendido? —El esclavo asintió—. Pronto dejaré Buenos Aires por algunos meses, y la señora condesa no vendrá conmigo. Somar será el responsable de su seguridad, y tú estarás a sus órdenes. Lo obedecerás como si de mí se tratase y jamás cuestionarás lo que él te diga.
—Sí, amo Roger.
—Ahora Somar te llevará a un sitio del cual nunca podrás hablar. En caso de que la señora condesa o los niños corriesen peligro y Somar, por alguna razón, no estuviese para socorrerlos, tú los llevarás a ese refugio donde permanecerán hasta que yo en persona vaya a buscarlos. Allí encontrarán lo necesario para vivir una larga temporada. Asimismo, si esta situación llegara a presentarse, acudirás a un hombre que es de mi entera confianza y le referirás lo ocurrido. Antes de hablar con él, le darás una contraseña, ¿sabes lo que es una contraseña?
—Sí, amo Roger —Bien. Entonces, luego de la contraseña, le refieres lo sucedido. Él se pondrá en contacto conmigo.
Le extendió un papel que rezaba: Eddie O’Maley, calle de la Concepción nº 78. Contraseña: “El rey hizo destruir el quemadero de Ben-Hinnon”.
Respuesta: “Para que nadie sacrificara más a sus hijos en honor a Moloc”.
Blackraven le quitó el papel y, mientras lo quemaba con un yesquero, le exigió que dijera en voz alta lo que había leído.
—De tanto en tanto, Somar te pedirá que lo repitas para comprobar que no lo has olvidado. Ahora ve con Somar. Él te mostrará el sitio del que te he hablado. —Blackraven lo detuvo antes de que saliera—: Babá, si me prestases un buen servicio y me guardases absoluta fidelidad, en tres años contando desde hoy, te haré un hombre libre.
Se dirigían al Retiro por la calle Larga. Somar montaba en silencio a su lado. Se había acostumbrado a ese hombre excéntrico, que vestía como loco y que daba miedo. A pesar de su traza de demonio, se decía que era bueno, pues nadie podía acusarlo de haber lastimado o castigado a algún esclavo. Se murmuraba que estaba enamorado de Miora, Siloé lo había sorprendido varias veces observándola con ojos mansos mientras la muchacha cosía. Hablaba mal el castellano, aunque se daba a entender.
Apenas cruzaron el Zanjón de Matorras, Somar dijo:
—Debes saber que la señora condesa corre peligro. Hay una mujer en alguna parte ahí fuera que desea hacerle daño. Su nombre es Enda Feelham y es la tía de mi señora. Si estás atento, sabrás reconocerla, pues es distinta de las mujeres de esta ciudad. Tiene el cabello rubio y la piel tan blanca que parece transparente.
—¿Cómo la de la señora condesa?
—Más blanca aún. Sus ojos verde claro parecen los de un reptil que vi una vez, son saltones. Es menuda y de baja estatura, y, aunque tiene el aspecto de una pobre mujer, es pérfida como una serpiente. Nunca permitas que se acerque a mi señora.
El yolof asintió, y Somar volvió a enfrascarse en su mutismo. Pensó que entrarían en el Retiro; en vez, siguieron en dirección a la costa. Con la llegada del otoño, anochecía más temprano, por eso, al alcanzar la playa, la oscuridad comenzaba a desdibujar los perfiles. Todavía a la distancia, elevada sobre el altozano que se desbarrancaba, podía adivinarse la silueta del Retiro.
Servando nunca había visitado esa parte de la costa, bastante alejada incluso del matadero, la parte más extrema hacia el norte de la propiedad. Se aproximaron a la barranca, cubierta de maleza y de una hiedra compacta que se derramaba hasta la playa. Somar se detuvo y le señaló unas piedras a orillas del río.
—Recuerda ese peñón. A esa altura, sobre la barranca, está la entrada al lugar secreto.
Con la ayuda de su cimitarra, sin cortarla, el turco separó la hiedra logrando una apertura por donde, encorvados, pasaron los dos. Se trataba de un túnel de aspecto bastante sólido, con paredes de ladrillos y ademes de quebracho. No podían erguirse por completo, debían agachar la cabeza. Había un olor desagradable, a descomposición y humedad, el suelo resultaba fangoso y los sonidos, que se propalaban como un eco, anunciaban la presencia de alimañas. Somar le indicó varias teas apoyadas contra la pared.
—De tanto en tanto —dijo el turco—, vendrás a comprobar que las antorchas no se han estropeado. Sin ellas no podrás avanzar por esta oscuridad.
A Servando le pareció que el trayecto era infinito y el ambiente, asfixiante. Le hizo acordar a la sentina del barco donde viajó desde el África, y comenzó a sudar frío. Deseó no tener que volver a recorrer ese sitio espeluznante. Comenzaba a marearse cuando notó que el aire se tornaba fresco y menos denso. Unos pasos después se adentraron en un recinto cuadrado de enormes dimensiones y de techo abovedado; podía caber un ejército y su montura ahí dentro. Somar levantó la tea sobre varios fardos y jergones estibados sobre la pared de la izquierda.
—Hay vituallas para varias semanas —explicó—. Tasajo, galleta marinera, frascos con conservas, cebollas, pescado seco, legumbres, en fin, lo que comemos en los barcos. El agua deberás proveerla del río. Al igual que con las teas, vendrás cada tanto a revisar que nada se haya agusanado o echado a perder. Lo haremos ahora; hace semanas que yo no vengo. Ahí, en esa caja de madera, hay yesca, lámparas de aceite, pastillas de quinina para purificar el agua, esparadrapos, odres, brandy, no sé, después le echas un vistazo.
—¿Adónde da esa abertura? —Señaló una poterna de madera en la pared que enfrentaba al túnel.
—Estamos debajo de las barracas del Retiro.
—¡Oh! Con razón hemos caminado tanto.
—Esa puerta te conducirá al establo. Toma, aquí tienes las llaves. Sólo en caso de extrema necesidad deberás adentrarte en la casa.
Examinaron las provisiones y se deshicieron de unas cebollas podridas y de galletas enmohecidas. No hablaron durante el trayecto a la ciudad.
Como ese día se había levantado viento sur, Melody decidió no concurrir a la Alameda; en cambio, mandó buscar a Elisea para que tomara el té en la casa de San José. Sus hermanas y la señorita Leonilda la acompañaron. No conocían la propiedad, aunque habían escuchado hablar de la suntuosa remozada que la había ubicado entre las mejores de Buenos Aires. Melody observó que, mientras Marcelina, María Virtudes y la señorita Leo exclamaban y se azoraban ante los detalles, Elisea caminaba por detrás mirando el suelo.
Después de tomar el té, la señorita Béatrice propuso una partida de bacará, en tanto Marcelina ejecutaba unas melodías en el piano. Melody se acercó a Gilberta, que levantaba los trastos de la mesa, y le habló al oído. Regresó a la sala y se sentó junto a Elisea. Pasaron unos minutos antes de que le preguntara:
—¿Me acompañas a la biblioteca? Su excelencia posee un incunable y me gustaría mostrártelo.
Servando estaba allí. Elisea se detuvo en el umbral y avanzó ante el suave empujón de Melody.
—Los dejo solos. Estaré aquí fuera vigilando.
Servando no se animaba a tocarla, la actitud de ella lo prevenía, y costaba creer que semanas atrás se hubieran amado locamente en la torre del campanario.
—¿Cómo te sientes?
—Bien.
—Siéntate. No es bueno que estés de pie. Aún sigues débil. ¿Todavía lloras a tu padre? —Elisea asintió—. Tus hermanas lo han tomado mejor que tú, parecen muy resignadas. —La joven sacudió los hombros—. ¿Echas de menos a tu madre?
—A veces.
Servando intentó acariciarle la mejilla, y Elisea se puso de pie con actitud desmesurada.
—¡No! ¡No vuelvas a tocarme!
—Elisea, ¿qué ocurre? ¿Acaso has dejado de amarme?
—No.
El esclavo se llevó las manos a la cabeza en abierta confusión.
—¿Estás resentida conmigo por lo del niño? ¿Me culpas por haber perdido a nuestro bebé?
—¡No! —se desesperó ella, e hizo ademán de tocarlo, aunque se contuvo.
—¡Dime qué te ocurre! Te veo sumida en esa tristeza y dolor, y me vuelvo loco de angustia. No sé qué hacer para ayudarte.
—Ya lo has hecho. No he muerto, y eso es gracias a ti. Verte cada día, aunque sé que nunca podré tenerte, bastó para devolverme las ganas de vivir.
—Siempre me tendrás.
—No, nunca volveremos a estar juntos. Ya no deseo verte, Servando, ya no. Ahora tu compañía me hace daño.
Lo dejó solo en la biblioteca, pasmado y confundido.
Remigio, el mulecón de Álzaga, llamó a la puerta y esperó la autorización para entrar en el despacho de su amo.
—¿Qué quieres?
—Ahí está Sabas, amo Martín. Dice que tiene algo para usté.
—Dile que me aguarde fuera.
Cerró el cartapacio, guardó los documentos en el cajón y apiló los libros a un costado. Sacó los cuatrocientos pesos de la caja de seguridad y, al sentir el frío de las monedas en su mano, se puso de mal genio. Lo humillaba admitir que ese esclavo lo tenía bien agarrado. Su gente no había podido descubrir quién le servía de cómplice, quién iría con el cuento a doña Magdalena en caso de que le ocurriese una desgracia. Pensaron en la negra Cunegunda, su madre, aunque la teoría se desbarató cuando se enteraron de que la mujer había ingresado en el Convento de las Hijas del Divino Salvador como parte de la dote de su ama. No le conocían amigos, es más, nadie lo quería entre la negrada. Álzaga sospechaba que ése cómplice no existía; de igual modo no podía arriesgarse y le pagaría lo acordado. Lo mandó llamar.
—¿Ya tienes la información?
—Sí, mercé.
—Habla pues.
—Los atacarán el lunes siguiente al Domingo de Ramos, al caer el sol. A usté lo atacarán aquí, en su tienda, y entrarán por la parte trasera, la que da al depósito. Al señor Sarratea, en la Real Compañía de Filipinas, y al señor Basavilbaso en su asiento, el de la calle Santo Cristo en esquina con la de Santo Domingo. Irán armados.
—¿Qué clase de armas?
—De fuego.
Álzaga ocultó la sorpresa y el desagrado. Había supuesto que se trataría de un grupo de infelices armados con palos y chuzos.
—¿Cómo se organizarán?
—En tres grupos de quince hombres cada uno.
—¿Quiénes encabezan la conjura?
—Son varios. Los principales son Tomás Maguire y un tal Pablo; no sé su apellido. También están el mulato Pedro, que es esclavo de doña Filomena Azcuénaga, el pardo Cristo, que es liberto, y el negro Milcíades, su cochero.
—Ya veo. —Álzaga embebió la péñola en el tintero—. ¿Qué hay de ese negro liberto al que llaman Papá Justicia? ¿No está él en esta conjura? Siempre anda alborotando con sus ideas.
—Él no, mercé —se inquietó Sabas—, él no tiene nada que ver en esto. Se lo juro —y se hizo la señal de la cruz sobre los labios.
—Dime otra vez los nombres.
Sabas así lo hizo y Álzaga tomó nota.
—¿Maguire? —preguntó—. ¿Acaso pariente de miss Melody?
—Su hermano, mercé.
“Vaya, vaya”, se dijo Álzaga.
Más tarde, en casa de los Escalada, se aproximó a saludar al matrimonio Blackraven. Por lo general, en presencia del conde de Stoneville, lo invadía una sensación de pequeñez e incomodidad; no tenía que ver con su rumboso título nobiliario —eso le importaba un maravedí— ni con su tamaño de galeote, sino con su poderío económico, ése que él tanto codiciaba.
Dos beneficios pretendía de Blackraven: primero, contar con su célebre flota para infiltrar mercancías y negros, no sólo en el Río de la Plata sino en todos los puertos americanos, desde Veracruz al Callao; segundo, obtener acceso a la amplia costa del Retiro, donde podrían desembarcar con tranquilidad. Aunque algunos lo juzgaban una leyenda, él no descartaba que hubiese túneles que unían la orilla con el interior de la propiedad.
Hasta ese momento, Blackraven se había negado a proporcionarle uno y otro favor. Su disposición cambiaría después del lunes posterior al Domingo de Ramos, cuando la vida de Tomás Maguire estuviese en juego.